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Obras reunidas 2: El siervo albedrío y otros escritos polémicos
Obras reunidas 2: El siervo albedrío y otros escritos polémicos
Obras reunidas 2: El siervo albedrío y otros escritos polémicos
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Obras reunidas 2: El siervo albedrío y otros escritos polémicos

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Martín Lutero (1483-1546) desarrolló la faceta de polemista a lo largo de toda su vida. Su conocimiento exhaustivo y preciso de la Biblia y su lenguaje directo, agresivo e irrespetuoso, con frecuencia rayano en el insulto, lo convertían en un temible adversario. En El siervo albedrío (1525), obra de gran calado teológico que expone la doctrina de la justificación por la fe, la Reforma luterana se lanza en tromba contra el humanismo representado por Erasmo de Róterdam y su defensa del libre albedrío. Los otros dos escritos aquí reunidos, Sobre el papado de Roma (1520) y Contra Hanswurst (1541), son relevantes para entender el concepto de Iglesia que propugnaba Lutero.
IdiomaEspañol
EditorialTrotta
Fecha de lanzamiento10 jul 2023
ISBN9788413641645
Obras reunidas 2: El siervo albedrío y otros escritos polémicos
Autor

Martín Lutero

Martín Lutero (1483-1546), monje agustino y profesor de la Universidad de Wittenberg, desencadenó la Reforma protestante en el otoño de 1517 con su crítica a la venta de indulgencias papales. Su teología, construida sobre la idea de la justificación por la sola fe, se desarrolló paralelamente a su progresivo enfrentamiento con Roma. El movimiento reformador desarrollado a partir de él determinó la historia intelectual, política y social moderna.

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    Obras reunidas 2 - Martín Lutero

    EL SIERVO ALBEDRÍO

    (1525)

    [De servo arbitrio]*

    ________

    * WA 18, 600-787.

    EL SIERVO ALBEDRÍO

    [600] Al venerable maestro don Erasmo de Róterdam,

    Martín Lutero, gracia y paz en Cristo.

    [PREÁMBULO]

    El hecho de que haya tardado tanto en responder a tu Diatriba sobre el libre albedrío1, venerable Erasmo, va en contra de lo que todos esperaban y en contra de mi propia costumbre, porque hasta el presente parecía que yo no solo aprovechaba con agrado tales ocasiones para escribir, sino que hasta las buscaba con ahínco. Quizás alguno se extrañe de esta nueva e inusitada paciencia —¿o debería decir temor?— de Lutero, a quien no le han hecho saltar las voces ni los escritos lanzados contra él por sus adversarios, los cuales ya felicitaban a Erasmo por su victoria y entonaban el himno triunfal: «¿Será que aquel Macabeo [cf. 2 Mac 10,1], tan obstinadísimo asertor2, encontró por fin a un digno oponente contra quien no se atreve a abrir la boca?». Lo cierto es que no solo me abstengo de censurar a aquella gente, sino que yo mismo te concedo la palma que nunca antes concedí a nadie; y lo hago no solo porque me superas sobradamente en el dominio de la elocuencia y en ingenio —lo cual todos nosotros te lo reconocemos merecidamente, cuánto más yo, que soy un bárbaro que ha vivido siempre entre la barbarie—, sino porque has refrenado mi espíritu y mi ímpetu, habiéndome dejado postrado sin fuerzas antes de comenzar la lucha, y ello por dos razones:

    En primer lugar, por tu habilidad, ya que acometes esta causa, por lo que parece, con una admirable e inagotable moderación, impidiendo así que pueda encolerizarme contra ti. En segundo lugar, por la fortuna, ya que, bien por casualidad, bien por fatalidad, en un asunto tan importante como este no dices nada [601] que no se haya dicho ya antes. De hecho, dices menos y atribuyes al libre albedrío más de lo que los sofistas3 han dicho y le han atribuido hasta ahora (de lo cual hablaré con mayor amplitud más adelante), de tal manera que me parecía hasta superfluo responder a esos argumentos tuyos, que tantas veces he refutado ya en el pasado, y que han sido aplastados y totalmente desmenuzados por el hasta ahora invicto librito de Felipe Melanchthon, Loci theologici4, el cual, a mi juicio, merece no solo la inmortalidad, sino también entrar a formar parte del canon eclesiástico. Comparado con este, tu librito me pareció tan sórdido y ruin que me compadecí profundamente de ti por haber mancillado tu ingeniosa y elegantísima forma de expresarte con semejante inmundicia, y encontré indignante que una cuestión tan indigna fuera presentada con tan preciosos ornamentos de la elocuencia: como si los desperdicios y el estiércol fueran transportados en vasijas de oro y plata.

    También tú mismo pareces haberte dado perfecta cuenta de ello, y por eso fuiste tan reticente a la hora de emprender la tarea de escribir esta obra. Seguramente tu conciencia te advirtió de que, por más que acometieras este asunto con todos los recursos de la elocuencia, te iba a ser imposible engañarme, puesto que yo, una vez apartado el ornamento artificioso de las palabras, vería claramente las heces que se escondían debajo. ¿No es así? «Porque, aunque sea tosco en la palabra, gracias a Dios, no lo soy en el conocimiento» [2 Cor 11,6]. Así, en efecto, con Pablo me atrevo a arrogarme el conocimiento y a despojarte a ti de él sin dudarlo; mientras que te arrogo a ti la elocuencia y el ingenio, y me despojo yo de ellos con mucho gusto y como tiene que ser.

    Por ello pensé lo siguiente: si hay personas que, habiendo recibido el apoyo de nuestras enseñanzas en tantos escritos, apenas las han hecho suyas y les dan tan poco aprecio que se dejan influir por estos fútiles y triviales, aunque muy bellamente presentados argumentos de Erasmo, entonces es que [tales personas] no son dignas de que las ayude con mi respuesta. Porque para ellas, nada de lo que se pueda escribir o decir las satisfará, por más que se repitiese una y mil veces en muchos miles de libros. Sería algo así como si te pusieras a arar la playa y sembrar en la arena, o a rellenar con agua un barril repleto de agujeros. Puesto que, aquellos que han percibido el magisterio del Espíritu en nuestros modestos escritos, ya recibieron un servicio del que están abundantemente satisfechos y condenan los tuyos sin dificultad. Pero aquellos que leen sin el Espíritu, no es de extrañar que, como las cañas, sean sacudidos por cualquier viento [cf. Mt 11,7; Lc 7,24]. ¡A estos, ni siquiera Dios podría decirles lo suficiente, aunque todas las cosas creadas se convirtiesen en lenguas! [cf. Lc 19,40; 1 Cor 14,21].

    Por eso, casi que hubiese sido una buena decisión ignorar a aquellos que se escandalizaron con tu libro, juntamente con aquellos que lo ponen por las nubes y te adjudican la victoria. Porque no fue la multitud de mis quehaceres, ni la dificultad del asunto, ni la fuerza de tu elocuencia, ni el temor que pueda tenerte, sino simplemente la repugnancia, la indignación y el desprecio, o (por decirlo en plata) mi propio juicio sobre tu Diatriba, eso fue lo que refrenó mi impulso de responderte. Por no mencionar también el hecho de que, siempre fiel a tu estilo, procuras con gran obstinación ser en todas partes escurridizo y de lenguaje ambiguo, y [creyéndote] más astuto que Ulises, pareces navegar entre Escila y Caribdis: por un lado, no quieres hacer aserciones, pero, por otro, parece que sí que las haces. Me pregunto: ¿cómo puede debatirse o ponerse uno de acuerdo [602] con esta clase de personas, a no ser que se sea experto en atrapar a Proteo5? Más adelante te mostraré —con la ayuda de Cristo— qué es lo que puedo hacer en esta materia y en qué te beneficiará.

    Así pues, que yo te responda ahora está más que justificado. Me apremian los fieles hermanos en Cristo haciéndome ver que eso es lo que todos esperan de mí, por cuanto —dicen— la autoridad de Erasmo no hay que subestimarla y la verdad de la doctrina cristiana está en peligro en muchos corazones. Además, también me he dado cuenta de que mi silencio no ha sido suficientemente piadoso, y me he dejado engañar por la prudencia o la malicia de mi carne, de forma que no he tenido lo bastante presente el cargo que tengo, por el cual «a sabios y a no sabios soy deudor» [Rom 1,14], máxime cuando he sido llamado a hacerlo por los ruegos de tantos hermanos.

    Porque, aunque el asunto que nos ocupa es tal que no puede limitarse solo a un maestro externo, sino que, además del que planta y riega desde fuera [1 Cor 3,7], requiere también del Espíritu de Dios para que dé el crecimiento y, siendo un maestro vivo, enseñe cosas vivas desde dentro6 (pensamiento este que me embarga), no obstante, como este Espíritu es libre y sopla no donde quisiéramos nosotros, sino donde quiere él [Jn 3,8], era necesario observar aquella regla de Pablo: «Insiste cuando es oportuno y cuando no lo es» [2 Tim 4,2], «porque no sabemos a qué hora ha de venir el Señor» [Mt 24,42]. En fin, que haya personas que aún no hayan advertido el magisterio del Espíritu en mis escritos y que se hayan dejado abatir por tu Diatriba; quizás sea porque aún no les ha llegado su hora [Jn 2,4].

    Y quién sabe, admirable Erasmo, si Dios se dignará a visitarte a ti también, por medio de alguien como yo —frágil y mísero vasito suyo—, para que en buena hora [2 Cor 6,2] (ruego por ello de todo corazón al Padre de [todas] las misericordias, por Cristo nuestro Señor [2 Cor 1,3]) te llegue con este librito y gane así a un queridísimo hermano. Puesto que, si bien piensas y escribes erróneamente sobre el libre albedrío, no obstante, tengo contigo una no pequeña deuda de gratitud, por cuanto has hecho que mi opinión sobre él sea mucho más firme ahora al ver que un hombre de tanto talento e ingenio [como tú] ha abordado la causa del libre albedrío con todas sus fuerzas sin haber conseguido otra cosa que dejarla peor de lo que estaba antes. Esto es la prueba evidente de que el libre albedrío es una pura mentira, pues con él sucede lo mismo que con aquella mujer del Evangelio, que cuanto más la atienden los médicos, peor se encuentra [Mc 5,25-26; Lc 8,43]. Por tanto, haré que abunde en ti la gracia si logro que estés más seguro [de la Verdad], del mismo modo que tú me hiciste a mí más firme [para defenderla]. Pero ambas cosas son dones de Dios, y no fruto de nuestro trabajo. Por eso hay que implorar a Dios, para que a mí me abra la boca, pero a ti y a todos [os abra] el corazón, y para que Él mismo esté presente entre nosotros como maestro que habla y escucha en nosotros.

    Pero de ti, querido Erasmo, quisiera conseguir lo siguiente: que como yo sobrellevo tu ignorancia en esta materia, tú a tu vez sobrelleves mi falta de elocuencia. Dios no concede a un solo hombre todos los dones juntos, ni todos tenemos habilidad para todo7; antes bien, como dice Pablo, «hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo» [1 Cor 12,4]. Así pues, solo resta que los dones se presten servicios recíprocos, y que uno sobrelleve con su don la carga y las deficiencias del otro; así cumpliremos la ley de Cristo [Gál 6,2].

    ________

    1. Recordemos que Lutero tardó más de un año en responder a la Diatriba (Basilea, septiembre de 1524).

    2. En el original: assertor, es decir, «persona que afirma, sostiene o da algo por cierto», por ser Lutero el autor de la Assertio omnium articulorum M. Lutheri per bullam Leonis X. novissimam damnatorum [Reafirmación de todos los artículos de Martin Lutero condenados por la última bula de León X] (1520).

    3. Término despectivo para referirse a los teólogos escolásticos.

    4. Loci communes rerum theologicarum seu hypotyposes theologicae [Lugares comunes de los asuntos teológicos o descripción de la teología], publicado por primera vez a fines de 1521.

    5. En la mitología griega, dios marino con la facultad de cambiar de forma a su antojo (cf. Ovidio, Met. viii. 730).

    6. Lutero apunta aquí una importante distinción entre el sentido literal, desde fuera (foris), de la Escritura y su sentido espiritual, desde dentro (intus), que concede Dios al hombre por gracia.

    7. Virgilio, Ecl. viii. 63.

    [Primera Parte

    CRÍTICA AL PREFACIO DE ERASMO

    (Diatriba I, A 1-I, A 11)]

    [Las aserciones en la fe cristiana]

    [603] Para comenzar, quiero abordar someramente algunos puntos de tu Prefacio en los que viertes no pocas críticas a nuestra causa, mientras que das realce a la tuya. En primer lugar, está el hecho de que censuras —como también haces en otros sitios—, esa fijación mía por hacer aserciones y dices en este librito que «hasta tal punto no te agradan las aserciones que fácilmente te abandonarías a la opinión de los escépticos dondequiera que esté permitido por la inviolable autoridad de las divinas Escrituras y por los decretos de la Iglesia, a los cuales sometes de buen grado tu parecer, comprendas o no las razones de lo que se te prescribe. Esta es la forma de conducirse que te place» [I, A 4].

    Considero —y es de justicia hacerlo— que esto lo dices de buena fe y por amor a la paz. Pero si lo dijera otro, muy probablemente me abalanzaría sobre él como tengo por costumbre. Aun siendo así, no tengo por qué consentir que estés tan equivocado en tu opinión, por muy buena que sea tu voluntad, pues no es propio de un corazón cristiano el no sentir deleite ante las aserciones; más bien las aserciones tienen que deleitarle, de lo contrario no será cristiano. Pero, por «aserción» entiendo (para que no andemos jugando con el significado de las palabras) adherirse [a una opinión] con determinación, afirmarla, confesarla, defenderla y perseverar en ella sin claudicar; y creo que esto y no otra cosa es lo que este vocablo significa cuando lo emplean tanto los latinos como nosotros en la actualidad.

    En segundo lugar, hablo de las cosas que deben ser objeto de aserciones y que nos han sido dadas por Dios en las Sagradas Escrituras. Por lo demás, no nos hace falta un Erasmo ni ningún otro maestro que venga a enseñarnos que, en cuestiones dudosas o inútiles e innecesarias, las aserciones, las riñas y las disputas, que Pablo condena en más de una ocasión [1 Tim 1,4; 2 Tim 2,23; Tt 3,9], son no solo estúpidas, sino también impías. Tú no te refieres a esto, creo yo, en este pasaje, a no ser que, siguiendo el ejemplo de un ridículo orador, quisieras proponer un tema y luego hablar de otro, como aquel [en el cuento] del rodaballo1, o vinieras a sostener, cual desvarío de un escritor impío, que el artículo del libre albedrío es dudoso o innecesario.

    ¡Que los escépticos y los académicos2 se vayan bien lejos de nosotros, los cristianos; pero que se queden con nosotros aquellos asertores que son dos veces más obstinados que los propios estoicos! ¿Cuántas veces, pregunto, exige el apóstol Pablo aquella «pleroforía»3 [Col 2,2; 1 Tes 1,5; Hb 6,11; 10,22], es decir, aquella aserción certísima y completamente segura de la conciencia? En Rom 10[,10] hablando de «confesar» [dice]: «con la boca se confiesa para salvación». Y Cristo, por su parte, dice: «A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre» [Mt 10,32]. Pedro nos manda «dar cuenta de la esperanza que hay en nosotros» [1 Pe 3,15]. ¿Para qué seguir?

    Entre los cristianos, no hay nada que les sea más familiar y más corriente que una aserción. Haz desaparecer las aserciones, y habrás hecho desaparecer el cristianismo. Es más, el Espíritu Santo les es dado [a los cristianos] desde los cielos para que glorifiquen a Cristo y lo confiesen hasta la muerte [Jn 16,14], a menos que «hacer aserciones» [asserere], sea otra cosa que estar dispuesto a dar la vida por aquello que uno confiesa o sostiene. Y, es más, incluso el Espíritu hace aserciones, y lo hace hasta el extremo que acomete y denuncia «al mundo de pecado» [Jn 16,8], como si quisiera promover la discordia. Y Pablo ordena a Timoteo «instar» y «reprender» aun «fuera de tiempo» [2 Tim 4,2]. ¡Pero qué reprensor más gracioso me parecería a mí aquel que, personalmente, ni se creyera a pies juntillas ni defendiera a macha martillo aquello que motiva su reprensión! A alguien así, yo sí que lo mandaría a Anticira4.

    Pero [604] soy el más tonto con diferencia por malgastar palabras y perder el tiempo en un asunto que es más claro que la luz del día. ¿Quién de entre los cristianos estaría dispuesto a aceptar que las aserciones son cosas que deben desdeñarse? Eso sería, lisa y llanamente, negar de raíz cualquier atisbo de religión y de piedad, o dejar sin validez alguna la religión, la piedad o cualquier dogma. Entonces, ¿por qué tú también sostienes que «no te agradan las aserciones», y que te place más esa manera de conducirse que la opuesta?

    Pero ahora dirás que aquí no te estabas refiriendo, en absoluto, al hecho de confesar a Cristo y sus dogmas. Bueno es recordármelo. Y, como muestra de agradecimiento hacia ti, renuncio a mi derecho y a mi costumbre, y no entro a juzgar tu corazón. Eso lo reservo para otra ocasión y para otras personas. Mientras tanto, te aconsejo que corrijas tu lengua y tu pluma, y que, en lo sucesivo, te abstengas de tales palabras; porque, por más íntegro y sincero que sea tu corazón, tu discurso (que dicen que es el reflejo del corazón) no lo es. En efecto, si piensas que la cuestión del libre albedrío es cosa que no se necesita saber y que no tiene relación con Cristo, dices lo correcto, pero piensas impíamente. Pero, en cambio, si piensas que es una cuestión que se necesita saber, entonces hablas impíamente y piensas lo correcto. Pero, en tal caso, no habría lugar para tanta queja y tanta exageración sobre lo inútiles que son las aserciones y las disputas, pues ¿qué tienen que ver estas con la cuestión planteada?

    Pero ¿qué me dirás respecto de aquellas palabras tuyas en las que —refiriéndote no solo a la cuestión del libre albedrío, sino en general a todos los dogmas de la religión—, manifiestas que «hasta tal punto no te agradan las aserciones que, si la inviolable autoridad de las divinas Escrituras y los decretos de la Iglesia lo permitieran, te abandonarías a la opinión de los escépticos»? ¿Qué clase de Proteo se esconde detrás de estos vocablos «inviolable autoridad» y «decretos de la Iglesia»? Es decir, que, por un lado, haces como si profesaras un gran respeto por las Escrituras y la Iglesia, pero a la vez dices que deseas gozar de la libertad de ser escéptico. ¿Qué cristiano hablaría de esta manera?

    Si dices esto refiriéndote a los dogmas inútiles e indiferentes, ¿qué novedades aportas? ¿Quién no desearía en tales casos gozar de la libertad de ser escéptico? Es más: ¿qué cristiano, de hecho, no hace pleno uso de esta libertad y condena a los que son devotos y siervos de una opinión particular cualquiera? A menos que consideres que, en general, los cristianos son (como parece desprenderse de tus palabras) personas que tienen unos dogmas inútiles que los llevan a enfrascarse en discusiones absurdas y en peleas por las aserciones. Pero si hablas de los dogmas necesarios, ¿podría hacer alguien una aserción más impía que esta: «Deseo gozar de la libertad de no tener que confesar ninguno de dichos dogmas»?

    Un cristiano hablará más bien así: «Me complace tan poco el parecer de los escépticos que, siempre y cuando la debilidad de la carne me lo permita, no solo me aferraré con todas mis fuerzas a las Sagradas Escrituras y las defenderé fielmente en todo momento y en todas partes, sino que también desearía estar lo más seguro posible de las cosas innecesarias y que están al margen de las Escrituras». Pues ¿qué cosa hay más deplorable que la incertidumbre?

    ¿Y qué diremos de esta coletilla tuya: «a los cuales someto de buen grado mi parecer, comprenda o no las razones de lo que se me prescribe»? ¿Qué dices, Erasmo? ¿No te basta con haber sometido tu opinión a las Escrituras? ¿La sometes también a los decretos de la Iglesia? ¿Qué puede decretar la Iglesia que no haya sido decretado en las Escrituras? Además ¿dónde quedan la libertad y el poder de juzgar a quienes emiten esos decretos, como Pablo enseña en 1 Cor 14[,29]: «y los demás juzguen»? ¿No te agrada ser juez [605] de los decretos de la Iglesia, a pesar de que Pablo lo ordena? ¿Qué nueva religión y humildad son estas en las que, por lo que das a entender con tu ejemplo, nos quitas el poder de juzgar los decretos de los hombres y nos sometes a los hombres sin poder juzgarlos? ¿Dónde nos mandan hacer esto las Escrituras de Dios?

    Además ¿quién hay, de entre los cristianos, que desprecie los preceptos de las Escrituras y de la Iglesia, hasta el punto de decir: «tanto si los comprendo como si no los comprendo»? ¿Te sometes y, sin embargo, no te preocupa en absoluto si los comprendes o no? ¡Sea anatema, de verdad, el cristiano que no dé por cierto y no comprenda lo que le está prescrito! Pues ¿cómo se puede creer aquello que no se comprende? Porque, convendrás conmigo que, en este caso, «comprender» [assequi] significa «aprehender algo con certeza», y no «dudar como hacen los escépticos». Por otra parte: ¿qué hay en cualquier criatura que cualquier ser humano pueda comprender si «comprender» significa «conocer y ver a la perfección»? Porque entonces no habría posibilidad de que alguien pudiera al mismo tiempo comprender algo y no comprenderlo, sino que más bien, habiendo comprendido una sola cosa, habría comprendido todas, por ejemplo, en Dios: quien no lo comprende, no comprende nunca parte alguna de su creación [cf. Rom

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