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Dos Vidas
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Libro electrónico232 páginas3 horas

Dos Vidas

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Riley, un estudiante de instituto, conoce a un joven que vive en las calles de París y surge una extraña amistad. Juntos descubren dos mundos contrarios de la sociedad que ninguno de los dos creía posible entremezclar nunca y, sin embargo, a lo largo de los años, esos difíciles y arduos inicios prosperarán en inquebrantables lazos fraternales. Dos historias de orígenes opuestos, cambiadas por la inocencia de la amistad, donde los gestos más insignificantes son los más importantes.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 ago 2021
ISBN9788418856624
Dos Vidas
Autor

Paula-Mar Miranda Amiguet

Paula Miranda Amiguet nació en la ciudad de Barcelona en septiembre de 1995. Interesada desde pequeña en la literatura y en concreto el género de misterio, empezó a escribir sus primeras historias policíacas a la edad de 10 años. Esta afición la llevó también a estudiar el grado de Criminología y Políticas Públicas de Prevención (UPF). Desde 2015 colabora escribiendo historias en inglés para la Organización de las Obras Transformativas (OTW por sus siglas en inglés), ganadora del Premio Hugo 2019 a la mejor obra relacionada. Esta es su primera novela de ficción publicada.

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    Dos Vidas - Paula-Mar Miranda Amiguet

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    Dos Vidas

    Paula-Mar Miranda Amiguet

    Dos Vidas

    Paula-Mar Miranda Amiguet

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Paula-Mar Miranda Amiguet, 2021

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418675485

    ISBN eBook:

    Y una vez que la tormenta termine, no recordarás cómo lo lograste, cómo sobreviviste. Ni siquiera estarás seguro si la tormenta ha terminado realmente. Aunque una cosa sí es segura, cuando salgas de esa tormenta, no serás la misma persona que entró en ella.

    Haruki Murakami

    Capítulo Uno

    Agonizaba.

    Todo mi cuerpo dolía. Respirar dolía. Mover un dedo dolía.

    No había podido defenderme. No podía huir e intentar volver a una de las pocas zonas que consideraba seguras en la ciudad. No podía gritar para pedir ayuda, ni irme de allí antes de que alguien llamara a los gendarmes.

    Tumbado bajo la fría lluvia de otoño, mi cuerpo entero ardía.

    Había estado antes involucrado en peleas, por supuesto, pero aquello había sido una paliza premeditada. Cinco jóvenes más o menos organizados habían ido a buscarme y consiguieron, puños mediante, su objetivo: recordarme cuál era mi posición.

    No iba a olvidarlo nunca jamás.

    Como el Ícaro de los cuentos infantiles que leía en el colegio, toda una vida atrás, había volado demasiado cerca del sol. Había olvidado quién era. La mano que me había regalado esas alas me había hecho ignorar que el sol derretiría la cera de la que estaban hechas.

    Ahora, treinta años después, mi cuerpo evoca ese incidente con agonizante claridad, los sucesos que solían conseguirme una amable sonrisa de complicidad al pasar por los controles de metal en los aeropuertos y detectar una rodilla prostética a mi corta edad.

    El recuerdo del dolor atroz y palpitante de esa paliza es la única forma de mantenerme en el presente. Con un leve temblor en las manos, casi puedo compartir el suplicio y la agonía que debe sentir Riley bajo aquellas ruinas, sin poder salir por su propio pie, sin poder siquiera pedir ayuda a los servicios de emergencia, que buscan supervivientes desesperadamente.

    O quizás, y a cada segundo intento apartar ese terrorífico pensamiento de mi mente, se encuentre en una tesitura mucho peor que aquella que yo sufrí entonces.

    Detrás del cordón policial, mis ojos y garganta resecos por el polvo a pesar del pañuelo con el que me cubro la cara, observo el trabajo de los servicios de emergencia, rogando a todos los dioses conocidos y desconocidos que puedan apurarse tanto como les sea humanamente posible. He ofrecido mis servicios media docena de veces, puesto que conozco los planos del edificio, pero son rechazados cada vez.

    Es una imagen desoladora. Hoy debería haberse realizado, aquí mismo, el derribo del edificio de tres plantas por parte de la empresa MCM para que pudieran empezar las obras con el diseño de la marca Petersen. Hemos trabajado antes con ellos, son profesionales capaces, y se suponía que iban a tomar todas las precauciones posibles en este trabajo, también. Pero, en vez de eso, solo hay un montón de ruinas, un incendio en la esquina noroeste y un polvo denso y negro que encuentra la forma de penetrar en los ojos y bocas de todos los transeúntes cercanos.

    Los bomberos han levantado contrafuertes para asegurar las estructuras de los dos edificios colindantes, ambos han sido evacuados por precaución. Gracias al cielo, algunos de los trabajadores han podido escapar por su propio pie y están recibiendo atención médica in situ, con máscaras de oxígeno en sus bocas y tensiómetros en los brazos. Muchos de ellos llevan aún sus chalecos amarillos y cascos de protección de acuerdo con el reglamento de seguridad.

    Estamos a mediados de julio, el sol abrasador en su cénit sobre nuestras cabezas, pero un escalofrío me recorre la espalda. Casi puedo notar la densa y fría lluvia que, hace treinta años, caía sobre mi rostro, ofreciéndome un resquicio de paz y confort, la dura acera sobre la que estaba tumbado, la luz de una farola hiriéndome los sensibles ojos. El frío se calaba a través de mis ropas andrajosas y empapadas. Más allá del dolor, mis sentidos estaban obnubilados por un extraño sabor a hierro en mi boca y un hedor a suciedad y porquería todo a mi alrededor.

    Fue él, de hecho, quien me encontró. Aún desconozco cómo lo hizo, pero fue Riley el que me salvó. Había cruzado media ciudad a pie, bajo la lluvia, y al final me encontró en esa anónima calle de mala muerte.

    Gimoteé, maldije y lloré mientras me arrastraba y me introducía en un vehículo, deseando caer inconsciente a cada segundo. En ese momento, durante algunos minutos, llegué a odiarle con todo mi ser y mi alma; deseé que ese uniforme, esa amable cara entre tantos desconocidos indiferentes e impasibles, esa mano que me había alimentado durante semanas, desaparecieran para siempre, y poder volver a mi normalidad. Al anonimato, a mi existencia en las calles, a una vida que Riley no sabría apreciar, pero que lo significaba todo para mí.

    Por supuesto, no sabía en ese momento que me estaba salvando la vida. No sabía por entonces a dónde me llevaría, pero poco me importaba, era consciente de que no iba a sobrevivir. La calefacción del interior del vehículo y la comodidad de los asientos de cuero me llevaron pronto a la tan soñada inconsciencia.

    Hoy estaría dispuesto a hacer lo mismo por él, encontrarle, cogerlo en brazos, llevarlo a un sitio seguro, ofrecerle el tiempo y los cuidados que necesitara. Y eso haría si no fuera por el cordón policial y los servicios de emergencias que me impiden el paso al sitio accidentado. Otra vez más, no puedo corresponderle. Todas mis acciones, como de costumbre, resultan insuficientes. Mi vida empezó cuando le conocí y sigo sin saber cómo devolverle cuanto me ha dado.

    Roderick, quien me ha conducido hasta la escena a través de unas calles irreconocibles, su otrora impoluto uniforme cubierto también por una fina capa de polvo blanco, se me acerca. Leo en sus ojos la intención de sacarme, arrastrándome si fuera necesario, de esta escena. Lejos de los periodistas agolpándose en las esquinas de la calle, lejos del edificio que podría convertirse en la tumba de Riley, lejos de los servicios de emergencias esforzándose en sus labores de rescate, lejos de los ladridos de los perros que rastrean la zona. Lejos de los gritos de socorro que se levantan de vez en cuando, helando la sangre de todos los testigos, paralizando las tareas de rescate mientras intentan localizar al herido.

    —No voy a irme a ningún sitio hasta que lo encuentren —advierto antes de que diga ni una sola palabra—. Me da igual si son dos horas o doce, me quedo aquí. Puedes ir a casa y hacer compañía a Josh y Grace. Les avisaré si hay novedades.

    Durante unos segundos, temo que Roderick se niegue a obedecer. Cierro los ojos, sin fuerzas de discutir en estos momentos. Unos metros atrás, la atronadora sirena de una ambulancia ensordece a testigos y vecinos, augurando con su melodía un trágico pronóstico del paciente que acarrean dentro y trasladan al hospital.

    En medio del caos, Roderick, respetuosamente silencioso, ha desaparecido, así también la limusina negra de la calle. Demasiado tarde, le agradezco la profesionalidad y la compasión que ha demostrado. Quizás no puedo colaborar con los servicios de emergencias en las tareas de rescate y encontrar a Riley, como hizo él entonces, mucho menos salvar su vida; pero el deber hacia mi hermano me obliga a hacerle compañía en tan difícil momento.

    Capítulo Dos

    Cécilia Maillet fallecía el viernes 3 de octubre de 1975. Me acuerdo de la fecha porque la noche anterior trabajó fuera de casa, lo que no me obligó a dormir incómodamente en mi rincón de la habitación, húmedo y pequeño, por lo que nada me impidió despertarme pronto por la mañana, ni nadie me impidió desayunar, ponerme mi único y desgastado uniforme del colegio e ir a la escuela. Mademoiselle Guillemot, al entrar en clase, lo primero que hacía era escribir la fecha en la pizarra: viernes 3 de octubre de 1975.

    La encontré en la cama sin muelles, esquelética dentro de uno de los únicos vestidos que solía llevar, no mucho más pálida de lo que recordaba haberla visto nunca, una cinta atada al brazo y la jeringuilla de su último consumo al lado de la cama, haciéndole la vida bastante fácil al forense que estuviese de guardia. El cuerpo casi parecía un elemento más del lienzo en el que se había convertido esa cama, salpicada por las quemaduras de centenares de cigarrillos y la sangre de decenas de pinchadas.

    En cuanto la vi, fui a la habitación a coger mi único abrigo, pisoteando, quizás con malicia, las piezas de varios despertadores con los que estaba trabajando en ese momento. Mi afición había empezado como tantas otras: mera curiosidad me llevó a desmontar los relojes y despertadores que teníamos en casa para ver las piezas, descubrir cómo funcionaban y volver a montarlos. Quién hubiera dicho que ese juego tan infantil e inocente se convertiría pronto en mi única fuente de ingresos.

    De la cocina cogí todos los productos comestibles que podía llevarme, que consistían en varias cajas de cereales que caducarían pronto. Entonces abandoné el minúsculo apartamento, dejando la puerta abierta. No había nada más de provecho allí dentro: Cécilia solía vender todos los objetos de valor que teníamos para intercambiarlos por estupefacientes.

    Nadie lloró su muerte, la cual pasó casi desapercibida. Cual estrella que se apaga en el firmamento, murió silenciosamente, sin ser detectada ni echada de menos. Nadie sabría decir dónde fue enterrada. Lo único que dejaba atrás eran las importantes deudas con sus proveedores, que serían las únicas personas, además de la policía, que visitarían el apartamento tras descubrirse la muerte de Cécilia. Incluso si hubieran querido ir detrás de mí para hacerme pagar la deuda pendiente, a saber a través de qué medios, tendrían que haber ido a buscarme a París.

    No sé qué es lo que me empujó a ir a la capital parisina. No tenía ningún conocido allí ni había visitado antes la ciudad. Quizás fuera simplemente que todos los camioneros a quienes me encontré se dirigían hacia allí y yo todo lo que tenía en mente era el deseo de huir de Deauville.

    Al llegar a París, tenía una sola idea clara en mente, una de las pocas enseñanzas de valor que me había ofrecido Cécilia: iba a tener que encontrar un trabajo si quería dinero para subsistir y tenía que ser un oficio lo más opuesto posible al de Cécilia.

    Pasé esa primera jornada en París parando y preguntando en cada establecimiento que veía: pequeños comercios, tiendas de barrio o grandes supermercados. En todos me rechazaron, era un niño, argüían, incluso si mentía en mi edad y me negaba a mostrar mi carné de identidad. Solo recibí la compasión del propietario de una pequeña boulangerie, quien me ofreció un bocadillo antes de echarme de la tienda.

    La mayoría de los comercios estaban cerrando ya cuando vi una biblioteca que abría hasta la una de la madrugada. Deambulé entre las estanterías y mesas, los ojos llenos de curiosidad por unos libros de texto que estudiantes de mi misma edad ojeaban y subrayaban, libros que yo nunca había tenido en mis manos y nunca iba a tener.

    Cogí varias narrativas y libros históricos sobre París y me metí en el baño hasta pasada la hora de cierre, donde me dispuse a pasar toda la noche. Arrinconado contra la pared al lado del váter, una tenue luz verde de emergencias sobre mi cabeza y el paso de los minutos marcado por un grifo que perdía gotitas de agua cada pocos segundos. A menudo dormía en peores condiciones en Deauville cuando Cécilia trabajaba.

    Pasé allí tres noches y sus sendos días, abandonando la biblioteca algunas horas por las mañanas y tardes para intentar encontrar trabajo o, en su defecto, sustento. Robé por primera vez en la misma frutería donde me habían rechazado previamente, cuyo nombre no tuvo ni tiene la más mínima importancia, aprovechándome de la alta afluencia de clientes en hora punta.

    Esa tercera noche salí del baño para estirar las piernas. No había visto ni oído ningún guardia de seguridad del turno nocturno y el aburrimiento y sedentarismo me empujaron fuera de los servicios. También fue entonces cuando noté, en la apabulladora y silenciosa medianoche, que uno de los relojes de pared de la sala de estudio funcionaba mal, atrasándose un poco a cada segundo.

    Con las pocas herramientas de las que disponía, me situé contra las ventanas del primer piso, donde veía gracias a la luz de la luna y las farolas de la calle. Me dispuse entonces, como tantas otras veces había hecho, a desmontar y montar ese reloj para averiguar sus entrañas.

    Dos noches más tarde la gendarmerie me vino a buscar por un aviso recibido por parte de los vecinos. En la comissariat intentaron identificarme y descubrir mi domicilio y mi familia. Poco les revelé, porque había poco que contar. Era consciente de que los servicios sociales, que habían intentado contactar conmigo hasta en cinco ocasiones mientras vivía en Deauville con Cécilia, no conseguirían ayudarme tampoco. Tras dejarme solo con un té y unas galletas, me escabullí y escapé.

    La comissariat se encontraba más allá de la red de cuatro calles que conocía por entonces, y era demasiado arriesgado volver a la biblioteca aun si la encontraba. Esa fue la primera noche que dormí al raso, en un parque a varias manzanas de la comissariat.

    La primera noche de muchas.

    Diría que fue esa la primera vez que se me ocurrió cuán tétrica y desoladora era la tesitura en la que me encontraba. Desde el fallecimiento de Cécilia no me había parado a pensarlo. Pero en ese momento había dejado atrás, en la comissariat, los pocos enseres que poseía, sufría por primera vez el frío nocturno de la ciudad, la dura madera del banco bajo mi cuerpo. Demasiado tarde me planteé si alguna de las decisiones que había tomado en los últimos días había sido la correcta o si solo había actuado por malicia, rencor o despecho.

    Cécilia nunca había demostrado el instinto maternal de cuidarme, criarme y educarme que mis compañeros de colegio, muchachos que sospechaban de lejos mi situación familiar y económica y que sin embargo nunca habían mostrado misericordia o simpatía alguna, solían mencionar con orgullo y total normalidad. Aun así, pensé en ese momento, en Deauville como mínimo había disfrutado de cuatro paredes donde dormir.

    Era demasiado tarde como para reconducir mis pasos, por supuesto. Nada ni nadie me esperaban en Deauville. Aunque también sufría esa misma soledad y desesperación en las calles parisinas, donde nadie me conocía y nadie se dignaría a ayudarme. Encontrar trabajo pronto se convirtió en una ilusión naif y pasajera, dada mi edad y falta de experiencia, falta de domicilio, falta de todo.

    La edad resultó ser también otro problema en aspectos mucho más graves. A pesar de mi más bien escasa y pobre alimentación, mi cuerpo experimentó igualmente los cambios fisiológicos ligados con la adolescencia. Crecía varios centímetros cada mes, a un ritmo demasiado rápido como para que pudiera obtener ropa y calzado de mi talla cada vez que me quedaba pequeña. Más de una vez tuve que resignarme a andar por las calles de París con zapatos que me torturaban los pies y que llevaba empapados durante días a causa de la nieve y las lluvias, pantalones tan ajustados que me costaba andar o tumbarme, camisetas tan pequeñas que no podía mover los brazos y me presionaban demasiado el pecho.

    Por un cúmulo de pésimas circunstancias y razones obvias, mi primer invierno en París fue terrible. Deambulaba por las calles con botas y calcetines agujereados, un abrigo que me quedaba pequeño, sin botones, que el frío conseguía calar demasiado fácilmente, desgastado a la altura de los codos y hombreras, y un deshilachado pañuelo cubriéndome el cuello. Seguramente mi insulsa e irrelevante historia habría terminado allí mismo si un tal Rénard, aunque nunca aprendí si era ese su verdadero nombre, no se hubiera apiadado de mí.

    Era un bebedor empedernido de unos cuarenta años, calculé, con apariencia de sesenta, de piel traslúcida, manos de pergamino surcadas por venas azules. Casi nunca hablaba, y cuando abría la boca en cualquier ocasión mostraba con orgullo la mitad de la dentadura que aún conservaba. Me encontró cuando llevaba ya varios días seguidos tiritando de frío y mareado por la falta de comida y bebida. Intentaba compensar las noches al raso pasando los días dentro de centros comerciales y grandes almacenes y perdiéndome entre sus pasillos mientras intentaba huir de los guardias de seguridad y los trabajadores, lo que me dejaba poco tiempo para buscar comida durante el día.

    Sin decirme nada, Rénard me prestó una chaqueta y zapatillas de deporte y me ofreció agua de una cantimplora que llevaba colgada del cuello. Mientras me dejaba reposar y beber, él registró varias papeleras cercanas y se me acercó con periódicos, cuyas páginas luego estrujó y me explicó cómo esas bolas de papel podían ayudarme a combatir el frío, puestas entre la ropa y mi piel; después me dijo que le siguiera. No fue tanto una sugerencia como el hecho de que yo no tenía donde ir ni conocía a nadie en todo París, de modo que le seguí, esperando que no me despachara él también, como tanta gente había hecho conmigo antes.

    Su ritmo era agotador para mí, por lo que le perdía de vista constantemente, pero

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