Vacaciones en El Rodadero
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Una madrugada de enero de 1968, un bus del Ejército nacional partía repleto de jóvenes hijos del Caribe colombiano, samarios, barranquilleros, cartageneros, sesenta y dos en total, naturalmente alegres, que anhelaban convertirse, muy pronto, en suboficiales del Ejército nacional de Colombia. Bajo la supervisión de un sargento y un cabo, dos choferes se turnarían el comando de aquel bullicioso vehículo que, lleno de ilusiones y sueños, se dirigiría a la ciudad de Popayán, al sur de la república. La travesía del país, que duró varios días, fue inmensamente alegre al compás de canciones y relatos de aventuras. Parando en los batallones que se encontraban en el camino, Medellín, Cali, para alimentarse y asearse, no se imaginaban aquellos muchachos la amarga realidad que les esperaba. Ser soldado en aquel país podía convertirse en la peor desgracia. En efecto, con los días, todo cambió para uno de ellos, quien reconstruye el itinerario de una historia de la vida real, la desilusión y el desencanto se apoderaron de muchos como él, que nunca imaginaron la crueldad sin límite y la humillación que rigen el adiestramiento. Cada día una nueva afrenta. Ante la opción de humillarse y permitir la vejación permanente, nuestro joven soldado optó por la dignidad, sin medir las consecuencias; era una batalla sin esperanzas. De hecho, terminó metido en una bóveda, estrecha como una tumba, llena de chinches, piojos y cucarachas en pleno cuartel, de la que no saldría con vida, a menos que ocurriera un milagro.
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Vacaciones en El Rodadero - Hernán Chavarro Buriticá
Prólogo
Pregón editorial para Hernán Chavarro
Leí sin parar el relato Vacaciones en El Rodadero
, de Hernán Chavarro Buriticá. Me maravillaron tanto el buen pulso narrativo como el ritmo trepidante de la prosa. La envolvente trama está contada con una naturalidad y un vigor admirables. Uno, como lector, siente las heridas que le quedan al protagonista de esta historia y la gran transformación que sufre. Chavarro nos lleva, con pericia, por un universo que al principio parece simplemente bucólico y que, luego de un inesperado giro, se torna pesadillesco.
Al leerlo viene a la memoria la frase de Robert Louis Stevenson: Contar historias es escribir sobre gente en acción
. Ahora bien, en Chavarro la acción no es mera agitación externa, sino que además está ligada a una singular capacidad de penetración psicológica.
Cuando nos topamos con un buen narrador no sentimos que estamos leyendo una historia ajena (la que él nos cuenta), sino una historia propia, la de nosotros. Los buenos narradores no ponen frente a nosotros una página sino un espejo. Eso, ni más ni menos, es lo que hace Hernán Chavarro en este relato formidable.
Alberto Salcedo Ramos.
Vacaciones en el rodadero
Hoy, 17 de abril del 2020, me senté frente al computador, cubrí mi cara con mis manos y le pedí al Dios que todos invocan que me ayudara a no herir a nadie, pero con la certeza de no dejar encubiertas estas cosas que pasan en nuestro país y, tal vez, en muchos otros de nuestra América.
Julio de 1968.
De chico era muy inquieto. Por fortuna me crie en un pueblo muy lindo y sano en la costa norte, Salgar, mi amado Salgar, Atlántico.
Mi vida de muchacho transcurría entre estudiar, pescar, cazar, jugar fútbol y ayudar a las familias que eran más pobres que la nuestra.
Nuestro padre, un cachaco bien parecido, alto, blanco, de ojos verdes y cara colorada por el calor de la costa, que le ganó el apodo de Carediablo, siendo muy niños, nos trajo a vivir a Salgar. Existían, en la época, unas cajas de fósforos que tenían el dibujo de un diablo casi ridículo con la cara roja y narizón, por esa marca de fósforos le pusieron el apodo.
El pueblo era, entonces, un lugar hermoso y lleno de armonía y gente buena. La juventud que explotaba dentro de mí, el empezar a enamorarme, la necesidad de estudiar después de bachillerarme, la angustia de no poder ayudar a mis padres por las pocas opciones que tiene un pueblo pequeño para los jóvenes. Todo esto me llevó a buscar alternativas, y más cuando naces en un país sin esperanza y donde la pobreza se hereda. Son tantos los bachilleres que tiene Colombia, en las esquinas, limpiando los vidrios parabrisas de los carros, o vendiendo pan de yuca o plátanos, o cualquier artesanía, etc. Todas esas personas destinadas a ser pobres sin posibilidades de derrotar a la pobreza antes de sufrirla por el resto de sus vidas.
Tenía yo que hacer algo con mi vida. Me decía: Quieres estudiar, quieres ser un profesional, quieres vencer esta pobreza de mierda, pero todo lo que sueñas está vetado
.
Sin consultar con nadie, llegué a una oficina del Batallón Nariño en la ciudad de Barranquilla, donde un reclutador me atendió y tomó mis datos. En menos de diez minutos me había enrolado en el Ejército. Todo esto trascurría en el mes de julio de 1968. Cuando vi que las cosas iban muy en serio y ya no podía echarme atrás, me sentí como una mosca que se posa en una planta carnívora. No fue tan largo el proceso, me tomaron el nombre, la edad, la dirección:
—No tengo dirección, vivo en Salgar.
—Eso está bien. ¿Nombre de sus padres?
—Carlos Chavarro.
—¿Madre?
—Mercedes Buriticá.
—Bueno, preséntese mañana a las nueve de la mañana.
—No tengo para el pasaje.
—¿Cuánto es?
—50 centavos.
—¿De Barranquilla a Salgar?
—Sí, señor.
—Bueno. —Y me dio un peso.
Nadie sabía lo que pasaba en mi interior. Mi madre, que fue mi confidente, no podía ni siquiera imaginar lo inmensamente triste que yo estaba. Menos mis hermanos, que también estaban pendientes de su futuro; todos los seres humanos en un momento dado de la vida nos empezamos a preocupar por el futuro.
De un día para el otro estaba enrolado en el Ejército de Colombia. Me había matriculado en la Escuela de suboficiales Batallón Junín, en la ciudad de Barranquilla, y pronto viajaría a Popayán, una ciudad al sur.
Al siguiente día me presenté y me hicieron el primer examen físico. Todo salió muy bien, era un chico saludable y fuerte. El viaje sería en tres días, el tiempo exacto para poner en orden algunas cosas simples, contarle a mi madre de mi decisión, despedirme de un par de amigos que estimaba mucho y despedirme de mi amado mar de Salgar, que me había visto crecer entre sus aguas.
Ese último domingo en Salgar fue atípico; regularmente, pasaba el día con un grupo de jóvenes del pueblo bañándonos y jugando fútbol. Esta vez, cogí mi pequeña atarraya y me fui a la parte más solitaria de la playa, muy cerca a Punta Roca, con mis dos hermanos menores, que me seguían a distancia jugueteando entre ellos. Parecía que todo el entorno percibiera mi gran tristeza. Dejaba, por primera vez, a mi amado pueblo, mis amigos, mis hermanos, mis padres, mi primer amor, para enfrentarme a una aventura totalmente desconocida, impredecible.
Me imaginaba jugar a los soldaditos, que ya no eran de plomo, sino de carne y hueso. Éramos humanos y, al siguiente día, nos embarcaríamos en la peor aventura de la vida, pero la más audaz, donde los jóvenes se gradúan de hombres, donde empiezan a tomar sus propias decisiones.
Al fin logré calmar mi alma, que se me quería salir por la boca, y empecé a conformarme. Caminaba de regreso con el agua un poco más arriba del tobillo cuando algo grande se movió en el agua. Sin pensarlo un