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La reforma constitucional inviable
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La reforma constitucional inviable

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La reforma de la Constitución monárquica, bipartidista y antifederal producto de “la Transición” es prácticamente imposible. Sin embargo, cada vez son más numerosas las voces que la solicitan, y de manera perentoria. Pero no se va a reformar. Por la sencilla razón de que la Constitución se hizo para que no pudiera ser reformada, en la medida en que descansa en un principio de igualdad “domesticado”, con la finalidad de asegurar la restauración de la monarquía. Esto se tradujo en una composición y un sistema electoral para las Cortes Generales, que desembocaba en un bipartidismo dinástico en el Congreso al tiempo que cerraba, con la composición del Senado, la puerta al Estado federal. Esa domesticación ha operado de manera razonable aunque decrecientemente satisfactoria durante cuarenta años. Ya no es así. La alternativa es reforma o desintegración y, como asegura el autor, “me temo que la suerte ya está echada”.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 may 2020
ISBN9788490978184
La reforma constitucional inviable
Autor

Javier Pérez Royo

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, autor del manual de referencia Curso de Derecho Constitucional y analista político en El País, Cadena Ser, El Periódico de Cataluña y Canal Sur. Es considerado uno de los mayores expertos en la reforma de la Constitución y su investigación sobre este tema recibió el Premio de Estudios Constitucionales del Congreso de los Diputados. Ha sido miembro de las comisiones redactoras del Anteproyecto de Estatuto de Autonomía para Andalucía y de la Reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña.

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    La reforma constitucional inviable - Javier Pérez Royo

    INTRODUCCIÓN

    LA CONSTITUCIÓN DE 1978 EN PERSPECTIVA

    Las constituciones que han abierto cada uno de los cinco ciclos de nuestra historia constitucional han descansado en el principio de legitimidad propio del Estado constitucional, en el principio que diferencia sustancialmente a esta forma política de todas las anteriores en general y de la monarquía absoluta en particular. Las que abrieron los tres ciclos del siglo XIX, las de 1812, 1837 y 1869 descansaron en el principio de soberanía nacional puesto en circulación por la Revolución francesa. La de 1931 descansó en el de soberanía popular que se impuso en el continente europeo tras la Primera Guerra Mundial. Y la de 1978, siguiendo a la Constitución francesa de 1958, descansa en una conjunción de ambos, ya que define la soberanía como nacional, pero la hace residir en el pueblo español (artículo 1.2 Constitución española —en adelante, CE—).

    Esta identificación del principio de legitimación propio del Estado constitucional es lo que nos permite calificar de constitucional la historia de España a partir de 1812, a pesar de que durante la mayor parte de los años posteriores la definición constitucional del Estado no ha descansado en dicho principio de legitimidad, sino que lo ha hecho o en principios abiertamente anticonstitucionales, como ocurrió durante el reinado de Fernando VII o durante los años del régimen del general Franco, o en el principio monárquico-constitucional, como ocurrió con las constituciones de 1845 y 1876, que no es un principio de legitimación específico del Estado constitucional, sino un principio de transición entre la monarquía absoluta y el Estado constitucional, expresión de las dificultades para dejar atrás los siglos de monarquía en los primeros decenios de la historia constitucional de Europa. Principio destinado a desaparecer a medida que avanzara la ampliación del sufragio hasta llegar al sufragio universal.

    Ahora bien, las constituciones de 1812, 1837, 1869 y 1931, es decir, las que descansaron en el principio de legitimidad propio del Estado constitucional, estuvieron en vigor muy pocos años, mientras que la vigencia de la monarquía absoluta de Fernando VII, la de las constituciones del principio monárquico y la de las Leyes Fundamentales de Franco se mide en decenios. Y, sin embargo, son las primeras las que hacen posible que se califique de constitucional a la historia de todo el periodo. Hasta que la soberanía nacional no hace acto de presencia no se puede hablar de Constitución. Sin embargo, después de que el principio de soberanía nacional ha irrumpido en la historia de un país, se puede considerar constitucional incluso aquello que, contemplado en sí mismo, no lo sería. Por eso, se puede considerar que, en Francia, las constituciones napoleónicas forman parte de su historia constitucional. Porque vienen detrás de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y de la Constitución de 1791. En España, por el contrario, no se puede considerar que la Constitución de Bayona forme parte de su historia constitucional, aunque sí forme parte de la historia de España. Sin nación no hay Constitución. Y en España la nación hace acto de presencia por primera vez en Cádiz. Ya no dejará de estar presente en nuestra historia política, aunque de forma muy diversa. Hay constituciones que se fundamentan en el principio de soberanía nacional de manera expresa, las hay que revisan dicho principio de legitimación para sustituirlo por el principio monárquico constitucional y hay reacciones directamente anticonstitucionales, como la de Fernando VII o la de las Leyes Fundamentales del régimen del general Franco. Pero en ninguna, incluso en las abiertamente anticonstitucionales, la nación deja de estar presente, aunque sea brillando por su ausencia.

    Es obvio que la forma de estar presente la nación en el texto constitucional no es indiferente para la calificación de la forma política que cada Constitución define. Una Cons­­titución que descansa en el principio de soberanía nacional define un Estado constitucional. Una Constitución que descansa en el principio monárquico define una monarquía constitucional, que guarda relación con el Estado constitucional, pero que es algo distinto. En España hemos tenido, antes de la Constitución de 1978, diversos proyectos fallidos de definir un Estado constitucional y varios proyectos de construir una monarquía constitucional que sí tuvieron éxito.

    Esta es la razón por la que nuestro constitucionalismo ha sido de tan baja calidad. La soberanía nacional es el principio de igualdad o, mejor dicho, es el indicador de la presencia del principio de igualdad en la ordenación política y jurídica de la convivencia. La desaparición de la soberanía nacional del texto constitucional supone, en consecuencia, un retroceso del principio de igualdad. Cuanto más tiempo está ausente, tanto mayor es el retroceso. Esa ha sido la constante de nuestra historia constitucional anterior a 1978, que la diferencia de la de los demás países europeos occidentales en general, aunque no de todos por igual, porque en este terreno cada país tiene su propia historia. Don Ramón Carande solía responder cuando se le preguntaba si la historia contemporánea de España podía ser considerada parte de la historia europea: Sí, pero con demasiados retrocesos. La historia constitucional de España forma parte, indiscutiblemente, de la historia europea, pero con demasiados retrocesos. No se debe olvidar que España fue, después de Francia, el primer país europeo en aprobar una Constitución digna de tal nombre, como fue la Constitución de Cádiz, pero ha sido el último país europeo occidental en constituirse democráticamente en la ola del constitucionalismo democrático posterior a la Segunda Guerra Mundial y ha sido también, junto con Portugal, el último en incorporarse a las Comunidades Europeas muy poco antes de la caída del Muro de Berlín. La recurrente desaparición de la soberanía nacional y el consiguiente retroceso del principio de igualdad son algunas de las singularidades de la historia política y constitucional de España.

    Pues la soberanía nacional fue la ficción a través de la cual se abrió camino el principio de igualdad en la construcción del Estado constitucional en el continente europeo. La soberanía popular lo fue en el continente americano. Soberano no es el individuo, ni cada uno de ellos individualmente considerado ni todos juntos yuxtapuestos los unos a los otros. Soberano es el pueblo. Soberana es la nación. Se trata, por tanto, de la ficción constitutiva de la democracia sin la cual esta forma política no puede ser ni pensada intelectualmente ni organizada técnicamente.

    Porque la democracia, como todas las demás formas políticas que han existido en la historia de la humanidad, exige, para poder ser pensada intelectualmente y poder ser organizada técnicamente, la identificación de un lugar de residenciación del poder. Los seres humanos no podemos convivir pacíficamente de manera estable si no tenemos una respuesta muy mayoritaria, casi unánime se podría decir, al interrogante de dónde reside el poder. El pueblo, la nación es el lugar de residenciación del poder del Estado constitucional democrático. Cuando hay coincidencia en la respuesta en un país, dicho país puede hacer frente de manera política y jurídicamente ordenada a cualquier problema que se plantea en la convivencia. La evidencia empírica es concluyente. En Alemania, la coincidencia en que existe un pueblo alemán en el que reside la soberanía permitió resolver la unificación de la República federal y la República democrática, extendiendo la vigencia de la Ley Fundamental de Bonn al territorio de Alemania Oriental con la constitución de cinco nuevos Länder. Nadie discutió la legitimidad de la operación, porque a nadie se le ocurrió dudar de que hay un pueblo alemán en el que reside el poder, y esa unidad del pueblo alemán no había sido puesta en cuestión ni siquiera por la existencia de dos estados durante decenios. En la antigua Yugoslavia, por el contrario, la no coincidencia en la identificación del lugar de residenciación del poder condujo al resultado opuesto de sobra conocido. O en la antigua Checoslovaquia, aunque la ruptura fuera pacífica en este caso. De esta no coincidencia vienen los problemas que se están planteando para la integridad territorial del Estado en Bélgica, en el Reino Unido de la Gran Bretaña o en España.

    El principio de legitimidad del poder, la identificación del lugar de residenciación del poder, es el problema práctico más importante con el que el ser humano tiene que enfrentarse en su convivencia a partir del momento en que dicha convivencia alcanza un determinado nivel de complejidad. De dicha identificación depende la convivencia pacífica. Para resolver ese problema práctico es preciso construir una teoría política que permita darle la respuesta apropiada al momento histórico en que dicho problema se plantea. La soberanía popular será la primera respuesta histórica del mundo contemporáneo, inventada en la Convención de Filadelfia para constituir el primer Estado democrático del mundo y para, al mismo tiempo, hacer posible la transición de los Artículos de la Confederación a la Constitución federal. La historia de los Estados Unidos de América es el mejor ejemplo de lo que está en juego en la coincidencia de la teoría y la práctica sobre el lugar de residenciación del poder. Los Estados Unidos se constituyeron en 1787 con base en la identificación del pueblo de los Estados Unidos como el lugar de residenciación del poder. No el pueblo de Virginia, de Nue­­va York o de Carolina del Norte o del Sur, sino el pueblo de los Estados Unidos. Cuando en los años sesenta del siglo XIX, los Estados del Sur consideraron que el lugar de residenciación del poder no era el pueblo de los Estados Unidos sino el pueblo de cada uno de los Estados miembros y decidieron constituir la Confederación del Sur, el resultado fue la guerra civil. La guerra civil más espantosa de todo el siglo XIX. Cuando se pone en cuestión el lugar de residenciación del poder, deja de haber respuesta política jurídicamente ordenada para la convivencia. La invención del pueblo o de la nación y la aceptación de tal invención por los individuos que conviven ha sido el vehículo para hacer posible el Estado constitucional democrático. Sin dicha invención, no hubiera podido constituirse.

    La conexión entre el concepto de pueblo o de nación y el principio de igualdad es inmediata. En realidad, el principio de igualdad es una creación de la invención de la nación, del pueblo como lugar de residenciación del poder. A través de la invención de estas ficciones es como los seres humanos quedan equiparados en la categoría de ciudadanos. Sin pueblo, sin nación no hay ciudadanos. Hay individuos, es decir, seres diferentes cada uno de los demás. Pero no hay ciudadanos, es decir, seres humanos titulares de derechos en condiciones de igualdad. Esta es la razón por la que, sin el concepto de nación o de pueblo, no existe el concepto de igualdad. O mejor dicho, existe el concepto de igualdad desde una perspectiva antropológica o religiosa, pero no política y jurídica. Cada ser humano es igual a otro en la medida en que nace con forma humana, y esto se predica de todos los seres humanos sin excepción. Pero política y jurídicamente un ser humano es igual a otro en la medida en que es titular de los mismos derechos que la Constitución reconoce y en la medida en que participa en condiciones de igualdad con los demás seres humanos, definidos como ciudadanos, en la formación de la voluntad general. Únicamente por esto, por su condición de ciudadanos, son iguales. En todo lo demás son individuos, es decir, seres únicos e irrepetibles, diferente cada uno de todos los demás. De ahí que la igualdad no sea simplemente humana, sino política. Somos iguales los españoles en España, los franceses en Francia…, y así sucesivamente.

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