Los que no piden permiso
Por Camila Malumbres
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Vas a entrar a la habitación después de escuchar "tomate el tiempo que quieras". Vas a pensar en el tiempo. Vas a querer que no exista. Vas a implorar que no pase.
Lo vas a ver. Vas a cerrar los ojos en un intento fallido de negar la realidad. Te va a doler.
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Los que no piden permiso - Camila Malumbres
Siete letras
A Natalia la conocí el mismo día en que me echaron del laburo por contar trece veces el vuelto de un cliente y asegurarme de estar dándoselo bien. Otra vez: la persona se quejó y a mí me echaron.
Era miércoles. No lunes, no martes, no jueves. Era miércoles, y yo los miércoles voy al parque al que solía llevarme mi madre cuando yo era un niño y ella, una mujer con vida.
Ese día el único banco en el que mi neurosis me permite sentarme estaba ocupado por Natalia y una persona más. Yo no me siento en otro lugar, así que hice lo que suelo hacer en esos casos: caminar a la redonda del lugar, hasta que el banco quede libre. Las vueltas no pueden ser menos de tres ni más de trece. En la número once me acerqué con la desesperación que siente quien no puede dar un paso más sin que suceda una catástrofe.
Les expliqué la situación y les hablé de mis pensamientos recurrentes y sin sentido que sostienen la estúpida compulsión de la que soy esclavo hace algunos años. Les pedí por favor que me cedieran el banco y se sentaran en el de al lado. O el del frente. O el de atrás. La amiga de Natalia se rio. Natalia, no.
Natalia es un nombre que tiene siete letras y a mí me pareció un rayo de luz tener ese número impar enfrente de mi cara. Se fue con su amiga y a los pocos minutos volvió. Natalia. La de siete letras. Su amiga, no.
Me pidió permiso para sentarse al lado y delicadamente me preguntó si quería contarle mi historia. Ese día la invité a salir trece veces, a pesar de que en la vez número tres ya me había dicho que sí.
Yo la miraba y por un segundo, un fugaz y vital segundo, mis pensamientos se callaban.
El horario de la primera cita fue a las diecinueve. Empecé a vestirme a las tres. No a las cinco, no a las cuatro, no a las seis. A las tres. No por la ropa, no por el pelo, no por el baño. Por las trece veces del después para cerrar la puerta y corroborar que, efectivamente, la cerré.
Cuando llegué al bar Natalia ya estaba ahí adentro. No necesitó que le explicara los motivos de la tardanza, me dijo que su hermana hacía dos años que vivía una situación similar. Yo no pregunté qué tan similar pero advertí que agachaba la cabeza al contarlo.
Ese día le dije a Natalia, la de siete letras, que llevo nueve de mis veintitrés años conviviendo con esta catarata de pensamientos obsesivos que a veces me generan crisis de ansiedad de las que me cuesta escapar. Le dije: Si no llevo a cabo algunos de mis rituales, algo malo va a pasar. Estoy seguro
.
Le pedí que imaginara una máquina de esas que se ven en las canchas de tenis que arrojan pelotas continuamente para que alguien más las reciba, y que pensara en esa misma máquina dentro de mi cabeza. Natalia no me dejó continuar, me dio un beso que interrumpió mi discurso. No dos, no tres, no cuatro. Uno. Yo le pedí besarla durante trece segundos más, aunque lo único que quería era que se quedara para siempre en mi boca. No un rato, no un tiempo, no meses. Para siempre.
Empezamos a salir. Conocí a su familia. Conoció a mis abuelos. Le conté que mi padre está preso, que mi madre está muerta. Que nadie me dijo el número de veces que mi padre disparó, pero que en un diario leí que fueron varios los tiros que le quitaron la vida. Natalia no se espantó, sino más bien lo contrario: Natalia se quedó.
Comíamos juntos, salíamos juntos, leíamos juntos, pero no dormíamos en el mismo lugar. Natalia no soportaba las trece veces que yo necesitaba prender y apagar la luz antes de cerrar los ojos. Ese era el único momento en que la abrumaba mi forma de ser. Así llamaba Natalia a mi neurosis obsesiva. Forma de ser.
Al tiempo me ayudó a conseguir trabajo de redactor en un diario, donde también trabajaba ella. Estábamos