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El Barón de Pest, libro primero de Los Padres de la luna llena
El Barón de Pest, libro primero de Los Padres de la luna llena
El Barón de Pest, libro primero de Los Padres de la luna llena
Libro electrónico409 páginas6 horas

El Barón de Pest, libro primero de Los Padres de la luna llena

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Europa, inicios del siglo XIV. El anciano abad Caravaggio D`arcangelli llega al abandonado monasterio de Cantano, para comenzar sus memorias acerca de Daslav Talbo y su jauría maldita, a la que él llamará Los Padres de la Luna Llena. En su primera crónica, El Barón de Pest, relata cómo en la segunda mitad del siglo XIII un grupo de franciscanos del mismo claustro de Cantano -entre los que se encuentran tres monjes guerreros- debe viajar al reino de Hungría a pactar un acuerdo con el hombre más cruel de Europa del este y quizás de toda la Eurasia: Daslav Talbo, el Barón de Pest. En el trayecto se unen a una caravana de zíngaros con el mismo destino, entablándose una atracción entre Richard, el monje guerrero irlandés, y Lidia, la hija del jefe de los romaníes, quien posee el don de leer la mente y los corazones de los hombres.
Al arribar a la ciudad de Pest, Cedric McBrough, el sacerdote a cargo de la comitiva, consigue la alianza, pero a un alto precio; en el castillo del noble, la fortaleza Brać, él y el resto de los franciscanos son testigos durante una noche de tormenta de las más abyectas conductas y afrentas a Dios, entre las que participa Lidia (al sentirse despechada por el clérigo irlandés) y el mismo Talbo, junto con algunos de sus nobles y cortesanas y sus mascotas; una jauría lobos. Dieciocho años después un obispo aspirante al trono del Vaticano envía a los sacerdotes de Cantano a solicitar una vez más el apoyo del Barón. Camino al baluarte los frailes se van informando de las terribles muertes que han asolado las tierras del Señor de Pest, aparentemente producidas por una o varias bestias salvajes y durante noches de luna llena. Antes de arribar a la fortaleza Brać, y también en plenilunio, comprueban por sí mismos los rumores al ser atacados por un engendro demoníaco nunca antes visto por los frailes, de gran fuerza y ferocidad, capaz de arrancar el miembro o la cabeza de un hombre de una dentellada o zarpazo. Son rescatados por uno de los hombres de confianza del Barón (Milan, el soldado de la cicatriz y el puño de hierro) y sus tropas.
Ya en la fortaleza Brać descubren que Lidia, ahora llamada La Egiptana Bruja, es la consorte del Daslav Talbo y la madre de su primogénito Sandor, nacido nueve meses después de la noche aquella y también en medio de una terrible tempestad. Los sacerdotes averiguan que la noche en que nació el heredero del Barón también hubo otros alumbramientos en el castillo, muriendo todas las madres al dar a luz; los recién nacidos pasaron al cuidado de nobles de confianza de Talbo y fueron criados como compañeros de Sandor.
Junto con los franciscanos arriba una comitiva de mongoles, los que han sido invitados por el Señor de Pest para una alianza, pero estos la rechazan. Los asiáticos se retiran en medio de la noche llevándose consigo a varias mujeres (incluyendo a la Egiptana Bruja) y son perseguidos por el mismo Talbo, sus tropas y los monjes guerreros, dándoles alcance en un claro y produciéndose el inevitable enfrentamiento. En medio de la reyerta, y para sorpresa de todos, varias bestias iguales al engendro demoníaco que había atacado a los frailes aparecen de la nada, atacando a tártaros y húngaros con igual ferocidad.
Milan, el lugarteniente de Daslav Talbo, denomina a estas criaturas infernales vukodlaks y, ante la pregunta de uno de los monjes guerreros por el significado de tal palabra, éste responde: hombres lobo.
Los entes a los que Caravaggio D`arcangelli denominará Los Padres de la Luna Llena.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 feb 2023
ISBN9798215587416
El Barón de Pest, libro primero de Los Padres de la luna llena
Autor

Milenko Karzulovic

Milenko Karzulovic Livesey (27 de julio de 1965, Santiago de Chile). Es un músico, compositor, académico y escritor, con diplomados en guion cinematográfico, estudios en cine y un magíster en edición de libros. En el ambiente académico y musical es conocido por su texto de teoría El Libro de las Escalas, utilizado en diversas instituciones de educación superior como material de consulta y estudio y como referencia en trabajos de tesis y titulación. En las décadas de los noventa y siguiente impartió clases en universidades en las áreas de armonía, historia de la música popular, teoría musical, historia del cine y cine clásico. En la segunda década de este siglo comenzó a publicar sus escritos (todos en el género fantástico y la comedia), primero como autoediciones y en algunas revistas digitales del género fantástico. En 2018 publica con la editorial Camelot América su primera novela: El Barón de Pest, Libro primero de la saga Los Padres de la Luna Llena, siendo impreso y distribuido en España y parte de Latinoamérica. A principios de esta década Milenko Karzulovic estudia un magíster en edición y, como trabajo de grado, se embarca en la grabación y edición de una serie de audio relatos propios. Por este trabajo recibe la más alta calificación y felicitaciones, por lo que decide publicarlos, añadiendo también las versiones digitales de estos y de otros relatos, incluyendo la versión ebook de El Barón de Pest. En la actualidad Milenko Karzulovic está dedicado solamente a publicar relatos breves y a terminar la novela Puerto de sangre, todos en el género de la literatura fantástica.

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    El Barón de Pest, libro primero de Los Padres de la luna llena - Milenko Karzulovic

    Monasterio de Meteora, Tesalia (Anno Domini 1267)

    Monasterio de Cantano, Italia. (Inicios del siglo XIV)

    Capítulo I

    Acerca de las raíces del cronista y de cómo este encontró una daga de plata

    Capítulo II

    De la vida en Cantano y sus monjes

    Capítulo III

    Del arribo de los franciscanos a las tierras de Daslav Talbo (Anno Domini 1252)

    Capítulo IV

    Acerca de Daslav Talbo y su oscura leyenda

    Capítulo V

    De cómo aconteció la primera luna llena (el pecado)

    Capítulo VI

    De cómo se inició la segunda travesía (Anno Domini 1270)

    Capítulo VII

    Acerca del primer plenilunio del cronista en el bosque de los gigantes de plata

    Capítulo VIII

    El regreso al castillo Brać

    Capítulo IX

    Sobre cómo se engendró el holocausto. Y el perdón

    Capítulo X

    La segunda luna llena (Plenilunio en sangre)

    Otras obras del autor

    Enlaces a extractos de los audiorelatos

    Prólogos

    Monasterio de Meteora, Tesalia (Anno Domini 1267)

    El anciano sacerdote iba al frente, con la tea enfocando su camino y el de los tres jóvenes monjes que le seguían. El pasillo resultaba angosto y la prisa aumentaba, al igual que la intensidad de los gritos y estridencia de hombres y sables entrechocando que atravesaban las murallas. De manera repentina, una lápida vertical, con gran cantidad de adornos y cabezas de ángeles esculpidas, les cerraba el paso. El viejo, con maestría y celeridad, giró algunas de las testas y, ante un mínimo empuje, la pared cedió hasta revelar una habitación.

    Afuera los mongoles continuaban escalando las empinadas laderas del monte de arenisca erosionada y su prolongación, los altos y gruesos muros del monasterio incrustado en la cima de la colina. Ascendían con las propias escaleras de cuerda y madera usadas durante años por los religiosos, con otras llevadas por ellos, con cables y garfios y a mano desnuda por el mismo peñón. Los hombres que resistían, en su mayoría frailes, no cesaban de arrojar pesados bloques de granito y rocas, unidos por largas y voluminosas cadenas que, lanzados al mismo tiempo y desde distintos puntos, arrasaban con todo a su paso. Otros defensores dejaban caer troncos con púas y estacas empotradas y aceite hervido en grandes marmitas, que derramaban en canaletas encaminadas hasta las bocas de arpías y dragones de piedra, y desde las que era expedido como quemante lluvia de destrucción sobre los guerreros asiáticos. Los estragos en las filas de los atacantes resultaban brutales, no obstante, continuaban trepando, como si el temor a la muerte, a una dolorosa muerte, no cupiese en sus mentes, colmadas de una motivación superior.

    El abad prendía con su antorcha los hachones engarzados en las paredes, en tanto sus tres seguidores no cesaban, con gran nerviosismo, de mirar hacia atrás. La habitación, ya iluminada y a diferencia del pasadizo por el que se habían debido trasladar, se revelaba bastante espaciosa y adornada; magníficos tapices ataviaban los muros de piedra viva; largas espadas, con inscripciones grabadas en sus hojas y piedras preciosas incrustadas en sus empuñaduras, descansaban junto a enormes y brillantes escudos; arcas resguardadas con poderosos candados, que forzaban entrever valiosos interiores, y cientos de papiros enrollados se esparcían por doquier. En el centro, y bajo un crucifijo colgante con las dimensiones de un hombre, sobresalía un altar de mármol de Pentelikon y, sobre este, tres reducidos cofres de plata. El clérigo se persignó con rapidez y se acercó hacia el sagrario, desde donde llamó a los monjes, que no cesaban de mirar boquiabiertos en derredor.

    —¡Vamos, acérquense! ¡Acérquense! ¡No hay tiempo y debo instruirlos antes de que los bárbaros logren ingresar!

    Desde las almenas del baluarte, y a pesar de la desventaja numérica, los defensores continuaban la contienda. Uno de ellos, un sacerdote corpulento y barbudo y con el hábito hecho jirones, no cesaba de lanzar troncos e imprecaciones en latín. Al notar un enorme bloque de granito a un costado comenzó a levantarlo, para manipularlo como proyectil. El esfuerzo resultó titánico y, con la piedra sobre su cabeza, aulló con furia a sus enemigos para de inmediato arrojarla, causando el pánico y la muerte. Con una sonrisa y las venas del cuello todavía hinchadas giró, encontrándose de frente con un hombre armado de espada y escudo. Se miraron durante un segundo, lapso en que descubrieron lo inminente, y actuaron; el enorme clérigo intentó persignarse y liberar una plegaria, el mongol le atravesó el cuello con su arma, la volteó un poco y la retiró con rapidez, sin dejar de observarlo. Los bárbaros habían penetrado las defensas del monasterio y el destino de Meteora comenzaba a sellarse.

    Los tres novicios, de rodillas y con la cabeza gacha frente al altar de mármol, escuchaban el final del perturbado rezo en latín de su prior. Al tiempo que este santiguaba al primer fraile con la diestra, con la otra extremidad abría uno de los cofres y extraía un objeto envuelto en fina tela púrpura, depositándolo en el regazo del joven. Aferrándole con fuerza las manos que sostenían lo entregado, le besó ambas mejillas y le susurró un fugaz secreto al oído. Mientras el novicio ataba la dádiva bajo su hábito, en el propio torso, el abad repetía su anterior proceder con los otros dos presentes, confiriendo a cada cual una pieza similar y murmurándoles también. Hecho esto les solicitó a todos que se irguieran e intentó aleccionarlos por última vez.

    —¡Cada uno de ustedes conoce su destino y la trascendencia de su comisión; no deberán compartir tal saber con nadie! ¡Ni siquiera entre ustedes! ¡No confíen en nadie, no subestimen a nadie, no…!

    —¡Los mongoles han entrado!

    El agónico grito, proveniente más allá de la muralla, detuvo en seco el postrer consejo del sacerdote. Con aspaviento de sus brazos, y una temblorosa voz, ordenó a los jóvenes ayudarle a desplazar la losa sobre la que descansaba el sagrario, revelando con ello un estrecho y oscuro pozo. El hombre mayor arrojó la antorcha dentro.

    —¡Es profundo, sin embargo, hay una fuerte escalera de soga y maderos que los llevará al fondo! ¡Entren! ¡Tú primero Velkan! ¡Aprisa, los mongoles ya están dentro y…!

    El sacerdote calló. Ruidos de pasos y bramidos en una lengua extraña crecían más allá del muro por el que habían ingresado. Tras unos segundos de silencio, y al tiempo que tironeaba hacia el foso a uno de los frailes, el abad insistió.

    —Ya abajo se encontrarán con un pasadizo, al final del cual tropezarán con una pared de bloques de piedra, cada uno con una cruz diferente esculpida en su frente. Deberán…

    Golpes de espadas contra la pared de entrada interrumpieron al sacerdote. Con la respiración agitada y sosteniendo del brazo al primer fraile que se introducía, continuó.

    —¡Empujen con fuerza los tres bloques centrales! ¡En este orden! ¡La cruz griega, la latina y la de Malta! Los pedruscos cederán y ustedes accederán a la parte externa del muro norte, pero las piedras no son de gran tamaño, por lo que el espacio que resulte será estrecho; deberán escapar con esfuerzo. Recuerden, no intenten retirar otro bloque, solo los tres con las cruces que les señalé; la cruz griega, la latina y la de Malta.

    Acabada la frase, un estruendo proveniente de la entrada hizo que giraran las cabezas; la muralla había sido golpeada con gran fuerza por algún objeto contundente y pesado, un tronco o un bloque de granito usado por los invasores como ariete. En breve entrarían. El anciano se adelantó, tomando del brazo al segundo novicio y ayudándole a ingresar al foso.

    —¡Ahora tú Wojciech ¡Por Cristo, deben apresurarse! ¡No miren atrás y no…!

    Un nuevo estampido cortó la oración. La cabeza del segundo fraile, aún sobresaliente del pozo, fue empujada por el viejo, quien no cesaba de instar presteza.

    —¡Solo quedas tú Dragan! ¡Rápido, rápido!

    El último de los fugitivos era el más alto y delgado, aunque el más ágil también. En cosa de segundos su rostro descendía más allá del borde del foso y el viejo abad, ya con cierta tranquilidad y mirando hacia el fondo, se persignaba. Una vez que pudo atestiguar que el muchacho había puesto pie en el suelo, con rapidez cortó las cuerdas de la escalera. Un tercer estrépito le devolvió el nerviosismo. Con desesperación y escasa fuerza intentaba devolver a su posición original la base del altar, cuando una última estridencia le detuvo; la pared había cedido. Gritos y bullicio antecedían a los invasores que empezaban a ingresar por la brecha abierta y, sin prestar casi atención al sacerdote que se mantenía de pie al costado del foso, se dirigían hacia las valiosas espadas y escudos o a los cofres, cuyos candados intentaban romper con las empuñaduras de sus sables. La algarabía acabó de manera súbita al ingresar un guerrero. No destacaba en tamaño o estructura más que los otros, aunque su rostro denotaba su condición de líder; una cicatriz en diagonal le cruzaba el ojo derecho, desde la frente hasta la mejilla, su mirada no evidenciaba emoción alguna y el resto de los bárbaros callaba en su presencia. Observó a todos y todo, deteniendo la mirada en el pozo y luego en el monje. Sin desviar los ojos del clérigo masculló una breve orden y seis presurosos invasores tomaron algunas teas e iniciaron el descenso por el agujero. Un segundo mandato y otro grupo de guerreros empezó el acomodo y saqueo de las armas y las arcas. El sacerdote no pudo evitar una sonrisa al percatarse de que los pretéritos y preciosos papiros que les rodeaban, documentos de inimaginable valor para la humanidad, quedaban abandonados. Una nueva orden del líder mongol y dos hombres sujetaron los brazos del clérigo por la espalda, forzándolo a arrodillarse e inclinar su cabeza. Un tercer guerrero se dispuso a un costado, con su ancha espada levantada, preparado a dar el golpe en el cuello del condenado. Este, junto con la mueca de ironía que aún conservaba, y dirigiendo la vista hacia el foso que se abría ante él, exclamó:

    A fronte praecipitium, a tergo lupi. (Un precipicio al frente y los lobos detrás. N. del A.)

    Una ronca carcajada detuvo el camino ya iniciado del sable, quedando este a medio brazo de la nuca del monje. El jefe de los fuerte bárbaros, con la mano alzada y una sonrisa infantil en su desfigurado rostro, contestó con tono y seguro al prisionero:

    —¡Es cierto, cristiano! ¡Tienes un abismo a tus pies y a mí y a mis hombres a tu espalda!

    El condenado le miró con asombro, a lo que el mongol respondió con una explicación.

    —¡Así es, hablo tu idioma! ¡Y también sé algo de las invocaciones de los hechiceros cristianos! ¿Sabes más de estos conjuros?

    El clérigo, observando a su captor y la espada que aún pendía sobre su cuello, movió de manera afirmativa la cabeza.

    —¡Entonces vendrás conmigo, para enseñarme! —y mostrando el puño, en señal de fuerza, añadió: ¡Fata volentem ducunt, nolentem trahunt! (El destino conduce al que se somete y arrastra al que se resiste. N. del A.)

    En silencio, aunque con el cuerpo reflejando el alivio otorgado por la repentina piedad, el indultado observó el rostro del líder bárbaro durante un instante, para luego cambiar la mirada al pozo. Pasado un momento, y con la sentencia de su vida resuelta, volvió a la faz del mongol, con una última expresión en sus labios.

    ¡Crudelius est quam mori semper timere mortem! (Es más cruel tenerle miedo a la muerte que morir. N. del A.)

    Terminada la frase, y en tanto se persignaba, caminó hacia su captor, dejando atrás el foso.

    Los hilos de agua brotaban tanto por lo alto como por los costados del estrecho pasadizo, obligando a los tres monjes a serpentear sus antorchas, incluso a cubrirlas con las manos, quemándose a veces. La humedad se exponía en la piedra viva de las paredes y en el barro que se embutía en sus sandalias, pero ello no disminuía ni el tranco ni la ansiedad. Al salvar un pequeño charco, el que marchaba al frente se detuvo de manera abrupta, alzando su mano en señal de detención y silencio, lo que fue acatado por los otros. Casi de inmediato pudieron oír el eco de pisadas, mezclados con voces extranjeras, rebotando en los muros. Hubo un cruce de miradas y la marcha se reinició con más ahínco y excitación; el tiempo y las posibilidades comenzaban a contraerse. Avanzados unos pocos pasos más se vieron, por fin, enfrentados al muro anunciado por el abad, conformado por gruesos bloques del tamaño de dos cabezas, cada uno de los cuales exponía una cruz distinta cincelada en su centro. Iluminándose con las teas examinaron la pared, hasta hallar la piedra con la cruz griega. Debieron empujarla con gran esfuerzo y entre todos para que cayese, descubriendo la salida del túnel atravesado. La repentina y tibia luz de un atardecer les hizo restregar los ojos y sonreír, la proximidad de los gritos de los perseguidores les volvió la seriedad. Mayor brío necesitaron para el segundo bloque, el que exhibía la cruz latina y que se hallaba al lado derecho del reciente espacio, consiguiendo el mismo efecto. Ya podían distinguir los árboles y percatarse, para su alegría, que se hallaban casi a nivel del suelo del valle que atravesaba las faldas norteñas del monte. Uno de los jóvenes comenzaba a colocar sus manos en la tercera piedra, justo bajo el centro de las dos ya removidas, cuando el que había llevado la delantera todo el trayecto, el más alto, le detuvo.

    —¡No hay tiempo! Con algo de esfuerzo cabremos y les haremos la persecución más difícil. Vamos ya.

    El mismo monje insistió en ser el último, al tiempo que ayudaba al primero de sus compañeros a cruzar el hueco recién abierto. Los gritos y el bullicio de pisadas y armas entrechocando se hacían más intensos e inmediatos. En cuanto el primer fraile se vio fuera, el líder tomó del brazo al otro; este le aferró la mano.

    —Esta vez no. Si tú no atraviesas primero, yo no saldré de aquí.

    Quizás fue la determinación en la mirada, o la cercanía de los perseguidores, o la necesidad de una decisión inmediata, pero, y tras una muy breve y tensa contemplación, en la que se cruzaron decenas de recuerdos forjados en una juventud común, el aludido hizo caso y se introdujo en el espacio. Su altura y tamaño le significaron un extenso esfuerzo para traspasar el hueco en la pared y, al conseguirlo, se asomó para ayudar al último de los fugitivos.

    —¡Vamos Velkan, de prisa! ¡Ahora tú! ¡Vamos, que se acercan!

    Los dos monjes que se encontraban en el exterior tomaron los brazos del rezagado e iniciaron la extracción, arengando y tirando, aferrados a sus antebrazos. Ya sobresalía parte de la cabeza, cuando el último fraile abrió con desmesura los ojos y, con la palidez de la peste en el rostro, aulló.

    —¡Me atraparon, tienen mis piernas! ¡Por Cristo, tiren más fuerte! ¡Más fuerte!

    Sus compañeros redoblaron fuerzas, jalando de las extremidades y haciendo palanca con sus propios pies contra la pared. Los jadeos aún resonaban, cuando un sonido fuerte y breve, el del metal contra la carne, anunció el final de la contienda; los dos frailes cayeron al suelo, aún aferrados a los brazos cercenados de su compañero, cuya cabeza caía y rodaba junto a ellos. La impresión no se disipaba todavía de sus rostros cuando, al ver como asomaban los perseguidores por el hueco en la muralla, se irguieron y corrieron como nunca antes lo habían hecho en sus cortas vidas. Viéndose obstaculizados por el reducido tamaño de la salida, los bárbaros intentaron retirar otro de los bloques, empujándolo entre varios, sin embargo, la piedra elegida no mostraba esculpida la cruz de Malta. Al lograr separarla de su lugar, y antes de que cualquiera pudiese cruzar al otro lado, la pared se desplomó, matando a tres de los tártaros e hiriendo a otros tantos. Los sobrevivientes llevaron el cadáver del único fugitivo capturado a su líder, junto con el bulto envuelto en tela púrpura hallado entre sus ropas.

    El jefe, que se hallaba impartiendo las últimas órdenes para el saqueo y la matanza de heridos, recibió el objeto forrado y los restos del fraile con igual displicencia, aunque su rostro marcado, al descubrir lo que el género púrpura ocultaba, se transfiguró; una hermosa daga de doble filo, de esplendente plata, forjada en una sola pieza y labrada con extraños símbolos en ambas hojas. Quizás lo más llamativo era su empuñadura y una pequeña cabeza de lobo con las fauces abiertas. El mongol la examinó con admiración, levantándola y moviéndola con la destreza propia de un experto, contemplando la precisión de su hoja, la ornamentación y el llamativo puño. A unos pasos de él el anciano al que se le había perdonado la vida observaba abatido. El caudillo sonrió, guardó en su cinturón el puñal y montó el caballo que sujetaba uno de sus hombres. Entonces dio la orden para el descenso.

    Junto con el anochecer, y desde las laderas del monte que había servido como puntal a toda la estructura del monasterio de Meteora, una larga procesión de bárbaros comenzaba la retirada, en tanto los restos del baluarte se iluminaban entre llamas y un lívido plenilunio. En la columna destacaba un viejo sacerdote que no desistía de rezar y persignarse.

    Monasterio de Cantano, Italia. (Inicios del siglo XIV)

    Yo soy Caravaggio D´arcangelli, el abad, el cronista, ayer el joven, ahora el viejo y mañana un festín de cuervos y alimañas. Sin embargo, también soy el hombre, el amigo y el testigo, por lo que he decidido despilfarrar mi tiempo, sin importar que este sea en estos momentos la joya más preciada que poseo, en el origen e historia de mi existencia. Considero que eso prodigará un poco de claridad en cuanto a algunas circunstancias y personajes que con posterioridad mencionaré; mi entrada en el monasterio de Cantano y mi encuentro y amistad con los hermanos Cédric, Richard y Cornelius; la gran travesía de 1270, en la cual encontraría el primer amor, como también los horrores iniciales; las guerras con los fieros mongoles; mi estadía en la fortaleza Brać y mi fatídico encuentro con el Señor de Pest, en la tierra de los magiares. El resto corresponde a extraños hechos y herméticas conversaciones, a ingentes dolores y repentinas alegrías, al conocimiento del auténtico terror, al encuentro con lo sobrenatural y a las increíbles muertes y nacimientos que danzaron ante mis ojos, o de los que fui instruido por los partícipes directos.

    Mi papel de cronista no me fue otorgado por ser un insigne letrado o por mi pretendida cercanía a Dios, aunque espero que tampoco como un castigo por mis pecados carnales, de los que, por más que he pretendido, no puedo arrepentirme, ya que todos convergen en un placentero y refrescante recuerdo con silueta de mujer. Mi cruz y misión en la tierra se debieron a que estuve en el lugar, en el momento y con la persona indicados. Quien lo desee puede llamarlo destino, sino, suerte o azar, herencia o como gusten. Para mí solo se trató de una existencia, la mía, con un hecho en particular que la diferenció de todas las que hubo y podrá haber; yo conocí a los padres de la luna llena, presencié el momento de su creación, transformación y maldición. Y logré sobrevivir. Hasta ahora.

    En este instante me encuentro en la torre del monasterio de Cantano, viejo testigo de mis inicios como monje y la prueba de que la vida y el universo son un círculo que, queramos o no, se cierra en su principio. Me hallo solo y encerrado, con el pozo de agua intacto y comida para un par de meses, o lo que logre resistir, antes de ser rastreado por los sobrevivientes de la jauría maldita, durante alguna de las próximas noches de plenilunio. En otras circunstancias hubiese preferido acabar por el exceso con una mujer (o varias), pero, en mi actual situación y edad, ojalá mi fin se deba a la inanición o al cansancio. Y no a ellos.

    Quien lea esta y las siguientes carillas podrá imaginar cuánto pude vivir, al cuantificar el tamaño de mi obra. Ahora, al final de mi existencia, comprendo que mi papel de observador y cronista, y mi vida como olvidado hombre de Dios, las puedo resumir en dos palabras: testificar y advertir.

    Capítulo I

    Acerca de las raíces del cronista y de cómo este encontró una daga de plata

    Mi origen se remonta a un pequeño y desconocido pueblo de Italia, a distancia de cinco jornadas al este de Padua y a siete de la húmeda Venecia, llamado Arcangelli. Una aldea rodeada de pequeños montes, a la que solo se podía ingresar o salir a través de un valle tan hermoso que, al bajar los primeros rocíos de primavera, se decía que eran lágrimas de ángeles ante tanta belleza. Los olivos y las vides surgían a la vista desde cualquier punto, arrojando hojas y aromas a todos por igual; el agua del pequeño río Silvano cruzaba desde tiempos inmemoriales nuestra quebrada y era la más diáfana y fresca que puedan recordar mis labios y mi sed; y las brisas nunca dejaban de ser una caricia tibia y acogedora.

    Quienes habitaban mi villa eran mediterráneos en esencia y forma; hombres de tez bronceada, fuertes y diestros en el difícil arte de la fabricación del buen vino (y mejores aún en beberlo), callados y serios en sus trabajos, hermanos y felices en las celebraciones. Las mujeres se manifestaban de suave andar, con el color de la fruta madura en sus mejillas y una belleza que quemaba los ojos de jóvenes y viejos. Cada vez que caminaban, con las ánforas de vino y aceite sobre sus cabezas, los hombres descuidaban su trabajo; no podían apartar la mirada y el deseo ante el sensual movimiento de caderas (supongo que quien lee mi descripción se pregunta cuánto me costó cumplir mis votos de castidad durante mi vida de sacerdote; que no haga tal. Nunca intenté mantenerlos).

    Fui el cuarto de seis hermanos y nuestro hogar se encontraba en el centro de Arcangelli, en donde mis padres, infatigables trabajadores y buenos cristianos temerosos del señor, hacían pan y algunos otros comestibles derivados del trigo, que luego vendían mis hermanos en las calles o a los hombres durante su trabajo en los huertos. De mi padre tengo la imagen de un hombre afanoso y poco comunicativo, pero preocupado de que nunca nos faltara comida y abrigo. De mi madre poseo el recuerdo de una mujer cariñosa, que compartía sus escasos momentos de descanso con nosotros, y también con la suficiente energía en el momento de aplicar un castigo, aspecto este último en el que fui el más recurrente. El resto de la familia se componía de mis tres hermanos mayores y las dos mellizas, menores que yo.

    De mi vida familiar lo que con mayor claridad y regocijo evoco son los instantes en que nos reuníamos a la mesa, entre gritos, peleas, llantos de las gemelas, ruido de sillas y un repentino y total silencio cuando mi padre bajaba la cabeza para dar gracias por el alimento que recibiríamos. Tras esto retornaba el bullicio anterior, más el sonido de platos y los llamados de atención de nuestra madre. Mis hermanos y yo teníamos tareas asignadas que debíamos cumplir; las de ellos vender el pan y los otros alimentos, la mía cuidar de las mellizas y, durante las tardes, recoger frutos silvestres, como fresas y arándanos, que se usaban para preparar panes de sabor dulce.

    A mediodía de marcha de Arcangelli se encontraba el monasterio de Cantano, al cual yo me dirigía una vez a la semana para intercambiar algunos de nuestros panes frutales por el vino que elaboraban los frailes, el que tenía un sabor y textura muy superiores al que acostumbrábamos beber en el pueblo (en mi caso, a escondidas de mi padre). Al arribar a esta abadía siempre admiraba su estructura de pequeña fortaleza, con altas murallas de piedra y una elevada torre que sobresalía ya a la distancia. Golpeaba las grandes puertas de madera vencida y, por una pequeña entrada incrustada en estas, era siempre recibido por un joven monje, un poco más alto que yo, de pelo y ojos obscuros y una constante sonrisa: el hermano Devico. La mayoría de las veces le encontraba en un completo y obligado mutismo pues, en muchas ocasiones, efectuaba votos de silencio. Todos los religiosos en el claustro se referían a si mismos como hermanos y pertenecían a una reciente congregación, la orden de los Franciscanos, llamada de tal forma por el buen cristiano de Asís, de quien se decía, incluso mientras vivía, que podía hablar con los animales. Solían cumplir dictámenes de ayuno y cuando se alimentaban lo hacían de modo frugal; legumbres, frutas, pan y nada de carnes. Si no se hallaba en plenos votos de mudez, el hermano Devico me preguntaba por la gente del pueblo, en especial por las mujeres, lo que, más tarde descubriría, era propio de la mayoría de los clérigos. De todas las congregaciones.

    Al final de uno de estos viajes, y teniendo ya quince inviernos en mi cuerpo, regresaba al pueblo con la mula de mi padre cargada con cuatro ánforas de vino. El sol comenzaba a cobijarse bajo el horizonte y, a medida que me aproximaba, percibía señales de que algo singular y diferente sucedía; lo primero que noté fueron las finas y largas columnas de humo que, al acortar la distancia, crecían junto a los latidos de mi corazón y mi desesperación (años después me daría cuenta que el señor me había bendecido con el don de la deducción y castigado con el del presentimiento). A tres o cuatro tiros de piedra empecé a notar la desgracia y el horror por doquier: cadáveres de hombres, ancianos y animales, todos dispersos, algunos de ellos con claras señales de haber sido torturados; cabezas ensartadas en lanzas, cubiertas de moscas; la tierra húmeda de sangre por todos los rincones y cenizas y leños consumiéndose en donde habían existido hogares. A medida que avanzaba por mis mejillas fluían espesas lágrimas y mi pecho desbordaba un cúmulo de emociones desconocidas hasta ese momento: miedo, angustia, desesperación. Al descubrir los cuerpos de mi padre y de mis hermanos mayores agregué dos más: dolor e impotencia. También hallé despojos de algunos de los causantes de tal carnicería. Mongoles. Los feroces guerreros provenientes del este, de mediana estatura y ojos rasgados, que hedían a caballo y muerte y de los cuales, hasta ese momento, solo había oído la acostumbrada plegaria: y líbranos, oh señor, de los impuestos de la Iglesia, de la nauseabunda peste y de los mongoles, y la leyenda de que, a su paso, nada volvía crecer. Ni siquiera la mala hierba. Ni siquiera la peste.

    Busqué durante horas a mis hermanas y a mi madre, sin embargo, nada hallé. Con la noche encima, y ya rendido al agotamiento, me percaté de que no había cuerpos de mujeres o niños. Fue en ese preciso momento cuando comencé a considerar la posibilidad de que hubiesen sido llevadas como prisioneras o esclavas, lo que, a pesar de lo terrible que pudiese parecer, siempre sería mejor que la muerte. Con tales elucubraciones en mi cabeza, y sin proponérmelo, me dormí al costado de un muro y al calor de los restos incendiados de una carreta.

    Un sol dominado por oscuras nubes ya se exponía sobre mi cabeza cuando abrí los ojos. Me percaté de los pájaros y otros animales rastreros que se apiñaban sobre muchos de los cadáveres diseminados. Con la calma que da la aceptación final de lo no deseado, y con la violenta madurez asimilada ese día, empecé a apilar los cuerpos de mi padre y de mis hermanos mayores. Cavé una fosa para los tres y armé igual cantidad de cruces con maderos, las que no llevarían nombre alguno, pues yo no sabía escribir. Con la última palada de tierra recé una plegaria por cada uno de mis hermanos y una por mi padre y, como penitencia ante el todopoderoso, para que aceptase sus almas, ofrecí encargarme de algunos de los otros aldeanos. Luego de un fugaz descanso me entregué a la tarea prometida, apilando los cadáveres más cercanos entre sí, hasta formar dos grupos. En ese instante me percaté: uno de los difuntos, que se hallaba boca abajo en un pequeño charco, vestía hábito. Me acerqué, volteé el cuerpo y descubrí a un anciano sacerdote, cuyas manos se mantenían entrelazadas en su regazo, en posición de rezo. Tomé el cuerpo de los hombros, para arrastrarlo a una de las pilas, y su brazo derecho perdió la posición original, mostrándome la herida de su muerte y un destello en la misma. Me incliné sobre el cadáver y separé con algo de fuerza la otra mano, revelando la empuñadura de una daga, clavada por completo en el cuerpo. No sé si fue la llamativa forma del asa o la simple curiosidad lo que me motivó a sujetarla con mi diestra y extraerla, para luego limpiarla en la misma poza. Nunca he olvidado esa primera impresión; la magnífica estructura argentada; la cabeza de lobo en la empuñadura, con las fauces mostrando sus colmillos; los símbolos, en aquel entonces, desconocidos para mí, grabados en la hoja; y la forma en que el puñal se adecuaba a mi mano, de manera casi mágica, como si siempre le hubiese sostenido. Posteriormente descubriría que aquel sacerdote, en el último respiro de su vida, había colocado sus manos sobre el pomo de la daga, en posición de plegaria, para ocultarla. Con su cuerpo y su propia muerte.

    No pensé que, bajo aquellas circunstancias, fuese pecado tomar la pertenencia de un difunto, y menos aún al tratarse del arma con que le habían matado, por lo que guardé el puñal entre mis ropas y terminé de acarrear los restos del clérigo. Entonces ni siquiera podía imaginar que ese objeto de plata sería mi eterno misterio y compañía, mi fiel amiga y salvadora y mi única prueba de que el destino sí existe, a pesar de que no lo podamos oler, degustar, presentir o enfrentar a la lógica aristotélica, a la religión o al sentimiento.

    Después de eso me senté a descansar y cavilar respecto a las circunstancias que me rodeaban; quince años y me encontraba en completo desamparo, sin familia alguna y sin deseos de caminar, comer o volver a sonreír. En tanto me preguntaba qué sería de mi vida, y si valdría la pena continuarla, percibí ruidos, siendo sorprendido por mi mula —la que había olvidado por completo—, aún cargada con el vino. Recordé el monasterio. Hacia allá me dirigiría, así es que recolecté los pocos alimentos no saqueados y algunos utensilios que podrían servirme. También imploré perdón por no cumplir mi voto respecto a enterrar a los aldeanos; necesitaba descansar, para así partir con la alborada.

    Pasé la noche entre las tumbas de mis hermanos y un fuego que ayudaba a espantar las ratas que pudiesen confundirme con otro platillo para la cena. Casi no pude conciliar el sueño, ya que no dejaba de oír el leve pero incesante sonido de sus dientes entre la carne y la sangre, en especial al acometer algún hueso, pues se escuchaba con claridad el roer. Al amanecer inicié la travesía con mi mula cargada de vino (al

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