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La Reforma involuntaria: Cómo una revolución religiosa secularizó a la sociedad
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Libro electrónico1268 páginas25 horas

La Reforma involuntaria: Cómo una revolución religiosa secularizó a la sociedad

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Dentro de la historia de Europa, la época de la Reforma se sitúa a finales de la Edad Media y principios de la Modernidad; sucesos como la separación entre la Iglesia y el Estado, la secularización de las políticas públicas, la privatización de la religión, o la difusión de la libertad de creencia, fueron consecuencias de la llamada era de la Reforma. La presente obra busca explicar cómo el fenómeno de la Reforma ha transformado el mundo moderno.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 jun 2020
ISBN9786071667830
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    La Reforma involuntaria - Brad S. Gregory

    BRAD S. GREGORY es filósofo e historiador especializado en religión. Inició su carrera de filosofía en la Universidad Católica de Lovaina La Vieja, en Bélgica; su grado de maestría lo obtuvo en la Universidad de Arizona y su doctorado en la Universidad de Princeton. Sus intereses de investigación se centran en la historia del cristianismo de la época de la Reforma, durante los siglos XVI y XVII, así como en el protestantismo y el catolicismo romano. Actualmente es profesor del departamento de artes y letras en la Universidad de Notre Dame. Entre sus publicaciones se encuentran la edición de Seeing Things Their Way: Intellectual History and the Return of Religion y los capítulos en libros colectivos Reforming the Reformation: God’s Truth and the Exercise of Power, en Reforming Reformation, y Anabaptist Martyrdom: Imperatives, Experience, and Memorialization, en A Companion to Anabaptism and Spiritualism, 1524-1700.

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA


    LA REFORMA INVOLUNTARIA

    Traducción

    JOSÉ ANDRÉS ANCONA QUIROZ

    BRAD S. GREGORY

    La Reforma involuntaria

    CÓMO UNA REVOLUCIÓN RELIGIOSA SECULARIZÓ A LA SOCIEDAD

    Primera edición en inglés, 2012

    Primera edición en español, 2019

    [Primera edición en libro electrónico, 2020]

    Título original: The Unintended Reformation. How a Religious Revolution Secularized Society

    © 2012 by the President and Fellows of Harvard College

    Publicado por acuerdo con Harvard University Press

    a través de International Editors Co.

    D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. 55-5227-4672

    Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-6783-0 (ePub)

    ISBN 978-607-16-5317-8 (rústico)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Para Len Rosenband, quien me enseñó cómo pensar.

    Y a la memoria de Helen Heider, quien me mostró cómo vivir.

    ÍNDICE GENERAL

    Abreviaturas

    Nota del autor

    Nota del traductor

    Introducción. ¿El mundo que hemos perdido?

    La exclusión de Dios

    La relativización de las doctrinas

    El control de las Iglesias

    La subjetivización de la moralidad

    De la vida buena a la buena vida

    La secularización del conocimiento

    Conclusión. Contra la nostalgia

    Bibliografía

    Índice analítico

    ABREVIATURAS

    NOTA DEL AUTOR

    Todas las citas traducidas son mías, a menos que en las notas se indique otra cosa. Las citas bíblicas provienen de la New Revised Standard Version (NRSV), ligeramente enmendadas en algunas ocasiones en favor de otra traducción. En el texto he conservado la ortografía original de las fuentes escritas en lengua inglesa, de las cuales tomo la cita. En las notas a pie de página conservé la ortografía original de los títulos de las obras publicadas antes del siglo XIX, con dos excepciones: en los títulos en latín, reemplacé la v por u cuando lo juzgué necesario, y las palabras alemanas con diéresis las transcribo con su grafía moderna, para no reproducir la variedad de formas indicadas en las fuentes de la modernidad temprana. Una diagonal (/) separa los números de las páginas de los números de los renglones, donde quiera que estos últimos estén indicados.

    NOTA DEL TRADUCTOR

    Las citas bíblicas las he tomado de la Nueva Biblia Española, de la Biblia de Jerusalén y de los cuatro volúmenes de la Liturgia de las Horas. En algunas ocasiones las he modificado un poco para conservar los matices de la traducción de la NRSV. He podido cotejar las citas tomadas de los autores de la Reforma en las obras originales. Cuando las citas proceden de otras traducciones publicadas, se indica a pie de página.

    El bien temporal en que fructifica la justicia del Estado, y el mal temporal, fruto de la iniquidad, pueden ser, y en efecto lo son, bien diferentes de los resultados inmediatos que el espíritu humano podía haber esperado y contemplado. Resulta tan difícil desenmarañar ese conjunto de remotas causas como determinar, en la desembocadura de un río, qué aguas provienen de los glaciares y cuáles de los afluentes.

    JACQUES MARITAIN, El fin del maquiavelismo

    Introducción

    ¿EL MUNDO QUE HEMOS PERDIDO?

    Parece que está claro el lugar que ocupa la Reforma en la historia de Europa. Acaece entre la Edad Media y la modernidad, y se percibe como algo que ocurrió hace mucho tiempo, que ya pasó y está terminado. Parece distante de las realidades políticas y del capitalismo global de los primeros años del siglo XXI, distante de los actuales debates morales y problemas sociales. Este libro sostiene lo contrario. Lo que aconteció hace cinco siglos continúa influyendo profundamente en las vidas de todos, no sólo en Europa y los Estados Unidos, sino a lo largo y ancho de todo el mundo, sean cristianos, o no, o creyentes del tipo que sea. Es célebre el dicho de William Faulkner: El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado.¹ Él habló con más verdad de la que quizá podría haber sospechado.

    Este libro no estaba en mis planes. Yo había estado trabajando en una historia narrativa del cristianismo en la era de la Reforma cuando quedó claro que dos de mis preocupaciones en la investigación —la comprensión de los cristianos de la modernidad temprana en su respectivo contexto y la crítica de las teorías reduccionistas modernas de la religión— de hecho atañían a dos aspectos de una misma historia singular y compleja. Las ideas y creencias que sirven de base a las teorías modernas fueron en parte una respuesta a las discrepancias doctrinales no resueltas de la modernidad temprana. Que esto, al parecer, haya escapado en gran medida a la atención de los investigadores especializados como una historia singular se debía en parte a la división del trabajo que acostumbramos: los teóricos de la religión y los historiadores intelectuales europeos modernos no suelen aspirar a reconstruir el cristianismo vivido del pasado preilustrado, y los historiadores de la Reforma tienden a no leer la sociología o la antropología de la religión como una continuación de las cuestiones del siglo XVI.² Tratar de explicar lo que yo había visto requería por tanto una teoría diferente de la historia, una que no se conformara con la manera en que los historiadores trabajan de ordinario. Pese a las implicaciones, debía aventurarme a salir de mi campo, como se define convencionalmente, por central que fuera la era de la Reforma para la historia. En efecto, los modos convencionales de dividir el pasado —por periodos, tipos de historia y (a menudo) países— resultaron ser parte de esta historia. Tales modos necesitaban ser analizados más que simplemente adoptados. El método seguido en este libro tiene más ramificaciones de las que supuse al inicio, abarca mucho más que las continuidades entre la era de la Reforma y las teorías modernas que explican la religión. El método de acercamiento ha resultado ser a la vez un modo de estudiar el pasado, de analizar cómo el pasado se convirtió en el presente y de aportar una base para cuestionar algunos supuestos que gobiernan la búsqueda de conocimiento en el mundo contemporáneo. La Reforma involuntaria está pensada para todo el que quiera comprender cómo Europa y los Estados Unidos llegaron a ser lo que son.

    La vida humana se vive como una sucesión temporal de todos los elementos entretejidos que la componen. Pero la historia no necesariamente ha de ser escrita exactamente de la misma manera, moviéndose cronológicamente de la A, en cuanto un todo, a la B, en cuanto otro todo. El argumento principal de este libro es que el mundo occidental de hoy es un producto extraordinariamente complejo y enredado de rechazos, retenciones y transformaciones del cristianismo medieval occidental, en el que la era de la Reforma constituye el parteaguas decisivo. Algunas de las razones por las que esto es así no han sido comprendidas adecuadamente. En consecuencia, no logramos entender las realidades europeas y estadunidenses contemporáneas tan bien como podríamos hacerlo, una situación que este estudio trata de mejorar. En vísperas de la Reforma, el cristianismo latino constituía para bien o para mal la cosmovisión, que distaba de ser homogénea pero estaba institucionalizada, en cuyo seno la inmensa mayoría de los europeos vivía y encontraba el sentido de su vida. Por el contrario, los occidentales de los primeros años del siglo XXI viven, piensan y hasta sienten en función de los resultados históricos de sus variados rechazos y apropiaciones, enredados de tal modo que es difícil incluso verlos, no se diga analizarlos. Al pasar de los primeros años del siglo XVI a los primeros años del XXI, este estudio desarrolla la afirmación de mi primer libro: convicciones incompatibles, defendidas con profundidad y expresadas concretamente, pavimentaron el camino a una sociedad secular.³ Como lo vamos a ver, el influjo que ejerció la Reforma en la secularización final de la sociedad fue complejo, absolutamente indirecto, profundamente no deliberado y distó de ser inmediato. Dejar al descubierto la perdurable influencia del pasado distante en el presente requiere un método no convencional de proceder distinto del de las narrativas ordinarias.

    Este libro evita deliberadamente el carácter reconstructivo y exhaustivo que caracteriza a mucha de la erudición histórica profesional, porque es incompatible con su objetivo. Todo intento de abarcarlo todo sólo terminaría produciendo una montaña de datos completamente inmanejable. En efecto, en proporción a su crecimiento, que ha sido enorme en el medio siglo pasado, el mero volumen de la erudición histórica —lo que Daniel Lord Smail ha llamado recientemente la espiral inflacionaria de la sobreproducción de la investigación, aunada a un permanente miedo de los académicos a exponerse a que se vea que no están al día en su propio campo—, de manera paradójica, va en contra de la comprensión del pasado en su relación con el presente.

    Es necesario un método diferente de acercamiento si hemos de evitar que nos arrolle la erudición especializada, cuya proliferación tiende a reforzar el engranaje de supuestos relativos a la periodización de la historia, que a su vez obstruyen una comprensión adecuada del cambio a lo largo del tiempo. Si aspectos clave del pasado distante siguen influyendo hoy en día de una manera importante, entonces la investigación de archivos limitada a las fuentes de la Baja Edad Media o de la modernidad temprana obviamente no los van a revelar. Sin embargo, la lectura de numerosas monografías dentro de subcampos históricos delimitados cronológicamente inhibirá en lugar de incrementar la capacidad de identificarlos, sea uno un historiador de la modernidad o del periodo temprano de la modernidad. No podemos detenernos en 1648 o 1789, tampoco podemos empezar en 1945, 1914, 1865, 1848 o 1776. No podemos contentarnos con concentrarnos en ideas o instituciones, cultura o capitalismo, filosofía o política; todos estos ámbitos tienen que ser incorporados a causa de su poder explicativo combinado, este mismo un corolario de su influencia histórica interrelacionada. Y todos tienen un gran poder explicativo y han tenido consecuencias históricas precisamente porque el cristianismo de la Baja Edad Media en toda su variedad era una cosmovisión institucionalizada que influía en todos los ámbitos de la vida humana. Sin embargo, en cuanto materia de exposición y análisis, estos ámbitos tienen que separarse en un grado significativo, de otra manera nuestras historias simplemente tenderían a rastrear y reflejar el intricado camino recorrido por el hombre. Así, pues, para fines analíticos y en búsqueda de una comprensión mayor, el método empleado en este libro presupone un desenredo previo de áreas de la vida humana que no se vivieron separadas unas de otras, para tratar de ver con más claridad sus transformaciones a lo largo del tiempo. De acuerdo con esto, el método de acercamiento tiene un amplio alcance, es multifacético y genealógico. De aquí las seis narrativas interrelacionadas de este estudio. Al distinguir analíticamente entre numerosos ámbitos de la vida humana, especialmente ricos en consecuencias, en los cuales surgió la modernidad, seremos capaces de ver en ellos, en su conjunto, las condiciones que crearon la modernidad en la era de la Reforma.

    Podría ser útil hacer una comparación directa con la genealogía.⁵ Imagine la complejidad de todas las relaciones conyugales y parentales que hay en una familia extensa que ha pervivido por generaciones a lo largo de varios siglos. Ahora imagine que quiere determinar cuáles de los descendientes actuales son la progenie de qué ancestros; cuáles, de entre todos los ancestros distantes que entraron en la familia mediante matrimonio, fueron los que han tenido más descendientes vivos, y cuál es la relación de los miembros vivos de la familia con los ancestros más fecundos. No es probable que usted avance mucho si trata de abarcar todo el árbol genealógico de una sola vez —éste incluye a cientos de personas—. Tampoco puede simplemente proceder cronológicamente, generación tras generación, desde el pasado distante hasta el presente, separando cada generación a medida que usted avanza en el tiempo: esto no revelaría cuáles ancestros, incluyendo aquellos que entraron en la familia mediante matrimonio, produjeron la mayor cantidad de descendientes vivos. Un derrotero más prometedor consiste en concentrarse en diferentes ramas familiares, una a la vez, a fin de determinar la relación que existe entre descendientes vivos y ancestros en cada una de ellas. Luego usted puede comparar las ramas y sus respectivas relaciones, determinar quién es progenie de quién, cuáles ancestros que entraron en la familia por la vía del matrimonio tienen el mayor número de descendientes vivos, y cómo cada descendiente vivo se relaciona con cada ancestro. Una empresa tal se parecería al método genealógico que empleamos aquí, aunque la analogía no es exacta porque el árbol genealógico comienza no con una sola pareja y su respectiva progenie, sino con la cosmovisión institucionalizada, compleja y multiestratificada del cristianismo de la Baja Edad Media que ha estado en gestación desorganizada a lo largo de un milenio. Y evidentemente no es un simple asunto de contar descendientes y rastrearlos hasta llegar a sus ancestros, sino más bien una empresa interpretativa de principio a fin. No obstante, la idea básica es que estimaremos erróneamente el carácter del mundo occidental actual —tanto en su pluralismo extraordinario como en sus instituciones hegemónicas— a menos que veamos que, y cómo, sus ramas diferenciadas son la progenie de la era de la Reforma, incluyendo aquellas ramas que puedan parecer no estar relacionadas, tales como los supuestos metafísicos, las teorías éticas y los comportamientos económicos. Diferentes progenies tienen diferentes linajes y ocupan diferentes lugares en el árbol genealógico, con relaciones complejas y diversas con la Baja Edad Media con la que comparten un ancestro común.

    Así, pues, en cuanto asunto de estrategia intelectual deliberada y no simplemente por necesidad práctica, el análisis experimental que este libro hace del pasado es sumamente específico. Tiene conciencia de ser selectivo y, podríamos decir, extractivo. Trata de aplicar de un modo especial la afirmación de Nietzsche de que "las intelecciones más valiosas son los métodos".⁶ Y se basa en juicios acerca de lo que en el pasado ha tenido más influencia a la hora de hacer de la vida en Europa y los Estados Unidos lo que hoy en día es, comenzando en la Baja Edad Media en modos que resultaron llenos de profundas consecuencias. Tales juicios, evidentemente, están sujetos a crítica como cualesquiera otros. Diferentes historiadores pueden argumentar que otros aspectos alternativos del pasado han sido más influyentes en moldear el presente, o estar a favor de diferentes modos de interpretarlos o de interpretar los que hemos identificado aquí. Los seis ámbitos históricos entretejidos que hemos seleccionado de ninguna manera son exhaustivos; un recuento más detallado y completo los complementaría con otros. Historia genealógica o quizá historia analítica son al parecer nombres igualmente apropiados para designar el arduo trabajo que toma cuerpo en este estudio.

    En aspectos significativos, el método de este libro y sus conceptualizaciones del cambio y continuidad históricos constituyen un modo diferente de pensar los últimos 500 o 600 años de historia occidental. En cuanto tal, la obra está en deuda con eruditos de diferentes disciplinas académicas, como el economista Albert Hirschman, el filósofo Alasdair MacIntyre y el historiador de la ciencia Amos Funkenstein, que han aplicado un método de aproximación semejante a diversos fenómenos históricos. Hasta que Hirschman dio argumentos a favor en Las pasiones y los intereses (1977), pocos eruditos habrían pensado que responder preguntas acerca de las relaciones corrientes entre la avidez adquisitiva y la moralidad estadunidenses requiere que se comprendan los siglos XVI y XVII del pensamiento europeo en relación con uno de los pecados que el cristianismo tradicional considera mortales y capitales.⁷ Hirschman mostró que explicar el presente exige que veamos cómo una transvaloración, particularmente llena de consecuencias, de la avaricia desde el pasado distante continúa siendo hoy el alma de las aspiraciones humanas y la motivación de las acciones de los seres humanos. Asimismo, antes del análisis genealógico que MacIntyre hizo de la filosofía moral occidental en Tras la virtud (1981), no habría parecido más plausible que el rechazo de la tradición moral aristotélica por obra de los pensadores de la Ilustración, junto con la filosofía natural aristotélica, desacreditada con toda razón a partir de Galileo y Newton, tuviera una relación significativa con los perpetuos enfrentamientos entre consecuencialistas, deontologistas, contractualistas, pragmatistas, teóricos jusnaturalistas, y otros protagonistas de la filosofía moral analítica contemporánea —o con las guerras culturales que han marcado a los Estados Unidos de Norteamérica desde la década de 1980—.⁸ Finalmente, hasta Theology and the Scientific Imagination from the Middle Ages to the Seventeenth Century de Funkenstein (1986), nadie habría sospechado que existía una conexión entre la metafísica de la Baja Edad Media y el ateísmo contemporáneo neodarwinista.⁹ Pero los supuestos metafísicos y epistemológicos de la ciencia moderna y de las ideologías antirreligiosas cientificistas están claramente en deuda con el surgimiento de la univocidad metafísica que Funkenstein identificó en el escolasticismo medieval comenzando con Juan Duns Scoto.¹⁰

    Los análisis altamente específicos que hicieron tales estudiosos nos permiten comprender más del presente de lo que habríamos podido hacer de otra manera.¹¹ Tienen en común la identificación de innovaciones aparentemente menores en el pasado medieval o de la modernidad temprana, las cuales, transformadas y apropiadas de maneras inesperadas, tuvieron consecuencias tremendas y permanentes porque persistieron y se insertaron en los cambios, supuestos y prácticas subsecuentes. En este sentido, como lo formuló Faulkner, el pasado no sólo permanece vivo sino ni siquiera es pasado, una noción quizá afín a lo que Michel Foucault quería decir cuando se refería a escribir la historia del presente.¹² Hirschman, MacIntyre y Funkenstein toman, cada uno a su manera, un punto particular de las doctrinas tradicionales del cristianismo medieval, sea su condena de la avaricia como pecado mortal, su visión teleológica de la naturaleza humana y de la moralidad centrada en la virtud, o su convicción de que Dios es radical e irreductiblemente distinto de la creación. Paradójicamente, estas suertes de innovaciones que tienen consecuencias históricas tienden a permanecer ocultas a pesar de su continua influencia, a causa de sus orígenes en el pasado distante y de la medida en que se han entrelazado con procesos ulteriores. Una vez que se han vuelto normales, se toman como algo seguro; no se revisan o cuestionan y, por tanto, no se ven. Pero un cierto tipo de análisis histórico puede discernirlas y rastrearlas.

    ¿Qué aspecto tendría un análisis genealógico de la era de la Reforma y de su impacto que fuera multifacético y de amplio espectro? Los trastornos de los siglos XVI y XVII tuvieron enormes consecuencias en los procesos institucionales e ideológicos subsiguientes de Europa y los Estados Unidos. Son parte de los relatos estándar acerca de cómo la era de la Reforma abrió paso a la modernidad occidental, con la separación de la Iglesia y el Estado, la secularización de las políticas públicas, la privatización de la religión y la libertad de creencias y cultos religiosos. Aun así, un acercamiento genealógico puede iluminar aspectos de la Reforma que continúan influyendo en el presente pero en gran medida han seguido careciendo de reconocimiento. A su modo, Max Weber prosiguió eficazmente este proyecto en su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904-1905), que trató de discernir los modos en que la transformación calvinista del ascetismo medieval involuntariamente puso los cimientos del dinamismo del capitalismo occidental moderno.¹³ ¿Cómo podían las dimensiones familiares del impacto de la Reforma —su rechazo de la autoridad de la Iglesia de Roma, su influencia en la relación entre Iglesia y Estado, o sus efectos en la configuración de identidades religiosas socialmente exclusivas, que los historiadores del periodo conocen como confesionalización— relacionarse con el repudio de varios aspectos del cristianismo medieval tal como han sido estudiados no sólo por Hirschman, MacIntyre y Funkenstein, sino también por otros eruditos?

    Un acercamiento genealógico que enfatice la influencia continua del pasado distante en el presente va a contracorriente de la tendencia actual que hay entre muchos historiadores a allanar la historia o a compactar el tiempo histórico, como lo ha formulado Smail, acompañada del hecho de que la historia ha empezado a retirarse de un compromiso con el pasado más profundo en la medida en que la historicidad se ha confundido con modernidad.¹⁴ En efecto, el ritmo cada vez más acelerado del cambio histórico a lo largo del último siglo parecería que convierte el pasado distante del mundo que hemos perdido de Peter Laslett en un pasado cada vez menos relevante para los que intentan entender el presente.¹⁵ Ciertamente no se niega el punto de inflexión histórico tan importante que separa a Europa y los Estados Unidos premodernos de lo que son hoy, con el desplazamiento de una economía primariamente agraria a una economía industrial entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, en conjunción con la consolidación de Estados burocráticos, políticamente poderosos, y con una tendencia demográfica que se aleja de las sociedades rurales y se acerca a las sociedades urbanas. Todo esto es incuestionable.

    Con todo, un argumento central de este libro es que los desplazamientos ideológicos e institucionales que ocurrieron hace cinco o más siglos no dejan de ser sustancialmente necesarios para explicar por qué el mundo occidental de hoy es como es. Paradójicamente, lo enorme de la transición de lo premoderno a lo moderno es precisamente lo que ha ayudado a ocultar la influencia continua del pasado distante en el presente. Tengamos la seguridad de que el hecho de la transformación es la realidad histórica que subyace en reconocimiento genuino del historicismo como necesaria profilaxis contra el anacronismo. Esto no es ninguna contradicción para quien quiera entender el pasado. Pero la radicalidad de la transición ha hecho posible la elevación problemática del historicismo a garante implícito de una separación virtualmente absoluta entre nosotros y ellos, una noción generada especialmente por los violentos trastornos que tuvieron lugar en Europa durante la Revolución francesa y las Guerras Napoleónicas —las cuales han dejado a los occidentales modernos, en palabras de Peter Fritzsche, con la sensación de estar encallados en el presente—.¹⁶ Funcionalmente, esta manera de ver el historicismo ha creado desde el siglo XIX entre los historiadores más profesionales una barrera que inhibe el discernimiento y análisis de los cambios y continuidades interrelacionados que hemos rastreado en este estudio. En efecto, ha fomentado la impresión de que hay poco, si es que hay algo, que discernir y analizar así.

    Ya que el pasado distante es a todas luces tan diferente y otro de tantas maneras, un hecho conocido sobre todo de los historiadores premodernos y sólo intensificado en proporción a su inmersión en sus propias fuentes, se asume ampliamente que aquellos que quieren entender el mundo de hoy pueden prescindir en gran medida del conocimiento del pasado. Esto es un error. Una visión maximalista y distorsionadora del historicismo se ha institucionalizado en la enseñanza de la historia y en la formación de los historiadores, haciendo de la periodización virtualmente una prisión intelectual. La formación de historiadores en posgrado tiende a condicionar a los jóvenes historiadores para que sirvan como nuevos reclusos en las tradicionales celdas de la periodización construidas por sus mayores. La Europa de la Baja Edad Media y la de la Reforma no son sólo los antecedentes históricos de los que emergieron las ideologías e instituciones modernas, en contraste con las cuales las últimas se han definido a sí mismas y las que han dejado atrás. Las ideologías e instituciones de la modernidad son también la continuación, la evolución y la extensión enmarañadas de las innovaciones de la Baja Edad Media y del periodo temprano de la modernidad que siguen influyendo en el presente.

    En su mayoría han pasado desapercibidos los modos en los que esto es así, no sólo a causa de las visiones maximalistas del historicismo, como la que hacen suya los historiadores del pasado reciente que suponen que sólo en modos indirectos y más lejanos podría el pasado distante tener una relevancia explicativa para comprender el presente. A pesar del énfasis cada vez mayor que se ha puesto en los años recientes en las interacciones humanas trasnacionales y globales históricamente importantes, la falta de reconocimiento es también en parte producto de los modos en los que muchos historiadores profesionales continúan dividiendo el pasado —casi siempre por periodo, enfoque nacional o regional, y tipo de historia (social, política, económica, cultural, intelectual, etc.)—. Los historiadores políticos ingleses medievales, los historiadores sociales alemanes del siglo XVIII, los historiadores culturales estadunidenses posteriores a la segunda Guerra Mundial, etc., habitan mundos eruditos muy diferentes, en gran medida desconectados. Sin ninguna duda, la búsqueda de respuestas persuasivas a muchas cuestiones históricas requiere precisamente esta suerte de partición del pasado (en efecto, el proyecto de este libro habría sido inconcebible sin el fruto de tal investigación especializada llevada a cabo por muchos grandes historiadores que han trabajado durante muchas generaciones). Pero la investigación restringida a los límites creados por tal parcelamiento no puede a su vez responder la pregunta de cómo el mundo occidental de hoy llegó a ser como es. En lugar de ello produce enormes cantidades de investigación especializada que tienden a hacer que la cuestión parezca incontrolablemente incontestable. Muchos historiadores, de modos análogos a como lo hacen los colegas de otras disciplinas, lamentan la estrechez, la especialización, la fragmentación y la pérdida de todo horizonte panorámico en sus respectivas disciplinas —contrariamente a otros historiadores que son los campeones de la microhistoria en lugar de cualesquiera narrativas que sean más grandes que aquellas que ellos quieren contar—. Pero concebir alternativas intelectualmente responsables a estas realidades de la vida académica es algo que se dice más fácilmente de lo que se hace. Las palabras de Max Weber continúan definiendo la formación de posgrado en historia no menos que en otras disciplinas académicas, y continúan obsesionando los esfuerzos de los historiadores: "La ciencia [Wissenschaft] ha entrado en una fase de especialización, desconocida anteriormente, y que continuará en el futuro".¹⁷

    Dicho esto, si los cambios que tuvieron su origen en el pasado distante siguen influyendo hoy en día, trascienden las fronteras nacionales y son inextricables del espectro completo de las ambiciones y acciones humanas, entonces la división del trabajo erudito que prevalece entre los historiadores profesionales es inapropiada incluso para identificarlos. Hay pocos incentivos que muevan a pensar en tales términos, incluso una vez asegurada la titularidad académica, con tantas fuentes que leer, tantos proyectos de investigación que llevar a cabo, tantos libros que conocer al derecho y al revés, y artículos que escribir en su propio campo delimitado.¹⁸ Por estas razones, las mismas personas que están comprometidas más intensamente en el estudio del pasado premoderno están condicionadas a pasar por alto de manera importante la relación del pasado distante con el presente. Como ya se ha mencionado y por razones que se van a desarrollar ulteriormente, es improbable que los que estudian la era moderna y especialmente el pasado más reciente piensen que la Baja Edad Media y la era de la Reforma siguen teniendo una importancia sustantiva para sus intereses académicos. En consecuencia, en la medida en que los procesos históricos que tienen sus raíces en el pasado distante han hecho, en aspectos cruciales, del presente lo que es y continúan influyéndolo, una comprensión inadecuada del mundo contemporáneo no puede ser más que inevitable —no sólo entre los historiadores, sino también en la población en general—. Nuestro pasado está sedimentado en nuestro presente —expresó recientemente Charles Taylor— y si no podemos hacerle justicia al lugar del que venimos estamos condenados a juzgarnos erróneamente.¹⁹ La periodización y partición del pasado que hacen los historiadores inhiben la comprensión y por tanto la articulación de relatos integrados, con explicaciones convincentes, de las condiciones que crearon el mundo moderno occidental. La proliferación de la investigación histórica especializada en el interior de la división del trabajo prevalente sólo intensifica el problema. Difícilmente podría ser mayor la ironía: la historia misma tiende a inhibir la comprensión histórica y por tanto la autoconciencia humana.

    Parece que hay otra razón relacionada con el porqué la conceptualización del pasado y el método histórico que toma cuerpo en este libro probablemente parezcan inusuales, una conceptualización que se refleja en la periodización histórica y en los supuestos acerca del cambio a lo largo del tiempo. Las narrativas sintéticas de largo plazo y amplio espectro que sí se intentan hacer tienden a presuponer un modelo supersesionista de cambio histórico. Es decir, se supone que el pasado distante se ha dejado atrás, es importante para explicar lo que sucedió inmediatamente después de él pero no para el presente. Así, los historiadores de la Reforma a todas luces necesitan entender la Baja Edad Media, por ejemplo, a fin de comprender las realidades históricas del siglo XVI en las cuales se interesan primariamente, pero los historiadores estadunidenses del siglo XX supuestamente no lo necesitan. La mera sucesión temporal —trivialmente verdadera e innegable— se distingue insuficientemente de la explicación histórica, como si chronos automáticamente produjera Zeitgeist.²⁰ En consecuencia, aunque los historiadores insistan típicamente y con razón en la contingencia de los eventos históricos pasados, las narrativas en gran escala de la historia occidental a lo largo del medio milenio pasado al menos sugieren implícitamente lo contrario: su estructura tiende a combinar la inteligibilidad del pasado con la cuasi inevitabilidad concebida en términos holísticos y supersesionistas: como si, consideradas todas las cosas, fuera algo natural que nos encontráramos en donde estamos. Y cuanto más entendamos el pasado, tanto mejor veremos por qué estamos así. El pasado es concebido como una serie secuencial de bloques de tiempo: las realidades medievales dieron paso a las realidades del periodo temprano de la modernidad, que a su vez dieron paso a las realidades modernas, conduciéndonos a donde nos encontramos, una sucesión de etapas que tiende a reforzar una visión criptohegeliana de la historia (esta misma debida a Vico y Lessing), una que encaja con el pasado premoderno visto como el mundo que hemos perdido y con la legitimidad de la época moderna de Hans Blumenberg.²¹ No sólo los procesos pasados nos han hecho lo que somos —sujetos modernos o posmodernos, más que sujetos medievales o de la modernidad temprana—, sino que al tiempo que los explicamos exponemos e implícitamente justificamos las realidades presentes. Las ideas, los valores y las prácticas de otros tiempos, por ejemplo, simplemente se volvieron insostenibles en ciertos puntos, se argumenta o se dice implícitamente, y de esta manera fueron sustituidos por otros más adecuados o más sofisticados: así es como ocurrió la modernización y como el cambio histórico continúa ocurriendo.

    Vinculada en su origen a evaluaciones fuertemente positivas del progreso histórico en los siglos XVIII y XIX, hoy en día todavía prevalece esta estructuración supersesionista de megarrelatos acerca de cómo se supone que llegamos a ser lo que somos. Esto es así aun cuando esté desconectada (tal como a menudo ocurre hoy) de evaluaciones optimistas de una visión progresiva cada vez más exitosa e imparable de la historia occidental en el medio milenio pasado. Independientemente de su tono evaluativo, este patrón supersesionista sigue sirviendo de fundamento a libros de textos escritos por numerosos autores sobre la civilización occidental o mundial, por ejemplo, en los que los medievalistas pasan la estafeta a los estudiosos del periodo temprano de la modernidad, quienes a su vez la entregan a los modernistas para la siguiente etapa de la carrera de relevos. En la medida en que la población en general tiene sentido histórico (con frecuencia menos problemático en Europa que en los Estados Unidos), este cuadro supersesionista es absorbido. Pretende explicar quiénes somos y cómo hemos llegado hasta aquí. Asimismo, algunos de los más distinguidos megarrelatos, hechos recientemente por autores individuales, proceden de la misma manera, independientemente del modo en que se estime el resultado. Aunque el estudio de Jacques Barzun, por ejemplo, termina con una observación crítica considerablemente desalentadora acerca de la actual cultura demótica en decadencia, su amplia e imaginativa historia cultural de Occidente a partir de 1500 sigue este patrón supersesionista, articulada en una serie de cuatro partes cronológicas sucesivas.²² Así también lo hace el iluminador ensayo de Andrew Delbanco sobre la esperanza característica en el movimiento cíclico de la historia estadunidense: habiendo perdido un compromiso colectivo con la nación sacralizada que había sustituido a la religiosidad calvinista colonial, el anhelo de sentido no encuentra alivio, afirma, en nuestra cultura contemporánea de consumismo individualista marcado especialmente por un ardiente deseo de trascendencia.²³ Incluso el reciente recuento magistral de la secularización que hace Charles Taylor asume en última instancia mucho de esta estructura en su multifacética exploración de la transición de una era medieval tardía, encantada y caracterizada por el reconocimiento ingenuo de lo trascendente, a la era moderna de la secularidad multivalente y del humanismo exclusivo en la que vivimos, y del desplazamiento del sujeto poroso premoderno, incrustado socialmente, al sujeto amortiguado, creador de significado, que vive dentro de nuestra estructura inmanente de la realidad moderna desencantada, que (se supone) no tiene espacio para lo sagrado.²⁴

    Pero ¿quiénes somos nosotros? El contenido de la respuesta a esta pregunta determina lo que necesita ser explicado. Somos un grupo muy diverso. En el mundo occidental de hoy el nosotros incluye, por ejemplo, a Angela Merkel y Sarah Palin, a skinheads racistas y Misioneras de la Caridad de la madre Teresa de Calcuta, a Rush Limbaugh y Michael Moore, a los jóvenes creacionistas y los ateos antirreligiosos, a Judith Butler y Condoleezza Rice, a seguidores juggalo y juggalette de Insane Clown Posse y miembros de la John Birch Society, a cibernautas pornógrafos y miembros de Morality in Media, a Donald Trump y Bill Gates, a los devotos del MoMA y los entusiastas de la NASCAR, al papa Benedicto XVI y Hugh Hefner. El punto no es que tal lista enumere a occidentales contemporáneos típicos, sino que todos los que están en ella con sus diferencias respectivas y radicales, por definición son igualmente el producto de procesos históricos —todos son estadunidenses o europeos de los albores del siglo XXI—. Por lo tanto, toda explicación histórica adecuada del presente tiene que ser capaz de dar cuenta de todos ellos, y de hecho del espectro completo de las diferentes cosmovisiones, valores y compromisos que la gente respalda de hecho, no importa que lo hagan de manera coherente o confusa. También tiene que ser capaz de dar razón de los modos en que los sostienen, desde los agresivamente asertivos hasta los abiertamente conflictivos, como también del espectro completo de los modos en que la gente los modifica y se adapta a ellos.

    Por consiguiente, mi punto de partida es la observación (banal) de que la vida humana en el mundo occidental de hoy, y quizá más obviamente en los Estados Unidos, se caracteriza por un espectro enormemente amplio de afirmaciones de verdad incompatibles, relativas a los valores del ser humano, sus aspiraciones, normas, moralidad y significado. A su vez, estas afirmaciones de verdad influyen (otra banalidad) en los modos en que vive la gente y las suertes de vida a las que aspiran. La realidad nos muestra una deliciosa y encantadora riqueza de tipos, la exuberancia de un extravagante juego y cambio de formas, una aserción acerca de la vida humana cuya verdad es mucho más evidente ahora de lo que era cuando Nietzsche la hizo a finales de 1880, dadas las subsiguientes interacciones humanas facilitadas por la tecnología, los movimientos de la población, las nuevas combinaciones híbridas culturales y la globalización económica.²⁵ Las creencias influyen en el comportamiento, sea en la antigua orden amish o los nuevos ateos. Y las creencias difieren radicalmente unas de otras. Un hiperpluralismo de compromisos religiosos y seculares, no una visión compartida o incluso convergente acerca de lo que nosotros pensamos que es verdadero o justo o bueno, es lo que marca los primeros años del siglo XXI. Esta heterogeneidad pluralista genera las fricciones sociales, políticas y culturales que causan los teóricos políticos liberales que están comprometidos en legitimar racionalmente los compromisos compartidos y las instituciones hegemónicas que cooperan para crear democracias viables.²⁶ Con el debido respeto hacia Taylor, no es simplemente el caso de que "todos cambiamos de una postura a otra.²⁷ Más bien, parece que a millones de personas hoy en día —creyentes religiosos devotos o creyentes antirreligiosos fanáticos, por ejemplo—, según todos los indicios, no los perturba el hiperpluralismo al que ellos mismos contribuyen de diversas maneras, convencidos de que sus respectivas visiones son correctas. Otros, en efecto, tienden de varias maneras y en grados variables a una suerte de ambivalencia autoconsciente o escepticismo que se autorrelativiza, descrita por Taylor. Pero nosotros no lo hacemos, si nosotros" denota a europeos y estadunidenses en cuanto tales. Sólo alguna gente lo hace.

    Este libro sostiene que la inteligibilidad histórica del pasado en ningún sentido implica la inevitabilidad del presente. El método empleado en él es genealógico porque trata de identificar y analizar las trayectorias históricas a largo plazo con sus orígenes en el pasado distante que, es el caso, sigue influyendo en el presente. Pero en ningún aspecto es teleológico. En otras palabras, por definición el pasado ha hecho del presente lo que éste es, pero las cosas no tenían que resultar de esta manera. Institucional e ideológicamente, material y moralmente, no era forzoso que termináramos en la situación en la que estamos. Se tomaron decisiones humanas que no tenían que haberse tomado, algunas de las cuales resultaron tener profundas consecuencias. Se establecieron patrones, se justificaron aspiraciones, ciertas expectativas se volvieron naturales, los deseos influyeron y se normalizaron nuevos comportamientos que no era necesario que se hubieran arraigado. En el marco de las constricciones impuestas y de las oportunidades que ofrecieron las realidades biológicas, el pasado humano no es producto de ninguna fuerza autónoma, socialmente impersonal, económica, ideológica o cultural; más bien, tales fuerzas son producto de la acumulación y la conjunción de incontables decisiones y acciones humanas, a veces institucionalizadas y políticamente protegidas, a veces perdurables y otras no, que a su vez afectan y restringen o constriñen otras decisiones y acciones. Marx tenía razón cuando dijo que los seres humanos hacen su historia en circunstancias que no eligieron.²⁸ Sin embargo, su concepción estaba innecesariamente limitada por las creencias metafísicas ateas y materialistas que subyacen en su visión de los seres humanos, sus aspiraciones y su bienestar, ideas que constaban sólo de una serie de afirmaciones de verdad entre muchas otras en la Europa de mediados del siglo XIX. Las fuerzas económicas, la formación de clases y la lucha de clases no representan inevitabilidades históricas sino más bien la institucionalización y el fortalecimiento de ciertos deseos, valores, decisiones y comportamientos humanos en lugar de otros.

    Uno de los principales puntos que defiende argumentativamente este libro es que la idea prevalente de que hubo un fuerte supersesionismo histórico entre la Baja Edad Media y el presente es un grave extravío, si no es que un craso error.²⁹ Los rechazos más que las refutaciones —como también apropiaciones selectivas— de ideas, compromisos, normas y aspiraciones han sido comunes en el medio milenio pasado. Las afirmaciones de verdad y los valores heredados se denunciaron a menudo sin haber sido rebatidos, así como a menudo las cosmovisiones e instituciones no se dejaron en el olvido. Más bien, con frecuencia persistieron de modos complejos en interacción con afirmaciones rivales y nuevas realidades históricas que procedieron diferenciadamente de ellas y a su vez las influenciaron.

    La negligencia con que se vieron estos hechos produjo una historia supersesionista que distorsiona nuestra comprensión del presente, quizá de manera más conspicua con respecto a la religión, como si las tradiciones religiosas realmente hubieran sido superadas como realidades sociales o se hubieran vuelto intelectualmente insostenibles para competir con las ideologías seculares. A pesar del rechazo hacia ellas que comenzó en la Reforma protestante, las afirmaciones centrales de verdad, y sus respectivas prácticas, hechas por el cristianismo medieval, tal como las encarna el catolicismo romano, por ejemplo, jamás han desaparecido. Éstas incluyen —además de las muchas creencias que los católicos de la modernidad temprana compartían con la mayoría de sus contemporáneos protestantes— afirmaciones de verdad acerca de la autoridad papal y de los concilios ecuménicos, la naturaleza de la Iglesia, la gracia conferida por medio de los siete sacramentos de la Iglesia, la realidad de la voluntad humana libre a pesar del pecado original, y el papel necesario que desempeñan las acciones humanas en la obra de la salvación; también prácticas tales como participar en la misa, la confesión sacramental de los pecados, la oración de intercesión hecha a los santos y la adoración de la Eucaristía. Estas afirmaciones y prácticas han persistido hasta el presente a pesar de las drásticas transformaciones de nuestra época y las muchas influencias de las realidades humanas del periodo temprano de la modernidad y la modernidad en general en el catolicismo. Hoy en día contribuyen al hiperpluralismo occidental contemporáneo. También contribuyen a ello las miríadas de afirmaciones de verdad y de prácticas entre los cristianos protestantes que tienen sus raíces en el siglo XVI o más tarde, una presencia tan poderosamente evidente en los Estados Unidos de hoy, como lo ha sido a lo largo de la historia del país y en los países protestantes de Europa occidental hasta entrado el siglo XX.

    Ignorar tales hechos produce una historia supersesionista que no puede dar razón de las realidades humanas de hoy. Algunos eruditos han externado en años recientes un cierto asombro de que la religión esté de regreso; el asombro consiste más bien en que se había pensado que la religión se había ido, al margen del cumplimiento de los deseos de los eruditos o de las proyecciones de los que aceptaron las teorías clásicas de modernización y secularización.³⁰ Sólo los que escriben con una agenda confesionalmente secularista —una que ignora no sólo las realidades de la creencia y práctica religiosas en el mundo moderno, sino también la teología, la investigación bíblica y la filosofía de la religión contemporáneas e intelectualmente complejas— podrían pretender que hasta la historia intelectual postilustrada, por ejemplo, puede contarse responsablemente como una historia del desencanto weberiano, inexorable y progresivo, y un crecimiento presuntamente inevitable del ateísmo posdarwiniano. Kierkegaard y Newman pertenecen a la historia intelectual del siglo XIX no menos que Marx y Nietzsche. Una de las estudiantes de filosofía más brillantes de Edmund Husserl, Edith Stein, se convirtió al catolicismo y se volvió monja carmelita en la década de 1930; la ardiente católica Elizabeth Anscombe fue nombrada en 1970 para impartir la cátedra de filosofía en la Universidad de Cambridge, ocupada previamente por su maestro Ludwig Wittgenstein; Joseph Ratzinger discutió cara a cara con Jürgen Habermas sobre religión, filosofía y política, en Múnich, en enero de 2004.³¹ El siglo XX estuvo marcado —así como continúa estándolo el siglo XXI en sus primeros años— por brillantes teólogos y filósofos protestantes y católicos, de Karl Barth y Henri de Lubac a Charles Taylor y Nicholas Wolterstorff. La plausibilidad de la idea supersesionista prevalente de la historia occidental depende de subestimar tales hechos y plantea preguntas clave actuales acerca de los sentidos precisos en los cuales nuestra época es una edad secular.

    Los historiadores profesionales —entre los que me incluyo— están profundamente conscientes de la amplia variedad de las particularidades locales, matices individuales y realidades complejas del pasado humano a través del espacio y el tiempo. No he tratado de elegir entre los agrupadores (lumpers) y los desglosadores (splitters) de J. H. Hexter, o entre los paracaidistas y los cazadores de trufas de Emmanuel Le Roy Ladurie, sino más bien he tratado de pensar independientemente de tales dicotomías conservando mi objetivo primordial.³² Ciertamente, trazar distinciones cuidadosas no es menos importante para entender el pasado de lo que es el reconocimiento de las cosas que se tienen genuinamente en común, ni la atención minuciosa a las particularidades concretas es incompatible con ver cómo caben en patrones más amplios. Optar por uno de los polos excluyendo el otro no será suficiente para explicar los cambios y continuidades históricos a lo largo de la longue durée, como tampoco permanecer en un periodo histórico, país o tipo de historia singulares.

    Además del deseo intelectual de explicar mejor de lo que lo hacen las narrativas convencionales el modo en que el pasado distante sigue influyendo en el presente, poniendo particular énfasis en las consecuencias de la era de la Reforma, mis motivaciones para escribir este libro son también de orden práctico y están orientadas al menos a tres cuestiones actuales de importancia considerable. Pero incluso plantear el asunto de esta manera es erróneo —y sintomático—. Una división del trabajo que es común en el mundo de la investigación especializada consiste en distinguir entre historiadores y científicos sociales. Los primeros estudian el pasado, pero (aparte de los detalles en sus conclusiones) no suelen involucrarse con asuntos prácticos actuales (a menos que estudien el pasado más reciente). Es típico de sociólogos, psicólogos, economistas y politólogos investigar las realidades humanas en curso, pero rara vez ponen atención al pasado a no ser de manera somera, para establecer antecedentes. Se dice que los historiadores que transgreden esta división de las disciplinas ya no están haciendo historia, y los científicos sociales que violan esta división presuntamente se están atascando en el pasado. Pero esta división del trabajo no debería marcarse tan tajantemente como se hace con frecuencia, y está claro que las disciplinas no se pueden excluir mutuamente, simplemente porque las realidades presentes son producto de procesos pasados. Si la argumentación de este libro se acerca a su objetivo, no podemos entender el carácter de las realidades contemporáneas hasta, y a menos, que veamos cómo han sido y siguen siendo configuradas por el pasado distante. Ver de esta manera las realidades del presente puede muy bien arrojar una luz inesperada sobre nuestra comprensión de las realidades sociales, políticas y económicas actuales, sobre ciertas premisas intelectuales que pasan (en su mayoría) por ciertas y las maneras en las cuales están institucionalizadas en la búsqueda del conocimiento. Así, pues, aunque por mi formación profesional yo sea historiador de la Europa del periodo temprano de la modernidad, este estudio versa tanto acerca del presente como del pasado.

    El carácter extraño que tiene de entrada la idea de que las realidades presentes son influidas por el pasado distante disminuye una vez que estamos dispuestos a cuestionar la concepción dominante del cambio y la periodización históricos. Presuntamente nadie discutiría que las realidades humanas presentes son producto de procesos históricos. Esta banalidad simplemente es una consecuencia de la temporalidad de la vida humana. Pero la tendencia a considerar el pasado distante como irrelevante para las realidades contemporáneas es reflejo de la concepción supersesionista de la historia que hemos discutido anteriormente y de su expresión institucionalizada en la profesión de historiador. La premisa ampliamente difundida parece explicar adecuadamente el mundo occidental a partir de la revolución científica, la Ilustración, la industrialización y el advenimiento del capitalismo moderno. Como hemos notado, este libro tiene como objetivo mostrar aspectos significativos en los que esta premisa está equivocada, incluso cuando la exposición incorpora estos procesos históricos mayores y trata de delinear su relación tanto con la era de la Reforma como con el presente. Y el análisis va a sugerir modos en los cuales los tres asuntos prácticos contemporáneos discutidos más adelante, lejos de ser asuntos evanescentes limitados a asuntos estadunidenses actuales, pertenecen a las trayectorias históricas complejas que han estado en proceso durante siglos y que por tanto es improbable que desaparezcan rápidamente en cualquier momento.

    En primer lugar, junto con un puñado de otros estadunidenses, me preocupo por el grado en que la gente de los Estados Unidos parece estar polarizándose cada vez más política y culturalmente, por lo menos desde la década de 1980, se piense o no que el fenómeno merece que lo designen como guerra cultural.³³ Daniel Bell hizo referencia a unos Estados Unidos confusos, enojados, intranquilos e inseguros, y en todo caso su caracterización se puede aplicar ahora más que nunca.³⁴ Los estadunidenses están profundamente divididos respecto de muchos asuntos que tienen las mayores implicaciones para su vida nacional, entre los que se incluyen las intervenciones del ejército estadunidense en el extranjero, el lugar que ocupa la religión en la arena pública, los cupones escolares y la educación pública, el aborto, la raza y discriminación positiva, el control de armas, la relación entre la protección del medio ambiente y el desarrollo económico, y el grado de tolerancia que goza la cultura popular sexualmente explícita y gráficamente violenta. Cualquiera que sea el asunto, la cultura política nacional estadunidense tal como se manifiesta en los medios de comunicación masiva carece de rigor y está cargada de rencor. A menudo nuestra propia esfera pública envenenada, como recientemente la ha llamado Anthony Grafton, parece poco más que un partido de gritos entre eslóganes distorsionados y distorsionantes y comentarios propagandísticos ingeniosos.³⁵ Las realidades de una vida política que consiste en pegar calcomanías en los cristales de los coches parecen distantes de las idealizaciones de los ciudadanos bien informados, imparciales y razonables, sobre los que teorizaron los campeones de la democracia deliberativa, ya sea en forma rawlsiana, habermasiana o alguna otra.³⁶ Añádase a esto la tendencia empíricamente verificada de los ciudadanos que piensan de manera diferente pero evitan los conflictos cara a cara, y uno llega a la sobria conclusión de Diana Mutz: Es dudoso que una cultura política extremadamente activista pueda ser también una cultura seriamente deliberativa.³⁷ En otras palabras, es probable que la gente trate de contraer compromisos políticos serios sólo con aquellos que tengan la misma mentalidad; inversamente, las discrepancias disminuyen la probabilidad de participación en los sitios dispuestos para su negociación y arreglo prospectivo. Y los estadunidenses literalmente han introducido sus líneas divisorias en el país: más y más gente decide vivir en colonias o comunidades con otros que tienen las mismas ideas y los mismos valores. Se trata de una tendencia demográfica que ha ganado netamente más adeptos a partir de finales de la década de 1970.³⁸ Las realidades educativas refuerzan el mismo agrupamiento por antecedentes y mentalidades, sea en las escuelas preparatorias más exclusivas, las escuelas públicas urbanas casi siempre descuidadas o entre el creciente número de los que estudian en casa, ya sea porque los padres están determinados a servir de escudo a sus hijos contra las ideas prohibidas, o porque simplemente quieren evitar someterlos a una educación pública escolarizada de pésima calidad.³⁹

    El poder de las instituciones gubernamentales y cuerpos de policía de los Estados Unidos normalmente contienen y controlan la acrimonia que subyace en tales divisiones, independientemente de la medida en que las polarizaciones influyen de manera creciente en las instituciones políticas mismas.⁴⁰ Pero no obstante las repetidas perogrulladas, ni los políticos ni los periodistas, ni los académicos ni las celebridades, parecen tener respuestas al problema de cómo revertir la trayectoria de la polarización. En lugar de ello, parece que la arena pública estadunidense se vuelve cada vez más áspera y airada, sus protagonistas, cada vez más indignados ante los otros, afirman cada vez con mayor estridencia sus respectivos derechos y tratan de constreñir las acciones de sus adversarios.⁴¹ En cuanto ciudadanos, los estadunidenses coexisten, pero parece casi una exageración afirmar que están prosperando. Es obvio que ningún trabajo de historia —y ningún trabajo de ninguna otra disciplina académica— puede hacer mucho por resolver un problema de semejante envergadura. No me hago ilusiones al respecto. Pero ver algunas de las raíces históricas más profundas de nuestro dilema al menos puede hacernos capaces de entenderlo mejor y así pensar más productivamente en los modos de encararlo.

    En segundo lugar, junto con muchos otros, estoy preocupado por el cambio climático global y por lo que éste presagia para el bienestar medioambiental de la tierra.⁴² El problema es más profundo que las políticas de este o aquel gobierno, como si se pudiera arreglar mediante algunas políticas medioambientales un poco más responsables con el medioambiente o mediante nuevas corporaciones que pudieran lucrar literalmente con el negocio de la limpieza ambiental y la reforestación. Tampoco es probable que el despertar del ecologismo en los medios después de la década de 1970, la cultura popular y la publicidad tengan un impacto que sea algo más que marginal. El envenenamiento de la atmósfera, a causa del aumento de emisiones de dióxido de carbono, es resultado de la manufactura industrial y la agroindustria, del transporte basado en el uso del petróleo y de las tecnologías de energía en todo el mundo, con el fin de alcanzar la satisfacción del ciclo de los deseos consumistas aparentemente insaciables y la producción capitalista. El problema subyacente es que la mayoría de la gente busca —y la incesante publicidad la alienta a perseguir— una abundancia y confort material cada vez mayores, independientemente del hecho de que el ingreso promedio de los estadunidenses, por ejemplo, subió ocho veces en términos reales durante el siglo XX.⁴³ Los occidentales viven ahora en sociedades sin un tope adquisitivo: el ethos económico distintivamente consumista (más que meramente industrial) depende precisamente de persuadir a la gente de que tan pronto como sea posible deseche lo que adquirió, con no menor urgencia, de tal manera que pueda comenzar otro ciclo adquisitivo. En la medida en que la identidad de un individuo derive del consumo, la misión de (re)construirse y (re)descubrirse a sí mismo es inseparable de las adquisiciones que no tienen fin: jamás puede ser suficiente si ser es comprar, si la autoformación depende de mayores y nuevas modas para el yo.⁴⁴ Esta suerte de ethos consumista tiene consecuencias. En los Estados Unidos, el exceso ha perdido ahora todo significado moral socialmente importante: literalmente no hay tal cosa como demasiado, en la medida en que uno tenga los medios económicos para hacer lo que le plazca.⁴⁵ Esto sigue siendo hoy tan verdadero como lo era antes de la recesión económica de 2008, como es evidente, por ejemplo, en el hecho de que los contratistas estadunidenses en el inicio del 2011 continuaran especulando con la construcción de casas que costaban decenas de millones de dólares.⁴⁶

    Los modelos de los economistas neoclásicos condensan en la demanda toda distinción entre necesidades y carencias, e interpretan la racionalidad humana como el medio instrumental más eficiente para satisfacer los deseos de los individuos que por definición obtienen el máximo provecho.⁴⁷ Así, según en la teoría microeconómica, los individuos, movidos por sus preferencias, pueden decidir racionalmente conducir ellos mismos un SUV por el placer que procura, en oposición a tener que aguantar las molestias de compartir un carro híbrido, a pesar de la drástica discrepancia del impacto medioambiental entre las dos opciones. El costo de oportunidad de dejar el SUV es simplemente mayor que el de continuar conduciéndolo. Y los individuos llenos de deseos pueden tomar racionalmente esta decisión cada día durante años, comprando racionalmente otro SUV para satisfacer sus deseos cuando el color o la condición de su coche actual ya no les plazca lo suficiente. Millones de personas creen que promulgar leyes que retiren los SUV de la circulación —o cualquier otro bien de consumo disponible— sería una restricción intolerable a la libertad individual, por no mencionar una imprudente constricción de la eficiencia de los mercados y el crecimiento económico.

    A pesar de la evidencia sociológica en contra, sigue siendo virtualmente un axioma en todos los aspectos que la adquisición de bienes de consumo es el presunto medio que lleva a la felicidad humana; y cuanto mayores sean la cantidad y la calidad de los bienes, tanto mejor será la vida de cada uno y tanto mayor será su felicidad.⁴⁸ Al menos así parece que piensan los consumidores de China e India, siguiendo el liderazgo de los Estados Unidos y Europa. Pero sin una solución al problema de las emisiones de CO2 y sus efectos climáticos, un consumo per cápita en India y China a una tasa estadunidense casi sin duda amenazaría la capacidad del planeta para sostener la vida en el largo plazo. Así que quizá la historia no tenga un final feliz. Quizá la prosecución instrumentalmente racional del consumo y del disfrute y de la abundancia individuales terminará entrañando una destrucción gradual colectiva de la capacidad de la tierra para sustentar la vida. Quizá la fe firme en el mercado y la insistencia en el crecimiento económico perpetuo conducirán no a un mejor futuro sino a ninguno.⁴⁹ (Parece poco probable que la crisis financiera que explotó en 2008 produzca una reorientación básica de la relación recíproca entre consumismo y capitalismo, considerando que los esfuerzos internacionales, igual que sus correspondientes nacionales, están buscando caminos para restaurar esta relación.) Parece que la prosecución de cada vez más y mejores cosas está aumentando colectivamente la temperatura del planeta a niveles peligrosos de maneras que sirven como un fuerte recordatorio de la realidad; no se trata de realidades que creamos o construimos para nosotros mismos, sino de aquellas que investigan biólogos y ecólogos, meteorólogos y oceanógrafos. Hacer el intento por entender históricamente las raíces de actitudes, valores, instituciones y prácticas involucradas que han contribuido a los peligros medioambientales que ahora enfrentamos parece una empresa que vale la pena. En su muy importante contribución reciente sobre el desarrollo de la historiografía del consumo, Jan de Vries ha afirmado con razón que las aspiraciones de los consumidores tienen una historia.⁵⁰ El origen de éstas antecede con mucho el advenimiento de la manufactura industrial moderna en los últimos años del siglo XVIII.

    Finalmente, me inquieta la despreocupada e incoherente negación entre muchos académicos de la categoría de verdad en los ámbitos de la moralidad, los valores y el significado humanos. Con frecuencia se alega que todo significado, toda moralidad, y todo valor humanos no pueden ser más que lo que los seres humanos de los diferentes tiempos y culturas construyen subjetiva y contingentemente para sí mismos, o por lo menos que no podemos saber si alguno de entre ellos pueda ser algo más que esto. De ninguna manera esta actitud se limita a los antropólogos culturales o a los eruditos humanistas que abrazan la última tendencia teórico-crítica. En palabras del premio Nobel de Física Steven Weinberg, un crítico severo de los ataques posmodernos a la ciencia: las afirmaciones morales o estéticas simplemente no son del tipo que es apropiado llamar verdadero o falso, ya que sobre la marcha estamos inventando valores para nosotros mismos.⁵¹ Si esto es así, entonces, por ejemplo, es en última instancia inapropiado decir: Es verdad que el genocidio y la violación son malos para todos. Si nosotros inventamos nuestros valores y nuestra

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