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Aquella cuestión de Lisboa en 1755

s el año 1710. Gottfried Wilhelm Leibniz publica Una obra capital que muestra la visión del mundo de Leibniz y la de su época. Dos neologismos se crean en ella; uno de ellos es «teodicea», que haría referencia a la justificación racional de Dios y dentro de ella cómo compaginar racionalmente la infinita bondad de Dios con la existencia del mal; y el otro, «optimismo», en el sentido de optimización, de lo que no puede ser mejorable, en este caso el mundo, el mundo que habitamos. El mal que sufrimos, el que percibimos en el mundo no deriva de una falta de habilidad de Dios, una carencia afectiva o de bondad en Él ni en («el mejor de los mundos posibles») y en cuanto obra de Dios es perfecta en su devenir, matemáticamente representa el bien absoluto, un producto inconcebiblemente extraordinario de cálculo y desarrollo. Todo va a ir a mejor. Todo tiene en ese «calculado» plan, en ese mecanismo perfecto, que ir a mejor. Hay una cuestión todavía más inquietante: Leibniz no es un bobo con balcones a la calle de los que riegan hoy de «positividad» el páramo, Leibniz es un genio brutal. Un talento inigualable de la lógica, de las matemáticas, de la filosofía, con logros en campos tan diversos como la física, la epistemología o las ciencias naturales, con aportaciones magistrales que posibilitan y potencian hoy ámbitos de la medicina, la ingeniería, la filosofía analítica o la teoría computacional. Leibniz es y encarna en sí mismo el «optimismo racionalista», la visión del mundo de su época con la certidumbre del advenimiento de la «Mathesis Universalis»: la creencia en una ciencia que desvelará la escritura matemática de la realidad, construida desde el cálculo y el algoritmo que en su universalidad puede explicar todo lo real (de un comportamiento humano al florecer de un almendro) de forma que podremos gracias a ella, si Dios quiere, comprender, arreglar, modificar o evitar cualquier inconveniencia. Disponer de todo para dominar todo. Como para no mostrarse «optimista». 1755, 1 de noviembre, Día de Todos los Santos, las nueve y media de la mañana en la ciudad de Lisboa. Un primer estremecimiento de una duración extraordinariamente larga, entre seis y diez minutos, hace crujir la ciudad entera. Al poco, un segundo temblor de mayor intensidad aún que el primero hunde la práctica totalidad de las edificaciones e inmediatamente una tercera sacudida pulveriza lo poco que había quedado en pie. Los escasos supervivientes huyen despavoridos hasta el único lugar no rodeado del intrincado urbanismo medieval de Lisboa intentando no ser aplastados por las edificaciones: la desembocadura y las estriberías del Tajo, cuyas aguas se han sorprendentemente retirado. Un tsunami de proporciones gigantescas en tres consecutivas olas arrasa con lo y los que quedan. Lisboa es un páramo envuelto de sombras, el sol ha desaparecido cubierto de la infinita polvareda y los cientos de pavorosos incendios provocados por las velas devocionales son la única luz del día. No queda nada y casi nadie, no queda tampoco historia de esta metrópolis, se esfumó su riqueza, nadie es capaz de imaginar ni siquiera su porvenir. Con el holocausto arde también cualquier vestigio de optimismo. Voltaire, el paradigma y precursor del intelectual («comprometido»), se sobrecoge: «un desastre tan espantoso en el mejor de los mundos posibles». La ideología del («todo va bien») se le vuelve amarga, injustificada, despiadada: «El optimismo es desesperante pues se trata de una filosofía cruel que se esconde bajo un nombre que consuela». Escribe un largo poema sobre el suceso « en 1756 y tres años después del desastre publica su una despiadada crítica al «optimismo racionalista» que ridiculiza al que lo Con encarna en la figura de Leibniz parodiado como el personaje Pangloss. No es el único que no admite que semejante atrocidad se pueda intentar justificar bajo ninguna mascarada: ni autos de fe para apaciguar la cólera de Dios que castiga la devota Lisboa ni hipótesis racionalistas o cientificistas para dar legitimidad a lo que no tiene justificación o sentido posible. Ni Dios ni Leibniz. Ni consuelo ni justificación. No hay un solo espíritu inquieto y dotado de la época, sea ilustrado, teólogo, científico, racionalista, idealista o empirista que no se haya visto sacudido.

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