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La Guerra Del Cura Don Piero: ---
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Libro electrónico460 páginas6 horas

La Guerra Del Cura Don Piero: ---

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Información de este libro electrónico

Don Piero nació y creció a fines del siglo XIX en el Portello, un barrio popular de Padua. Hijo de una vendedora de frutas muy devota y de un tabernero libertario, crece en la taberna que también es cueva de socialistas y anárquicos a los que la policia local vigila muy de cerca. Desde pequeño decide ser sacerdote. Después de su ordenación en los años de la guerra con Libia, y aunque firmemente contrario a la intervención de Italia en la Primera Guerra Mundial, tiene que alistarse en el arma de los alpinos y va a combatir en las alturas del Pasubio.
Enfrenta así la crueldad de la guerra, se hace querer por sus comilitones y se ofrece a sustituir un padre de familia condenado a muerte por desertor. Salvado in extremis vuelve a Padua en los días de Caporetto, con el grado Capellán Militar. Por encargo del obispo se ocupa tanto de soldados como de prófugos en la que mientras tanto se ha convertido en la “capital del frente”.
Italia vencedora firma el armisticio en Villa Giusti, pero el destino de Don Piero es muy diferente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 dic 2019
ISBN9781547579228
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    La Guerra Del Cura Don Piero - Renato Costa

    Agradecimientos

    Renato Costa

    LA GUERRA

    DEL CURA DON PIERO

    Novela histórica

    LA GUERRA DEL CURA DON PEDRO

    Autor: Renato Costa

    Traducción al español: Carmen María Romero Calle

    Copyright © CIESSE Edizioni

    www.ciessedizioni.it

    info@ciessedizioni.it - ciessedizioni@pec.it

    Novela publicada en Italia bajo el título La guerra di don Piero

    Gráfica y cubierta: © CIESSE Edizioni

    Colección: Nuestras Guerras

    Edición: Sonia Dal Cason

    ––––––––

    PROPRIEDAD LITERARIA RESERVADA

    Quedan reservados todos los derechos. Se Prohibe toda reProducción, distribución o transmisión parcial o total de la presente obra, en cualesquier forma o medio, sin previo consentimiento de la Casa Editora.

    La presente es una historia imaginaria. Nombres, personajes, lugares y sucesos son fruto de la fantasía del autor o se emplean en modo ficticio. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o difuntas, eventos o lugares existentes debe considerarse como pura coincidencia.

    A mi bisabuelo, bersagliere,

    sepultado en Caporetto.

    A mi abuelo, soldado de infantería en África.

    A mi padre, soldado alpino,

    como yo.

    Prólogo

    El sol candente de las tres de la tarde martillaba sobre las cabezas de los soldados al pie de la colina. En la cumbre, tres hombres atados a sendos postes esperaban el suplicio final. El de la derecha, furioso y rebelde, maldecía a gritos a quienes lo habían condenado a muerte. El de la derecha, absorto en sus ideas, pedía perdón a Dios por sus pecados, recomendándole a sus hijos. Al centro un hombre robusto, de mirada orgullosa y serena, escrutaba las pocas nubes en el cielo como buscando un rostro conocido; rezaba en voz baja y murmuraba palabras de consuelo a los dos condenados junto a él.

    De entre los soldados que estaban al pie de la colina subió uno a la cumbre. Se aseguró de que los tres hombres estuvieran bien colocados y luego, volviendo sobre sus pasos, lanzó una orden seca a la tropa:

    ¡Pelotón, atención! Apunten...

    Estaba por gritar fuego cuando un grito estremecedor rompió el velo de silencio que envolvía al valle.

    "¡Deténganse, por Dios!».

    El eco resonó sobre las cumbres, rebotó sobre las laderas y repitió el grito una y otra vez.

    "¡Deténganse en nombre de Su Majestad el Rey Vittorio Emmanuele!».

    El oficial que hasta un segundo antes no se habría detenido por nada del mundo tuvo que tragarse a regañadientes la orden definitiva, escrutando furioso las lindes del bosque para ver quién osaba interrumpir la ejecución.

    "¡Bajen las armas! ¡Es una orden, demonios!», tronó un viejo oficial en uniforme de alpino, montado sobre una mula bastante vieja ya. El joven oficial, condecorado, fastidiado e incrédulo, obedeció.

    ¡Descanso! ordenó con voz que más parecía el rugido de una fiera herida.

    Luego, resoplando y refunfuñando corrió ladera abajo, saltando de roca en roca como un gamo, hasta plantarse, congestionado, ante quien había osado contradecirle y arruinarle la fiesta.

    ¿Cómo se atreve a interrumpir un fusilamiento? preguntó casi a gritos.

    Antes que nada, subteniente, cuádrese y preséntese a su superior. Y luego explíqueme qué está sucediendo aquí, dijo con voz muy tranquila el viejo oficial sobre cuyos hombros brillaban las estrellas de Capitán.

    Teniente de Reserva Amedeo Tiraboschi, Comandante de la Compañía Setenta, Batallón Vicenza, Sexto Regimiento, Alpinos. La corte marcial ha condenado a esos tres por deserción ante el enemigo y abandono de su compañía acuartelada en Col del Boia (La Colina del Verdugo). La orden de ejecución llegó anoche, Capitán, firmada por un General de Brigada en persona explicó el joven, tieso en posición de atención.

    La ejecución se suspende por orden del General Luigi Cadorna, Jefe del Estado Mayor del Ejército Italiano. Y si no me cree lea esto dijo el oficial sacudiendo ante los ojos del joven una orden escrita de puño y letra del Generalísimo, en papel membretado y constelado de sellos.

    Primera Parte

    1.

    La noche de Emilia

    Una noche helada de enero, en 1866, la perpetua de la Parroquia de la Inmaculada de Padua, apenas pasadas la doce se deslizó fuera de la puerta de la Casa Parroquial y, apretando un paquete entre los brazos, recorrió presurosa los pórticos del barrio de Portello. Una vez en la plaza caminó pegada a los muros de la calle sobre la que se yerguen, unos junto a las otras, nobles palacios y casuchas míseras, hasta llegar a la otra Parroquia del distrito. Sobre el muro del convento de las Salesianas, antes de llegar al portal de la Iglesia de Todos los Santos, se abría un nicho que desde siglos atrás Protegía la rueda del torno de los huérfanos.

    Mi padre y mi madre me han abandonado pero el Señor me ha recibido, sentenciaba un letrero pintado sobre el muro. La anciana, segura del sueño profundo de la reción nacida, miró sobre sus hombros: no había nadie. Puso el paquete envuelto en una manta de lana sobre la rueda, y con un fuerte impulso de la mano la hizo girar, casi como en un útimo gesto de despedida. La monja que dormía al otro lado no se dió cuenta de que tenía un huésped hasta que escuchó primero un suave lamento y luego un llanto desatado. Sólo entonces, maldiciendo a quien la despertaba en medio de la noche pero al mismo alabando al Señor por haber salvado otra criatura, se levantó para recogerla.

    Menos mal, dijo para sus adentros. No es un cuerpecito nacido hace unos minutos con el cordón umbilical todavía sangrante. Es una niña preciosa, regordeta, rebosante de salud, seguro tiene ya un par de días. No más. Mejor así. Con el envoltorio en brazos la anciana monja atravesó los corredores hasta llegar a la habitación de la nodriza del convento a quien solicitó servicios fuera de su horario de trabajo. Mientras tanto la perpetua había vuelto a la residencia Parroquial y entró sin que nadie la viera. Emilia –así se llamaba – apenas pasaba los cuarenta años pero demostraba muchos menos. Robusta aunque no gorda, pulía los mármoles de la Iglesia de la Inmaculada desde su consagración por el Obispo Manfredini, dos años antes. No sólo lavaba, planchaba y limpiaba la casa, también cocinaba para el viejo Párroco y para muchos capellanes que, en el transcurso de los años, habían atendido y cuidado de bandadas de criaturas descalzas, sucias y siempre hambrientas. No había cristiano ni cristiana de la Parroquia que no supiera quién era Emilia. Hasta los no bautizados - porque ellos también sienten hambre, pesares y miserias - sabían que en sus manos generosas siempre encontrarían una moneda o un trozo de pan. Su fama se extendía más allá de los límites del barrio donde a fines del 1800 habían sólo dos Parroquias.

    El barrio de Portello estaba a un tiro de piedra de las plazas de Padua, con sus nobles palacios, tiendas repletas de mercaderías, el suntuoso Café Pedrocchi y el renombrado Palacio Universitario del Bo; pero a pesar de su lujosa vecindad contrastaba en todo con esos edificios. Desde siglo atrás los venecianos visitaban Padua. Montados en asnos hasta la Plaza San Marco, acompañaban sus mercaderías sobre las barcazas que navegaban por el río Brenta. Todos atravesaban el barrio de Portello para entrar en la ciudad. Después de superar la puerta de Todos los Santos, los señores cruzaban la plaza sin prisa alguna e iban al centro de la ciudad acomodados en algún carruaje que esperaba en las esquinas de los pórticos. Durante los cuatro siglos de dominio de la Serenissima, la República de Venecia, los aristócratas, ricos mercantes e ilustres Profesores de la Unviersidad de Padua habían construido un puñado de casas alrededor del puerto fluvial, rodeadas de huertos de frutales y hortalizas; poco a poco esas primeras casas se convirtieron en viviendas suntuosas, sin importarles en absoluto pegarse muro con muro a las casuchas del distrito, y sin el mínimo reparo en mezclarse con sus habitantes – los portellati, los del barrio – que vivían ahí desde siempre con toda la familia: hordas de pilluelos cubiertos de harapos que infestaban las callejuelas medievales del barrio, o descansaban a la sombra de los pórticos y arquerías. Jugaban con botones, o peonzas, o con aros de madera que hacían crujir el adoquinado suelto de las calles. Se daban de golpes por cualquier cosa pero sabían organizarse para robar botines de poco valor; comían lo que podían robar sin ser vistos y se aliviaban de cuerpo en medio de ese gran hormiguero sin preocuparse de que alguien los viera. Pero sobre todo buscaban sin cesar algo que llevarse a la boca.

    Junto a esos niños también campaban las comadres, intercambiando visitas entre sus territorios o sentadas como reinas en tronos desvencijados de paja, cada una reina de su propia jurisdicción bajo los pórticos. Ante la mirada indiferente de los vecinos se aseaban tranquilamente, despiojaban a sus hijos, cocinaban, lavaban y los domingos – con las otras matronas del cónclave – jugaban a la tómbola. Todo eso sucedía en el espacio limitado que también fungía de laboratorio, letrina, cocinilla y - si era el caso - de tálamo nupcial, sobre todo en esas noches húmedas y pesadas de agosto cuando era mejor dormir bajo las estrellas. Los pórticos también eran territorios añadidos con toda naturalidad a los numerosos talleres y tiendas del barrio de Portello. El herrero templaba y forjaba el hierro en la calle, el carpintero la aProvechaba para cepillar y martillear, el ebanista para serruchar y pasar trementina, el zapatero para cambiar suelas y remendar agujeros, el colchonero para cardar y coser bajo la mirada furtiva de los muchachos, que aprendían artes posiblemente útiles en un futuro. Entre las arquerías había un pórtico más grande que los demás, suntuoso, que al amanecer tragaba decenas de beccai , de carniceros, y por la noche, cumplida la jornada de trabajo en el matadero municipal, en las afueras del barrio a orillas del río Piovego, los escupía fuera, hasta el día siguiente.

    Tanto las calles como los pórticos hervían de gente a todas horas, y las casas estaban siempre repletas. Nadie tenía la más mínima idea de principios de higiene y decencia; los abuelos, padres, hijos y nietos compartían el mismo espacio. Vivían en una especie de serena aceptación de todas sus circunstancias. Durante el invierno las mujeres de las grandes mansiones mantenían las ventanas entrecerradas para no ahogarse con las miasmas que subían de la calle, y en las viviendas más pobres se inventaban tapaderas para las ventanas aprovechando trozos de leña rescatados de las hogueras que habían ardido el invierno anterior. En los días soleados, en cambio, de las ventanas de los pisos más altos una selva de varillas sostenían una telaraña de cables de donde colgaba la ropa blanca, como una nave inmensa que despliega al viento sus velas de ceremonia. Y por la tarde, ya cerrado el mercado de frutas y verduras en el centro de la ciudad, el Portello se convertía en plaza de armas para un regimiento de artillería. No habían ni fusiles, ni cañones sobre sus montajes, sino más bien un centenar de carretas formadas en línea hasta el alba del día siguiente, cargando soldados que venían a visitar a las vendedoras del Portello, muy famosas en toda Padua.

    Los hombres del barrio hacían lo posible por acallar los reclamos de sus mujeres y por calmar el hambre de sus numerosos hijos: esperaban conseguir trabajo en el puerto sentados sobre los bancones de piedra blanca de Istria, a todas horas del día o de la noche. Carbón, vino, sal, fruta, verdura, o gente: todo lo que viniera de Venecia o de Chioggia – o que fuera hacia allá – necesitarían de sus brazos musculosos para descargar carretas y barcazas y llevarlo todo al mercado. El tráfico sobre el río y la gestión de los atracaderos del muelle estaban en manos de los barqueros miembros de la fraglia, la hermandad de Portello. Apretados en torno al sacello, el pequeño sagrario de San Antonio, o a los pies de la estatua en madera de la Virgen en la Iglesia de Todos los Santos, en las fiestas de guardar iban a misa, y cargaban las andas de la Virgen durante las procesiones del día de San José, o el ocho de Diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción, luciendo elegantes libreas, de ésas que se usaron en el siglo XVIII. El que durante el día no había encontrado trabajo, o había bebido demasiado, o se había metido en algún lío, encontraba refugio seguro para ahogar sus penas o dormir la borrachera: a pocos centenares de metros se erguía el ex-convento de los Paolotti, los hermanos paulinos, ahora convertido en cárcel donde el Reino de Lombardía y Venecia ofrecía comida, alojamiento y también barras muy sólidas ante las ventanas para evitar tentaciones de escapar al encierro. Los más afortunados, o más sobrios, celebraban sus fechorías y sus tráficos oscuros bebiendo en las tabernas de la zona: cada una con su propio nombre, dueño y clientela fiel y constante.

    Los guardias que de día preferían hacer cualquier otra cosa menos vigilar el Portello, de noche ni siquiera se atrevían a pasar por ahí cuando había que calmar berrinches y griterías. A veces hasta se quitaban los uniformes para confundirse con la clientela de los burdeles, tanto en los de mala fama, numerosos en las callecitas oscuras y desnudas, como en aquellos de reconocido postín y categoría, cerca de la plaza central.

    Pero los jóvenes del barrio no podían darse el lujo de visitar esos palacios. Tenían tan poco dinero como muchas ganas de husmearlo todo, por todas partes, y aprender. Para ellos estaba el Bastión de San Máximo, un lugar ideal, fuera de los antiguos muros que databan de un siglo atrás.

    Yerba suave, oscuridad total, pocos transeúntes, sólo la luna osaba curiosear entre orgasmos y arbustos sobre el prado repleto de parejas haciendo todo lo posible para que el barrio de Portello siguiera llenándose de bocas hambrientas. Los domingos de verano, quienes ya habían cumplido con la misa de la mañana se unían a los pocos que asistían a la de la tarde y a los otros, tantos, que a esas horas habrían eliminado ya los residuos del vino de la noche anterior, y todos se encontraban en el baile de la plaza. En invierno, el domingo por la noche se bailaba en las tabernas, y nadie prestaba oídos a los sermones y anatemas que el cura lanzaba desde el púlpito, ni a las lamentaciones de muchas madres de hijos descarriados.

    Emilia había nacido en el barrio de Portello. Precisamente en la nave, ese edificio con pequeñas ventanas que parecían escotillas y que ocupaba casi completamente uno de los lados más largos de la plaza. Las letrinas estaban detrás, por el lado de los huertos; el agua, en cambio, brotaba por delante, de la fuente junto a la que las mujeres del barrio se reunían y los chiquillos se perseguían unos a otros sin descanso. Arriba, sobre el techo, una selva de chimeneas escupía humos densos y negros contra el cielo: lo único que quedaba del puchero que llenaba la barriga de quienes desde generaciones vivían sin salir de casa, pegados a la caldera. De a diez, más o menos, por habitación.

    Antes de dedicarse por entero a lustrar los mármoles y candelabros de la Iglesia de la Inmaculada, Emilia había sido vendedora en el mercado. Lo aprendió de pequeña, pegada a las faldas de su madre y a la carreta de frutas y verduras que ambas llevaban a la Plaza de las Yerbas.

    Con los últimos estertores del siglo XVIII, el león de San Marcos, exangüe ya, sin garras ni ganas, intentaba – con su cobarde neutralidad desarmada – evitar el desplome definitivo de su historia, tan antigua como decrépita.

    Incapaz de oponerse a las imparables huestes de Napoleón ni al impetuoso viento de la revolución francesa, la región del Véneto había sido terreno abierto a toda clase de correrías y de ejércitos. En 1796 Padua no solo tuvo que aguantar, primero, a los alemanes, sino que después le cayeron encima miles de franceses, seguidos por la caballería húngara y finalmente por los austriacos. En enero del año siguiente los sans-culottes volvieron a Padua porque habiendo Francia declarado guerra contra la Serenissima, La República de Venecia, vendió la ciudad del Santo a Austria, mediante documento firmado por el mismísimo Campoformio. Padua quedó completamente despojada. Apenas amainada la bandera francesa y caído el árbol de la libertad, se izó la bandera del Águila Imperial. Recién entonces los paduanos lamentaron que la República de San Marco perdiera la contienda, pero ya era tarde.

    En 1842 se inauguró el ferrocarril entre Padua y Venecia. Cincuenta minutos en tren en lugar de las ocho horas por barco. Era el progreso para todos, o casi, porque ese progreso significó la ruina del barrio de Portello.

    Los grandes señores ya no pasaban el tiempo charlando a bordo un Burchiello, la típica embarcación veneciana para la navegaión fluvial; toda la mercadería llegaba ahora mucho más rápido a Padua por tren, pues nadie dependía ya de la lentitud del remo de los barqueros. En pocos años el puerto quedó vacío; y el que alguna vez fuera el barrio más vital y más animado de la Padua de antaño, de repente se quedó abandonado, pobre y sin oficio ni beneficio.

    Mientras tanto Emilia había hecho amistad con Marietta, unos años menor que ella y también hija de una vendedora de frutas. Las dos niñas se conocieron caminando al lado sus madres, por las calles que éstas recorrían con sus respectivas carretas para ir a recoger verduras en el puerto venderlas en la plaza. Emilia y Marietta habían visto de todo y de todos colores. ¡Cuántas veces se habían salvado de los disparos de los muchos ejércitos invasores; cuántos hombres supieron engañar para proteger sus propias bolsas y sus virtudes; cuántos enamorados intercambiaron a escondidas de sus madres, arrancando algunas monedas a los bobos de turno a quienes engatusaban con sus carnes blancas y palabras llenas de miel y desfachatez! Pero sus caminos se apartaron cuando llegaron a la edad de tener marido. Emilia aceptó la propuesta de un viudo adinerado y reblandecido, que en cambio de alguna que otra caricia ocasional sólo le prohibía mencionar, ante los hijos de su primer matrimonio, que era estéril; además a ellos sólo les interesaba succionar todo el dinero y riquezas que poseía el padre. En cambio de su discreción Emilia podía salir todos los días a la plaza donde se movía como una reina, experta en tráficos, rica de admiradores y devota de la gran vida.

    Pero toda carrera llega a su fin, y es más intensa cuanto más breve. El juego de Emilia duró muy poco porque su juguete se rompió: ni tiempo tuvo el marido de morirse del todo que sus hijos la pusieron de patitas en la calle. Ella se encabritó, amenazó con denuncias y calamidades contra la familia pero luego, como buena jugadora que era, mientras pudo apuró todos sus recursos, muy atenta a que la cuerda de faltriquera no se le rompiese por lo más delgado. El magro puñado de dinero con el que la liquidaron sus hijastros no le duró mucho; apenas pudo gozarlo, en breve quedó en la miseria y tuvo que mendigar un plato de sopa de las manos de quienes, en otros tiempos, ella solía mirar de arriba abajo.

    Decidió, pues, volver al Portello de donde había salido. Se corrió la voz de que una modesta y piadosa viuda buscaba habitación y trabajo honrado. La noticia llegó a los caritativos oídos de Monseñor Vincenzo Mortesina, Párroco de la apenas terminada Iglesia de la Inmaculada Concepción. El presbítero tenía ojos de buen entendedor. No se dejó engañar por el acento tímido y los modales recatados de la viuda. Más bien lo impresionó su buen corazón y la facilidad con que se ganaba la confianza de todo el mundo. Ricos y pobres, astutos y tontos, devotos e iconoclastas, prostitutas, rufianes, madres en la miseria, padres sin un centavo, bandoleros con patente reconocida y trabajadores desposeídos e indefensos: para todos tenía una palabra amable; muchos de esos pobres que iban al confesionario para purgar el alma pasaban luego donde ella para llenarse el buche, con la bendición del Párroco y el regalo de un vaso de vino que Emilia sabía escanciar mejor que una tabernera.

    Quizá los mármoles, o los angelotes, o los altares de la Iglesia no brillaban tanto como habrían querido las nobles damas o las beatas del barrio, pero las obras de misericordia que repartía Emilia, a nombre del Reverendo Párroco, no tenían límites. ¿Ancianos macilentos, abandonados por los hijos, y viejas meretrices al final de sus carreras se pudrían en las oscuridad de sótanos húmedos y llenos de hongos? Ella les hacía llegar un plato de puchero. ¿Jóvenes prostitutas infectadas de sífilis que esperaban el final de sus días en las malsanas buhardillas de algún burdel? Ella no permitía que les faltara una palabra de consuelo, y una buena provisión de mercurio. ¿Esposas de algún borracho que las machacaba a golpes y las cargaban de hijos, que no sabían cómo llegar a fin de mes? Ella se las arreglaba para hacerles llegar víveres sin que nadie lo supiera. Ningún gentilhombre de Portello tenía el valor de negársele cuando ella les pedía soltar un poco de dinero en nombre de la Santa Romana Iglesia, del Párroco, de la Virgen y de todos los santos del paraíso que Emilia invocaba con tal de paliar el hambre de las mujeres e hijos de todos los que estaban en retiro, en vacaciones forzadas como quien dice, tras los barrotes de la cárcel del convento de los Paolotti.

    Tenía pasión por los niños. Quizá porque Dios no le dió ninguno, o quizá porque toda su vida había querido tenerlos. Ya fueran los bebés apenas nacidos de puérperas en olor de pecado que, durante la noche, aparecían furtivamente sobre el torno de los huérfanos o fueran los chiquillos callejeros, harapientos, que se perseguían unos a otros alrededor de la Iglesia, todos eran sus hijos. Hasta los jóvenes capellanes que el Obispo enviaba para que dieran una mano a Monseñor Vincenzo, y también para que empezaran a aprender el oficio en el mero vientre de Padua.

    En cambio Marietta no tenía la más mínima intención de enmendar la pauta. Había crecido en la plaza y allí quería quedarse, por lo menos hasta que llegara un príncipe azul a rescatarla. Y un buen día ese príncipe apareció: caballero de orígenes oscuros, levantino, fascinante y rico como pocos, se dignó hacerle la corte a ella, la bella verdulera que vendía su mercadería a pocos pasos del Café Pedrocchi que el guapo caballero frecuentaba desde que se había mudado a la ciudad. El levantino de modales exquisitos la colmaba de regalos y le prometía una vida de gran dama, y naturalmente abrió de par en par las puertas del corazón de la joven. La envidia de Emilia se retrató clarísima cuando la amiga le confesó dos novedades importantes: una: estaba encinta, y dos, muy pronto habría matrimonio para reparar su mancillado honor. Marietta hervía de impaciencia, su único pesar era haber perdido a su madre algunos años antes, pero estaba convencida de que, desde arriba, habría gozado inmensamente con las inminentes nupcias de la hija, viendo el futuro radiante que le esperaba.

    Cuando pocas semanas después Marietta confesó que el novio se había marchado al Medio Oriente a visitar a sus padres y comunicarles la buena nueva, Emilia cruzó los dedos. Los mismos con los que habría ahorcado al infame un mes después, cuando la amiga tuvo que decirle que el galán había desaparecido sin dejar huella. Destrozada por la noticia, angustiada por el estado de salud de Marietta que ya iba por el sexto mes de embarazo, Emilia hizo de todo por estar a su lado y protegerla de las malas lenguas del barrio, porque apenas enteradas de la noticia, seguro habrían dicho en coro ¡bien merecido se lo tiene!.

    Una vez segura de que Marietta quería tenerse a su hijo consigo, Emilia encendió una vela a San Antonio y se movió entre todos sus conocidos para encontrar un lugar donde su amiga pudiera dar a luz sin que nadie se enterara. En el espacio de tres días, gracias a su colegas abastecedores de frutas y verduras para los conventos de Padua, encontró un convento de pías monjas benedictinas, a orillas del San Benedetto. Justamente lo que Emilia buscaba. Después de donar una considerable suma de dinero, y con la promesa de que desaparecerían apenas naciera quien naciera, una noche de mayo acompañó a Marietta a cumplir con su destino. Todo parecía andar estupendamente bien. Demasiado bien.

    Llegada al octavo mes de embarazo Marietta empezó a sufrir pérdidas abundantes, y las amenazas de aborto se hicieron tan probables como el granizo durante un temporal de verano. El médico, a quien Emilia pagaba ricamente para que ayudara a la puérpera, vaticinaba resultados cada vez peores, dudando inclusive de que tanto la madre como el hijo pudieran superar la prueba del parto. Las visitas de Emilia la calmaban un poco pero Marietta estaba aterrorizada, se sentía cada vez peor y más débil. Al iniciar el noveno mes Marietta empezó a decir cosas muy raras.

    Te encomiendo a mi hija, porque siento que será una niña decía entre lágrimas, júrame que la llamarás Nina, como mi madre, y que la amarás como si fuera tuya continuaba sollozando tú sabes que si te hubiera sucedido a tí yo habria hecho lo mismo. A Emilia se le rompía el corazón, ya no le quedaban lágrimas pero prometía todo con tal de consolar a su amiga. Las últimas semanas fueron un calvario. La salud de Marietta empeoraba con el pasar de los días, de nada servían ni las medicinas ni los reconstituyentes que Emilia compraba a crédito en la renombrada farmacia en los bajos del Palacio del Bo. A pesar de que el vientre le crecía a ojos vistas, Marietta adelgazaba cada vez más y sus ojos estaban rodeados de oscuras ojeras que contrastaban a gritos con la palidez de su rostro. Marietta se resignó: habría dado a luz a una huérana. Y así fue.

    El once de julio, al alba del día de San Benito, consumida por el embarazo y por la anemia que le había secado las venas y robado las ganas de vivir, Marietta dio a luz a una niña. Sus pálidas manos, todavía sujetas a las de Emilia, parecían suplicar una confirmación de la tantas veces reiterada promesa de cuidar de su pequeña. Instantes antes de irse al otro mundo tuvo energías para mirar a su pequeña y ver que era preciosa.

    2.

    La infancia de Nina

    En vista del fatal desenlace, deshecha por el dolor y con el cadáver de Marietta todavía tibio en su lecho de muerte, Emilia decidió confesarlo todo al párraco. No lo había hecho antes porque confiaba en que todo se habría resuelto en total secreto, pero la situación se descalabró. Monseñor Mortesina la escuchó, paciente pero emocionado ante el trágico destino de su feligresa, luego le soltó una sonora reprimenda a su perpetua por esperar tanto para confiar en él. Después del mea culpa Emilia esperó en silencio a que de la cabeza blanca del Reverendo saliera alguna solución.

    Supongo que querrás ocuparte personalmente de la niña, para cumplir con la promesa que has hecho a su madre moribunda.

    Emilia asintió con la cabeza, los ojos fijos en la punta de sus pies.

    y también supongo que, para salvar la reputación de Marietta, no querrás que se sepa que ha muerto, ni que se conozca su....su... vergonzosa conducta dedujo el Párroco, con acento corrosivo.

    Pero esta vez Emilia, picada en el orgullo, miró de frente a los ojos del cura, aunque sin decir palabra.

    ¡Entonces así sea! concluyó el Monseñor, dando por entendido que no habría tolerado comentarios de ninguna clase.

    A Marietta la enterraremos lejos de Portello, y todos podrán creer que se fué al oriente, detrás del maldito ése.

    A Emilia le pareció una solución inmejorable.

    Pero la pequeña pasará por la única puerta a la que nadie toca: el torno de los huérfanos

    La perpetua tuvo que reconocerlo: era una idea genial.

    Tengo muy buenas relaciones con la Madre Superiora y con mis continuas visitas al convento no será difícil encontrar padres adoptivos para la niña, que con el tiempo quedará confiada s la amorosa custodia de su tía.

    Emilia se sentía en el séptimo cielo. El plan del Reverendo respetaba todas las exigencias y satisfacía todos los deseos de la amiga muerta. En cuanto al momento oportuno, decidió que esa misma noche dejaría a la niña.

    La mañana siguiente, algunas horas después de la llegada de la recién nacida, el Párroco de la Inmaculada se presentó en el convento para celebrar misa. Cuando la Superiora le informó que les había llegado una nueva inquilina expresó el deseo de verla, y fingiendo saber de muchas parejas interesadas en adoptar un niño, pidió que no se la dieran a nadie sin su previa autorización. Una vez seguro de que sería obedecido ordenó frecuentes visitas de la perpetua, con el pretexto de hablar de la niña con posibles padres adoptivos. La niña era buena y sana; una vez abandonado el seno de su nodriza pasó a los brazos de la casi tía. Monseñor fijó fecha para el bautismo: el próximo domingo. En cuanto al nombre no hubo duda, se llamaría Nina.

    Concluída la ceremonia y con una excusa cualquiera Emilia empezó a visitar a la recién nacida para interesarse por la salud del nodriza y de la lactante. Supo que no tenía suficiente ropa ni zapatitos de lana así que puso a trabajar a un ejército de viejas alcahuetas en retiro, que en menos de lo que canta un gallo hicieron llegar a las monjas todo lo necesario para vestir y abrigar no a uno sino a tres huérfanos.

    Emilia dejó de necesitar excusas para visitar a la niña, las monjas suponían que la perpetua le había tomado cariño a Nina como si fuera de su propia familia. Tampoco fué necesario encontrar parejas que desearan adoptarla; los amorosos cuidados de las monjas y la continua presencia de la tía le garantizaban a Nina una infancia feliz.

    Cuando cumplió tres años, Emilia empezó a recogerla todos los domingos por la tarde para devolverla al convento después de cenar. A la pequeña casi no le parecía cierto poder salir a dar sus primeros pasos en la populosas calles de Portello, rebosantes de vida y de niños como ella. Lo que más le gustaba eran los compromisos de Emilia, sus visitas sociales de los domigos por la tarde. A veces iban a acompañar un momento a señoras ancianas, solas, que la llenaban de besos y de dulces. Otras, visitaban familias numerosas donde todo faltaba pero eran ricas de hijos con los que Nina pasaba horas enteras jugando y riñendo. En muchas ocasiones entraban en tabernas repletas de gente y de música donde la perpetua mostraba, orgullosa, a su pequeña, y escuchaba, feliz, cumplidos por la sonrisa, la buena educación y la elegancia de los vestiditos que la niña llevaba y la hacían parecer una muñeca.

    En pocos años. Emilia y Nina se hicieron inseparables a los ojos de los vecinos de Portello. Donde estaba una estaba la otra, y cuanto más avanzaba Emilia en años, más Nina se convertía en el bastón de su vejez. Las provisiones de víveres que el párraco enviaba al convento por manos e su perpetua las llevaba Nina sobre sus hombros, incansable y llena de buena voluntad. El mercurio para las chicas del burdel casi nunca bastaba pero Nina se esforzaba en colmar esas carencias; a las mujeres embarazadas que ya no podían casi moverse y menos ir a ver a sus maridos bien al seguro detrás de los barrotes, Nina las sustituía, mensajera llevando un saludo, una palabra, una sonrisa. Sin juzgar, sin miedo, orgullosa de hacer lo que su tía le había enseñado.

    Cuando todavía era muy pequeña, alguna beata amonestó a Emilia porque que no estaba bien llevarla a las tabernas, o a los burdeles, o a la cárcel. Pero Emilia alzaba los hombros: sólo le importaba la opinión de Monseñor Vincenzo, y en tantos años de honrosa carrera pastoral él jamás había conocido una monaguilla más solícita y devota. Para cuando Emilia alcanzó la edad de jubilarse, Nina se había convertido ya en una maravillosa señorita que hacía volver la cabeza a más de un joven del barrio. La anciana empezaba a precouparse seriamente por el futuro de la joven. No creía que asumir su lugar como perpetua en la parroqua fuese el mejor destino para ella. Quería decirle todo sobre su origen, antes de morir. Empezó a hablar en circunloquios diciendo que las mujeres de Portello no eran de las que se conforman con lustrar mármoles y altares; que tenían todas una profesión reconocida y respetada y que quizá su madre habría podido ser una vendedora de frutas. A Nina le gustaba pensar en eso, se

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