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Protestantismos y modernidad latinoamerican: Historia de unas minorías religiosas activas en América Latina
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Protestantismos y modernidad latinoamerican: Historia de unas minorías religiosas activas en América Latina

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Este libro trata del desarrollo de los protestantismos en América Latina desde el periodo colonial hasta hoy. El autor muestra cómo, desde los años sesenta del siglo XX, el paisaje religioso de América Latina se ha modificado con la irrupción de numerosos y nuevos movimientos religiosos protestantes y pentecostales que dan un rasgo complejo al fenómeno social.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 may 2013
ISBN9786071613578
Protestantismos y modernidad latinoamerican: Historia de unas minorías religiosas activas en América Latina

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    Protestantismos y modernidad latinoamerican - Jean Pierre Bastian

    volumen.

    I. PROTESTANTISMOS COLONIALES

    ENTRE el final del siglo XV y el principio del XVI, en la península ibérica sobreabundaron los extranjeros ilustres. Algunos sólo iban de paso pero otros se convirtieron en residentes. Reyes y nobles buscaban en Italia latinistas —como el florentino Pedro Mártir de Anglería— que se encargaran de la educación de sus hijos. Los humanistas españoles, a su vez, se trasladaban de buena gana al extranjero para perfeccionarse. Tal fue el caso del gramático Antonio de Nebrija, quien estudió en Bolonia, en el colegio fundado por el cardenal Albornoz.

    Los comerciantes italianos viajaban a la península. Así, el genovés Cristóbal Colón ofreció sus servicios al rey Juan de Portugal, antes de hacer otro tanto con los reyes católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. El florentino Amerigo Vespucci —Américo Vespucio— hizo algo parecido, y no vaciló en naturalizarse castellano. La mayor parte de los impresores era oriunda de los estados alemanes, como los Cromberger, establecidos en Sevilla, los cuales fundaron posteriormente en Nueva España la primera imprenta del Nuevo Mundo.

    En ese contexto de apertura excepcional, en España tenía lugar un gran movimiento de inquietud religiosa y de reforma de la Iglesia que llevó a feliz término el cardenal Jiménez de Cisneros (1436-1517). Fue provincial de los franciscanos de Castilla y después arzobispo de Toledo y primado de las Españas. Patrocinó la traducción a la lengua vernácula de libros devotos latinos y de diversas partes de la Biblia. La Universidad de Alcalá difundía el espíritu del Renacimiento, procuró la educación religiosa de un pueblo analfabeto y, mediante sínodos, realizó la reforma eclesiástica. Las obras de Erasmo se publicaban y difundían por toda la península, e influyeron en las tentativas encaminadas a la reforma, mejor dicho, a la depuración de las prácticas religiosas.[1]

    Esta renovación condujo a una crisis religiosa personificada, por así decirlo, en los alumbrados. Estos grupos de cristianos entusiastas aparecieron a finales del siglo XV y principios del XVI; se decían inspirados directamente por Dios, de quien, afirmaban, habían recibido luces interiores. Pedro Ruiz de Alcaraz e Isabel de la Cruz sistematizaron en una línea mística las ideas de los alumbrados, cuyos conceptos principales eran los de purificación, iluminación y perfección, tres grados necesarios para conocer a Dios. En este contexto de fermentación religiosa doblemente fortalecido, en el interior del país por la reforma cisneriana y, en el exterior, por la difusión de la reforma luterana partiendo de la Dieta de Worms (1521), surgió Juan de Valdés, el gran reformador español. Valdés sostenía correspondencia con Erasmo y, aun antes que Lutero, había dicho en su Diálogo de doctrina cristiana que una persona justificada no tiene necesidad de ejecutar obras buenas para ser justo… porque Dios lo justificó en Cristo.[2] Valdés, formado en la Universidad de Alcalá en plena reforma cisneriana e influido por las ideas de Erasmo, radicalizó el movimiento reformista español desarrollando una teología de la gracia, no de las obras; por esto tuvo que habérselas con el Santo Oficio desde 1529. Huyó a Italia cuando supo que en 1531 tendría que comparecer nuevamente ante la Inquisición.

    Por esa misma época, las obras de Lutero que, al parecer habían entrado a España, en forma limitada, de 1521 a 1531, fueron quemadas por orden del Santo Oficio. España vivía una paradoja. Precisamente cuando daba muestras de un espíritu de apertura a los humanistas de todas las latitudes, los ejércitos de Isabel de Castilla expulsaron definitivamente a los moros de España, al caer el reino de Granada, en enero de 1492. Ese mismo año, en abril, los reyes católicos publicaron el edicto de expulsión de los judíos, poniendo así fin a siglos de tolerancia religiosa. Después de una fase antijudía (1492-1520), la Inquisición española dedicó todos sus esfuerzos a perseguir el fantasma luterano (1520-1570). Impidió durante siglos la propagación de las ideas protestantes en la península y, asimismo, puso fin a la reforma humanista.[3]

    Entre tanto, Carlos V (1519-1556), después Felipe II (1556-1590) se convirtieron en campeones de la reforma católica o Contrarreforma, fruto del Concilio de Trento (1545-1563), y dedicaron todos sus esfuerzos a luchar en Europa contra los príncipes protestantes.

    Esta España paradójica llegó, a partir del 12 de octubre de 1492, a costas lejanas habitadas por pueblos hasta entonces desconocidos, a quienes se bautizó con el nombre de indios porque Colón estaba seguro de haber desembarcado en Asia.

    En los primeros tiempos, el impulso evangelizador de las órdenes mendicantes estuvo en gran parte inspirado por la reforma humanista, cisneriana y erasmista. Frente a la violencia de las primeras conquistas y a los excesos de los colonos con los pueblos autóctonos, la voz de las órdenes mendicantes, entre ellas las del dominico Bartolomé de las Casas, inspirado por el gran humanista Francisco de Vitoria, de la Universidad de Salamanca, hizo pensar en la posibilidad de una Iglesia indígena, reformista y humanista.[4] Entre tanto, a medida que se fue endureciendo el conflicto religioso en Europa y que los espacios coloniales se cerraron a las ideas de las reformas protestantes, quienes transmitían las ideas heréticas fueron sistemáticamente perseguidos en las colonias españolas y portuguesas.

    Por tanto, la historia de los protestantismos coloniales lleva el sello de una dinámica doble: por una parte, la de la rivalidad de las naciones protestantes con sus intentos por establecerse en el Nuevo Mundo en tierras pertenecientes al imperio español y al portugués; y por la otra, la de la condenación y expulsión, llevada a cabo por la Inquisición, de quienes diseminaban las ideas protestantes.

    Nuestra forma de abordar la historia de los protestantismos coloniales, embrionaria y fragmentaria, está, por consiguiente, dividida en dos partes distintas y complementarias. Al principio reuniré los diferentes intentos de implantaciones coloniales, donde el protestantismo sirvió de puntal religioso en el entorno de los imperios ibéricos. Lejos de ser una síntesis, más bien procuraré yuxtaponer sucesos separados en el tiempo y en el espacio, sometidos a las relaciones de fuerza entre intereses colonizadores rivales. Estos intentos de colonización protestante fueron efímeros durante mucho tiempo; y sólo a partir de la conquista de la isla de Jamaica por Cromwell, en 1655, surgieron protestantismos coloniales duraderos. ¿Se diferenciaron de los catolicismos, teniendo en cuenta ante todo la lógica de la acumulación colonial, basada en la economía de las plantaciones y en la explotación de una mano de obra esclava?

    Ahora bien, la cuestión protestante colonial no es meramente un fenómeno exterior a los imperios ibéricos. Es también un problema de política interior. Por ello, más adelante intentaré reconstruir la evolución de la percepción de un organismo de control ideológico, la Inquisición, acerca de lo herético y de la herejía protestante. El deslizamiento progresivo de la idea de herejía protestante hacia la de tolerancia, nos permitirá observar de cerca esa lenta labor de subversión del orden colonial corporativo y católico, que desembocó en las independencias políticas a principios del siglo XIX.

    La conquista española y la reforma protestante fueron simultáneas y paralelas. La fase caribeña de la implantación española (1492-1519) pronto fue superada por el desplome de la confederación azteca y del imperio inca. La ciudad de México-Tenochtitlán cayó en manos de las tropas de Hernán Cortés en 1521. Cuzco, corazón del imperio inca, fue entregado al pillaje y a las depredaciones de los hombres de Francisco Pizarro en 1532. Con la derrota de esos pueblos refinadamente civilizados, España se convirtió en una gran potencia colonial, que se anexó inmensos territorios y pueblos muy importantes. Por lo demás, Portugal había llevado la delantera a lo largo del siglo XVI, en su empeño por encontrar la ruta de las Indias, contorneando África, que es lo que hizo en 1488 con la expedición de Bartolomé Díaz cuando ocupó las islas de Cabo Verde. Se informó a los reyes católicos, al regreso de Colón en marzo de 1493, de la existencia de las nuevas tierras, bautizadas por el descubridor con el nombre de Indias. A partir de entonces, la preocupación de la monarquía española fue asegurar la legítima posesión de esos territorios. La bula inter caetera (1493), del papa Alejandro VI, determinó la partición de las nuevas tierras entre España y Portugal mediante una línea imaginaria que pasaba a 370 leguas de las islas de Cabo Verde. En esta forma, Portugal se aseguró la posesión del futuro Brasil, adonde llegó Pedro Álvarez Cabral en 1550.

    Esta bula se convirtió en un verdadero título de donación del Nuevo Mundo a España y Portugal, tuvo consecuencias de dos tipos. Ante todo, vinculaba indisolublemente el derecho de conquista y el deber de evangelización. En segundo lugar, apartaba de las tierras americanas a las otras monarquías europeas. Por consiguiente, en la medida en que los espacios conquistados se revelasen ricos en plata y otras materias primas preciosas, asegurarían indirectamente el monopolio ibérico del Atlántico, de ese Atlántico de la ruta a las Indias que primero los franceses y los ingleses, y más tarde los holandeses, se esforzaron por dominar.

    Esta exclusividad ibérica hizo que las demás monarquías europeas procuraran tener bases en el continente americano y, posteriormente, controlar el comercio atlántico con asentamientos caribeños. A esta estrategia se debe la presencia de los protestantismos europeos en tierras americanas.

    En los días en que Cortés se apoderaba de la capital de la confederación azteca en 1521, Martín Lutero, ante el emperador Carlos V, en la Dieta de Worms, el 18 de abril, estableció un hito definitivo e inconmovible. La Reforma protestante seguiría adelante en la medida en que los príncipes alemanes adoptaran, junto con la confesión de Augsburgo (1530), los principios luteranos opuestos a Roma. Francia, a su vez, se encontró dividida entre el partido católico y el partido protestante, inspirado en las ideas de Juan Calvino (1509-1564), entre otros reformadores. Inglaterra siguió los mismos pasos cuando Enrique VIII pasó en 1550 al campo de la Reforma. Luego hicieron otro tanto Escocia y los Países Bajos.

    Las luchas políticas, por el Atlántico, llegaron más allá del continente europeo propiamente dicho, y en 1588 Inglaterra derrotó a la armada invencible de los españoles. A pesar de ello, a lo largo de todo el siglo XVI resultaron infructuosos los intentos de las monarquías europeas protestantes por impulsar sus ideas en otras partes.

    INFRUCTUOSOS INTENTOS DE IMPLANTACIÓN PROTESTANTE (1492-1655)

    Hasta la caída de la isla de Jamaica (1655) en poder de la flota de Oliverio Cromwell, esos intentos se redujeron a dos tentativas de colonización por parte de Francia y a una por parte de Holanda. Sin embargo, las ideas luteranas llegaron gracias a una concesión en las costas venezolanas que Carlos V hizo en favor de los banqueros Welser, de Augsburgo.

    La colonia de los Welser en Venezuela (1528-1546)

    Bartolomé y Antonio Welser, banqueros de Carlos V, habían concentrado sus actividades en Augsburgo, ciudad alemana que recientemente se había declarado en favor de la reforma luterana. Tenían sucursales en toda Europa, especialmente en Sevilla y Zaragoza desde donde controlaban el comercio del azafrán. En 1526 Carlos V acababa de contraer nupcias con su prima Isabel, hija del rey Manuel I de Portugal. Con el fin de sufragar los gastos de los festejos imperiales, Carlos V tuvo que recurrir a los Welser. Éstos pidieron al emperador que les concediera ciertos derechos en Venezuela. Así, el 27 de marzo de 1528, Carlos V otorgó a los agentes alemanes de los Welser establecidos en Sevilla, Enrique Ehinger y Jerónimo Sayler, el derecho de descubrir, colonizar y gobernar un territorio que corresponde, a grandes rasgos, al de la Venezuela actual. Ese mismo año se traspasó el mencionado derecho a los comerciantes Ambrosio Alfinger y Jorge Ehinger. Los alemanes desembarcaron en costas americanas en 1529, y se dedicaron a la conquista de la región, en especial a buscar minas de oro, movidos por el mito de Eldorado. No hallaron el oro que esperaban, pero entre la llegada de Alfinger en 1529 y el año de 1546, en que se les retiró la concesión, los alemanes fundaron Maracaibo, entre otros centros, y se consagraron, especialmente, al tráfico de esclavos indios entre el interior, el puerto de Santa Marta y la isla de Santo Domingo, en donde los Welser también habían obtenido una concesión. La empresa se desenvolvió en un ambiente de creciente aversión mutua entre alemanes y españoles que, con el correr de los años, fue adquiriendo connotaciones religiosas. Por supuesto, hay que tomar con reservas la afirmación del historiador luterano Lars Qualber acerca de que ya en 1532 la colonia había aceptado la fe luterana.[5] Es posible que la cincuentena de mineros originarios de Augsburgo que participaron en la aventura hayan recibido la influencia de las polémicas y de las ideas religiosas de la reforma luterana, pero no hay ninguna prueba de que los mineros las hayan difundido. El temor de que ello pudiera suceder lo pone de manifiesto Otte cuando dice que: Se consideraba peligrosa para los indios la presencia de los luteranos, y por ello la Corona española prohibió —cédula 192 del año 1525— la entrada de alemanes sin licencia expresa del Consejo de Indias.[6] Otro indicio de las sospechas que abrigaba ese mismo Consejo de Indias, encargado de la administración de los asuntos coloniales, es que, desde 1528, se había mandado al fraile dominico Antonio de Montesinos por el buen tratamiento a los indios de estas provincias y el interés por conservarlos en nuestra santa fe católica, de manera que no se les haga ningún mal ni cosa alguna contra su voluntad.[7]

    La empresa de los Welser y la presencia de mineros alemanes provenientes de una provincia ganada al luteranismo, hizo que el Consejo de Indias controlara estrictamente las expediciones y los territorios conquistados.

    La colonia hugonota de la bahía de Guanabara (1555-1560)

    La amenaza protestante en el nuevo continente se precisó más con los intentos de colonización llevados a cabo por Francia, iniciados por Jacques Cartier en 1534, en el norte.

    Desde principios del siglo XVI se comerciaba en maderas brasileñas con los puertos de la Alta Normandía, de donde partían navíos cuyas tripulaciones sostenían buenas relaciones con los indios tupinamba, habitantes de la costa brasileña. En 1550, en Rouen, se dio una fiesta brasileña donde Enrique II y Catalina de Médicis pudieron admirar unos cincuenta de esos indios. En ese contexto de buenas relaciones con las tribus costeras de Brasil y de un control menor por parte de los portugueses, durante el reinado de Enrique II (1547-1559), hugonotes franceses, a las órdenes del almirante Nicolás Durand de Villegaignon, huyendo de las persecuciones, organizaron una expedición para fundar una colonia en Brasil. El proyecto contó con el apoyo de Calvino y, sobre todo, con el del almirante Gaspard de Coligny, jefe del partido hugonote, interesado en orientar a protestantes y católicos hacia la expansión antártica y, por tanto, a combatir al enemigo español. Se sucedieron dos expediciones. La primera, compuesta de tres navíos y 600 personas, entre católicos y protestantes, llegó el 11 de octubre de 1555 a la bahía de Guanabara (frente a lo que hoy es la ciudad de Río de Janeiro). Se establecieron sin dificultad en la isla de Seregipe, a la que bautizaron con el nombre de Fuerte Coligny. Fueron bien recibidos por los indios tupinambas, quienes esperaban encontrar en los franceses aliados para defenderse de la crueldad de los portugueses. En vista del éxito de la primera expedición, Villegaignon pidió refuerzos y pastores a Coligny y a Calvino. Unos y otros llegaron a principios de 1557. El testimonio excepcional de uno de los que participaron en el segundo viaje, nos hace vivir esa experiencia nada común. Se trata del relato que Jean de Léry, a su regreso, escribió con el título de Historia de un viaje a tierras del Brasil, publicado en 1578.[8] La obra describe la única misión protestante del siglo XVI. Este breve paréntesis, abierto en 1555, se cerró el 11 de mayo de 1560, cuando el gobernador portugués Mem de Sa (1557-1572), arrojó de la isla a los franceses y puso fin a una seria amenaza que se cernía sobre el Brasil portugués.[9]

    Conviene subrayar dos aspectos de aquellos sucesos. Por una parte, sus límites. Se trataba de un refugio en las fronteras de lo desconocido, en donde también surgieron las querellas teológicas que sacudían a Francia y a toda Europa. Por la otra, el desinterés por la evangelización, pero no necesariamente por los indios (sobre los cuales Léry proporciona datos originales).

    La expedición obedeció a un doble propósito —político y religioso— pues se trataba de extender al mismo tiempo el reino de Jesucristo, Rey de reyes y Señor de los señores, y el del príncipe y soberano [de Francia] en aquel lejano país. Predominó el interés político. La expedición permitía a Enrique II y a Coligny encontrar una solución al problema religioso interno, asegurar la presencia francesa en el Nuevo Mundo y sostener, en esta forma, la oposición a la Bula de Alejandro VI que había dividido las nuevas tierras entre España y Portugal, sin tomar en cuenta a Francia.

    La isla de los franceses no fue un centro misional, sino más bien una modalidad exótica del refugio. El Fuerte Coligny debía convertirse en una pequeña Ginebra, donde los cultos reformados podrían celebrarse con toda libertad. A ello se debió, a partir de la segunda expedición, la presencia de los pastores ginebrinos Chartier y Richier, y también la de Léry, quien posteriormente estudió teología. En cuanto llegaron comenzaron a construir una iglesia reformada, y celebraban la Eucaristía una vez que los ministros prepararon y catequizaron a todos los que iban a participar en ella. Asimismo, poco después, se celebraron durante los cultos los primeros matrimonios a la manera de las iglesias reformadas.[10]

    Con todo, no tardó en deteriorarse la situación. Villegaignon sólo deseaba un cambio de costumbres, pero no la negación de la autoridad católica, sobre todo en lo referente a la Eucaristía. Los hugonotes llegaron el 7 de marzo de 1557, pero la mayor parte regresó a finales de ese mismo año. Algunos que no pudieron hacerlo en esa expedición se refugiaron en tierra firme, donde los persiguió Villegaignon tras de haberles ordenado que abandonaran la fe reformada.

    Anteriormente, Jean du Bordel, Mathieu Vermeil, Pierre Bourdon y André Lafont habían redactado en 17 puntos la primera confesión de fe reformada del nuevo continente. Se publicó en las Actas de los Mártires, preparada por Jean Crespin, y publicada en Ginebra en 1561.[11] Villegaignon condenó a los redactores de esa confesión, quienes perecieron ahogados, sin haber siquiera intentado predicar su fe a los tupinambas. La polémica religiosa tuvo ventaja sobre cualquier otro de los proyectos, y puso fin a algo que pudo convertirse en una experiencia puritana semejante a la que más tarde llevaron a cabo los ingleses en Nueva Inglaterra.

    La inconstancia y las variaciones de Villegaignon en cuestiones religiosas fueron causa del desembarco de los hugonotes en tierras costeras habitadas por los tupinambas. Éstos, comenta Léry, se mostraron incomparablemente más humanos.[12] En el relato que nos dejó Léry sobre el encuentro del hugonote con el salvaje (Lestringant) desborda su asombro ante la naturaleza, la fauna y la flora del Nuevo Mundo. Más que una descripción es una constante yuxtaposición de la nueva realidad del otro lado del mar y de la realidad que se vivía en la Europa del siglo XVI. A diferencia de los alemanes en Venezuela y de los conquistadores españoles, Léry y los reformados no se mostraron preocupados por descubrir minas de oro, ni obsesionados por el enriquecimiento rápido. Por lo contrario, se entregaron a dar a conocer la realidad salvaje de la vida de los tupinambas, descubriendo, a la vez, diferencias e identidad de destino. Las diferencias aparecen en la clasificación de los nuevos descubrimientos; la identidad reside en la constatación de que esos seres extraños son, en realidad, nuestros semejantes.

    Como subraya Michel de Certeau:

    después de la confusión lingüística de la isla de Coligny, ese amplio cuadro del mundo salvaje es una epifanía […] Al principio el contenido parece antinómico, pero en realidad está dividido y elaborado con el fin de convertirse, en su sector humano, en un mundo que hace justicia a la verdad ginebrina. Esa realidad la nutre los enunciados de Léry. Ya no son las cosas lo que la separa de Occidente; sino su apariencia. Esencialmente, un lenguaje extranjero. De las diferencias entonces constatadas sólo quedó una lengua que había que traducir.[13]

    El relato de Léry conserva la distancia de la observación minuciosa del mundo indígena, pero procurando insistir constantemente en su proximidad. Si todo es diferente en cuanto a la forma, en cuanto a la esencia el mundo indígena es semejante. Los hugonotes pueden dar a conocer a los indios la vida eterna, y los indios pueden enseñar muchas cosas sobre la vida de los humildes mortales. Por consiguiente, Léry se aproxima a una hermenéutica del otro, como subraya De Certeau; descubre un orden por el cual da gracias a Dios entonando el salmo 104.

    Ese contacto con los indios se realizó sin preocupación pedagógica o catequética, en forma muy opuesta a la obsesión evangelizadora de la que, en esa misma época, daba muestras el clero regular humanista español. Para Léry, ahí radicaba sin duda la condición necesaria para un acercamiento etnológico a la sociedad indígena, como lo reconoce Lévi-Strauss.[14] Esto hace que el relato de Léry sea uno de los primeros documentos de la literatura etnológica. Al mismo tiempo, ese relato hace ver los límites de la conciencia protestante en el siglo XVI. El universo en el cual se movía no iba más allá de Europa. La motivación escatológica que actuaba en los protestantes no los llevaba a buscar la salvación a través de la conversión de todas las naciones. La salvación vendrá del corazón de la cristiandad europea. Como afirma Anne-Marie Chartier:

    la infidelidad de Roma a la palabra se coloca por encima de la preocupación por la salvación de las almas de los paganos; el lugar inmediato de todo el esfuerzo proselitista va de las tierras americanas al corazón mismo de la cristiandad. Ésta es la razón del retraso generalizado de la misión protestante comparada con las misiones católicas, y, en este caso en particular, de la indiferencia de Léry acerca de la conversión de los salvajes.[15]

    Tentativa hugonota en Florida (1562-1565)

    Sin sentirse desanimado por su fracaso en la bahía de Guanabara, Coligny orientó sus esfuerzos al establecimiento de una colonia hugonota en Florida, territorio que los españoles reclamaban para sí. Con el fin de competir con la presencia española, envió en 1562 a Jean Ribault, hugonote del puerto de Dieppe, a que fundara Charlesfort. Logró hacerlo a pesar de los ataques de los indios y de la falta de víveres. Al año siguiente Ribault regresó a Dieppe a buscar refuerzos. Mientras tanto permanecieron en Florida unos treinta franceses. En 1564, Coligny ordenó al capitán hugonote René de Goulaine de Laudonnière que fuera a prestar ayuda al fuerte. El capitán fundó Fort Caroline, no lejos de Cabo Cañaveral. La vida de esta colonia protestante fue un tanto inestable, confinada a una estrecha plataforma de islotes fortificados, sin relaciones frecuentes con los indígenas de tierra firme y a veces víctima de sus interminables asedios.[16] En 1565, el capitán español Pedro Menéndez de Avilés, decidido a erradicar la herejía luterana, destruyó, sin necesidad de muchos esfuerzos, los asentamientos franceses de Fort Caroline y Charlesfort. Laudonnière logró escapar con una treintena de sus hombres. De los otros mil, sólo 24 que se confesaron católicos salvaron la vida; los demás fueron despiadadamente degollados.[17]

    Este antecedente americano de la matanza de San Bartolomé, aumentó el odio a los españoles que sentían los hugonotes franceses, cuya diáspora europea avivó la leyenda negra, sobre todo desde el decenio que se inició en 1580, y aún más desde que apareció la colección de viajes largos y cortos (publicada entre 1590 y 1632) del grabador e impresor hugonote Théodore de Bry, en la cual se reunieron 21 relatos antiespañoles, casi todos escritos por protestantes. El fracaso hugonote encontró una válvula de escape en la cadena de editores y libreros pertenecientes a la diáspora hugonota que en Inglaterra, Holanda y Alemania se encarnizó en la lucha ideológica contra España.

    El Brasil holandés (1630-1654)

    Los franceses habían fracasado en sus intentos por rivalizar con los españoles y los portugueses. Excepto en la desembocadura del San Lorenzo, en el extremo norte del continente americano, donde se habían concretado a realizar viajes de exploración, los franceses no tenían ningún asentamiento permanente. Hubo que esperar a los primeros años del siglo XVII para que, encabezada por Samuel Champlain, se iniciara la colonización francesa del valle del San Lorenzo. En el resto del continente, ni ingleses ni holandeses habían obtenido mejores resultados. Para los ingleses se sucedieron las tentativas y los fracasos a partir de la fundación de la efímera colonia de Virginia, entre 1580 y 1586. Sólo a principios del siglo XVII las minorías puritanas, el nuevo pueblo bíblico, lograron establecerse fuera de los confines del imperio español, en lugares donde nadie había vivido jamás.[18] Los holandeses, durante el siglo XVII, que señaló la decadencia del poderío marítimo español, fueron los primeros que amenazaron ese imperio, en primer lugar en las Antillas, donde desde 1632 se apoderaron de San Eustaquio y de Curaçao, y en Pernambuco, en la costa noreste de Brasil portugués, en 1624 y 1630.

    A finales del siglo XVI (1568), las Provincias Unidas del Norte de los Países Bajos se organizaron en república y se liberaron de la dominación española, bajo el mando del príncipe Guillermo de Orange-Nassau (1533-1584). Movida por ese mismo impulso, la nueva república adoptó el calvinismo como religión de Estado en el sínodo de Dordrecht (1619). A la vez, en esos territorios se practicaba una activa política de tolerancia que contrastaba con la anterior tradición española. Esta política convirtió rápidamente al país en refugio para los grupos religiosos perseguidos, protestantes o no.

    La independencia de las Provincias Unidas se realizó en un momento en que tomaba gran fuerza una economía mercantil a escala mundial. A principios del siglo XVII, los marinos holandeses, aliados con los ingleses, dominaban el mar y ampliaron sus relaciones comerciales por el mundo entero. En las Antillas, durante la tregua con España (1609-1621), alrededor de 120 navíos holandeses transportaban pieles, madera, tabaco, azúcar y sal.[19] En 1621, al reanudarse la guerra contra España, las Provincias Unidas decidieron organizar la Compañía Comercial de las Indias Occidentales para promover en el Atlántico los intereses de los mercaderes de Amsterdam. En 1623 la compañía, ya suficientemente consolidada, organizó una primera expedición a Brasil, y escogió para desembarcar la Bahía de San Salvador. Por entonces, la Bahía estuvo temporalmente en poder de los españoles, lo que proporcionó a los holandeses un pretexto para continuar la guerra contra España. El ataque contra la Bahía (1624) salió muy bien, pero un año después, ya asegurada una presencia constante, los holandeses tuvieron que dar marcha atrás. A pesar de esta situación adversa, la compañía continuó sus ataques corsarios, e incluso capturó la flota española de las Indias, en la bahía de Matanzas, Cuba, en 1628, y se apoderó del cargamento de plata que transportaba. Animados por el éxito, los accionistas de la compañía decidieron reinvertir sus utilidades en nuevas expediciones, y de nuevo pensaron en la posibilidad de establecerse en el litoral brasileño, ya no en Bahía, para aquel entonces considerablemente fortificada, sino más al norte, en Pernambuco.

    En 1630, sin dificultad, los holandeses se adueñaron del puerto de Recife, y después de la ciudad de Olinda, con lo cual aseguraron su hegemonía en Pernambuco durante 24 años. Su esfera de influencia llegó en 1634 hasta Paraíba y Goiana, por lo cual en 1641 controlaban siete de las 14 capitanías del Brasil portugués, aun cuando una buena parte de esa hegemonía fuese un tanto precaria y se hallase bajo el constante ataque de los portugueses.

    En la guerra contra España y Portugal, como afirma Schalkwijk,[20] hubo motivos de carácter religioso durante los años anteriores a la paz de Westfalia (1648), que garantizó la repartición de Europa según el principio de ejus regio cujus religio. La tradición de la reforma calvinista se convirtió en religión del Brasil holandés, en el marco de una política de tolerancia similar a la de la metrópoli en sus relaciones con el judaísmo y el catolicismo.

    La colonia holandesa de Pernambuco se consolidó con el advenimiento del príncipe Juan Mauricio de Nassau-Siegen, en 1637. Hacia 1640, la colonia tenía 90 000 habitantes (una tercera parte, portugueses; otra tercera parte, esclavos negros; la sexta parte, indios; la otra sexta parte, 15 mil colonos holandeses y sus aliados europeos).

    El príncipe de Nassau, calvinista convencido, dio su apoyo a la creación de una estructura religiosa en la colonia, tomando por modelo la iglesia reformada metropolitana. Durante 24 años de colonización holandesa, se organizaron 22 congregaciones e iglesias reformadas; las de Recife y Olinda eran las más importantes. Se fundaron algunas otras en aldeas indígenas; por ejemplo, en 1641 había tres en la región de Paraíba. En las ciudades, los templos católicos se utilizaron, transformándolos en reformados, según se acostumbraba en Europa. Esto ocurrió en la iglesia de Sé, en Olinda, y en la de San Pedro Guacabas, en Recife. En la predicación se empleaba el holandés, pero también el inglés y el francés, sobre todo en Recife, en beneficio de la población anglicana y hugonota. Desde la primera ocupación de Bahía, en mayo de 1624, se celebraron algunos servicios religiosos de conformidad con la tradición reformada; pero sólo a partir de 1634 surgió una verdadera organización religiosa con unos 50 pastores que en diversas épocas trabajaron en la colonia. Se creó un consistorio, organismo de gestión y decisión eclesiástica, que se adaptó al modelo de la iglesia reformada holandesa. Según Schalkwijk de 1636 a 1648 se celebraron 14 sesiones de los presbiterios y cuatro sínodos en la ciudad de Recife, centro político de la colonia.

    Si bien la actividad religiosa reformada no se redujo exclusivamente a los holandeses, y a pesar de que éstos procuraron acercarse a los portugueses católicos, a los judíos, a los esclavos negros y a los indios, por la política de tolerancia religiosa que se practicaba en la colonia no se buscó una evangelización sistemática y en gran escala. Conviene recordar que en las colonias protestantes (inglesas, holandesas, danesas), la evangelización tenía un carácter más bien individual; se buscaba convencer mediante la persuasión (tal y como de hecho lo había recomendado por su lado fray Bartolomé de las Casas). Se orientaba al individuo hacia la fe; no se trataba de salvarlo sin que siquiera se enterase de ello, como lo habían intentado las órdenes religiosas durante los primeros tiempos de la conquista española en América. La salvación sólo podía provenir de una acción generosa, misteriosa y gratuita del Señor, quien concede a unos la iluminación de la fe y la niega a otros.[21]

    Sin duda, la colonización holandesa del Pernambuco es un caso particularmente interesante para comparar la evangelización protestante con la católica en América. Como observa Schalkwijk:

    durante el periodo holandés, la situación político-religiosa favoreció la formación de una teocracia cristiana reformada, la cual permitió un alto grado de libertad religiosa, de culto y de conciencia; después de la expulsión de los holandeses, se restableció la teocracia católica romana, que no permitió la libertad religiosa, y se sintió obligada a destruir la vida de quienes no estaban dispuestos a aceptar esta forma de pensar.[22]

    La diferencia entre estos dos regímenes religiosos se ve muy clara en la cuestión referente al pluralismo y a la tolerancia. En cambio, no había diferencia en lo relativo a la esclavitud. Los holandeses preferían residir en las ciudades de Recife y de Olinda, porque como las grandes fincas azucareras seguían en manos de los portugueses, se dedicaron preferentemente al comercio y a las actividades artesanales.

    Sin embargo, como lo comenta Roger Bastide, el Brasil portugués y el Brasil holandés no presentaban diferencias en cuanto al régimen de producción y de distribución de la riqueza. Sólo diferían en materia religiosa. Los holandeses trajeron consigo la ética calvinista sobre la dignidad del trabajo y la santidad de la vocación. Incluso buscaban, al principio, remplazar la esclavitud con el trabajo libre. Sin embargo, como la población holandesa se concentraba en las ciudades, los holandeses se vieron obligados por la presión de los intereses económicos, más fuertes que la moral calvinista, a capturar de nuevo a los esclavos fugitivos, dada la gran escasez de mano de obra en los ingenios azucareros.[23] Por tanto, Roger Bastide destaca acertadamente que la ética calvinista flotaba como una imagen descargada de todo dinamismo creador encima de una realidad que la negaba abiertamente.[24] De ahí provino la interpretación tardía con que los pastores enfocaron esta contradicción, único medio de dejar a salvo la lógica calvinista y de explicar la derrota y la expulsión de los holandeses en 1654, como manifestación de la cólera divina ante el restablecimiento de la esclavitud:

    El Consejo se inclina a creer que, entre otras razones, Dios se muestra descontento porque en estas tierras no hemos sabido adoptar las medidas necesarias para que la existencia de Dios y de su Hijo Jesucristo fuese conocida por los negros. Las almas de estos pobres seres, cuyos cuerpos empleamos en servicio nuestro, debían haber sido arrancadas a la esclavitud diabólica.[25]

    Corsarios y piratas protestantes ante la Inquisición

    Hasta mediados del siglo XVII, las potencias rivales de España y Portugal (esta última sometida al yugo español de 1580 a 1640) no lograron un asentamiento estable en las colonias ibéricas. Entre tanto no cesaron las incursiones de corsarios y piratas, los cuales amenazaban los puertos y las flotas que transportaban a la metrópoli las riquezas de las colonias. Georges Baudot[26] abrió a la investigación el campo fecundo de la mentalidad filibustera, caracterizada por su iconoclastia. Acerca de este tema sería interesante descubrir el vínculo posible y aun probable entre la identidad luterana de numerosos corsarios y piratas ingleses, franceses y holandeses y la negación iconoclasta del catolicismo sobre las márgenes de los imperios ibéricos.

    El tribunal de la Inquisición se interesó sistemáticamente en los corsarios y piratas protestantes que caían prisioneros. El Santo Oficio estuvo presente desde los principios de la colonización española, primero en Santo Domingo y después en Nueva España, en donde sus funciones pasaron a la jurisdicción de los obispos.[27] Sus tres sedes definitivas fueron Lima (1570), México (1571) y Cartagena de Indias (1610).

    El edicto de Cartagena condenaba como heréticas la ley de Moisés, la secta de Mahoma, la secta de Lutero, la secta de los alumbrados y diversas herejías. Acerca del protestantismo, su criterio era especialmente preciso:

    Nosotros los inquisidores, contra la herética pravedad y apostasía, en la ciudad y obispado de Cartagena… a todos los habitantes de las villas, aldeas y localidades de este nuestro distrito: [Hacednos saber] si sabéis, o habéis oído decir que alguna o algunas personas hayan dicho, tenido o creído que la falsa y dañada secta de Martín Lutero y sus secuaces es buena, o haya creído y aprobado algunas opiniones suyas, diciendo que no es necesario que se haga la confesión al sacerdote, que basta confesarse a sólo Dios, y que el Papa ni sacerdotes no tienen poder para absolver los pecados; y que en la hostia consagrada no está el verdadero cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, y que no se ha de rogar a los santos, y que no ha de haber imágenes en las iglesias, y que no hay purgatorio, y que no hay necesidad de rezar por los difuntos, y que no son necesarias las obras, que basta la fe con el bautismo para salvarse, y que cualquiera puede confesar y comulgar, uno a otro, debajo de entrambas especies, pan y vino, y que el Papa no tiene poder para dar indulgencias, perdones ni bulas, y que los clérigos, frailes y monjas se pueden casar, o que hayan dicho que no ha de haber frailes ni monasterios, quitando las ceremonias de la religión o que hayan dicho que no ordenó ni instituyó Dios las religiones, y que mejor y más perfecto estado es el de los casados que el de la religión, ni el de los clérigos ni frailes, y que no hay fiestas más de los domingos, y que no es pecado comer ningún día prohibido para ello; o que hayan tenido o creído alguna o algunas otras opiniones del dicho Martín Lutero y sus secuaces, o se hayan ido fuera destos reinos a ser luteranos.[28]

    Partiendo de esta definición del luteranismo, la represión del Santo Oficio apuntó en primer lugar a los corsarios y piratas que infestaban el Mar de las Antillas y las costas americanas, empeñados en romper el monopolio comercial ibérico. Con todo, fue relativamente pequeño el número de los sometidos a juicio si damos crédito a Báez Camargo,[29] quien se dedicó a averiguar el nombre de todos los condenados por herejía luterana, desde el siglo XVI hasta el XVIII, en las colonias iberoamericanas. De los 310 procesos, la mayor parte se ocupa de corsarios ingleses, franceses u holandeses cuyas naves se hundieron cerca de la costa o fueron capturadas por los españoles. Hubo un total de 27 ejecuciones; tres cuartas partes de ellas tuvieron lugar a finales del siglo XVI, cuando llegó a su apogeo la Contrarreforma. Los autos de fe más espectaculares se celebraron en la capital de la Nueva España en 1574, 1596 y 1601, después de la captura de una parte de la flota de John Hawkins y de la de los marinos hugonotes franceses de la flota de Pierre Chuetot. Todos ellos sirvieron para inculcar en las masas sentimientos antingleses y antiprotestantes.

    Como lo demuestra Solange Alberro, si bien el tribunal de la Inquisición se instauró para combatir la herejía, en las colonias americanas, al contrario de lo que sucedía en la metrópoli, en los procesos

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