Historias un poco reales
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Historias un poco reales - Felicitas Vercelli
¿De qué te reís?
Una tarde de verano, sofocante y húmeda, Ricardo la invitó a Julieta a tomar un helado, a pesar de odiar el calor y no tolerar mucho a Ricardo, Julieta aceptó la invitación, era una buena excusa para salir un poco de la pequeña casa que compartía con sus compañeras de facultad, quienes la humedad las volvía el doble de irritantes. Ricardo la pasó a buscar y juntos caminaron las diez cuadras que separaban la casa de Julieta de la heladería, hicieron cola hasta que pudieron ingresar al local, donde se refrescaron con el aire acondicionado. Julieta pidió un cucurucho de ananá y durazno, gustos frutales para combatir el calor agobiante, mientras que Ricardo, fiel a su gula, prefirió chocolate y dulce de leche. Caminaron hasta la plaza que se encontraba enfrente a la heladería y se sentaron en uno de los bancos de madera decorado con caca de paloma, grafitis y chicles masticados, apurados procedieron a comer sus helados, las cremas se derretían y corrían por las manos de ambos, Ricardo precavido había sacado de la heladería muchas servilletas.
Varios minutos después con los dedos pegajosos, Ricardo quiso charlar, Julieta miró hacia su reloj de pulsera y desde que había salido de su casa no habían transcurrido ni cuarenta minutos aún.
—Hace tres meses más o menos que empezamos a charlar…cuando me pediste que te explicara Anatomía I… ¿te acordás?—preguntó Ricardo.
—Sí…la estoy preparando todavía…en una semana rindo—respondió Julieta.
—Te va a ir bien…yo la promocioné…si no entendés algo puedo volver a explicarte—agregó Ricardo.
—Te aviso—dijo Julieta volviendo a mirar de reojo su reloj. Cuando hubiese pasado una hora, se levantaría y le diría a Ricardo que tenía que seguir estudiando. Los pensamientos de Ricardo iban y venían, debía sacar charla y tratar de mantener a Julieta interesada, pero fracasaba en cada uno de sus intentos.
—¿Vas a rendir alguna otra materia además de Anatomía?—preguntó entusiasmado esta vez.
—No…por ahora esa solamente—replicó sin entusiasmo Julieta. Los dos se quedaron callados durante varios segundos, el calor no daba tregua, la gente iba y venía, algunos paseaban, otros hacían actividad física, niños jugaban en la plaza alrededor de la estatua de San Martín a caballo. Julieta quería regresar a su casa, Ricardo quería seguir sentado en ese banco junto a esa chica que no quería estar con él, Julieta sabía que Ricardo la quería, Ricardo sabía que Julieta no estaba interesada en él. De golpe Ricardo comenzó a reír, Julieta sorprendida lo observó.
—¿De qué te reís?—le preguntó pasmada.
—De lo absurdo de esta situación…yo te quiero y vos estás apurada por alejarte de mí…vamos…te acompaño – Juntos, sin mediar palabra volvieron a caminar las diez cuadras, Julieta le agradeció por el helado y entró a su casa, Ricardo siguió su camino. Sabía que en alguna otra materia la iba a cruzar y ese pensamiento lo hizo sonreír.
El perfume que se derramó sobre la mesa de pino
Ana no dejaba su casa sin antes rociarse detrás de sus orejas un poquito de perfume francés caro, era un gusto que se daba dos veces al año. Iba a su perfumería predilecta y pedía oler varias fragancias, trataba de ir variando, no de comprar siempre el mismo perfume. El idéntico olor la aburría, la cansaba.
Una noche su pareja, Aldo, llegó a visitarla borracho, Ana sorprendida de verlo así, le sugirió que regresara a su casa, pero él insistió en quedarse, Ana quería acostarse a dormir, estaba cansada después de una larga jornada cosiendo un vestido para una fiesta de quince. Aldo quería discutir, primero le planteó que ella nunca tenía tiempo para él, después que Ana no aceptaba que él llegara sin avisar, ¿acaso tenía un amante? ¿todos esos perfumes eran para oler rico para alguien más? En la cabeza alcoholizada de Aldo no había lugar para el razonamiento. Ana volvió a pedirle que se fuera, esta vez su pareja se dirigió hacia el dormitorio, agarró una de las botellas de perfume que allí había, una que se asemejaba a una petaca de whisky, la destapó, la olió y volvió a la cocina, se sentó en una de las sillas y comenzó a rociar la mesa con el perfume.
—¿Qué hacés desquiciado? ¡No desperdicies ese perfume así! ¡¿Estás loco?!—gritó Ana desesperada.
—Ahora tu amante va a poder oler esta mierda cuando entre a esta casa—respondió Aldo. Las manos de Ana temblaban, Aldo solía tomar bastante, pero jamás se había mostrado de ese modo tan violento. Él seguía echando perfume sobre la mesa, Ana veía como el contenido del frasco iba disminuyendo, no se animaba a sacárselo de la mano por miedo a la reacción que Aldo pudiera llegar a tener. Ana abrió el primer cajón de la alacena, encendió un fósforo y lo arrojó sobre la mesa que chorreaba perfume, una llamarada imponente lo envolvió a Aldo, ella corrió hacia la vereda pidiendo ayuda. Los bomberos junto a la policía acudieron a tiempo, Aldo sufrió heridas leves al igual que la casa de Ana.
Aldo se disculpó pensando que con eso bastaría para que todo volviera a ser como antes. Ana dio por finalizada su relación con ese hombre quien la acompañó durante doce años, pero que esa noche se había convertido en un extraño.
La mesa de la cocina estaba chamuscada y hedía a perfume, Ana no quiso comprar una nueva, esa mesa de pino le recordaba la falta de cordura de Aldo, con quien no debía regresar nunca jamás.
El río y Don Arturo
Todas las mañanas de Don Arturo eran exactamente iguales, rutinarias. Se despertaba a las siete en punto, ni un minuto más ni un minuto menos. Iba al baño, después a la cocina, prendía la radio, calentaba agua para el mate, tostaba tres rodajas de pan, las untaba con miel y se sentaba a la mesa, a través de la ventana observaba el movimiento matutino, autos que iban y venían, gente en la parada de colectivo, señoras caminando, Don Arturo no extrañaba su vida laboral, lejana y perdida en el tiempo, ya