Cuando la mente obedece a la claridad
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No se preocupe por saber qué hacer. Los niños jamás saben qué hacer. Sin embargo, hacen. No solo eso, sino que son absolutamente espontáneos y naturales, «brillan» en su acción. Siempre puede no hacer nada. Saber qué hacer no tiene que ver ni con la memoria ni con las experiencias del pasado. Está relacionado con la posibilidad de conectarnos con nuestra fuente, con nuestro corazón. Dentro de usted hay una fuente inagotable de saber a su disposición todo el tiempo, que acaba por develársele cuando abandona la dualidad que genera decidir qué hacer. Las repercusiones sociales, cuando no hacemos lo que supuestamente deberíamos, causan daños muchas veces irreparables en la confianza que uno pueda tener en sí mismo para encontrar este saber. Y andamos por la vida acarreando estos bagajes milenarios en forma de miedos. «Los famosos mandatos». De quiénes debemos ser, de cuáles serían las decisiones que deberíamos tomar acorde con quiénes nos enseñaron a ser.
¿Por qué deberíamos obedecer a los mandatos sin cuestionarlos? ¿De qué sirven? Los mandatos obedecen a una especie de orden que, generalmente, es, no solo rígido, sino que restringe casi al 100 %, la capacidad de responder de manera creativa y nueva ante la belleza que se manifiesta en la vida cotidiana. La existencia es un constante florecimiento, digno de ser apreciado, disfrutado y vivenciado plenamente. El mandato es el principal «destructor» de la creatividad y esta, una de las cualidades más importantes que tenemos a disposición en todo momento.
Fernando Ferro Sardi
Fernando Ferro Sardi nació el 10 de abril de 1983. Pasó la mayor parte de su infancia en un pueblo de la provincia de Tucumán (Argentina) llamado Alberdi, donde vivió múltiples aventuras en diques, ríos y campos, compartidas con sus amigos del alma. Es el cuarto hijo de una familia de seis hermanos y hermanas, nacido después de la muerte del primer hijo varón de su padre. Vino a ocupar un rol que implicó una profunda movilización para su familia de origen. En su juventud, se mudó a la capital y se recibió de chef. Comenzó un proceso de búsquedas interiores y cambios, en este trayecto se encontró con el camino del yoga, la meditación y la nutrición inteligente. A través de la práctica del yoga, conoció a su mujer, Andrea, con quien está felizmente compartiendo la vida hasta la actualidad. Viajó por el mundo y regresó a su provincia donde abrió un restaurante de comida vegetariana en 2009, Shitake. Este emprendimiento desplegó sus alas, abriendo una nueva tendencia de comida saludable y vegetariana en la provincia de Tucumán. Fernando llegó a administrar y ver crecer su negocio hasta tener cuatro sucursales. Nacieron sus hijos, Lucca y Gabriel. La paternidad significó desde ese momento un vuelco hacia adentro y una nueva mirada hacia el mundo. Fernando es compositor y músico; grabó un disco con Syderalus en el 2014 como cantante y guitarrista y, además, participó en el proyecto del segundo disco de la banda en 2018 en el arte de tapa. En el año 2020, con la llegada de la crisis y la pandemia por covid-19, su negocio cerró y se dedicó al hogar, lo que le permitió reconectarse con lo que importa en la vida, su mundo íntimo, la reflexión y la familia. De esta manera, nació esta escritura, desde su intimidad, desde el aislamiento social brotaron los mensajes que siempre estuvieron ahí. Cuando la mente obedece a la claridad.
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Cuando la mente obedece a la claridad - Fernando Ferro Sardi
Advertencia
Queridos lectores:
Más fácil que decir lo que «es» este libro es decir lo que «no» es. Este texto, definitivamente, no es de filosofía ni de religión. Ni siquiera trata de chocar con ningún tipo de desarrollo conceptual ni religioso de ninguna índole. Por favor, no intente cotejar con otros textos el significado de lo que se plantea en este, porque no se basa en teorías ni en el significado de los conceptos desde un marco teórico-académico. Luego de leer filosofía, religión, historia, política, literatura y de haber atravesado dentro de mis posibilidades todos esos conocimientos por todo mi ser, lo que se expone aquí acaba basándose en una experiencia absolutamente personal, ya que descubrí, después de investigar en nuestras raíces históricas como humanidad, que a fin de cuentas la «verdad de saber» algo solo se encuentra en la conexión con nuestra propia fuente, nuestro corazón, que en última instancia es lo que nos conecta con todos y con todo. Dicho de otra manera, es nuestra «puerta al universo». Por ende, este libro termina siendo un desarrollo de observaciones basadas en experiencias completamente singulares propias sobre la forma en que se desarrolla la realidad, pero que nos interpelan a todos como habitantes de esta existencia.
He intentado a lo largo de las páginas abrir todas las puertas que he podido sin cerrar ninguna, ya que no tiene sentido «salir de una caverna», en sentido platónico, para meterse en otra. La intención principal de este libro es dejar lo más abiertamente posible los conceptos para que el lector pueda en su interior llevar estas palabras a donde su singularidad le guíe. Traté, dentro de todos los medios que me fueron posibles, de no imponer ningún tipo de doctrina ni sistema interpretativo.Tampoco de forzar una forma universal de entender cómo funciona cada quien, ya que esto solo lo puede saber cada uno de ustedes.
Intente leer, más que lo que dicen las palabras, lo que las mismas están «tratando» de decir, ya que hablar de lo incognoscible desde un lenguaje completamente limitado y lógico como es la escritura, puede en muchas ocasiones disminuir casi por completo la posibilidad de expresar ciertas cuestiones. Puede, de tanto en tanto, dar la sensación de que hay cosas que se contradicen, quizás algunas afirmaciones puedan sonar demasiado radicales o por momentos repetitivas. No se preocupe tanto por la literalidad. Busque el mensaje que está detrás de las palabras y le prometo que con el tiempo va a ir descifrando su significado. El que está «más allá de la textualidad». Descubrir su sentido no tiene nada que ver con lo que dice este libro, ni siquiera con el que escribió sus páginas. Cuando usted encuentre lo que significan, se dará cuenta de que siempre supo lo que dice aquí, que en su interior siempre estuvo este saber, esto que usted mismo siempre fue.
Desde ya, doy las gracias al lector por dedicar su invaluable tiempo para compartir y acompañarme en este viaje introspectivo. Buena suerte.
«Somos mucho mejor de lo que creemos,
el problema es que nos creemos mucho mejor
de lo que somos».
Breves observaciones sobre la identidad
Teniendo en mente que en esta, nuestra era digital, la gran mayoría de las personas buscamos en internet cuando necesitamos saber o investigar algo, me dispuse a buscar en Google una definición de identidad que, además, en muchos casos a mi entender, sería la definición que encontraría la gran mayoría de las personas de forma inmediata. Sin dejar de lado el hecho de que es sabido que en la red hay mucha información errónea o poco seria, traté de seleccionar la que me pareció más lógica y que, además, era una de las primeras en la lista de resultados. Dice así: «La identidad es un conjunto de características propias de una persona o grupo, que permiten distinguirlos del resto. Identidad es la cualidad de idéntico […]. También hace referencia a la información o los datos que identifican y distinguen oficialmente a una persona de otra».
De más está decir cuán lógica suena esta definición y cómo cada una de las que siempre estamos dispuestos a crear, da una noción más o menos rígida acerca de algo. Sobre todo, nos provee cierta tranquilidad. Nos ofrece una posibilidad mucho más «tangible» de ser capaces de entender lo que se plantea visto desde la perspectiva de la mente.
Si yo tuviera que aventurar una definición rápida de identidad, diría: «La identidad es un conjunto de herramientas que forman parte de la periferia de nosotros mismos, que nos sirve para relacionarnos con el entorno, pero que no forma parte de quienes somos».
Pero luego seguiría así: «La identidad es la mayor traba que tenemos». Sobre todo, cuando de comunicarnos se trata.
Este es un argumento prácticamente irrefutable, ya que no comunicarse es imposible. Cada gesto, cada movimiento, cada brisa comunica. Todos nos comunicamos. También lo hacen los árboles, las plantas, el viento y las nubes. Las personas y las cosas estamos constantemente transmitiendo algo de una manera u otra, no hay necesidad de negar esto, pero ¿cómo lo hacemos? ¿Tenemos una manera efectiva de comunicarnos? El proceso de la comunicación es muy simple.
«La clave para poder comunicarnos es desarrollar la capacidad de escuchar».
Poder abrirnos, tomando este término en el sentido de colocarnos en un estado de vulnerabilidad, de disponibilidad, de apertura. Este estado de vulnerabilidad es una posibilidad natural en el ser humano. Absolutamente todas las personas la tenemos. Desde el instante en el que llegamos a este mundo a través de nuestras madres, somos capaces hacerlo. Todos los niños vienen naturalmente con estas cualidades al mundo. Completamente sensibles, receptivos, abiertos. De hecho, ellos no pueden evitar ser así.
Ahora bien, al toparse con las estructuras de violencia sobre las que hemos creado nuestras sociedades, se ven inevitablemente interpelados por una cuestión de supervivencia e ingenuidad, propia de los estadios
, a dejarse «mutilar» por estas estructuras desarrolladas en el tiempo. Pero ¿qué es lo que sucede con esta posibilidad innata de ser vulnerable? ¿Dónde se va?
A lo largo de la vida, inicialmente a través de nuestros padres, madres, familiares varios y luego —o en simultáneo— de vecinos, personas de nuestro entorno cercano, sea barrio o lo que fuere, docentes, sacerdotes, terapeutas, médicos, etc., se nos inculcan una serie de dispositivos preestablecidos. Un conjunto de valores y comportamientos considerados «correctos», dependiendo del espacio sociocultural al que pertenecemos, que principalmente vienen a servir de andamios-corsés, desde donde en el desarrollo trunco de nuestra vida guía de una manera socialmente aceptable nuestro comportamiento.
Estos dispositivos tienen una estructura que se encuentra instituida básicamente en la dificultad que arrastramos como civilización para aceptar la irremisible verdad que está detrás de todas las cuestiones de la vida, la muerte. Volveremos sobre esto más adelante.
La negación de la muerte, más allá de ser la negación de la vida misma, es al mismo tiempo la negación de todos sus derivados, como puede ser el envejecimiento, la enfermedad, el deterioro físico y mental. La muerte está relacionada con el fin último de la vida. Por ende, está presente en todos los finales. Cada cosa o situación en la que nos vemos involucrados, sean materiales o sutiles, «llegan a su fin». El cuerpo, los sentimientos, las ideologías, los objetos, hasta el sol, aunque este pueda durar miles de millones de años, un día llegará a su fin. Tener miedo o negar la muerte es negar que en la vida lo único que existe sea el cambio. Es no aceptar que la existencia es una constante transformación.
«Negar que la vida sea una constante transformación es la mayor ilusión que hay».
Y, por más colosal que sea el esfuerzo que hagamos para creer que hay algo estático en la existencia, jamás esto va a hacer que sea de tal forma.
¿Por qué quisiéramos creer en la rigidez, en la estaticidad?
«Lo que estamos buscando al negar el cambio es, principalmente, seguridad, estabilidad».
La palabra seguridad, más allá de ser «solo un concepto vacío», ha servido por milenios para desarrollar y perfeccionar los dispositivos de «control y poder», siendo estos la piedra angular en nuestros esquemas sociales de hoy.
Siempre los seres humanos, de una manera u otra, hemos buscado nuestra seguridad dentro de los parámetros que venimos heredando generación tras generación. La seguridad propia, de nuestras ideas y creencias, de nuestros hijos, seres queridos, de nuestro entorno; desde el hombre de las cavernas hasta los dueños del sistema bancario mundial. A menudo hemos buscado refugios de diferentes índoles donde tener algún tipo de certeza, donde poder sentirnos seguros, pero no solo las buscamos en sentido material, sino también en estructuras psicológicas, sociales y espirituales. Este es el motivo por el cual también existen, dentro del entramado al que llamamos civilización, partidos políticos, movimientos filosóficos y, por supuesto, las religiones, siendo estas quizás las mayores diseminadoras de estos mecanismos de control y opresión que existen en el mundo.
Esta búsqueda de refugio funciona del mismo modo con la identidad. «La identidad es el principal refugio que hemos creado». Utilizo la palabra refugio, ya que no hay absolutamente nada de malo en buscar refugio; todas las criaturas del universo lo hacen, es natural. El problema es identificarse con este refugio. Cuando nos identificamos con un tipo de refugio específico, la mayor parte de nuestras necesidades, que son muy variadas, quedan sin ser atendidas.
Las personas tenemos muchas necesidades de diferentes naturalezas que satisfacer, ya sean físicas, mentales, emocionales o espirituales. Depositar todas ellas en una o algunas de estas identidades genera un estado crónico de estrés. Destruye casi por completo la posibilidad de estar alerta, perceptivos y sensibles a la realidad como se nos presenta.
Si yo, por ejemplo, pensara: «Soy mi casa», no podría jamás salir de ella sin sufrir una escisión. No podría ir a trabajar, al colegio, al parque. Cada vez que precisara salir de mi casa, sentiría una angustia enorme. Sería como salirme de mí mismo. De repente, entraría en un loop de vértigo, creería estar perdiéndome. No tendría ninguna manera lógicamente entendible para reaccionar