Un puesto en la mesa: Diálogos en torno al rol de las Humanidades
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Un puesto en la mesa - Guido Larson Bosco
UN PUESTO EN LA MESA
Diálogos en torno al rol de las Humanidades
Compilador: Guido Larson Bosco
ISBN Digital: 9789564062044
Primera edición: Agosto 2023
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte ni registrada o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecanismo, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo escrito por el autor.
Imprenta: Donnebaum
Impreso en Chile/Printed in Chile
Índice
Índice
Prefacio
El Valor de la Filosofía
Conflicto, violencia e ideología
Arte y humanidad
La literatura y el rol de la universidad
Referencias
Prefacio
Suelo comentarles a mis estudiantes un artículo escrito por el filósofo Thomas Nagel, titulado ¿Qué se siente ser un murciélago?
¹. Apareció por primera vez en 1974 y, algunos años después, fue incluido en el libro Mortal Questions² del mismo autor. El artículo, en esencia, habla sobre lo difícil que es hacer sentido a la consciencia, dado que nuestras observaciones y raciocinios sobre ella dejan siempre algo de lado: esa sensación de saberse un sujeto consciente y de saberse (o saberme) yo. Nagel dice que podemos conocer absolutamente todo sobre un murciélago: la manera en que opera su cerebro, las secreciones hormonales que hace, los procesos químicos en los que incurre, las sinapsis que sus neuronas realizan. Pero nunca podremos saber qué se siente ser ese murciélago desde su propio punto de vista. Siempre parece haber un abismo que separa lo que podemos decir de una cosa consciente y lo que esa cosa experimenta estando consciente. Obviamente, podemos extrapolar, podemos comparar, podemos asumir que sus experiencias de consciencia se parecen a las mías, pero son suposiciones. Nunca podremos estar seguros de que vive la vida consciente
como nosotros la vivimos³.
La primera vez que leí ese artículo, no pude entender sus consecuencias amplias. Me quedé con la idea de que no era posible estudiar la subjetividad de la consciencia y que eso era un dilema que difícilmente podría resolverse. Nada muy complicado. Pero, con posterioridad, entendí que Nagel sugiere que damos por supuesto multiplicidad de cosas en nuestra interacción con los demás. Y que tales suposiciones descansan, en definitiva, en una imposibilidad: la de saber cómo el otro hace sentido interno —por así decir— del mundo que le rodea, ya que sus experiencias yo no las entiendo desde dentro, sino a partir de instrumentos específicos que involucran tanto el uso de lenguaje como mi propia epistemología.
Las consecuencias de lo anterior son múltiples. Por un lado, se puede desprender una insinuación asociada al grado de cautela que cabría tener en nuestras evaluaciones y juicios sobre los demás. Y esto porque solemos comentar, criticar o enjuiciar los actos humanos, poniéndonos a nosotros mismos como referencia; asumiendo una suerte de consciencia virtual y fantasmagórica sobre el otro, al que tomamos como un equivalente mío. Pero no es una equivalencia metafísica, es una equivalencia de contenido epistémico. Situamos las acciones y dichos de los demás como un simulacro de mis propias categorías intelectuales y, por ende, evaluamos y enjuiciamos a partir de un desdoblamiento que presupone situarnos como si yo fuese el otro en mi mente. Pero esto es un error: no me es posible saber del otro en tanto otro, sino solo como una idea deformada propia. Al hacer eso, niego ciertas especificidades causales que explican, o podrían explicar, sus actos, motivaciones, deseos y emociones. Y al negarlo, estoy básicamente haciendo una lectura de algo (o alguien) ajeno a mí desde mí mismo.
Piénsese en lo que eso significa. Implica —no es exagerado decirlo— la anulación de la distinción (en tanto lo distinto se racionaliza en base a categorías conceptuales propias), la vaporización de la curiosidad intelectual (ya que simplemente refrendo lo que ya pienso sobre los demás, disociándome de la pregunta causal) y la limitación de virtudes relevantes para la vida en sociedad, como la empatía o la tolerancia. La primera porque, contrario a lo que se piensa, empatizar no es ponerse en el lugar del otro, sino ponerse en el lugar del otro para pensar como el otro, no como uno mismo; y la tolerancia, porque esta es una virtud con un componente intelectual; no es simplemente un hábito adaptado en base a la reiteración. Involucra una aproximación racional a la diferencia, algo que solo se obtiene indagando mentalmente en ella.
Por otro lado, esta brecha explicativa⁴ entre lo que puedo observar y la sensación de llevar una vida consciente, obliga a reconocer que se requiere un esfuerzo profundo para entender a los demás, si es que ese es efectivamente el objetivo. Nuestra interacción rutinaria nos enfrenta a decisiones relativas a cómo actuar en el mundo, pero también a cómo nombrar el mundo en sí mismo. Cuando digo que algo me parece mal (o bien), estoy diciendo mucho más de lo que esas palabras significan por sí solas. Estoy, en alguna medida, y para usar una expresión sartriana, haciéndome responsable por todos los seres humanos del mundo⁵, en el sentido de que estoy mostrando ante todos lo que soy, aquello en lo que creo, los criterios que ocupo para delimitar lo permisible de lo que no lo es. Pero todo esto, la mayor parte de las veces, es completamente invisible. No solo porque el dar razones parece ser una acción devaluada en la actualidad, sino porque la mecánica que la transparentaría se encuentra muchas veces ausente. Justificar una posición implica dar razones para ella, y dar razones, quiérase o no, implica intentar mostrar la manera en que yo entiendo mi propia subjetividad. Esto no supone desechar la idea de que pueda consensuarse un curso de acción o una valoración sobre alguna cosa, o que no pueda haber una realidad objetiva
, un nóumeno escondido detrás de la diversidad interpretativa; sino que los caminos que llevan a concluir de una manera en vez de otra son, a veces, tan importantes como la conclusión misma.
Obviamente, esto no es algo en lo que pensemos ni algo que integramos en nuestra cognición para hacer sentido de los demás. Damos por sentado que el resto es parecido a nosotros; que sus rabias, tristezas, alegrías y emociones son equivalentes a las nuestras. Y que, cuando hacen algo que está bien o está mal, es adecuado juzgarlo en base a una especie de estándar pseudo-universal. No deja de ser irónico que al menos una parte de los desencuentros se expliquen por asumir cosas que no son ciertas y no dar el espacio siquiera a intentar hacer sentido de ellas. Y no es extraño constatar que la jungla de las redes sociales alimenta esa mecánica a niveles completamente desmedidos.
¿Cómo enlazar entonces el abismo de la subjetividad? ¿De qué manera es posible articular un puente hacia el otro? ¿Es siquiera necesario y deseable? La sola palabra deseable
sugiere un enfoque normativo ante el vacío provocado por la infinita distancia existente entre mentes diversas. Y eso es cierto. La vida en sociedad, y especialmente la vida democrática, nos exige un esfuerzo de comprensión del otro; tanto porque eso aminora la probabilidad de conflicto como porque queremos sustentar nuestras decisiones en razones y justificaciones comprensibles. También, porque creemos que la vida humana, para que tenga valor, cabe ser llenada de contenido enriquecedor. Difícilmente, en ese tránsito biográfico propio, donde — asumo— todos buscamos algo que podamos llamar felicidad o paz, o ataraxia, podamos excluir el contacto y crecimiento que nos entregan los demás. Al fin y al cabo, si somos sinceros con nosotros mismos y hacemos un ejercicio de introspección, una parte significativa de lo que hace que la vida merezca ser vivida se encuentra en el otro.
En el mismo sentido, ese intento de comprensión del otro es necesario porque permite abrirnos a alternativas que no considerábamos y a contribuir en la búsqueda del bien común. Esa expresión, tan absolutamente manoseada, presupone un grado mínimo de intersubjetividad. De buenas a primeras, todos nosotros deseamos el bien del prójimo; el problema es que no todos concuerdan con qué es bueno ni con quién es prójimo. Y para resolver, acordar, consensuar y —eventualmente— negociar sobre su contenido, hay que hablar. Hay que manifestar vocalmente nuestra subjetividad con el lenguaje. En ese ejercicio descansa la posibilidad de ser conocido y de conocer la enorme gama de aproximaciones a la realidad.
Hablar es, así, un riesgo y una oportunidad. Es un riesgo, porque nos hace vulnerables. Si el diálogo es fidedigno y si hablamos con la verdad, mostramos de forma diáfana lo que somos, exponiéndonos a la crítica o incluso a la humillación. Los seres humanos, de hecho, regulan parte de su comportamiento así: a través de la condena o el halago de los demás. Pero es también una oportunidad, porque concurrimos al desvelo de la verdad en un ejercicio conjunto. Y al hacer eso, fomentamos toda una serie de cualidades socialmente valiosas: racionalidad, paciencia, tolerancia, cercanía, igualdad. Dialogar es, aunque suene obvio decirlo, un ejercicio democrático, necesario y fundamental.
Desde esta perspectiva, los diálogos tienen el potencial de entregar frutos fecundos. Y no parece del todo inusual desarrollar un diálogo en formato escrito. Mal que mal, uno de los filósofos más importantes de la antigüedad fue conocido por explorar este formato y —si lo dicho de forma precedente tiene sentido— permite construir una visión de las Humanidades con un regusto de plasticidad y de improvisación que un escrito investigativo no tiene.
Ahora bien, en su etimología griega, la palabra diálogo
se compone de διά (dia), que significa a través
, y λόγος (logos), que en este contexto puede ser traducido como palabra
o como habla
. Ocasionalmente, hay confusión con el sentido del concepto al centrarse en el prefijo inicial δι (di – dos), llevando a concluir (equivocadamente) que el diálogo es una actividad que se da exclusivamente entre dos hablantes. Pero esto no es necesariamente así. La conversación recíproca entre entidades hablantes, como cabe entender el diálogo, puede ocurrir en circunstancias de más de dos personas participando de tal actividad. Esa es la razón por la que, junto a Sócrates, solían interactuar varios personajes adicionales en la obra de Platón.
Sin embargo, esto también muestra una diferencia crucial. El diálogo de Platón es uno que él creó en su entendimiento. Si bien puede que algunos de los contenidos de los diálogos platónicos hayan ocurrido en forma real, el filósofo no está transcribiendo lo que escucha. Más bien, transcribe lo que recuerda o lo que imagina. Y esto marca una distancia considerable con el proyecto presentado acá, por varias razones. Por un lado, porque hubo una decisión deliberada de enmarcarnos en un contexto de diálogo, no de debate ni de discurso. Debatir implica una interacción competitiva cuyo objetivo es ganar o convencer. Nos llevaría en otra dirección explicar acá la heurística con la que suele evaluarse el resultado de un debate, pero lo que cabe remarcar es que el ejercicio que realizamos no fue uno que buscara generar un resultado donde hubiese una postura que primara sobre la otra.
Lo presentado acá tampoco es un discurso, entendiendo este como una actividad cuyo objeto central es la entrega de información de modo unidireccional; ni menos una diatriba, porque, a pesar de que habrá momentos donde el lector detecte un empuje emocional de lo que alguno de los participantes está diciendo, el enfoque es uno conjuntivo, y donde a través del habla se establece una relación de búsqueda continua. J. M. Coetzee, citando a Bajtín, decía: cuando no hay acceso a la palabra ‘primordial’ y personal de uno mismo, todos los pensamientos, sentimientos y experiencias deben refractarse a través del medio del discurso del otro, del estilo del otro, de la manera del otro
⁶. El diálogo es un espejo curvo, que devuelve algo distinto de lo que oblicuamente se refleja en los dialogantes. Ahí se encuentra parte de su valor.
Por otro lado, lo que se presenta no es el diálogo tal y como ocurrió en las diversas conversaciones. Y no podría serlo. Una de las cosas llamativas del diálogo es que su funcionamiento exige cosas distintas de la sola palabra hablada. Dialogar es encontrarse con cadencias, movimientos, gesticulaciones, miradas, imperfecciones conceptuales o sonoras, frases que no se resuelven, pero en las que es posible la comprensión residual, e insinuaciones que solo se entienden en el ejercicio mismo de dialogar. En rigor, nada de esto puede plasmarse en un texto escrito que sea, al mismo tiempo, legible. Leer un diálogo es ya un acto de deformación, y el trabajo necesario para plasmarlo en este formato implica una hermenéutica que intenta, como mínimo, situar el sentido del diálogo de forma comprensible para el lector.
Hay que pensar que los diálogos que componen este libro resultaron de la reunión de dos o más personas, frente a una temática común, siguiendo cierta estructura preestablecida (vale decir, hubo acuerdo previo en torno al tema sobre el que se iba a dialogar). Este proceso fue, entonces, grabado (en audio o video) y luego transcrito. Si nos quedásemos solamente con la transcripción, sería extremadamente difícil leer con sentido el resultado. Por ejemplo, cuando hablamos, nadie realmente explicita los momentos o lugares que en un texto escrito serían instancias de puntuación. Uno no habla con comas
y puntos seguidos
, pero parece del todo necesario incluirlos en un texto escrito. Al hablar, solemos hacer reiteraciones, omisiones y errores que se arreglan en el camino. Piénsese en este momento del diálogo que tuvimos junto a Raúl Campusano y Juan Alberto Lecaros, cuando digo: siento que la filosofía es mucho más es mucho más tentativa es más de lo que quizás podemos llamar sondeo limitado ya que es menos lineal en ese sentido, es decir, es de progresiones que van, que van hacia adelante y hacia atrás, si es que podemos hablar de progresión, y la importancia radica en posibilidades, en alternativas
⁷.
De partida, como mencioné con anterioridad, ninguna coma del texto aparece en la palabra hablada. Segundo, la transcripción literal muestra que la forma de hablar se distancia de manera considerable de la forma de escribir, y se deja ver la necesidad de edición para ordenar el texto de forma que tenga un discurrir natural. Sería inusual e innecesario mantener la reiteración que aparece al inicio, y si bien me parece que si se escuchara lo que se dice sería posible entender el sentido de lo dicho, eso se pierde en una transcripción literal. En consecuencia, hubo un trabajo intensivo de edición que trae como resultado un