Le llamaban el ‘Papa bueno’, y la perenne sonrisa que se dibujaba en su rostro bonachón lo corroboraba. Ni el tumor gástrico que le aquejó en la última parte de su vida logró arrebatarle la alegría y la preocupación congénita que sentía hacia los demás. Y no es una frase hecha. El 2 de junio de 1963, cuando veía las puertas del cielo abrirse y sus allegados se despedían entre lágrimas de él, Juan XXIII, dolorido y postrado en la cama, tuvo unas palabras para su secretario personal: «Cuando esto acabe, vaya a ver a su madre, a la que por culpa mía hace tanto tiempo que no visita». Al día siguiente, mientras Radio Vaticano anunciaba que solo la oración podía salvarle, el sumo pontífice tranquilizó a todos antes de partir: «Cristo me acoge. Estoy al lado de Jesús. Ya está, estoy dispuesto». Su muerte se confirmó a las ocho de la tarde.
Cuando Juan XXIII dejó este mundo a los 81 veranos, la maquinaria del Vaticano trabajó a la velocidad del rayo. Diez siglos de tradiciones funerarias se pusieron al servicio del ‘Papa bueno’ para darle el último adiós. Se le vistió con las mejores galas, se le exhibió frente a los feligreses, se le introdujo en los tres ataúdes de rigor… Tan solo hubo una excepción: su cadáver no fue abierto en canal para ser embalsamado, una práctica habitual en la Santa Sede que solo se cancela si el Sumo Pontífice se niega a ella de forma expresa. Por ello, los operarios encargados de trasladar en 2001 sus restos a otra capilla de la basílica de San Pedro se quedaron sin palabras cuando abrieron los féretros y se percataron de que el cuerpo del Santo Padre había vencido a la putrefacción 38 años después.