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Verdugos de la Media Luna
Verdugos de la Media Luna
Verdugos de la Media Luna
Libro electrónico680 páginas9 horas

Verdugos de la Media Luna

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Córdoba, año 851. El emir Abderramán II ordena la decapitación de Perfecto, un sacerdote mozárabe. ¿Su delito? Haber injuriado al profeta Mahoma. Indignados y alentados por su ejemplo, docenas de cristianos buscarán días después el martirio de una extravagante manera: insultando al Profeta en las plazas públicas, o incluso en la Gran Mezquita. Las ejecuciones se suceden. Las autoridades musulmanas no saben cómo detener tamaña locura. Algunos acusan a Eulogio y Álvaro de Córdoba de instigar los martirios. Entretanto, Afra, hija de un alto dignatario musulmán, siente curiosidad por saber qué mueve a esos fanáticos y entabla una entrañable relación con Flora, una mozárabe que le habla de un paraíso en el que las mujeres no perpetúan la condición que el Corán les asigna como esclavas sexuales del varón. A todo ello se une el hallazgo en una cripta de una reliquia de Cristo que muy pronto se disputarán cristianos y musulmanes, pues se le atribuyen fabulosos poderes.

El ocaso de la cultura mozárabe, el imparable ascenso del poder Omeya y las difíciles relaciones entre cristianos, musulmanes y judíos —tan distantes de los manidos tópicos actuales sobre la pacífica convivencia entre las tres culturas— conforman la trama de una fascinante novela que aborda el polémico asunto de aquellos a los que la Iglesia coronó como mártires y la Historia ha tachado de suicidas.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento3 may 2018
ISBN9788417558468
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    Verdugos de la Media Luna - Daniel Cotta Lobato

    ENTRADA

    Antes de que el verdugo levantara la cimitarra, el gran visir preguntó al sacerdote si quería expresar su última voluntad. Isaac y el resto de cristianos que asistían a la ejecución contemplaron con el alma en vilo a Perfecto. Isaac, con la esperanza ardiéndole en los labios, no dejaba de musitar:

    —¡El milagro se obrará! ¡El milagro se obrará!

    Perfecto, maniatado, pero enhiesto y sereno, asintió con un gesto. Quería hablar. Algunos mozárabes pensaron que el sacerdote pronunciaría una emotiva profesión de fe, la última antes de ver a Dios con los ojos. Otros sospecharon que insultaría a Mahoma; al fin y al cabo, esa era la causa de su condena y ya nada tenía que perder. Los más temieron, por contra, que Perfecto se retractase de sus pasadas injurias al Profeta y lo confesara por verdadero Enviado de Dios. Así eludiría la muerte.

    Pero Perfecto sorprendió a todos. Pidió al gran visir que se acercase. Eleazar, sorprendido, se avino a la petición del reo. Una vez que lo tuvo al lado, el sacerdote dijo algo al oído del visir. No fueron más de diez segundos, pero bastaron para descomponerle el semblante.

    El tiempo pareció detenerse. Eleazar era una estatua. Perfecto aguardaba impávido la ejecución de la sentencia. Isaac redobló sus jaculatorias:

    —¡El milagro se obrará! ¡El milagro se obrará!

    El verdugo, impaciente, desenvainó media cimitarra. El roce del metal contra la vaina sacó de su ensimismamiento al visir, que miró con ojos extraviados al ejecutor y luego al sacerdote. Finalmente, un pestañeo y un leve gesto del mandatario indicaron al ministro de la muerte que era hora de ejecutar la condena. El verdugo obligó a Perfecto a arrodillarse y a humillar la cerviz.

    Mientras desenvainaba, el sacerdote, de pronto, empezó a forcejear con las manos, como si pugnara por desatarse. Muchos cristianos se sintieron sobrecogidos, porque creyeron que Perfecto se rendía y suplicaría clemencia. Solo una persona adivinó la verdadera intención del reo: otro sacerdote que presenciaba la ejecución. Se abalanzó contra el cordón de alguaciles, se abrió paso hasta el condenado y, antes de que la cimitarra se levantara, se arrodilló frente a él y, alzando la diestra, con la punta de los dedos le tocó la frente, el pecho, los hombros... La señal de la cruz.

    En los ojos de Perfecto, titiló una emocionada gratitud. No hubo tiempo para más. Los alguaciles se llevaron a la rastra al osado religioso. El verdugo, con gesto apresurado, agachó con la zurda la cabeza de Perfecto. Luego blandió la cimitarra con ambas manos y posó el filo en la nuca del sacerdote, calibrando el mandoble. Los labios de Isaac seguían aferrados a su terca letanía:

    —¡El milagro se obrará! ¡El milagro se obrará!

    La hoja refulgente se alzó al Cielo. Isaac cerró los ojos. En un instante, su memoria se despeñó hacia un recuerdo hondo, pero aún caliente: aquella mañana en San Zoilo, con Antonio, Álvaro y Perfecto. ¡Pobre Perfecto, tan libre y ajeno a la cuchilla que, veinte días después, pendería sobre su cuello! Isaac se dio cuenta de que todos los infortunios acaecidos arrancaban de aquel día, de aquella mañana luminosa y pajarera de abril, la mañana en que hallaron el arcón.

    CAPÍTULO I

    EL COFRE

    La voz venía de la tumba abierta:

    —He encontrado algo que no esperaba, Isaac.

    Era un susurro, un bisbiseo apenas perceptible, pero el silencio de la iglesia convertía cada palabra en un tentáculo trepador de bóvedas y de arcadas.

    —¿Qué es, Antonio?

    La respuesta fue ininteligible. Las dos voces conversaban bajo tierra, dentro de la fosa abierta en la Capilla de los Veinte Santos. Flotaban confundidas en el eco: un murmullo nervioso que preguntaba y un susurro opaco que respondía. De pronto enmudecieron y les sucedió un chasquido de tierra removida, y luego otro, otro. Chac, chac. Una pareja de palas trabajaba en la fosa. Las gobernaba un implacable compás de reloj. Chac, chac. De vez en cuando llegaba alguien a la capilla y, como un autómata, juntaba la tierra extraída y se la llevaba en una carretilla.

    Fuera, en el zoco, hervían el sol y el bullicio. Pero los exiguos ventanucos de la iglesia sobrevestían el mediodía de una devota túnica crepuscular. Chac, chac. Las paletadas crepitaban como la entrecortada respiración de un asmático. Por las naves del templo merodeaban vestiduras sacerdotales que parecían extrañamente sordas a aquel latido, fantasmas sumergidos en el latín de los rezos. Chac, chac, decían las palas entre los amenes del ángelus.

    De la calle llegó la ronca llamada del almuédano, que desde la atalaya de fe de su alminar dirigía una piadosa sinfonía de rezos y prosternaciones. Chac, chac... Toc. Una de las palas topó con algo que no era tierra, un objeto duro, macizo, inesperado.

    —¿Lo ves, Isaac?

    —¿Y qué demonios será?

    Fue en ese momento cuando una de las puertas del templo se abrió violentamente. La silueta de un diácono se recortó un instante en el umbral luminoso. El batiente se cerró pesadamente y la voz del recién llegado llenó de alarma las naves del templo.

    —¡Que viene Abdelmalik!

    Como activado por un resorte, el sacerdote más próximo a la fosa corrió y se asomó al agujero.

    —¡Isaac, Antonio! ¡Viene Abdelmalik!

    Una de las voces invisibles refunfuñó:

    —¡Qué oportunidad!

    El sacerdote, desde arriba, preguntó angustiado:

    —¿Qué hacemos?

    La misma voz invisible respondió:

    —Seguir con lo planeado. Echa la alfombra, Perfecto.

    Desde un rincón de la capilla, el sacerdote arrastró una alfombra encarnada que desenrolló trabajosamente sobre la fosa, solapando todo signo de excavación.

    —¿Aguantaréis?

    Una voz opaca ascendió del sepulcro.

    —Tranquilo; podríamos resistir aquí toda la Novena de San Acisclo...

    —... Predicada por ti, Perfecto.

    El sacerdote se justificó riendo:

    —Es que Acisclo es mucho Acisclo.

    —¿Sigue Álvaro aquí?

    —Sí, tranquilos. Él tratará con Abdelmalik.

    Abdelmalik penetró en la iglesia una vez que hubo acabado de rezar el azalá junto a los fieles. Se había decidido a entrar espoleado por una sospecha. Aquella mañana, desde su mezquita aledaña, había observado entre los cristianos un afanado hormigueo de entradas y salidas, y en una de estas creyó distinguir algunos útiles de albañilería. Cuando sus obligaciones de imán se lo permitieron, Abdelmalik venció su repulsión y traspasó el umbral de San Zoilo, donde los politeístas adoraban los huesos de no sabía cuántos mártires. Su corazón se sobrecogió bajo la penumbra basilical. Una sensación de frío y desolación lo recorrió entre los gruesos muros y las toscas arcadas que dividían el recinto en tres naves. Echaba de menos el color, la geometría floral, el ornamento coránico. ¿Cómo se podía adorar a Dios en aquel mausoleo destinado a albergar huesos putrefactos y carnes castigadas por la disciplina?

    Salió a recibirlo un hombre alto, erguido, ataviado con una túnica que no era clerical. Delataban sus años las numerosas canas que traspasaban como lanzas el ébano intenso de sus cabellos. Sin embargo, parecían desdecirse en la tersura del rostro, solo turbada por el corte recto y profundo que marcaba el arranque de la barbilla y por el doble frunce del entrecejo, secuela inconfundible del estudio. Pese a la distinción de su porte, acompañaba su andar el crujir acompasado de sus choquezuelas, que producían en sus rodillas un ruido semejante a una carraca.

    —La paz sea contigo, Abdelmalik.

    —Buenos días, Álvaro.

    El anciano alfaquí hablaba tañendo bajo su arábiga salmodia el laúd poblado y grisáceo de la barba. Ambos echaron a andar por una de las naves laterales.

    —¡Hermoso panteón!

    —Gracias. ¿A qué honor debemos tu visita?

    —¿Honor y paz me deseas? Acogería con gusto los buenos deseos de un cristiano si tras esos cumplimientos no se agazapara la traición.

    Álvaro perdió su sonrisa hospitalaria. Sus rodillas dejaron de crujir. En la penumbra relumbraron sus grandes ojos negros, donde chisporroteaba el veleidoso baile de los candiles.

    —¿De qué traición me hablas?

    —En primer lugar, como imán de la mezquita, preferiría tratar con el presbítero que gobierna esta iglesia, no con un seglar.

    —Eulogio no ha regresado aún de su viaje por el norte; y en cuanto a mí, sería la primera vez que alguien desdeñara dirigirse a un nieto de patricios cordobeses. Aun así, si prefieres esperar un par de días alojado en esta iglesia... Vuestro Profeta nos obliga a tal hospitalidad.

    —Prefiero no dormir entre los muertos. Además, tan digno para mí es uno de vuestros sacerdotes como uno de vuestros porqueros.

    —Cuéntame entonces entre esos últimos y explícame el motivo de tu visita. ¿Se ha quedado chica la Mezquita de Tarub y vienes a confiscarnos una de nuestras naves?

    El alfaquí se rio. La barba sacudida pareció bañar de ceniza su manto negro.

    —Vamos cabiendo aún... Mis motivos son otros. Estáis incumpliendo el Pacto.

    —Grave acusación es esa.

    —Y no sería la primera, nieto de patricios. Desde que los ejércitos de Alá bendijeron estas tierras, hebreos y cristianos os acogisteis a nuestra protección; sellasteis un Pacto con los creyentes que os garantizó la práctica de vuestra fe a cambio de contribuir con vuestras fortunas al sostenimiento del reino.

    —¡Vaya si contribuimos! Se nos esquilma.

    —Pequeño precio comparado al de la fe que os permitimos practicar. Habría que ver si, en condiciones de supremacía, consentiríais en vuestros reinos alabanzas públicas a Mahoma.

    —Por supuesto —afirmó Álvaro rotundamente.

    Los invisibles labios del alfaquí transmitieron una sonrisa a la mullida barba blanca y negra.

    —¡Bah, palabrería! Otra de las condiciones que os impuso el Pacto fue la de no alzar nuevos templos.

    —Ni reconstruir o restaurar los existentes. Tus pasos vacilantes no cesan de darte pruebas de la puntualidad con que cumplimos vuestras exigencias.

    Efectivamente, Abdelmalik no dejaba de sortear baches, socavones y baldosas rotas en su paseo por la basílica. La barba volvió a temblarle bajo una carcajada bonachona.

    —No achaques el mal estado del pavimento al rigor de nuestras leyes, sino a la impericia de vuestros alarifes, ¡así Alá os los diera mejores!

    —Y ¿a qué has venido? ¿A darme leccioncitas sobre el Pacto?

    —Una sospecha me ha traído, caballero Álvaro. Esta mañana vi trasegar piedras, arena y herramientas al interior de esta iglesia.

    —Pues ya ves que aquí no hay obra alguna.

    Llegaron precisamente a la capilla de la fosa. Abdelmalik se fijó en una lámpara de aceite colocada en el suelo.

    —¿Y este candil a quién alumbra? —inquirió el alfaquí.

    Sin inmutarse, Álvaro lo cogió del enganche metálico y lo colgó de una argolla en la pared.

    —Alumbra esta urna de plata.

    Como para confirmar las palabras de Álvaro, la llama danzarina del candil refulgió en el sarcófago que presidía la capilla. Bajo su tosca orfebrería, dormían su sueño de siglos los huesos de Zoilo, Justino, Silvano y otros diecisiete santos, cuya sangre irrigó el cristianismo en tiempos de una persecución cesárea y despiadada, plagada de prodigios y leyendas martiriales. La voz de Álvaro se hizo solemne.

    —Contienen las reliquias del santo titular de esta iglesia y sus compañeros mártires.

    La cara del imán se contrajo en una mueca de repulsión.

    —¡Y yo que achacaba el tufo a la humedad! ¿Dónde habéis metido las herramientas?

    —Serénate, Abdelmalik. Yo no digo que no vieras entrar aquí piedras, arena o palas; pero lo que digo también es que no las viste salir.

    —¿Qué quieres decir?

    —Que hoy las haré llevar a mi casa. Es allí donde estoy haciendo obras.

    —¿Qué obras? —preguntó receloso el alfaquí.

    —Amplío la biblioteca y tapo algunas goteras. ¿Es que el Pacto también prohíbe a los dimmíes impedir que sus viviendas se vengan abajo? Cuando quieras, te invito a comprobarlo.

    Abdelmalik clavó sus ojillos desconfiados en el cristiano y, al cabo de unos segundos, pareció darse por satisfecho:

    —Los dimmíes contáis con nuestra bendición. El Libro os reconoce como hermanos a cristianos y judíos; descarriados, eso sí, y adoradores de cadáveres, y politeístas como vulgares gentiles, pero hermanos al fin y al cabo.

    Antes de irse, echó un vistazo al suelo y vio la alfombra.

    —Por cierto, ya que adoráis, adorad bien. Esa alfombra está más torcida que el minarete de Mequinez.

    Y sin más, se agachó y agarró la alfombra carmesí por ambas puntas con la intención de enderezarla. El sacerdote Perfecto no pudo reprimir un grito de pánico.

    —¡Quieto, por Dios!

    Lejos de sorprenderse o amilanarse, Abdelmalik sonrió y no solo enderezó la alfombra, sino que la rodeó apisonando los bordes. Todos contenían la respiración mientras asistían al curioso baile del imán, sorprendentemente ágil para su edad y grosor.

    —Si cuidáis de vuestros ornamentos sagrados con el mismo celo con que pavimentáis iglesias, los cristianos desaparecerán antes de que se derruyan sus templos.

    Álvaro rio la ocurrencia y se atrevió a añadir:

    —Eres un buen alfaquí. Ya quisieran parecerse a ti muchos de nuestros sacerdotes. No es necesario que le des más vueltas a esa alfombra. No te faltaba ya sino que la orientaras a La Meca y te pusieras a rezar el azalá.

    Abdelmalik, resoplando, dio por acabada su faena.

    —No está lejos ese día. Y muchos de vosotros lo veréis.

    Acompañado por Álvaro y un séquito de clérigos, Abdelmalik abandonó la iglesia. Tan pronto como lo vieron alejarse y entrar en la mezquita, respiraron y corrieron a la capilla. Perfecto acababa de retirar la alfombra. Varios rostros curiosos se asomaron a la fosa. Álvaro los felicitó.

    —Enhorabuena, muchachos. ¡Vuestra serenidad ha sido heroica!

    Antonio dijo:

    —No es hora de cumplidos. Alumbrad aquí.

    Perfecto descolgó el candil y lo mantuvo en vilo sobre la fosa. Un halo trémulo abrió una quemadura de luz en el fondo. Antonio se acuclilló y acarició el hallazgo con los dedos.

    —Es madera. Parece un arcón.

    La palma de Isaac barrió la cóncava tapadera, que emergía del suelo como una joroba negra. Entre muchos brazos lo izaron como si exhumaran un cadáver venerable. Una vez fuera, dejaron que Álvaro se acercara a examinarlo. Se respiraba la fervorosa expectación de los milagros.

    En los listones del cofre se acumulaban los años, quizá los siglos, pero no se le halló inscripción alguna ni adorno que declarasen su edad. Antonio e Isaac, llenos de sudor y tierra, parecían los más inquietos.

    —¿Lo abrimos, Álvaro?

    —No me lo preguntéis a mí, sino a estos sacerdotes.

    Perfecto, que acaba de acercarse al grupo, tomó la palabra:

    —Tuya es la pila bautismal que se va a construir ahí, Álvaro. Tú decides.

    —De acuerdo, Perfecto. Lo abriremos.

    A un gesto del seglar, Antonio e Isaac hicieron palanca con las palas. No tardaron en saltar los candados. Su quejido metálico reverberó en el santuario como el preludio de un acto íntimo y maravilloso. Álvaro destapó el arca y los escogidos se asomaron ansiosamente al interior.

    No brilló el oro en sus caras, ni la plata ni el cobre. Antonio no pudo contener un suspiro de decepción. No había más que una espada mellada y rota, un pergamino enrollado y una especie de gancho o anzuelo ennegrecido. El interés de Álvaro se decantó inmediatamente por el pergamino, que desenrolló y examinó con atención.

    —Está en griego. Soy incapaz de traducirlo, al menos sin mis libros. Quizá alguno de vosotros...

    Perfecto se rio:

    —Si Álvaro Paulo de Córdoba no puede, ¿qué vamos a poder unos pobres clérigos que hasta el latín pronunciamos bárbaramente?

    Antonio seguía mirando el fondo del arcón.

    —¿Y ese saquito?

    Él mismo se agachó a recogerlo y le entregó a Álvaro un saquito no más grande que su palma. Parecía vacío, pero cuando Álvaro lo puso boca abajo, algo pequeño refulgió y cayó al suelo con un claro tintineo. Una olita de murmullos sucedió a la caída.

    —¡Una moneda!

    Álvaro mismo la recogió y la observó. En su semblante afloró el mismo gesto de contrariedad.

    —La inscripción también es griega.

    —¿Un sólido bizantino? —sugirió Antonio.

    —Probablemente, pero esta efigie no es de Miguel III ni de su antecesor. Puede que tenga dos o tres siglos de antigüedad.

    —¿Cómo lo sabes, Álvaro? —preguntó Isaac.

    —Según cuenta el glorioso Isidoro de Sevilla, el Emperador Justiniano conquistó hace trescientos años para Constantinopla el sur de Hispania. Fue un señorío efímero, pues no se prolongó más allá del siglo, pero lo suficiente como para acuñar moneda. No me hagáis caso; es una simple conjetura.

    Perfecto se asomó a mirarla:

    —¿Qué lleva en el reverso? ¿Un ángel o una cruz?

    —Parece un ángel —repuso Álvaro—, propio de los Césares de Oriente. Pero el anverso es extraño. La efigie del emperador suele aparecer de frente y con la Cruz de nuestro Salvador. Este está de perfil y sin ningún emblema cristiano.

    Perfecto, buscando la aprobación en los ojos de los demás sacerdotes, dijo:

    —Llévatela a casa y estúdiala. Apuesto a que Eulogio diría lo mismo de hallarse aquí en su parroquia. No sé los demás, pero yo no te llego ni a la suela de los zapatos en seso y erudición. Yo he visto tu biblioteca y, creedme, no sabía que se hubieran escrito tantos libros desde que el mundo es mundo.

    Álvaro tuvo que ser humilde:

    —Millones se han escrito. Yo no poseo más que una ínfima parte.

    —Pues ya tienes más que yo, que con el breviario, el evangelio y el Isidoro me tengo por leído.

    —Disfrazas de humildad y buen humor tu gran cultura.

    —Lo que tú digas, maese Álvaro. Pero llévatelo todo: la moneda, el pergamino, la espada y el anzuelo. ¿Quién tiene la Lagartija?

    —Yo —dijo Isaac.

    —Pues esta noche —dijo Perfecto— sacáis el arcón por el Postigo de la Miel y lo lleváis a casa de Álvaro. Es el único en Córdoba y quizá en toda Hispania capaz de desentrañar el enigma aquí enterrado.

    —Está bien —consintió Álvaro—, pero una cosa debe quedar clara. Ninguno más que los aquí presentes debe saber lo que aquí se ha encontrado. Si esto llegara a oídos de Abdelmalik, y este fuera con el soplo a Abderramán, dadlo por perdido.

    —¿Y tu pila bautismal, Álvaro? —preguntó Isaac—. ¿Renuncias a construirla?

    Álvaro sonrió con un gesto de afable picardía.

    —Por supuesto que no. Debe acabarse lo antes posible, antes de que algún espía del emir repare en el tremendo delito que cometemos con nuestra pequeña obra de albañilería.

    CAPÍTULO II

    LA FRAGANCIA DE AFRA

    En los jardines del Alcázar hay un perfume más. A la mixtura que componen las rosas, azahares y claveles, se ha sumado el olor de una mujer. Una mujer que huele a jazmín. No tiene más que ojos negros, pero sus vestidos, su velo pregonan el aroma secreto de su piel y sus cabellos. Ha entrado por la Puerta del León y anda deprisa, como buscando a alguien. Camina entre los estanques y las glorietas de sombra seguida por un esclavo y una esclava.

    El alcázar de Abderramán baña sus pies en el Guadalquivir, pero clava sus ojos en la Mezquita. Construido sobre el viejo palacio del gobernador romano y luego visigodo, la sede del poder omeya tiene la traza de un castillo defensivo que impone al río su sobrio límite de piedra. Pero tras su austera imagen externa de defensa y oración, el Alcázar esconde en sus adentros, como el corazón de los hipócritas, un fastuoso recinto de molicie y esplendor. Es todo un vasto jardín, una tupida naturaleza irrigada por venas, arterias y capilares de agua gozosa y borboteante.

    Como engastados en el verdor, se erigen esbeltos palacetes que Afra va dejando atrás mientras se cruza con soldados, funcionarios y mayordomos que declaran su rango en la pompa o la simplicidad de sus vestiduras. Entran y salen de los edificios y, al verla, se inclinan invariablemente para saludarla. A todos muestra brasas en los ojos y un ceño fruncido, aunque el sol de abril y el jardín poblado de pájaros y flores le van soltando poco a poco el corazón y derraman placer en esas facciones que vela la seda.

    Deja atrás la alcazaba, donde hormiguean soldados y centinelas de toda especie: bereberes, germanos, sudaneses, yemeníes. Deja atrás Al-Muyaddad, el Palacio Reformado, lugar destinado a festejos y recepciones diplomáticas. Tras reflejar su efímero paso en los estanques de Al-Haír, el Jardín de las Aguas, llega al palacio de Al-Zahír, el Brillante, colmena burocrática de Al-Ándalus.

    Entra allí con sus esclavos y se detiene en el vestíbulo, una sala ochavada donde el agua y el verdor exteriores han contagiado su encanto al mármol y al jade. Su arquitectura compendia en cúpulas, columnas y arquerías la refinada geometría de lo hermoso, y los arabescos trepan como hiedras por paredes donde el Corán es susurrado en versículos de mística hojarasca.

    Iba a embocar el pasillo donde se abrían, como celdas, los despachos de los burócratas, cuando un acento cristiano la detuvo.

    —¡Afra en palacio!

    La joven volvió la cabeza.

    —Buenos días, Antonio.

    El joven cristiano acababa de interrumpir su labor: salía de su despacho y llevaba en la mano un abultado libro de cuentas que cerró de inmediato y entregó al esclavo que cargaba a su derecha con el tintero. Con los dedos que sostenían la pluma, se acarició la fina barba, negra como sus ojos de águila. Era imposible que no se sintiese embriagado por el jazmín que flotaba a su vera.

    —¿Buenos días solamente? ¿Por qué no me deseas la paz?

    —Lo haré cuando te hagas musulmán.

    —¿No ves mis ropas? Ya visto como uno de vosotros.

    —No se mide al alfaquí por el ancho de su faja. ¿Por qué abandonas tu atuendo cristiano?

    —¿Quién habló de abandonar? Esta túnica blanca de lino, este manto rojo y la faja azul son desde ahora mi ropa de trabajo.

    —¿Y qué oficio tienes ahora: recaudador o labriego? Mírate las manos.

    Antonio se las miró sorprendido. Afra comentó:

    —Las tienes encallecidas. Ni que hubieras estado cavando.

    Antonio sonrió:

    —Un recaudador de impuestos debe saber lo que es trabajar con las manos. De lo contrario, ¿cómo calculará los dinares que corresponden de cada jornal al emir?

    —¿Tu amigo Isaac también lo ha hecho?

    —¿El qué? ¿Cavar? —preguntó Antonio con inaudita sorpresa.

    —No, tonto. Vestir como nosotros.

    —¡Ah, creía...! No, el exceptor Isaac es muy amigo de su jubón y pantalones godos.

    —Hablando de ropas, ¿y el distintivo?

    —¿Cuál?

    —Tu marca de cristiano.

    —¡Vaya! ¡Me la ha tapado el manto!

    Antonio se miró la túnica y apartó ligeramente el manto. Sobre el pecho aparecieron cosidas, en hilo negro, las tres humillantes letras latinas que evocaban el nombre de Jesús:

    JHS

    Afra percibió un ligero sonrojo en la cara del funcionario cristiano.

    —Siento haberte incomodado, Antonio, pero no querría que fuera Haxim y su camarilla de eunucos quienes te señalaran por contravenir el Pacto.

    —Ya lo sé —dijo Antonio, y añadió como si recitara—. El distintivo deberá coserse en un lugar visible, de modo que los fieles de Alá puedan identificar al cristiano en todo momento. Gracias por no darles ese gusto, Afra. En fin, ¿puedo ayudarte en algo?

    —Busco a Abderramán.

    Antonio recuperó la suave sorna de su sonrisa.

    —¿Qué te ha hecho el emir?

    —¿Y a ti qué te importa? ¿Sabes dónde está?

    —Te lo diré cuando te hagas cristiana.

    Afra chasqueó la lengua contrariada:

    —¡Lástima! Necesitaba verlo antes del Juicio Final.

    Antonio no pudo menos que reírse.

    —Afra, si limases tu corazón con la misma piedra con que afilas la lengua, te quedabas con un grano de arroz.

    Una voz severa interrumpió la plática:

    —Antonio, ¿qué le dices a mi hija?

    Era Eleazar, el visir principal de Abderramán. El cristiano se estremeció ante su voz:

    —La ayudaba a encontrar al emir, señor.

    —Ya me encargo yo. No descuides tu trabajo, cristiano: hay una docena de fieles creyentes que podrían desempeñar tu puesto mejor que tú.

    —Lo sé; la magnanimidad del emir para con los cristianos es infinita.

    —Tú lo has dicho: la del emir. Retírate.

    Antonio hizo ademán de obedecer. Había aprendido a digerir el veneno de ciertas insinuaciones, y supo dar media vuelta sin tan siquiera mirar de soslayo a Afra. Pero el azar quiso entonces que se topara de manos a boca con la barba gris ceniza de Abdelmalik. Antonio sintió saltársele el corazón, pero el imán solo tuvo ojos, solo tuvo palabras para Eleazar.

    —La paz sea contigo, gran visir.

    Eleazar acampanó la voz:

    —¿A qué honor debo que el más sabio alfaquí de Córdoba solicite audiencia al más indigno de los siervos de Alá?

    Abdelmalik respondió:

    —Quejas contra mis vecinos —y miró de reojo a Antonio—, los cristianos. Tenerlos casi pared con pared nos tiene en un sinvivir a los que velamos por el culto y las oraciones en la Mezquita de Tarub.

    Eleazar admitió con gesto algo aburrido:

    —Ya sé. Son quejas inveteradas, y durarán mientras dure en pie su iglesia.

    —Pero es que ayer los vi entrar con piedras, arena y herramientas. Obviamente imaginé... —de pronto se detuvo y miró a Antonio—. Con todos mis respetos a los funcionarios y recaudadores de Abderramán (la bendición de Alá caiga sobre él), creo que este cristiano debería hacer sus cuentas en un lugar más tranquilo, no vaya a errar una cifra con el cotorreo de estos dos viejos.

    Antonio, para quien supuso realmente un alivio esa ruda manera de despacharlo, hizo una reverencia y se fue con sus bártulos a otra parte. Abdelmalik prosiguió su relato:

    —Puse el pie en su iglesia a fin de sorprenderlos en plena ejecución del delito, pero ese respetable caballero que llaman Álvaro Paulo de Córdoba (como si en Córdoba no hubiera gente para apellidarse así) me paseó por el templo y procuró despejar mis sospechas.

    —¿Y viste algo? —preguntó Eleazar.

    —No, pero sé como hay Dios que el delito lo cometieron, que están cometiéndolo, e incluso puedo decir dónde. En la torre.

    Eleazar se impacientó:

    —No me vendrás con lo mismo de otras veces...

    —Y las veces que haga falta seguiré diciéndolo: la torre de San Zoilo es una cuarta más alta que el alminar de Tarub.

    —¿Cuántos años lleváis con esa cantinela? ¿Veinte? ¿Treinta?

    —¿Y te parecen pocos treinta años ofendiendo el nombre de Alá? Cuando Tarub, la favorita de Abderramán (llueva sobre él la bendición de Alá), mandó erigir nuestra mezquita, los alarifes tuvieron el cuidado de alzar el minarete un palmo más alto que la horrenda cruz que remataba la torre cristiana. Pero pasados unos años, mi antecesor Abú Al-Habbab, Alá lo haya perdonado, salió a observarlas un día; juntó los pulgares sobre el perfil mellizo de las dos torres y percibió que la cruz cristiana sobrepujaba nuestro santo minarete. Presumió que los cristianos habían infringido el Pacto y que, no contentos con ofender nuestros oídos con el repique diario de campanas...

    —Te recuerdo, Abdelmalik, que yo mismo fui quien les ordenó hace años colgar unas más pequeñas y silenciosas.

    —Que Alá te lo premie con el Paraíso, aunque no hay campana chica para las orejas del justo. Bien, para castigar la insolencia cristiana, el imán Abú Al-Habbab mandó elevar tres cuartas la cúpula del minarete. Pero tiempo después los cristianos repitieron la triquiñuela: forjaron una cruz más alta y, en plena noche, la colocaron en el lugar de la vieja. Volvió a elevarse el alminar, pero de allí a poco los cristianos volvieron a reemplazar la cruz. Este juego del gato y el ratón se ha repetido varias veces en los quince años que llevo como imán, y me pregunto hasta cuándo quedará impune la osadía de esos mozárabes.

    Eleazar, como aquel que había oído la misma conseja muchas veces, preguntó con cierta ambigüedad socarrona en la voz:

    —Pero ahora, ¿qué torre va ganando: la cristiana o la mora?

    —Hasta ayer la nuestra, pero esta mañana volví a medirlas con los pulgares y vuelve a ser más alta la cristiana.

    —Considera, Abdelmalik, que anoche sentí sacudirse la cama y que la llama de mi candil temblaba sin que soplara el viento.

    —¿Qué quieres decirme con eso?

    —Que un movimiento de tierras pudo levantarle una joroba al suelo y dejar la torre más empinada que el minarete.

    El alfaquí frunció las cejas con hostilidad.

    —Ya he oído bastante. Se conoce que el visir tiene preocupaciones de más calado que las vejaciones infligidas a los creyentes.

    Y dando media vuelta, se fue farfullando algo ininteligible. Afra, sobre cuya cabeza aún pendía una sentencia, entrelazó los dedos sobre el vientre y aguardó con la cerviz humillada la reprimenda paterna.

    —No engañas a tu padre con esa pose de hija sumisa. En ti queda impostada.

    Un gesto severo matrimoniaba las cejas blancas y pobladas del visir. Allá, en las hondas cuencas, había un pedernal sacando chispas a unos ojos pequeños y azules. Afra irguió el cuello y liberó las manos.

    —No sé por qué tuviste que echar al cristiano con cajas destempladas.

    —No sé por qué te tomas la libertad de hablar con hombres y, peor, cristianos.

    —El Profeta prohíbe a las mujeres que se nos vea, no que se nos oiga.

    —La excesiva libertad con que te he criado tiene la culpa. Husos y ruecas tendría que haberte dado en tu niñez, no esos libros envenenados.

    Las pupilas de Afra sonrieron.

    —¿Al Corán llamas venenoso? Cuidado, no vaya a oírte Abdelmalik u otro peor, que por menos degollaron al sobrino de Acab.

    —Tú me haces disparatar. Si hubieras hilado más y leído menos...

    —¿Me acusas de instruirme?

    —No te acuso, más bien me reprocho haberte hecho distinta a las demás.

    —Tus razones habrás tenido.

    —La muerte de tu madre me hizo débil, permisivo. Cuando se fue (Alá la haya perdonado), aún sabían tus labios a sus pechos. Tan viva imagen eras de su cara, tan niña que me pudo la ternura.

    —Y ahora que soy mujer te puede el rigor.

    —Como a todo fiel creyente, Afra.

    —Ya lo sé. El emir ha decretado que se me excluya del Torneo Poético de la Fiesta Pequeña. Me lo ha dicho en una carta preciosa que olía a sándalo.

    —No ha sido el emir; he sido yo.

    Las pupilas de la mora relampaguearon.

    —¡Tendría que habérmelo figurado! ¿Y esos cumplidos, esos piropos galantes de la carta eran tuyos?

    —Se deben a la hechura de otra mano.

    —¿De qué mano?

    —De una mano insigne, te lo aseguro. Lo que es mío es la decisión, previo beneplácito del monarca, por supuesto.

    —¿Y por qué me lo prohíbes?

    El semblante de Eleazar se endureció. Agarrando el manto de brocado con los pulgares, dijo:

    —¿Aún me lo preguntas? ¿La hija del más devoto musulmán de la Mezquita Aljama, del que reza el azalá con más unción, del que se prosterna en la esterilla más ancha de Córdoba, me pregunta por qué prohíbo a una mujer que ande componiendo versos?

    —¿Acaso lo prohíbe el Libro?

    —¡Bah! El Libro tampoco prohíbe comer cristales y nadie lo hace. Hay cosas que se dan tan por supuestas que ni se dicen. Además, eres la hija del visir; estamos en el punto de mira de la corte. Haxim y los eunucos llevan envainada bajo la lengua una acusación constante contra mí. Los alfaquíes, con Abdelmalik a la cabeza, apelan a la justicia divina cuando no satisfago sus escrúpulos de santones; tú misma acabas de verlo. Que recites tus versos en la Fiesta Pequeña sería servirles en bandeja la copa del escándalo y el escarnio.

    —Pero eres el gran visir de Abderramán II.

    —Y el gran visir camina sobre la cuerda floja. Abderramán me enalteció, me colmó de honores; pero el emir es ya un anciano, lo aquejan unas dolencias que ningún médico acierta a mitigar. De entre sus cuarenta y cinco hijos varones, Mohamed es el favorito, y por más que lo agasajo, por más acatamiento que le rindo, no he conseguido procurarme sus simpatías.

    —Abdalá también es muy querido por el emir. Y en él sí han hecho mella tus adulaciones y tus fiestas de perrito faldero.

    —¡Ah! Si Abdalá lo sucediera, otro gallo nos cantara, pero los eunucos se han cerrado en torno a Mohamed, y la voluntad de esos medio hombres pesa más que la de los hombres cabales.

    —Entonces reparte tus lisonjas entre los eunucos.

    —¿Te tomas a guasa mis esfuerzos por mantener nuestra posición en la corte? ¡Ay, Afra! El día que yo falte entenderás cuánta falta nos hacían mis adulaciones, mis fiestas de perrito faldero.

    —Lo único que entiendo es que gastas tanta saliva en agradar a los demás que para tu hija no te quedan sino severidad y rancias reconvenciones. Por lo visto, es más ventajoso ser eunuco que hija de Eleazar, el gran visir.

    Los ojos del anciano dejaron de arder y se hundieron a plomo en sus cuencas, en un abismo que acentuaban las hirsutas cejas y lo pronunciado de los pómulos.

    —Ya sé que no puedo pedir peras al olmo. La niña malcriada que nunca podé se ha convertido en una mujer orgullosa, y para este género de hembras el Profeta prescribe una medicina que mi infinito cariño, o más bien mi debilidad, es incapaz de administrarte. Te mimé y te protegí más allá del exceso. Pero toda deuda se cobra en esta vida: he aquí que el rosal que cerqué de espinas guarda las más afiladas para mí.

    El corazón de Afra, que latía fuera de sí, recogió el galope y se miró en los ojos de su padre, en aquel azul colmado de misterios.

    —Siento que Alá te haya castigado con una hija amiga de componer versos. Pero tranquilo, padre, la pataleta se me pasará.

    —Gracias, hija, eres un tesoro. Toma cien dírhems, ve al bazar de Juan el cristiano y compra toda la seda y el raso que quieras. Coge la rueca y el hilo y...

    —He dicho que se me pasará, padre, no que se me haya pasado.

    —¡Ay Afra! Eres incorregible. ¡Ay del que le sorprenda en descampado una de tus tormentas!

    —Padre, todos los avenates se me pasan.

    —Sí, después de satisfechos.

    Eleazar entregó a su hija una bolsa con monedas y encomendó a Alonsillo y María, sus esclavos, que la condujeran a casa, previa parada en la tienda de telas de Juan. Afra volvió sobre sus pasos y se dirigió al oeste hacia la puerta de Sevilla, la que daba al Zoco Grande y la Alcaicería, el mercado de la seda y la joya. Mientras recorría los macizos de rosas que cercaban los estanques del alcázar, divisó a Abdelmalik, que salía de un tupido seto de cipreses unos metros más adelante.

    El anciano fingió no verla y tomó el camino de la puerta. Aun así, Afra acertó a vislumbrar un gesto de satisfacción bajo la frondosa barba del alfaquí.

    —¡Maldita sea! ¿Qué tramará?

    Iba a seguirlo cuando una hermosa voz de hombre la llamó:

    —Afra, me han dicho que me buscabas.

    La joven se detuvo y buscó con los ojos. Al final de una vereda de cipreses orillada por dos regueros de agua vio un hombre y una fuente. Se adentró en la umbrosa galería a paso ligero hasta desembocar en una diminuta plazoleta cercada de palmeras, con troncos combados que parecían alfanjes guardianes del secreto de las confidencias. Apoyado en la más grande, la más alta, había un hombre con un códice en la mano. Era todo blanca seda salvo en el carmesí recamado de la faja. Bajo el velo, Afra sonrió.

    —A ti no, Mohamed. Buscaba a tu padre.

    —Ya lo sé, pero un príncipe vale medio emir. ¿Te basta?

    —Me gustaría contar también con el otro medio. ¿Y tu hermano Abdalá?

    El muchacho soltó una carcajada sobre la risita maliciosa de la fuente.

    —¿En qué veneno traes untada la lengua, Afra?

    —En ninguno: es gracia natural.

    —Como el aguijón de los alacranes. Que sepas que Abdalá no pisa últimamente estos jardines: está demasiado ocupado intrigando con su madre. Ya ves: unos aspiran al trono y otros aspiramos el azahar de estos jardines, por si nos topamos con alguna hurí tras un recodo de naranjos. Mira por dónde, hoy he tenido suerte.

    Mohamed clavó en Afra el ébano de sus ojos perfilados de alheña. Eran unas pupilas donde titilaba aún, heredado desde el túnel de los siglos, el fulgor montaraz e indefinible de los que un día fueron nómadas y rindieron culto a los dioses del desierto. Afra, seducida un instante por aquella mirada, echó mano de su locuacidad para desenredarse.

    —Lo siento, Mohamed. Si buscabas una hurí, has tocado en hueso.

    —¿Por qué viene tan zahareña la hija de Eleazar, mi amiga de los juegos de la infancia? ¿Qué picadura te ha traspasado el cora... el caparazón, que diga?

    Afra miró fijamente al hijo de Abderramán.

    —¿Qué sabes tú del Torneo Poético de la Fiesta Pequeña?

    —Algo. ¿Piensas participar?

    —¿Qué querrías tú?

    La mujer escudriñó los ojos del príncipe, pero no pudo hallar más que un brillo socarrón. El príncipe dijo:

    —¿Qué debo responder para ganarme tu favor?

    —Que no eres como los demás hombres.

    —No soy como los demás hombres.

    —Y que querrías oír los versos de Afra durante la noche de la Fiesta Pequeña.

    —Querría oír tus versos fuera cuando fuera.

    —Y que piensas hablar inmediatamente con mi padre y obligarlo a aceptar mi participación en el torneo.

    —Pienso hablar con el gran visir Eleazar y arrancarle su consentimiento.

    —Y que reconozca que la carta que me envió ayer era vergonzosa.

    —¿Ves, Afra? Eso no lo puedo cumplir.

    —¿Por qué?

    —Porque la carta la escribí yo.

    A Afra le pesó mucho no poder disimular su sorpresa. La sonrisa de Mohamed paladeó el momento agridulce.

    —¿Tú fuiste el amanuense de mi padre?

    —No conviene a un príncipe heredero ganarse la enemistad de quien es la boca y los oídos del soberano.

    —Me decepcionas, Mohamed. ¿No eras tú el que decía hace un momento que prefieres buscar huríes en estos jardines que envilecerte en la inútil ganancia de un trono? ¿No te burlabas de tu medio hermano Abdalá? ¿A qué Mohamed debo creer?

    —Al príncipe de Al-Ándalus. Ayer satisfice el antojo del visir porque en el ajedrez hay que saber ser peón tan bien o mejor que rey. Además fue una oportunidad inexcusable de ejercitarme en tus alabanzas. Pero hoy mismo, Alá es testigo, ordenaré que se te incluya entre los poetas del certamen. Y tu padre deberá acatar que, si ayer jugué como peón, hoy lo haga como rey.

    —¿Y eso no es jugar con dos caras?

    —Eso es jugar, Afra.

    Una voz distinta irrumpió en escena.

    —¿Llamabais, señor?

    Era un soldado de la guardia emiral, blancas calzas abombadas de lino, peto de cuero claveteado, capa verde echada a los hombros y botas de guadamecí. Cruzándole el pecho, un precioso tahalí repujado de aleyas coránicas donde dormía envainada la procelosa palabra de Alá. Antes de dirigirse al soldado, el príncipe dio por terminada la conversación con Afra. Cerró el libro que leía y se lo tendió a la joven.

    —¿Qué es esto? —dijo Afra.

    —Un códice de la biblioteca de mi padre.

    —¡Qué generosidad la tuya!

    —Tranquila, el emir no lo echará de menos entre sus otros veinte mil volúmenes. Son versos. Te servirán de inspiración y pulirás tus metáforas de hurí.

    —Huríes, las que tienes en tu harén.

    —¡Bah, el séquito obligado de un Omeya! Son esposas de ornato.

    —¿Las siete?

    —Las siete.

    —¿Incluso Olalla, la astur?

    —Incluso Olalla con sus ojos azules y sus trenzas rubias.

    Afra afiló su risa en ironía.

    —Algún día te rendirás a sus encantos, lo sé.

    —Y tú dirás tus versos a despecho de toda la hombría de Córdoba.

    Afra se inclinó ante Mohamed e hizo mutis con sus dos esclavos. Al cruzarse su mirada con la del soldado, la mora percibió que aquel gesto aguerrido se sonrojaba, agachaba los ojos y sus manos se ajustaban el tahalí perfectamente ajustado.

    Una vez que los dos hombres quedaron solos...

    —Tarik, mañana irás a San Zoilo en compañía de un topógrafo.

    —¿Decís la iglesia de los politeístas?

    —Cristianos, Tarik —le reconvino el príncipe.

    —Disculpad, señor, pero como creen en tres dioses, que son Alá, Jesús y María, yo...

    —Tranquilo, te disculpa lo que a todos: las mentiras de los alfaquíes, que no dejan de afanarse en la siembra de rencillas entre cristianos y creyentes. Ahora mismo ha estado importunándome Abdelmalik, el imán de la Mezquita de Tarub. Abriga la extraña creencia de una torre cristiana que crece por las noches, como los niños con fiebre, e insiste en que mande un agrimensor de la corte a comprobarlo. ¿No crees que esas mediciones las hacen mejor los brujos que los topógrafos?

    Tarik asentía a todo. Si algo había aprendido en palacio, era a adherirse con gestos y actitudes a la opinión de un poderoso, máxime si tal opinión se deslizaba so capa de confidencia.

    —En fin, Tarik, que el topógrafo haga lo que tenga que hacer, pero que Abdelmalik y las demás barbas de la mezquita queden contentos, ¿entendido?

    Tarik prometió diligencia y se retiró llevándose la mano a pecho, boca y frente. Por cierto, al adentrarse en el pasaje de enhiestos cipreses, tuvo una grata sorpresa. Afra aún estaba allí, al parecer muy ocupada en arreglarse no sé qué imperfección del manto. Pareció incomodarse al verlo y se marchó, más bien huyó, con ligereza y temor de tórtola.

    El soldado tardó unos segundos en reponerse, ajustándose el tahalí en todas direcciones, hasta que vio algo brillar en el suelo. Miró hacia atrás por si veía al príncipe en la pequeña glorieta. No había nadie: la fuentecilla murmuraba a solas. Entonces hincó una rodilla en tierra y recogió una lentejuela de vidrio azulado. Pertenecía a un vestido de mujer. La guardó con dedos temblorosos en la vaina de la cimitarra y se marchó.

    CAPÍTULO III

    EL JAZMÍN QUE NO ES JAZMÍN

    Se había enamorado por olores. Tarik, antes de saber su nombre y sus ojos, respiró a Afra. Fue un mediodía en el zoco, estando él de ronda. Se había parado a observar las puntas de un maestro espadero cuando un olor a jazmín que no era jazmín le empapó los pulmones y le cuajó en el corazón. Cuando se volvió a mirar, no pudo verle más que la espalda, pero se fijó en los dos siervos que la acompañaban, un joven rubio y una esclava de ojos verdes.

    No olvidó ese aroma. Es más, se consagró a evocarlo a todas horas hasta engendrar en su alma una de las más raras especies de enamoramiento que contemplaban los tratadistas. Había quienes se enamoraban de una mirada, quienes de una palabra, quienes de una voz... Tarik había elegido la más inefable, la menos común: el amor de olfato. Cada vez que pasaba junto a una mata de jazmines, cerraba los ojos y los respiraba con fruición, pero nunca alcanzaba a representarse la singularidad de aquella fragancia que era y no era jazmín. Es más, descubrió que en ese no era residía el intríngulis de su devoción; más de una vez respiró en otra mujer la misma esencia y no le producía ni de lejos el mismo efecto, hasta que un día un perfumista le explicó que el aroma de una persona era la suma de dos olores: el artificial de los frascos y el natural de la piel.

    Fue entonces cuando su amor cobró carta de naturaleza en las potencias de su alma. Se desvanecía de placer al considerar el Paraíso aromático que escondería el no-era-jazmín de aquella piel. A algo así olerían las huríes. Un día, para colmo de dichas, pudo ponerle ojos a aquel perfume. Fue en el bazar de Juan, un cristiano que vendía sedas y telas a la florinata cordobesa. Vio apostado en la puerta al esclavo rubio y, arrastrado por los latidos de su corazón, entró y la vio. Allí supo tres cosas.

    Una, que no solo se naufragaba en los océanos, sino también en los ojos de una mujer.

    Otra, que se llamaba Afra.

    Y la última, que era inalcanzable: era la hija del visir Eleazar, la manderecha de Abderramán II, el emir del Occidente.

    La desesperanza añadió más encanto, más fulgor si cabe a la alhaja que el amor había tallado en el corazón de Tarik. En vez de latir, resplandecía. Vivir, respirar fueron desde entonces parte de una gimnasia que lo llevaba, a través de sus turnos de centinela en la muralla, y de sus cinco oraciones diarias al Único Dios, y de los ratos libres que llenaba el recuerdo de Afra, a un horizonte de exigencia espiritual que no tardó en cosechar sus primeros frutos. De centinela en la Puerta de Almodóvar, ascendió a guardia del Alcázar emiral.

    Desde entonces se convirtió en un guardia ejemplar: cumplidor puntual y aun excesivo de sus turnos; primero en la observancia de las ordenanzas; diligente factótum de toda suerte de encargos. Tal entrega le valió ganarse la confianza del príncipe Mohamed, el predilecto de los cuarenta y cinco hijos de Abderramán, que lo nombró capitán de lanceros; y disfrutó de numerosas y efímeras visiones de Afra, siempre desde el parapeto del silencio y el sonrojo.

    Aquel mediodía de abril del año 140 de la conquista de Al-Ándalus, 229 de la Hégira y 851 del nacimiento de Jesús, Tarik llegó a su casa henchido de júbilo: llegaba del taller de un buen espadero de Córdoba a quien había mandado engastar en su alfanje la lentejuela azul hallada esa mañana en el Alcázar. Buscó a su hermana y la encontró en el patio, leyendo junto al arrayán que sombreaba el pozo. No se percató de la llegada de Tarik hasta que este le dijo:

    —Zahira, ¿te gusta mi cimitarra?

    La muchacha se sobresaltó y dejó caer el rollo de pergamino en el pozo. Su hermano no pareció advertirlo y ella se apresuró a contestarle:

    —Sí, muy bonita, aunque ya sabes que no distingo unas cimitarras de otras.

    Tarik acarició sonoramente la media luna del filo.

    —Los demás no tienen la pedrería de este. Mira.

    Le señaló el brillante engaste azul de la hoja, en el que Zahira no reconoció más que un espejuelo de vidrio. Pero conociendo a su hermano, aquella piececita debía ocupar un lugar privilegiado en sus ensoñaciones. Él jamás le había dado noticia de ellas, pero era fácil intuirlas cuando, en mitad de una plática, se quedaba repentinamente abstraído; o cuando en plena madrugada, ella se asomaba a los visillos calados de la alcoba y lo veía abajo, erguido junto al arrayán y cara a las estrellas bajo el minúsculo cielo del patio.

    —¡Qué novedad, hermano! Antes elegías tus espadas predilectas entre las que tenían un filo más limpio, una hoja más pulida y una empuñadura más firme. Ahora las buscas por sus abalorios.

    Tarik no supo cómo afrontar dignamente aquella sonrisa maliciosa. Se ajustó el tahalí y reaccionó como las alimañas acorraladas.

    —Y tú, ¿por qué no te casas?

    La sonrisa de Zahira se disipó.

    —¿Y esa pregunta, a qué viene?

    —¿Es que las preguntas tienen que venir a algo?

    —Está bien, ¿y me preguntas como hermano o como tutor?

    Tarik envainó la cimitarra, como si le estorbara para pensar.

    —¿Qué va de una cosa a la otra?

    —Si me preguntas como hermano, lo haces por el deseo de verme feliz y enamorada de un hombre justo y honrado; si lo haces como tutor, es que te apremia librarte de la lacra de una hermana que lleva varios años en edad casadera.

    —No eres una lacra, Zahira, no digas sandeces. Solo digo que te cases. Tú misma reconoces que has dilatado demasiado tiempo la elección de marido. La gente empieza a advertirlo y saca filo a comentarios y chismorreos.

    —¿Y desde cuándo te han importado a ti los chismes?

    —Desde que me labro en palacio una reputación de buen capitán.

    —¿Y para seguir prosperando te piden las cartas matrimoniales de tu hermana?

    —Mira, Zahira, yo no sé lo que me pedirán. Lo que sé es que no querría que me viesen como el blando que no impone un buen partido a su hermana.

    —Entiendo. Preferirías ser visto como el desalmado que me dio en matrimonio a un perdulario.

    —No saques las cosas de quicio. Lo único que te digo es que

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