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El Derecho represivo de Franco: (1936-1975)
El Derecho represivo de Franco: (1936-1975)
El Derecho represivo de Franco: (1936-1975)
Libro electrónico810 páginas11 horas

El Derecho represivo de Franco: (1936-1975)

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Las dictaduras no rehúyen el Derecho. Siempre lo han utilizado. Emulando otros ejemplos de los totalitarismos europeos, la dictadura franquista no fue una excepción. Se dotó de un sistema institucional dirigido a construir un Estado regido por un ordenamiento jurídico con la pretensión de legitimar un régimen surgido del golpe de estado contra la II República. El franquismo creó un Estado con Derecho, un Estado administrativo, pero en ningún caso un Estado de Derecho. A pesar de los esfuerzos de sus juristas apologetas que pretendieron aportar un cuerpo teórico tanto a su organización institucional como a la represión ejercida por leyes y tribunales.

Desde 1936 hasta la muerte del dictador en 1975, una parte de ese Derecho estaba formada por un amplio arsenal de disposiciones y jurisdicciones especiales concebidas para la represión del opositor político. Era su Derecho represivo. Junto al examen de la experiencia profesional de los abogados en el ejercicio del derecho de defensa, el libro estudia, desde la perspectiva jurídica, los diversos períodos represivos que jalonaron la larga dictadura, a través de la violencia ejercida sobre los ciudadanos y la represión de la lucha por la libertad.
IdiomaEspañol
EditorialTrotta
Fecha de lanzamiento15 nov 2023
ISBN9788413642048
El Derecho represivo de Franco: (1936-1975)
Autor

Marc Carrillo

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra, es autor de más de una treintena de libros. Sus líneas de investigación comprenden el régimen jurídico de los derechos fundamentales y su sistema de garantías, así como la organización territorial del Estado y el derecho europeo.

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    El Derecho represivo de Franco - Marc Carrillo

    1

    DEL ESTADO TOTALITARIO A LA AUTOCRACIA CORPORATIVA: LOS JURISTAS ANTE LA DICTADURA

    «¿Qué es el caudillaje?: La acción propia de guiar y dirigir a la gente a la guerra y afirmar que, con la situación española concreta, no se trata ni de un grupo ni de un ejército profesionalmente organizado, sino de ‘España en armas’ en su totalidad [...]. Acaudillar es, ante todo, mandar legítimamente: [...] caudillaje no es dictar [...] no es sinónimo, sino contrapunto de dictadura».

    (Francisco Javier Conde, Contribución a la doctrina del caudillaje, ed. de la Vicesecretaría de Educación Popular, Madrid, 1942a)

    1. INTRODUCCIÓN: EL ENTRAMADO INSTITUCIONAL Y LEGAL DE LOS PERIODOS REPRESIVOS

    El Derecho represivo de Franco constituido por el arsenal normativo e institucional del que se dotó la dictadura para la represión del opositor político, desde la Guerra Civil hasta la muerte del dictador, no solo fue obra de políticos. También gozó del concurso de juristas. De miembros de las diversas profesiones jurídicas, fuesen abogados, funcionarios, jueces, profesores universitarios de las diversas ramas del Derecho o miembros del cuerpo jurídico-militar, etc., que desde la inquebrantable adhesión a los principios del Movimiento, ofrecieron sus servicios al régimen del llamado Nuevo Estado. En alguna que otra ocasión los desarrollaron con una contrastada competencia, siempre con una idea autoritaria de Estado; pero en muchas otras expresando una desacomplejada concepción escolástico-tomista de la sociedad y, sin duda, en algún que otro caso por oportunismo político a fin de preservar la carrera académica y profesional. Todo con la finalidad de dotar de base teórica tanto a la progresiva organización institucional de la dictadura como a sus disposiciones represivas.

    La dictadura se fue organizando institucionalmente de forma progresiva con un notable pragmatismo político, cuyo objetivo no era otro que adaptarse a las nuevas circunstancias internas e internacionales, por un lado, mediante la imposición de un férreo orden político y social basado en la represión expeditiva de cualquier disidencia y, por otro, con la estrategia de resistir y sobrevivir a las eventuales adversidades que le pudiese deparar un contexto internacional cambiante.

    Un entorno político para el que gozó del explícito apoyo, desde el primer momento, de la Iglesia católica e inmediatamente después de los Estados Unidos. Ello permitiría que el régimen de Franco superase con notable éxito la paradoja política que suponía presentarse ante las democracias liberales, que junto a la URSS salieron triunfantes en la Segunda Guerra Mundial, como un aliado frente al comunismo. Y ello a pesar de la decisiva ayuda que había recibido de los regímenes totalitarios de Hitler y Mussolini para derrocar a la República.

    A lo largo de los casi cuarenta años de dictadura y sin perder un ápice de esta condición, el régimen franquista se dotó de un entramado jurídico-institucional que se inició con el Fuero del Trabajo de 1938, en cuyo Preámbulo se declaraba el Estado «como un instrumento totalitario al servicio de la integridad patria», y acabaría con la Ley Orgánica del Estado de 1967, que configuró un sistema político de representación corporativa basado en el Movimiento Nacional como partido único, con supresión de la división de poderes, la represión de derechos y la exclusión de cualquier forma de pluralismo político. Sin que, en este sentido, pueda entenderse como tal el pluralismo o monismo limitado al que se ha apelado como soporte teórico de algunos análisis politológicos para dar cobertura teórica a la naturaleza autoritaria del régimen franquista (Linz, 2000, 3 ss.; 2008, 29 ss.). Que el franquismo reunía en su interior expresiones políticas plurales en función de las diversas familias políticas que le daban apoyo era una evidencia (el Ejército, la Falange, los católicos de la Asociación Nacional de Propagandistas, los tecnócratas del Opus Dei, los tradicionalistas, etc.). Pero igual de evidente era que se trataba de un «pluralismo» sin participación política abierta, restringido a los contornos siempre infranqueables de un régimen de dictadura que en ningún momento perdió dicha condición.

    La llamada democracia orgánica, es decir, el sistema corporativo pergeñado por la Ley Orgánica del Estado de 1967, siempre quedó y permaneció subordinada al ejercicio de la potestad legislativa atribuida al jefe del Estado desde el momento fundacional del régimen a través de las Leyes de Prerrogativa: la primera, dictada en el último año de la contienda militar, la Ley de 30 de enero de 1938, organizando la Administración General del Estado y la segunda, que apareció cuatro meses después del final de la guerra, la Ley de 8 de agosto de 1939, sobre la estructura del Gobierno, que modifica las leyes de 30 de enero y 29 de diciembre de 1938.

    La institucionalización jurídica de la dictadura se produjo en épocas distintas a través de un singular proceso de sedimentación política que quedó integrado por las denominadas siete Leyes Fundamentales1, en la expresión ortodoxa empleada por el régimen, que siempre se opondría a apelar al concepto de constitución por su condición demoliberal, a pesar de los ímprobos esfuerzos mostrados al respecto por algún jurista apologeta (Fernández Carvajal, 1969)2.

    Un rechazo que, ciertamente, resultaba del todo coherente por la negación que a lo largo de su historia hizo el régimen de los dos pilares que definen el concepto racional-normativo de constitución en los sistemas democráticos: la separación de poderes y la garantía de derechos y libertades. La negación del primero y la permanente represión del segundo fueron una de las señas de identidad del régimen. El adefesio jurídico con el que la dictadura definió su organización institucional para negar la división de poderes fue establecido en la Ley Orgánica del Estado de 10 de enero de 1967 bajo el llamado principio de «unidad de poder y coordinación de funciones» (art. 2.II). La sistemática vulneración de derechos quedó institucionalizada por la positivización de un arsenal de leyes represivas y jurisdicciones especiales.

    El marco jurídico-institucional constituido por las siete Leyes Fundamentales fue el primer nivel del extenso cuerpo legal de disposiciones represivas, que también de forma sucesiva se fueron aprobando y derogando entre sí, dirigidas todas ellas a una planificada represión política. En este sentido, aunque el franquismo estaba en las antípodas de ser un Estado de Derecho, no hay duda de que fue un Estado de normas, un Estado que disponía de un Derecho, un Estado administrativo dotado de una legalidad que a veces cumplía y en otras no tenía especial escrúpulo en obviar.

    En su condición de dictadura, el régimen franquista se sostuvo por muchas razones que han sido abordadas en rigurosos estudios históricos y no es el caso aquí de volver sobre ellas, salvo en lo que pueda ayudar a contextualizar el objeto de este libro: el examen del régimen jurídico de la represión. Una represión que se inició de forma inmediata y brutal en las zonas del territorio que habían quedado bajo el control del ejército sublevado contra la República. Aquel ejército rebelde que en palabras del general Mola había de aplicar una estrategia de guerra en los territorios ocupados consistente en infundir el terror en la población, un sano terror que había de impregnar en la ciudadanía derrotada como una forma más de disuasión y desmovilización ante cualquier atisbo de resistencia. Una estrategia de terror que proseguiría durante los largos años de la posguerra mediante la aplicación del «terror organizado desde arriba, basado en la jurisdicción militar» (Casanova, 2002, 20) mediante los consejos de guerra y la proliferación de un enjambre de jurisdicciones especiales. Y que proseguiría en los últimos lustros de la dictadura con la jurisdicción militar y el TOP, en un reparto de funciones represivas sobre el ejercicio de la libertad.

    De acuerdo con esta estrategia Franco mantuvo el estado de guerra hasta 1948. El impacto social fue demoledor: «transformó la sociedad, destruyó familias enteras, rompiendo las básicas redes de solidaridad social, e impregnó la vida diaria de miedo, de prácticas coercitivas y de castigo. La amenaza de ser perseguido, humillado, la necesidad de disponer de avales y buenos informes para sobrevivir, podía alcanzar a cualquiera que no acreditara una adhesión inquebrantable al Movimiento o un pasado limpio de pecado republicano» (Casanova, 2022, 11).

    El examen que se propone del Derecho represivo de la dictadura se divide en tres periodos o fases. El primero se corresponde con la represión desplegada durante el periodo de los tres años de la guerra (1936-1939): la legislación del terror. El segundo se sostiene en la tesis según la cual, en realidad, la guerra no acabó con el Parte de Guerra del 1.º de abril de 1939, sino que siguió por otras vías y se corresponde con la legislación de la posguerra o de la represión generalizada, que cubre el prolongado espacio de tiempo de la posguerra hasta el Plan de Estabilización, con el que el régimen rompió con la autarquía falangista e inició una renovación de su sistema económico (1939-1959). Y el tercero y último es el que se ha caracterizado como el de la represión selectiva (1959-1975) sobre los grupos políticos, sindicatos y movimientos sociales en la clandestinidad, que mostraban una oposición activa a la dictadura, y que abarca los últimos tres lustros del régimen franquista.

    A modo de síntesis, en el primer periodo cobra especial importancia el examen de los bandos militares, la organización de los juicios sumarísimos, la ilegalización de partidos y sindicatos, la depuración de funcionarios públicos en la judicatura y en la enseñanza, la represión de las libertades de expresión y de información, la derogación de los regímenes de autogobierno regionales, la creación del amplio catálogo de jurisdicciones especiales (como el Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas o el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo), el régimen penitenciario o la represión ejercida sobre las relaciones civiles.

    En el segundo periodo, la atención se centra en las disposiciones de represión ideológica y política, como la Ley de Responsabilidades Políticas de 1939, o las relativas a la represión de la masonería y el comunismo; las referidas a la represión de la libertad y seguridad personal como la Ley de Seguridad del Estado de 1941; la represión sobre las libertades civiles como la Ley de Vagos y Maleantes de 1954, la derogación de leyes liberales de la República como la que reconocía el derecho al divorcio, la instauración de la censura en la información y la libertad de creación artística, o las disposiciones de represión en las relaciones laborales, etcétera.

    En el último periodo y en el ámbito de la represión ideológica y política, se analizan entre otras la Ley de Orden Público de 1959 (LOP) y el Tribunal de Orden Público de 1963, el papel ejercido por el Tribunal Supremo en la represión de la libertad, o la legislación antiterrorista aprobada al final de la dictadura; la nueva legislación represiva sobre el derecho a la información, concretada en la Ley de Prensa e Imprenta (ley Fraga) de 1966 o la Ley sobre secretos oficiales de 1968; la relativa a la represión sobre las relaciones laborales reflejada en la modificación del Código Penal de 1965 y la nueva Ley Sindical de 1971, etc., así como, en el orden de la preservación de la moral social, la persecución de la homosexualidad.

    El Ejército y las fuerzas políticas del Alzamiento fueron los actores principales del golpe contra la República. Por su parte, los juristas al servicio de la rebelión dieron forma al Nuevo Estado. Siempre con la pretensión de hallar un fundamento teórico legitimador de la dictadura, en cada uno de estos tres periodos los profesionales del Derecho adictos al régimen, en su condición de tales y en muchos casos también como altos cargos del régimen, jugaron un papel relevante en la teorización y en la elaboración de algunas de las disposiciones estudiadas en este libro.

    2. LOS JURISTAS EN EL ENTORNO LEGITIMADOR DEL DERECHO REPRESIVO

    2.1. La justificación jurídica del golpe de Estado (el llamado Alzamiento) 3

    Uno de los primeros juristas que aportaron argumentos a la construcción institucional del llamado Nuevo Estado, fue el falangista Ramón Serrano Suñer (1901-2003), abogado, político, ministro de la Gobernación/Interior y después de Exteriores en los primeros gobiernos de Franco. Fue el autor intelectual de algunas disposiciones represivas de la primera época de la dictadura, como la Ley de Prensa de 22 de abril de 1938.

    En ese proceso de configuración inicial del régimen, Serrano propugnó la necesidad de pasar del llamado «Estado campamental» propio de la Guerra Civil, a otro cuyas estructuras estatales fuesen dignas del concepto moderno de Estado. La perspectiva había de ser la creación de un Estado de Derecho superador de las instituciones del caduco Estado liberal. Por tanto, no un Estado de Derecho al uso liberal, sino un Estado concebido desde una lógica totalitaria. En 1941 afirmaba que interesaba recordar «a amigos y enemigos que el Estado totalitario no es el Estado tiránico, sino un Estado de Derecho en que las situaciones y facultades a su amparo nacidas deben sentirse más fuertes y más firmemente protegidas que en los amparos que les diera el viejo Derecho del Estado liberal» (Serrano Suñer, 1941, 100)4.

    En 1938, en la fase final de la guerra y siendo ministro del Interior, al objeto de elaborar argumentos, especialmente dirigidos al exterior, que legitimasen el golpe de Estado contra la República como un alzamiento del pueblo frente a la ilegitimidad del gobierno republicano, tomó la iniciativa de crear la Comisión sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes en la República española el 18 de julio de 1936, la llamada Comisión Bellón, conocida así por el nombre de su presidente, Ildefonso Bellón Gómez, magistrado del Tribunal Supremo y falangista. La integraban 22 miembros procedentes del ámbito político y jurídico, en el que destacaban quienes habían ejercido cargos ministeriales durante la monarquía de Alfonso XIII, como Álvaro Figueroa y Torres, conde de Romanones, Salvador Bermúdez de Castro o Abilio Calderón Rojo; en la dictadura de Primo de Rivera, como Eduardo Aunós, o durante el Bienio Negro republicano, como Rafael Aizpún. Del ámbito jurídico destacaban, entre otros, los nombres de Joaquín Pérez Prida, catedrático de Derecho internacional; Antonio Goicoechea, antiguo presidente de la Academia de Jurisprudencia y Legislación de Madrid; José Gascón Marín, catedrático de Derecho político; Federico Castejón y Martínez de Arizala, catedrático de Derecho penal; José M.ª Trías de Bes Giró, procedente de la Lliga Regionalista de Cambó, catedrático de Derecho internacional público y presidente de la Academia de Jurisprudencia y Legislación de Barcelona; Manuel Torres López, profesor de Historia del Derecho o Wenceslao González Oliveros, catedrático de Filosofía del Derecho y primer gobernador civil franquista de Barcelona5.

    El Dictamen surgido de los trabajos de esta comisión fue concebido como un instrumento de propaganda y presentado con los recursos retóricos del Derecho. Su contenido se situaba en las antípodas de un examen neutral y objetivo. Una vez vio la luz por la difusión que le dio el Ministerio de la Gobernación de Serrano, el texto llegaría a ser calificado por la Revista de Trabajo como el Libro Blanco de la Revolución Nacional Española (Martín, 2014, 44).

    Los argumentos jurídicos eran los que siguen: 1) la ilegitimidad del gobierno republicano surgido de las elecciones de febrero de 1936; 2) ante ello, el pueblo español, en pleno ejercicio del derecho de resistencia frente a la opresión, se rebeló contra la tiranía republicana; 3) como consecuencia de la agresión padecida por el pueblo, el Ejército tenía el deber ineludible de proteger a la nación subyugada por su gobierno ilegítimo; 4) el Alzamiento, pretendidamente concebido como el pueblo en armas, constituía un acto de legítima defensa propio del Derecho penal; 5) finalmente, ahora desde la lógica del Derecho internacional y con el objeto de otorgar al gobierno de Franco la condición de gobierno de hecho en el territorio español, se negaba que el golpe militar fuese interpretado como un acto de rebeldía contra las instituciones legítimas de la República.

    La ilegitimidad del gobierno republicano

    Los juristas autores del informe cuestionaban la II República desde su origen, sosteniendo que el resultado de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 había dado el triunfo en votos a las candidaturas monárquicas. Resultaba irrelevante que en las principales ciudades del país hubiesen obtenido un triunfo incontestable las candidaturas republicanas y pasaban por alto que la monarquía había avalado la dictadura de Primo de Rivera durante más de siete años.

    Cuestionaban asimismo la Constitución del 9 de diciembre de 1931, porque surgió de un cambio de régimen al margen de todo procedimiento constitucional de reforma y también porque estaba desprovista de un asentimiento entre los españoles. Rechazaban por dictatorial la Ley de Defensa de la República de 21 de octubre de 1931, frente a la cual había sido perfectamente legítimo el golpe militar que había intentado Sanjurjo en 1932. La aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña aquel mismo año era considerada un hecho que suponía la «negación de toda la historia nacional». La justificación del golpe proseguía con el rechazo a la revolución social y disgregadora de Asturias de octubre de 1934; con la calificación de «asalto al poder» por las izquierdas del acceso de Azaña a la presidencia de la República, tras la segunda disolución de las Cortes decretada por el presidente Alcalá Zamora y su sustitución constitucional prevista en el artículo 81 de la Constitución, etc. Consideraban ilegal el decreto de amnistía aprobado tras las elecciones de 1936, a pesar de que la Constitución permitía la aplicación de esta modalidad del derecho de gracia, etcétera.

    A todo este memorial de supuestos agravios jurídicos, se añadían hechos de violencia política (quema de iglesias, muerte de Calvo Sotelo...), obviando el contexto de alteración deliberada del orden público provocado por los partidos contrarios al régimen republicano desde su mismo inicio. Para estos juristas, a partir de la victoria del Frente Popular en las elecciones de 1936 «se vivía en un estado de sedición gubernativa» que demandaba afrontarlo al margen de las instituciones legales apelando a la historia y a Dios.

    Como subraya Sebastián Martín (2014, 50), lo decisivo del Dictamen de la Comisión sobre la ilegitimidad de los poderes actuantes era que un documento que fue presentado «como un ejercicio de neutralidad técnico-jurídica ante la tarea de justificar masacres que condujeron a la dictadura, no podía, en última instancia, más que invocar las abstracciones de la divinidad, la historia, la tradición y el derecho de un pueblo imaginario a resistir a la opresión».

    La invocación del derecho de resistencia a la tiranía

    Para estos juristas, el régimen republicano era ilegítimo desde su origen. Se trataba de unos profesionales del Derecho que con este Dictamen no tuvieron empacho en legitimar desde el inicio a la dictadura de Franco, con argumentos que eran propios del sistema liberal. Como, por ejemplo, imputar un uso dictatorial de la Ley de Defensa de la República, que era un instrumento constitucional de Derecho de excepción dirigido a salvaguardar al régimen desde sus inicios ante los embates políticos que sufría; o, incluso, nada menos que apelar —incluso— al muy liberal derecho de resistencia a la opresión que encuentra una de sus raíces constitucionales en los inicios del régimen liberal en Francia6 para legitimar la rebelión del pueblo frente a la tiranía. Para ellos, el oprimido era el pueblo que se alzaba contra el despotismo de la República.

    La invocación al derecho de resistencia ocupó también la actividad doctrinal de algunos juristas de la época. Uno de los más significados al respecto fue el catedrático de Derecho administrativo de la Universidad de Oviedo, Sabino Álvarez-Gendín Blanco (1895-1983), poseedor de la Cruz Laureada de San Fernando colectiva, alcanzada en la defensa de Oviedo durante la guerra, autor de la Teoría sobre la resistencia al poder público. El caso español, publicada en 1939 por la revista de la citada universidad de la que fue rector entre 1937 y 19517. En este opúsculo de algo más de cien páginas, el autor reproducía en gran parte los argumentos de la Comisión Bellón: el asalto al poder del Frente Popular en febrero de 1936, la ilegalidad de la sustitución de Alcalá Zamora por Azaña, la muerte de Calvo Sotelo, la violencia de las hordas rojas, etc. En definitiva, todo un conjunto de circunstancias que definían a una tiranía frente a la cual había que rebelarse en defensa de la tradición, la comunidad y la civilización cristiana. Para abonar más la justificación del derecho de resistencia a la opresión, este autor se acogía a la doctrina escolástica y a teóricos como Tomás de Aquino, Francisco de Vitoria o Francisco Suárez (Martín, 2014, 52), en nombre de una guerra justa, como desde los inicios fue teorizada la Guerra Civil, a la que se atribuyó la condición de cruzada en defensa de los valores cristianos. En esa línea escolástica se expresaría la Carta Colectiva de los obispos españoles encabezados por el primado de España y obispo de Toledo, Enrique Pla y Deniel (1876-1968), para definir la guerra civil española como una cruzada y dar apoyo al golpe de Franco.

    Pero la justificación de legitimidad de la sublevación militar se construyó también desde otros parámetros distintos al derecho de resistencia. Así, con una lógica distinta a la sostenida por otras posiciones teóricas destinadas a dar cuerpo a la rebelión contra el gobierno ilegítimo de la República, otros juristas acudieron al derecho a la revolución, entendido como el derecho colectivo del pueblo a la revuelta frente a la tiranía. Por supuesto, no precisamente mediante una revolución popular, sino ultraconservadora, que habían de encabezar las élites políticas concertadas para derrocar a un gobierno despótico y destinada a preservar las esencias de la tradición nacional. Fue la tesis, con claras raíces germánicas, defendida en 1941 por el catedrático de Derecho político de la Universidad de Sevilla Ignacio María de Lojendio Irure (1914-2002).

    Partiendo de la ilegitimidad del gobierno republicano del Frente Popular, otra forma de defender el golpe contra las instituciones republicanas consistió, nada menos, que en sostener que el llamado Alzamiento se había producido precisamente para defender la Constitución republicana. Esta fue la posición sostenida por uno de los apologetas más atrabiliarios del Alzamiento, Francisco Elías de Tejada y Spínola (1917-1978), catedrático de Filosofía del Derecho, quien llegaría a afirmar que el ejército golpista era el único defensor de la legalidad de Constitución de 1931, hasta el punto de empujar a los militares a un acto de insurrección. Un acto que según este autor podía justificarse, apelando sin especiales escrúpulos intelectuales, al derecho de resistencia a la opresión similar al referente constitucional jacobino de la Constitución francesa del 24 de junio de 17938. Una tergiversación política de este calibre llegaba a argumentarla De Tejada afirmando que lo que el Ejército había llevado a cabo era «un acto heroico, noble y desinteresado de defensa de la Constitución por la que no sentía más que rechazo»9.

    La eximente de responsabilidad de los golpistas basada en la legítima defensa y la situación de estado de necesidad

    Si los conceptos propios del primer liberalismo eran empleados sin reservas por los juristas franquistas de la primera época, algo semejante ocurría con el recurso a las figuras de la dogmática penal para justificar jurídicamente la rebelión contras las instituciones republicanas.

    En esta tarea destacó con luz propia un jurista de Salamanca, desde el primer momento al servicio de los sublevados: Isaías Sánchez Tejerina (1892-1959), catedrático de Derecho penal en las universidades de Salamanca y en la Central de Madrid10, para quien en la situación política de 1936 se daban todas las condiciones precisas para ejercer el derecho a la legítima defensa frente a las agresiones del gobierno del Frente Popular. Ante la peligrosidad del agresor, la defensa del orden social constituía una finalidad para la que la legítima defensa incluía, si procedía, la eliminación del delincuente, que no era otro que el opositor político de obediencia republicana. Por ello, los excesos que en el ejercicio de la legítima defensa pudiesen cometerse no eran en ningún caso imputables a sus titulares, los sublevados, sino que en todo caso podían explicarse fruto de la situación de desventaja frente a un gobierno despótico y los agentes a su servicio. Como ha sido subrayado al respecto, «el que había debido defenderse [el ejército sublevado] era el único que podía juzgar la idoneidad y proporcionalidad de su respuesta» (Martín, 2014, 59), un razonamiento que no solo servía para exonerar de todo tipo de responsabilidad a los causantes de los excesos, sino que legitimaba la consigna de la implantación del sano terror entre la población propugnada por el general africanista Emilio Mola en los primeros compases de la guerra11.

    En efecto, un ejército dirigido por militares africanistas que aplicó en la península la misma táctica de tierra quemada que ya había experimentado en las colonias de África. Un ejército que se convertía en el salvador de la patria, de la nación. Era un retorno al pasado del protagonismo del cuerpo uniformado en la configuración del Estado español contemporáneo que la República había pretendido superar; una regresión en toda regla en favor de la tradicional visión del Ejército como actor político de primer orden y autónomo del poder civil.

    La rebelión militar ante la legalidad internacional

    Los argumentos jurídicos justificativos de la sublevación también iban dirigidos a que su validez pudiese habilitar su encaje en la legalidad internacional.

    Que el ejército sublevado contra las instituciones democráticas de la República hubiese conseguido todos sus objetivos militares con la imprescindible ayuda de los regímenes totalitarios de Alemania e Italia, no era óbice para que los juristas de Derecho internacional tratasen de aportar una fundamentación jurídica específica en este terreno y que coadyuvase a la legitimación de la dictadura ante la comunidad y la opinión pública internacionales.

    De acuerdo con el trabajo ya citado acerca del papel de los juristas en los orígenes del franquismo, para el logro de ese empeño resultan de especial interés las aportaciones de dos servidores en diferentes épocas de la dictadura: José Yanguas Messía (1890-1974) y Pedro Cortina Mauri (1908-1993) (Martín, 2014, 61-69).

    Yanguas Messía fue un aristócrata y catedrático de Derecho internacional público en la Universidad Central de Madrid, ministro de Estado y presidente de la Asamblea Nacional Consultiva durante la dictadura de Primo de Rivera, y embajador ante el Vaticano en los inicios de la dictadura de Franco (1938-1942)12.

    Desde la perspectiva del Derecho internacional el interés del planteamiento sostenido por este autor fue el de aportar argumentos para acreditar la condición jurídica de la «parte beligerante» del gobierno de Franco tras el Alzamiento del 18 de julio. Partiendo de la base de que este se había producido contra el gobierno republicano de febrero de 1936, al que se consideraba ilegítimo, y que esta condición se extendía a la propia República desde su inicio, se trataba de demostrar que el gobierno de los sublevados constituido en Burgos ejercía sus funciones de forma estable sobre una población y un territorio que progresivamente se iba expandiendo fruto de los éxitos militares en el campo de batalla y con absoluto respeto a las leyes y usos de la guerra.

    El objetivo de obtener la condición de «beligerante» en el conflicto armado era obligar a terceros Estados a un estricto cumplimiento de sus deberes de neutralidad ante los contendientes, tanto ante el gobierno de la República como ante la jefatura del ejército sublevado. Ello había de comportar el deber de abstenerse de procurar ayuda militar y de mantener una relación comercial «pacífica» con las partes.

    No es el caso aquí de aportar con detalle los hechos que desacreditaron a lo largo de la historia de la Guerra Civil los argumentos de Yanguas Messía sobre cómo entendía el ejército de Franco las «leyes y usos de la guerra». Además del apoyo nazi-fascista que desde el primer momento recibió el golpe de Franco por parte de Alemania e Italia, el absoluto desprecio de las leyes de guerra por el ejército rebelde encuentra, entre tantos otros, ejemplos especialmente significativos como el bombardeo de Guernica por los aviones de la Legión Cóndor, considerado por Yanguas como «otro ejemplo de las falacias propagandística del enemigo, que después de convertir a la población ‘en reducto del Frente norte’, la habían incendiado casi al completo al tener que abandonarla»13; o el llevado a cabo de manera indiscriminada por parte de la marina franquista desde el buque Canarias mandado por el almirante Francisco Bastarreche, por la marina italiana de Mussolini y por la aviación alemana contra la población indefensa que huía despavorida de Málaga, por la carretera de la costa hacia Almería tras la conquista de la ciudad malacitana por los sublevados, la conocida como la desbandá14; o la matanza de la plaza de toros de Badajoz llevada a cabo por las tropas dirigidas por el general falangista Juan Yagüe15, sin olvidar los bombardeos sobre la población civil de Madrid16 y Barcelona17, etcétera.

    Cortina Mauri fue también catedrático de Derecho internacional público en la Universidad de Sevilla en 1941, pero nunca se dedicó a la profesión universitaria. Su actividad se desarrolló principalmente en el ámbito empresarial. No obstante, ejerció como el último ministro de Asuntos Exteriores de Franco durante el bienio 1974-197518. En una línea argumental similar a la de Yanguas, su concepción del Derecho de gentes partía de la salvaguarda de la identidad estatal como prioridad absoluta frente a otras consideraciones de orden subjetivo que pudiesen centrarse en la protección de los derechos de las personas. En este sentido, para Cortina, el Derecho de guerra podía tener perfecta cabida en el seno del Derecho de gentes, siempre que sirviese para regular la pugna entre Estados, entre naciones civilizadas, pero nunca —afirmaba— entre el Estado y sus «súbditos». En ese caso, dado que el Estado no se enfrentaba a otro Estado, no podía aplicar un inexistente Derecho de guerra, sino que quedaba autorizado a ejercer su legítimo derecho a castigar a sus súbditos19.

    En su concepción de la Guerra Civil, el resultado de la sublevación, del llamado Alzamiento, ya había dado lugar a un Estado soberano en los territorios conquistados por el ejército franquista que se enfrentaba a otro, el de la República, a la que negaba legitimidad desde su origen. En efecto, para este autor y político, con el Alzamiento nace un nuevo Estado porque disponía de un gobierno de facto —cierto— aún sin reconocimiento internacional, pero provisto de un ordenamiento jurídico propio entre el que se encontraba un amplio Derecho represivo, que se aplicaba a través de un aparato administrativo y judicial estable.

    Según su planteamiento, al no regir en este caso las normas del Derecho de guerra sobre las decisiones y los actos del gobierno de facto sobre sus súbditos, no le era exigible responsabilidad jurídica alguna por los hechos derivados de la guerra. De una guerra que estaba destinada a preservar la existencia del Estado y la nación ante un régimen ilegítimo como era el republicano nacido de las elecciones del 12 de abril de 1931.

    2.2. El caudillaje como poder absoluto y la incidencia de las teorías de Carl Schmitt sobre la dualidad «amigo/enemigo» y el «decisionismo»

    Una parte sustancial de las principales disposiciones represivas surgieron durante la guerra y en los primeros años de la inmediata posguerra. La defensa del llamado Nuevo Estado incitó a sus teóricos a buscar parámetros de emulación en las experiencias totalitarias de Italia y Alemania. La defensa del régimen a toda costa y la aniquilación del enemigo republicano y de todo vestigio de oposición tras el final de la contienda militar, eran el santo y seña de leyes represivas. En el marco de ese objetivo los primeros teóricos del régimen franquista construyeron la idea del caudillaje como una específica forma española destinada a revestir de fundamento teórico el poder absoluto del que Franco sería investido mediante el Decreto de 29 de septiembre de 193620.

    En esa tarea de la primera época, entre los apologetas de la dictadura destacaron Juan Beneyto Pérez (1907-1994) y sobre todo el jurista y politólogo Francisco Javier Conde (1908-1974) con su estudio sobre el caudillaje21. Conde era catedrático de Derecho político en la Universidad de Sevilla y después en la Complutense de Madrid. Formado en Alemania con una beca de la Junta de Ampliación de Estudios de la República, fue alumno y posterior traductor de Carl Schmitt, director del Instituto de Estudios Políticos (1948-1956), procurador en Cortes (1943-1956) y embajador en diversos países entre 1956 hasta su muerte en Bonn en 1974.

    Siguiendo el estudio de Reig Tapia, para Conde, el caudillaje era «la acción propia de guiar y dirigir a la gente a la guerra y afirmar que, con la situación española concreta, no se trata ni de un grupo ni de un ejército profesionalmente organizado, sino de ‘España en armas’ en su totalidad [...] Acaudillar es, ante todo, mandar legítimamente [...] caudillaje no es dictar...».

    Para este autor, el caudillaje «no es sinónimo, sino contrapunto de dictadura», para añadir que «el poder militar se ha visto impelido a proclamar el estado de guerra y a asumir la plenitud del mando». La legitimidad del mando le conducía a la singular consideración de que «los españoles aceptan la situación de buen grado, y así el poder de facto se convierte en poder de iure y nos encontramos ante un nuevo Estado cuyo resultado es el caudillaje». En conclusión, «acaudillar es mandar carismáticamente», personalmente (Reig Tapia, 1990b, 79-70).

    El punto de conexión de la idea de caudillaje y de su titular el Caudillo se encontraba en la tradición totalitaria que ofrecían el fascismo italiano (Duce) y después el nacionalsocialismo alemán (Führerprinzip). Sin embargo, para Conde, el caudillaje suponía un ejercicio del mando diferente y singular respecto de los referentes totalitarios europeos del momento. Se trataba de algo distinto y revolucionario basado en el ejercicio del poder conectado con la tradición española. No obstante, no es nada seguro que esta abstrusa retórica contenida en los esforzados argumentos de Conde llegase a ser comprendida por su destinatario castrense imbuido de la arcaica cultura de un militar africanista. En todo caso, lo que no ofrecía dudas es que tales argumentos no conducían a otra cosa que a la simple y llana legitimación del poder absoluto del Caudillo y de sus Leyes de Prerrogativa de 1938 y 1939, a partir de las cuales se dictaron las disposiciones represivas de la primera posguerra.

    Buena prueba de ello es la interpretación que de la teoría de Conde sobre el caudillaje haría uno de sus alumnos más reconocidos: Luis Legaz Lacambra. Para este autor, Conde partía del contexto de la historia de España, en la que el caudillaje se desarrollaba en una concreta situación política que exigía ser conocida e interpretada y que él identificaba con que

    la tremenda coyuntura cuya vivencia da a la joven generación española sentido, vocación y unidad: la guerra civil. Y surge en airada pugna, con armas obtenidas, frente a una manera de concebir y de ejercer el mando político condicionada por una forma concreta: el Estado demo-liberal socializante español de signo pluralista (Legaz Lacambra, 1975, 263).

    En la línea de su maestro, este autor consideraba que el enemigo que batir era el modelo de forma de Estado que representaba la República; ¿y cuál era la razón para ello?:

    La dependencia de los representantes políticos del favor popular hace imposible un mundo estable y continuo con capacidad de acción. Llega un punto en que no hay un solo valor, un solo vínculo que una a gobernantes y gobernados. Es el momento en que el vocablo «caudillaje» surge y prende en los españoles con la fuerza obradora de un símbolo (Legaz Lacambra, 1975, 264).

    En la misma estrategia de legitimar el régimen político surgido del golpe de Estado militar, la teoría del caudillaje también fue abordada en el periodo inicial de la dictadura por Juan Beneyto Pérez (1907-1994), otro teórico a su servicio. Catedrático de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid, ya durante la República mostró su adhesión al totalitarismo publicando su obra Nacionalsocialismo (1934). Fue uno de los fundadores del diario falangista Arriba y en la dictadura destacaría por su actividad represora de la libertad de información como director general de Prensa entre 1957 y 1961, así como en su labor censora en la autorización para publicar libros. En 1939 perfiló el concepto de caudillo y puso las bases de la doctrina del caudillaje. En colaboración con José M.ª Costa Serrano publicó la obra El partido. Estructura e historia del Derecho Público Totalitario, con especial referencia al Régimen Español, donde afirmaba:

    El concepto de caudillo es una síntesis de la razón y de la necesidad ideal. No es solo fuerza, sino también espíritu, y constituye una nueva técnica, por ser la encarnación del alma nacional y hasta de la fisonomía nacional. Como técnica, es la consecuencia natural, así como la necesidad orgánica, de un régimen unitario, jerárquico y totalitario22.

    Acabada la Guerra Civil fue un hecho objetivo la influencia sobre los intelectuales franquistas del pensamiento jurídico de Carl Schmitt (1888-1985) uno de los juristas germanos vinculados al nacionalsocialismo alemán, un jurista profundamente conservador y antidemocrático, de reconocida talla intelectual, todo lo cual explica su rápido ascenso con el poder nazi e incluso después de la derrota en 1945. Y no solo en la España franquista, hasta el punto de que el propio canciller Karl Kiesinger, antiguo miembro del partido nazi, en tiempos de la «Große Koalition [Gran Coalición] (1966-1969)» en la Alemania occidental, nunca negó que Schmitt hubiese sido su asesor en la sombra en asuntos constitucionales (Müller, 2009, 70).

    De su nacionalismo antidemocrático ya había advertido Francisco Ayala durante la República a los lectores españoles en 1934, en su introducción a La Teoría de la Constitución, de cuya traducción fue autor. Ayala interpreta que el núcleo del pensamiento de Schmitt se encuentra en la tesis según la cual el soberano, en su caso, el jefe del Estado, es quien tiene la potestad de decidir sobre la aplicación del Derecho de excepción. A este respecto consideraba que «la ambigüedad inicial acerca de si Schmitt viene a defender el Estado democrático o burgués de Derecho o si no es más bien el pregonero de su ocaso está ya perfectamente clara para un español al menos antes de que empiece la Guerra Civil». Asimismo, el propio Ayala subraya que «la absolutización que Schmitt hace del Estado nacional y de la nación como unidad homogénea [...] conduce a un nacionalismo exacerbado» (Sánchez Blanco, 2000, 106-107).

    Además del citado Javier Conde, de entre los alumnos españoles de Schmitt destacó también el catedrático de Filosofía del Derecho en las universidades de Santiago y Madrid, Luis Legaz Lacambra (1906-1980), con sus aportaciones al cuerpo ideológico del franquismo. Y más tarde, los alumnos de ambos, en especial: Luis Sánchez Agesta (1914-1997), Enrique Gómez Arboleya (1910-1959), Carlos Ollero (1912-1993), Jesús Fueyo (1922-1993), Manuel Fraga Iribarne (1922-2012) o José Caamaño Martínez23.

    La radicalidad política del binomio amigo/enemigo que propuso Schmitt para concebir la defensa del Estado totalitario, fue acogida por los teóricos franquistas para rechazar el régimen liberal-democrático de la II República en los términos siguientes: la realidad del Estado de partidos vigente durante el periodo republicano les llevó a sostener que durante este periodo «la nación había dejado de constituir un Estado hallándose en realidad desgarrada en dos Estados distintos». Desde esta perspectiva, el Nuevo Estado que a partir de 1939 iniciaba su construcción «se propondrá como meta que tal enemistad interior [el enemigo interior] no vuelva a suceder». Y para ello, Legaz Lacambra proponía en su Introducción a la Teoría del Estado Nacionalsindicalista24, «crear de nuevo el Estado Unitario de la nación española, eliminando al enemigo», destinado a la erradicación política de sus «figuras representativas, ideologías y símbolos» (López García, 1996, 144).

    Desde esta misma lógica centrada en erradicar al enemigo interior, para los juristas que asumían el planteamiento schmittiano, el disidente, el opositor que piensa y actúa de manera distinta, había de ser neutralizado. Para Schmitt, «todo antagonismo confesional, moral, económico, étnico, etc., se torna en antagonismo político apenas se ahonda lo suficiente para agrupar efectivamente a los hombres en amigos y enemigos»25. En consecuencia, para Conde, el Nuevo Estado no podía asumir el pluralismo político si no era a riesgo cierto de sucumbir a la guerra civil. En el seno del Nuevo Estado franquista no podía tener cabida la figura del enemigo político, porque lo político solo podía ser el resultado de una obra hecha en común y nunca un producto de una actividad plural: «Por eso, en el orden de la política interna es algo equivocado, e incluso patológico, una doctrina pluralista del Estado, pues una teoría de esta índole solo puede ser [...] un instrumento de negación o disolución consciente del Estado»26 (López García, 1996, 146). Abundando en la misma idea, la dualidad del planteamiento schmittiano sobre amigo y enemigo contenida en su obra El concepto de lo político, radicaba en que la esencia de las relaciones políticas «se caracteriza por la presencia de un antagonismo concreto cuya consecuencia última es una agrupación según amigos y enemigos» (Del Real Alcalá, 2015, 175).

    Al objeto de conseguir la exclusión social del enemigo político interior, se criminalizaba todo tipo de oposición política y por tanto el disidente era concebido como un delincuente. Era la consecuencia de una idea del Derecho penal entendido como un «Derecho popular y racial, en el que el delito se concibe como un atentado contra la comunidad, un Derecho que se basa en la voluntad y no en el resultado, que tiene una finalidad retributiva y que incorpora el principio de analogía penal» (Rivaya, 1998, 167), siguiendo la estela dejada por penalistas alemanes de la época como Edmund Metzger, traducidos y emulados por penalistas franquistas, como Eugenio Cuello Calón (1879-1963)27 o Juan del Rosal (1908-1973)28. Este último justificaba sus planteamientos en la necesidad «que el Estado tiene de defenderse de aquellas personas que son sus enemigos o la urgencia con que ha de remediar a las propias necesidades de la humana naturaleza o a aquellas cosas que brotan de la miseria humana, de la que nos habla nuestro F. de Vitoria al exponernos su teoría política del Estado» (Del Rosal, 1941, 759).

    Esta concepción totalitaria en el orden penal se trasladaría también a otras ramas del Derecho, como se comprobará más adelante con el examen específico de la legislación represiva. Un ejemplo lo ofrecerá, como ha señalado Rivaya (1998, 168), el Derecho laboral, basado en una visión ficticia del contrato de trabajo como la expresión de una comunidad de intereses entre trabajadores y empresarios. O, también, el Derecho procesal ayuno de garantías de los derechos ciudadanos, sin olvidar tampoco el Derecho administrativo imbuido de una lógica intervencionista fundada en el control preventivo del Estado sobre el ejercicio de los derechos, etcétera.

    En fin, estos parámetros doctrinales servirían al régimen del Nuevo Estado para armar una justificación ideológica de la abundante legislación represiva, destinada a erradicar al enemigo interior en los territorios ocupados por el ejército rebelde durante la guerra y, acabada esta, para reprimirlo en toda España durante los cuarenta años de dictadura.

    El «decisionismo» fue otro de los conceptos del pensamiento jurídico de Schmitt que también calaron hondo en los intelectuales franquistas, y que de alguna forma aportaría también un soporte teórico a la práctica política de la dictadura. Así, a partir de la idea de la «decisión», el jurista alemán critica el Estado de Derecho de matriz liberal y el positivismo jurídico. De acuerdo con su planteamiento, es en las situaciones excepcionales cuando se manifiestan los dos elementos que se encuentran en todo orden jurídico: la norma y la decisión: «en el estado de excepción desaparece el Derecho, pero continúa el Estado; desaparece la norma, pero continúa la decisión» (Caamaño, 1950, 87). Pues bien, partiendo de la exégesis que Caamaño realizaba de la obra de Schmitt, son dos los aspectos del concepto de «decisionismo» que serán aprovechados por el franquismo: por un lado, la crítica al normativismo contenido en la noción de decisión, que en las circunstancias de la España bajo la dictadura resultaba una referencia inestimable para subrayar la crisis del Estado liberal de Derecho; y, por otro, que la decisión adoptada por el poder es siempre lo que permanece, en demérito del Derecho, que es lo que desaparece (López García, 1996, 150).

    En esta misma línea, pero con menos sutilezas teóricas, el falangista y procurador en Cortes Raimundo Fernández Cuesta (1896-1992)29 se mostraba más categórico al afirmar que «el Estado no es un sistema, un conjunto de normas jurídicas, despersonalizadas, armónica y jerárquicamente enlazadas hasta llegar a la superior Constitución —un Estado liberal de Derecho—, ni es la divinización de una clase, comunismo, ni la exaltación vital de un individuo —dictadura personal—, sino que es un instrumento para servir a un fin: la integridad de la Patria» (Fernández Cuesta, 1944, 378).

    A partir de este presupuesto se entiende que el vértice del ordenamiento jurídico en la dictadura no fuese la norma, sino la decisión adoptada por una instancia suprema situada en una posición política supra partes. La decisión será la instancia suprema que legitima el Movimiento Nacional y la dictadura franquista. Y también servirá para legitimar la guerra, no como una guerra civil, sino como una guerra de liberación, como una cruzada. Y el caudillaje político como la mejor forma de ejercer el gobierno. Aunque en este caso, modificando el planteamiento de Schmitt, a partir de una sublimación teológica de la decisión (López García, 1996, 155), que encontraba su justificación en el peso de la Iglesia como baluarte esencial del régimen.

    En un sentido similar podía incluirse aquí la posición de intelectuales nacionalcatólicos como Álvaro d’Ors, que interpretaban la Guerra Civil como una recristianización de España frente al ateísmo y el comunismo de la II República. Se comprende que, para este sector de las familias franquistas, el planteamiento de Schmitt no les resultase del todo funcional porque para ellos, la ley natural era de inspiración divina y no el resultado de la decisión del soberano (García Alonso, 2017, 445).

    El 21 de marzo de 1962, con motivo de la investidura del profesor Carl Schmitt como miembro de honor del Instituto de Estudios Políticos30 (IEP), quien fuese su director, Manuel Fraga, glosaba la obra del jurista alemán como teórico del orden político interno y del Derecho constitucional, afirmando todavía en ese año que: «En un tiempo de cambios como el nuestro, Schmitt afirmó la incapacidad del débil Estado liberal para hacer frente a los problemas internos y externos, y reclamó un poder de decisión a la altura de los tiempos». O, dicho de otra manera: a través del pensamiento del jurista alemán, Fraga exaltaba la legitimación de la dictadura. Firme en esta posición política, para el que pocos meses después sería ministro de Información y Turismo de Franco: «Lo esencial de la crítica schmittiana está, a mi juicio, hoy más vigente que nunca. La política como decisión, la vuelta al poder personalizado, la concepción antiformalista de la Constitución, la superación del concepto de legalidad y la dinámica del concepto de legitimidad, etc., son cotas ganadas de las que no se puede volver atrás». Acto seguido, Fraga, quizás con la idea de marcar algunas distancias con el intelectual orgánico del nazismo, añadía un matiz retórico que en el fondo no quería decir nada sustantivo: «Ello no quiere decir que no puedan y deban ser superadas en nuevos avances a los que su ejemplo nos incita».

    El ejemplo al que incitaba Schmitt y que su émulo español seguía a pies juntillas reproduciendo el texto, se traducía en la descriptiva definición del germano acerca del papel que había de adoptar el jurista ante la dictadura: «tampoco un investigador o científico puede escoger a capricho los regímenes políticos» toda vez que «la labor científica de un investigador del Derecho público, su obra misma, le incardina en un determinado país, en determinados grupos y potencias, y en una determinada época» (Fraga, 1962, 11 y 15). Como en su glosa de Schmitt, Fraga consideraba injusto el «reprocharle haberse mantenido en todo momento leal a su patria y a su Gobierno» (ibid., 15), y por ello resultaba indiferente que el régimen político en el que el investigador realiza su labor científica sea tan execrable como el régimen nazi o la dictadura franquista a la que el director del IEP servía con ardor y sin discusión.

    2.3. La doctrina jurídica ante el Derecho represivo

    El pensamiento jurídico de los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil y que se proyectó en las décadas siguientes, se generó en una universidad que había quedado desvertebrada de nervio intelectual tras el exilio forzoso y la depuración política de sus académicos más brillantes. Los efectos del régimen de dictadura fueron devastadores para la universidad en general y para los estudios de Derecho en particular.

    La generosidad del presidente de México Lázaro Cárdenas permitió acoger y proporcionar trabajo a profesores españoles en la Universidad Nacional Autónoma de México. También serían destinos propicios las universidades de Venezuela, Argentina o Cuba para buena parte de los exiliados académicos de la República. Entre los juristas que hubieron de partir, podrían citarse el penalista Luis Jiménez de Asúa, que ejercería la docencia en Argentina; civilistas como Felipe Sánchez-Román y Gallifa o Demófilo de Buen Lozano, que desarrollaron su actividad en México; así como también los mercantilistas Joaquín Rodríguez Rodríguez y José de Benito Mampel; el publicista Niceto Alcalá-Zamora Castillo, hijo del primer presidente de la República; el procesalista Rafael de Pina-Milán o el catedrático de Derecho político y Derecho internacional público, Manuel Martínez Pedroso, que había sido miembro del Tribunal de Garantías Constitucionales; o también Manuel García Pelayo, el primer presidente del Tribunal Constitucional tras la aprobación de la Constitución de 1978, que tras ser internado acabada la guerra en diversos campos de concentración, en 1951 emigraría a Argentina donde ejerció como abogado y posteriormente fundaría en Caracas el Instituto de Estudios Políticos, con la colaboración posterior de Francisco Rubio Llorente, catedrático de Derecho constitucional y vicepresidente en la década de los noventa del actual Tribunal Constitucional31.

    Las cátedras universitarias que quedaron desprovistas de sus titulares legítimos, fueron ocupadas con inmediatez por académicos adictos al régimen. A partir de 1940 se convocaron las primeras oposiciones para cubrir como fuese las vacantes forzosas provocadas por el exilio obligado de los profesores que hasta entonces las habían ocupado. Fueron conocidas como las «oposiciones patrióticas», llamadas así porque «en cualquier sistema de acceso había que justificar —además de haber superado un proceso de depuración política— ‘la incondicional adhesión al Nuevo Estado’ [que] debía hacerse mediante ‘certificación de firme adhesión a los principios del Nuevo Estado’, expedida por la Secretaría General del Movimiento» (Martínez Neira, 2003, 189). El control del concurso administrativo por parte del Gobierno era absoluto. Según prescribía el Decreto de 13 de julio de 194032, al ministro de Educación, José Ibáñez Martín, que formaba parte de la facción católica del régimen en tanto que miembro de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), le correspondía «nombrar los Presidentes de Tribunales de oposiciones a Cátedras de Universidad» (art. 1); asimismo, también podía «designar los Jueces de los Tribunales entre Catedráticos de Universidad» (art. 2), que debían juzgar a los candidatos a las cátedras, no tanto acerca de sus presuntos conocimientos científicos, sino en función de los acreditados méritos políticos y militares de adhesión al régimen.

    En ese contexto universitario de erial intelectual, salvada alguna que otra excepción, se iniciaba la producción de doctrina por parte de los juristas situados en el entorno del Nuevo Estado con la edición de algunas monografías, pero sobre todo en artículos en las revistas jurídicas de la época33.

    Algunos de los autores que en el ámbito de la Filosofía del Derecho o del viejo Derecho político, aquella hidra de muchas cabezas como fue calificada esta especialidad por Nicolás Ramiro Rico, aportaron o pretendieron aportar un cuerpo teórico a la dictadura y a su ordenamiento jurídico-represivo, no dejaban de reconocer la influencia del pensamiento de Carl Schmitt en su concepción del Estado. Tanto ellos como el resto que expresaban su pensamiento en el seno del Anuario de Filosofía del Derecho y la Revista de Estudios Políticos, mostraban una indisimulada querencia teórica hacia el Derecho natural y rechazo al positivismo jurídico.

    La primera de estas publicaciones no se recataba en asumir las tesis del nacionalcatolicismo, plasmadas en un iusnaturalismo rancio, en un tomismo de segunda mano (Fernández-Crehuet López, 2014, 153), con el que se pretendía legitimar el poder excepcional del que se hacía depositario al Caudillo. Entre los representantes de esta línea de pensamiento destacaban, entre otros, los ya citados Luis Legaz Lacambra (1906-1980), Álvaro d’Ors (1915-2004), Enrique Gómez Arboleya (1910-1959), o los juristas salmantinos34, como el filósofo del Derecho Francisco Elías de Tejada y Spínola (1917-1978), un anacrónico integrista, destacado por su desinhibida apología de la monarquía absoluta y después del franquismo, a través de obras por las que obtendría su primera cátedra en la Universidad de Murcia en 194135; el civilista Blas Pérez González (1898-1978), a la sazón ministro de la Gobernación, en el duro periodo represivo comprendido entre 1942 y 1957; o Wenceslao González Oliveros (1890-1965), que dejó hondo e infausto recuerdo represivo como primer gobernador civil franquista en Barcelona, y que después ejercería también como presidente del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. No obstante la acumulación de estos cargos de confianza política, le fue otorgada la cátedra de Filosofía del Derecho en la Universidad de La Laguna y después en la de Santiago. En la reducida obra académica de este personaje se incluían escritos de un exacerbado ultranacionalismo, mostrando una especial inquina en denostar la Institución Libre de Enseñanza, considerando deleznable todo lo que tuviese algo que ver con la misma, a la que calificaba de «vulpeja» o «raposa», e integrada por masones como Fernando de los Ríos, Américo Castro o el internacionalmente reputado penalista Jiménez de Asúa, a quien, sin embargo, consideraba el «peor encarado de los penalistas del mundo» (Infante Miguel-Motta, 2012, 540).

    En la pretensión de revestir de alguna forma jurídica a la dictadura, no mostraron mayores pretensiones teóricas otros colaboradores del Anuario. Este sería el caso de Eustaquio Galán Gutiérrez (1919-1999), también catedrático de Filosofía del Derecho en las universidades de Murcia y Madrid, quien en 1953 defendía el Estado totalitario desde las páginas del Anuario, argumentando que «no fue obra de un capricho, ni producto de unos cuantos espíritus malignos embriagados por el ansia de poder personal [...] como pensaron los ideólogos del marchito liberalismo, porque, antes al contrario, constituyó una necesidad histórica» (Galán Gutiérrez, 1953, 251)36.

    La Revista de Estudios Políticos fue también una sede habitual en la que tuvieron cabida los juristas dispuestos a generar argumentos justificadores de la dictadura, ya fuese de forma explícita y militante o incluso, según las circunstancias y el momento, con una calculada ambigüedad.

    Seguramente sería Legaz Lacambra, autor de un soporífero manual de Filosofía del Derecho que, a falta de otras alternativas bibliográficas de edición legal, circuló ampliamente por las facultades de Derecho, incluso en pleno tardofranquismo37. Legaz fue un autor especialmente beligerante en asumir los postulados fundados en un acendrado iusnaturalismo. Una buena prueba de esta adscripción militante era su singular idea del Estado de Derecho expresada en 1951, cuyas líneas maestras no ofrecían dudas de cuál había de ser el referente normativo del mismo. Así, partiendo del presupuesto según el cual «el Derecho es un punto de vista sobre la justicia», proseguía añadiendo que en la justicia hay dimensiones esenciales que comportan siempre una valoración de la persona humana, para concluir:

    Si creemos que hay una concepción de la justicia que sea objetivamente valedera, si creemos que hay en la justicia algo permanente por encima de la mutabilidad de sus contenidos, si no caemos en el error relativista y afirmamos el valor de trascendencia y perennidad de los postulados cristianoyusnaturalistas (sic), felizmente expresados con reiteración por S.S. Pío XII, sobre los derechos y atributos esenciales de la persona humana, llegaremos a la conclusión de que la forma legítima de realizar justicia en nuestra situación es el Estado de Derecho (Legaz Lacambra, 1951a, 33).

    Para este autor, no suponía obstáculo alguno para hablar de Estado de Derecho que en la España de la dictadura la ley fuese expresión de la única voluntad de Franco a través de las Leyes de Prerrogativa de 1938 y 1939, que la división de poderes fuese inexistente y que los derechos fundamentales como límite al poder fuesen sistemáticamente vulnerados, como una especie de ADN identitario del Nuevo Estado. En ningún caso se planteaba la relación entre legalidad y legitimidad ni se interrogaba acerca del origen de la ley, su procedencia, ni, en definitiva, su autoría. Este autor no alcanzaba a ir más allá que para afirmar que la razón fundamental de la legalidad, la que le confiere legitimación, era la de «realizar los valores de la persona humana, principalmente el respeto a la misma mediante la instauración de un orden seguro y estable que permita a todos saber a qué atenerse» (Legaz Lacambra, 1958, 21). Una retórica abstrusa para definir el principio de seguridad jurídica y, en realidad, esconder que la legitimidad de las leyes no era otra que la que procedía de los orígenes bélicos de la dictadura.

    En una reflexión acerca de lo que entendía por noción jurídica de la persona y los derechos humanos, su rechazo de la sociedad liberal y del sistema democrático le llevaba a afirmar que «la democracia, en la forma extrema del jacobinismo, confundiendo al pueblo con multitudes inorgánicas, frenéticas e impulsivas, y ejerciendo la tiranía en nombre del pueblo, logra fines opuestos a los que se proponía». Y en la misma línea sostenida por la legislación del régimen para combatir todo vestigio de pensamiento ilustrado, proseguía exponiendo:

    El democratismo, el radicalismo, la masonería son ejemplos también de dogmas liberales convertidos en cosas materiales, dogmas sin flexibilidad ni vitalidad e instrumentos de sectas y partidas, que no contribuyen a elevar la vida intelectual y moral ni a promover la libertad misma (Legaz Lacambra, 1951a, 41).

    Su concepción sobre las obligaciones jurídicas y la sumisión a las leyes de la persona le llevaba a afirmar que en la España de 1953:

    El derecho a devolver mal por mal, injuria por injuria [...] jamás puede existir contra un padre o una madre, y mucho menos contra la patria y la ley. De ningún modo eso podrá llamarse justicia. Una acción semejante tiende a trastornar enteramente el Estado. A las leyes no se les puede reprochar injusticia, sobre todo si han sido tácitamente aceptadas por el hecho de la pertenencia del ciudadano a la polis (Legaz Lacambra, 1953, 6)38.

    Para Legaz, «la sumisión a la ley es libre», ahora bien, en el caso de que la persona decidiese no aceptarla, la solución que le restaba al disidente no es otra que «retirarse a otro país con todos sus bienes». Adviértase que la afirmación de este conspicuo catedrático se exponía sin mayores escrúpulos

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