Bucarest-Budapest: Budapest-Bucarest
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el transporte de una monumental estatua de Lenin desde Bucarest a Budapest, mientras un violinista repatria el cuerpo putrefacto de su madre en sentido inverso…
Bucarest-Budapest nos expone sin tregua a la tensión de la elección y a la dificultad de traspasar las fronteras, sean cuales sean sus formas.
Gonçalo M. Tavares
Gonçalo M. Tavares (Luanda, Provincia Ultramarina de Angola, 1970). Narrador, dramaturgo y poeta portugués. Su voz literaria muy personal ha hecho que la crítica lo considere uno de los más destacados escritores en lengua portuguesa. En 2001 publicó su primera obra, Libro de la danza, de poesía. Luego entregó una secuencia de libros bajo el título Cadernos de Gonçalo M. Tavares. Ganó el Premio Branquinho da Fonseca da Fundação Calouste Gulbenkian y el premio del diario Expresso con su obra El señor Valéry y el Premio Revelación de Poesía, de la asociación portuguesa de escritores, con su libro Investigações. En 2007 ganó el Premio Portugal Telecom de Literatura con su obra Jerusalén.
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Bucarest-Budapest - Gonçalo M. Tavares
Gonçalo M. Tavares
Bucarest-Budapest:
Budapest-Bucarest
y otros relatos
Traducción de
Rita da Costa
019Dedicado a Luís Mourão (1960-2019),
profesor universitario,
estudioso de la literatura portuguesa,
un hombre rápido, inteligente, generoso.
BUCAREST-BUDAPEST:
BUDAPEST-BUCAREST
I
Han llegado de Budapest. Dos bultos en la noche. Dos manchas oscuras sobre una gran mancha oscura. Pero las dos pequeñas manchas oscuras se mueven, tienen un objetivo; en lo que respecta a la noche —esa gran mancha oscura—, todo parece indicar que no, no tiene objetivo alguno.
Primero destruyen el candado. La cerradura de la puerta del almacén es robusta. Recurren al fuego. Tras un empujón impetuoso, dos cuerpos contra un portón alto y ancho, pero ya sin cerradura. Igual que una persona indefensa: un portón indefenso con la cerradura rota.
Los dos hombres se adentran en una nueva oscuridad, una oscuridad más pequeña, cerrada, organizada. Dentro de la noche, pero fuera de la noche.
Saben bien lo que buscan, esos dos hombres. Hay muchos objetos guardados en el almacén, pero los dos hombres no vienen de visita, no se han perdido. Saben lo que quieren: ahí está.
La luz de la linterna hace evidente lo que, al otro lado, la enorme estatura de la cosa hace también evidente. Luz a un lado y proporciones gigantescas al otro.
—Ahí está —murmura uno de los hombres.
Se acercan. Apartan todo lo que hay delante.
Tarea difícil. Muchos objetos guardados, objetos valiosos, varias piezas de oro. Pero no es oro lo que buscan, circunstancia que de pronto vuelve aún más extraña esta incursión nocturna, este asalto: cuando alguien no quiere el oro y lo desprecia es porque quiere algo todavía más poderoso, y ese deseo asusta. No se precipita quien teme a los hombres que hacen caso omiso del oro; es lógico temerlos más aún que a los hombres obcecados con ese metal.
En realidad, no. Lo único que quieren los dos hombres es ese objeto enorme que mide más de dos metros.
Uno de los hermanos busca y encuentra un taburete. Lo coloca junto al enorme bulto que se erige como el único objeto del delito. Es una estatua, como salta ya a la vista. Y esa estatua es lo que pretenden robar. Sin embargo, está envuelta en un plástico que la recubre por completo; hay que confirmar que se trata de la estatua que buscan. Sería un desastre robar la estatua equivocada.
Entonces uno de los hermanos se encarama al taburete. La sensación es idéntica a la que experimentamos en un velatorio cuando vamos a mirar por primera vez el rostro del difunto para confirmar que es de veras el difunto, que la cara del vivo aún se reconoce en la del muerto.
Es el hermano más joven el que se encarama al taburete. Desde abajo, el otro le dice en voz baja que rasgue por la fuerza, con las manos, el material que recubre el rostro de la estatua. Ya volverán luego a taparlo, no pasa nada.
El hombre más joven está delante de un plástico al otro lado del cual se adivina un rostro velado. Con las dos manos y haciendo un gran esfuerzo, rasga el envoltorio de arriba abajo en la parte que deja entrever el rostro de la estatua. Detrás de ese plástico hay otro más. Aún no se distingue la cara de la estatua.
—Hay varias capas de plástico —dice el hermano más joven desde arriba.
Abajo, mientras tanto, el otro hombre dirige la linterna hacia la parte de la estatua en la que diez dedos recuperan su brutal intensidad.
Las capas de plástico son gruesas, no puede rasgarlas sino de una en una.
—¡Sigue así! —murmura el hermano mayor desde abajo.
Rasga la segunda capa de plástico, pero queda todavía una tercera capa, que al parecer es la última.
—Es la última —confirma desde arriba.
—¡Adelante! —dice el hermano mayor, el que está abajo y apunta con la linterna hacia el rostro todavía cubierto de la estatua.
Allá arriba, antes de llevar a cabo una acción brusca, el hermano más joven ciñe la última capa de plástico al rostro de la estatua. Abajo, el otro dirige la linterna con precisión.
—¿Es él? —pregunta desde arriba el más joven.
El mayor, desde abajo, hace la misma pregunta.
—¿Es él?
El hermano más joven es el que tiene el rostro más cerca, podría confirmar o negar la expectativa más fácilmente.
—No estoy seguro —responde, sin embargo, desde arriba.
Y no lo está. Con el plástico pegado al rostro y la luz incidiendo sobre él, no se distinguen bien las facciones. La estatua, en ese momento, aún podría ser de cualquier persona; todo es posible.
Es una figura humana, desde luego, eso sí que puede confirmar el hermano más joven; reconoce con las manos la nariz de piedra, la boca, los ojos, el buen trabajo del escultor. Es un hombre, no puede ser otra cosa. Pero podría ser cualquier hombre.
Están casi seguros, pero hay que con-
firmarlo.
Recuperado del esfuerzo anterior, el hermano más joven rasga ahora la última capa de plástico; al fin el rostro de la estatua queda visible.
—¿Es él? —pregunta de nuevo, ansioso, el hermano mayor.
Su linterna apunta ahora a la nuca de su hermano, que, sin darse cuenta, se interpone entre el rostro finalmente descubierto de la estatua