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Una especie de dios
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Libro electrónico183 páginas2 horas

Una especie de dios

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Julián, eminencia mundial en neurología, descubrió cómo acceder al "archivo" del cerebro humano y así copiar, borrar, trasladar y manipular conocimientos y recuerdos de una persona a otra.Tras su muerte hereda sobre su sobrino Sebastián, quién comprende que este descubrimiento lo convierte en una especie de Dios, que puede cambiar su vida y el mundo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 mar 2021
ISBN9788413864419
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    Una especie de dios - Héctor Rial

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Héctor Rial

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1386-441-9

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

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    Prólogo

    Buenos Aires es un tejido geográfico complejo, anárquico, diverso, interconectado de las formas más inesperadas.

    Llena de arterias, venas, vasos y vasitos. Sus recovecos y laberintos jamás los pude unir sino hasta la llegada de cierta tecnología. Antes de eso: Héctor; este autor cuya sinapsis neuronal me dejó siempre admirado. Héctor siempre unió los caminos más distantes, me llevó sin alardes de recorrida, inesperada siempre, por senderos de Buenos Aires, de Galicia y la memoria. Los rincones alejados, de su mano, ya nada estaban lejos y lo inusual se unía con aquello que nos deja en silencio. Admirando. Así es esta historia, de rincones y sorpresas. Así mis primeros pasos en el vínculo con este ser, devenido hoy en autor, siempre presente en persona, cantor, actor, tanguero, abogado y camionero si hace falta para llevar un plato de comida a todos sus seres amados.

    Así Héctor, explotado de sueños y justicia, y escapando de oportunistas, sin saberlo y desde chicos me enseñó de qué verdad profunda se trata la voluntad. No la voluntad que los normales decimos tener, sino la de él, esa que une los caminos más distantes, como aquella Buenos Aires, donde se conecta más el espanto que la virtud y dónde Héctor y yo, en un auto pequeño, me dejó en silencio por primera vez, uniendo Flores y Palermo en 34 segundos.

    Ahora pasa lo mismo, se une lo inesperado y por los caminos más sencillos: Una especie de Dios. Dos o varios seres encuentran una sana excusa para cuidarse y quererse. Los vínculos ciertos y verdaderos atraviesan fronteras y todas las ciencias para poder ser quien deben ser.

    Admiro a perpetuidad la vocación del hacer de este autor, su capacidad de salvar, replantearse y resignificar. Renacer, por razones obvias, es el oficio de sus personajes, el camino sinuoso de su destino, el del autor y el hombre que está detrás de estas letras que ha renacido unas cuantas veces para simplemente seguir, seguir y seguir sorprendiéndome y admirando sus dones.

    Una especie de Dios me deja otra vez calladito frente a la tenaz voluntad donde hasta Roberto Arlt abrazaría sus aciertos.

    Desde hace 20 años, Galicia tiene la suerte de tenerlo y Buenos Aires la distancia de esperar.

    Recorrerán una historia llena de acción donde la voluntad de seguir será, sin duda, el motor más valioso de energía, donde los vínculos serán la única cuestión llena del olor al origen que debemos abrazar y recordar.

    Admiro al ser detrás de estas letras, por suerte él no lo sabe, les ruego le avisen.

    He aquí el asunto: ¿qué pasaría si el destino y la buena voluntad se dieran un abrazo?

    Federico Palazzo

    Agradecimientos

    Este libro es el fruto de una repentina e irrefrenable inspiración y, sobre todo, de la inestimable colaboración de aquellas personas que siempre están cerca. Y no digo cerca por distancia, sino por cercanía. Gracias a mi amigo, el gran director y dramaturgo argentino Federico Palazzo, quien despertó una lluvia de imágenes en mi cabeza que logramos convertir juntos en escenas. Gracias al maravilloso Paco, Francisco Castro Miramontes (Fraile y Sacerdote Franciscano), autor prolífico, quien rebosa paz por los cuatro costados, por apoyar mi humilde trabajo. Gracias a mi querido amigo el maestro Jorge Foscaldo, sin lugar a duda, el mejor pianista de la tierra y compañero de miles de horas de charlas, conciertos, sobremesas y tango (mucho tango), quien sin saberlo inspiró en mi interior el propio nudo de esta historia. Y muy especialmente agradezco a mi compañera de toda la vida, JUDITH LUCACHESKY, quien pacientemente viene soportando mis locuras constantes y mi vena artística irrefrenable hace más de 27 años. Gracias, Judith, por tu compañía, por tu comprensión, por tus correcciones sinceras y constructivas, por las interminables relecturas, por tus maravillosas ideas y, en general, por estar siempre cerca de este «loco» devenido a esta altura, casi tardíamente en escritor.

    Gracias a mi familia, a mis amigos, y a todos los que de una u otra manera son parte de mis logros y de mi esencia, porque sin ellos ningún intento sería posible. Y, sobre todo, GRACIAS a todo aquel lector que dedique su tiempo a sumergirse en esta historia… porque, sin ellos, ningún esfuerzo tendría sentido.

    «Dicen que el destino está prefijado para cada uno y no puede cambiarse, que te persigue y te encuentra. Otros dicen que hay que perseguirlo hasta alcanzarlo. Creo que la gente está muy equivocada en la concepción del destino.

    Ni está prefijado ni hay que perseguirlo: solo hay que manipularlo…».

    Muchas veces me imaginé tocando hábilmente aquel hermoso piano de cola negro que descansa impasible y desde que tengo memoria en la sala señorial de la casa donde transcurrió mi infancia. Me veo siempre allí, cómodamente sentado en el sillín de pana mientras mis dedos vuelan sobre el teclado. Pero en esa imagen recurrente, en ese sueño insistente, mi cara no es la mía, la que veo no tiene rasgos, ni ojos, ni nariz, ni boca…, sé que el que toca soy yo porque lo siento, porque soy quien de percibir el tacto del marfil en las yemas de mis dedos y en el fondo de mi alma el resonar de cada acorde. También suele ser recurrente la pieza musical, verano porteño de Astor Piazzola. No se me ocurre otra situación capaz de propinarme una felicidad semejante. Y cada nota me atraviesa, y su sonido limpio llega a todos los rincones de la enorme mansión, incluso hasta el jardín. La música lo inunda todo…, me inunda.

    Mi nombre es Sebastián y guardo un secreto.

    Tengo 35 años y me da vértigo pensar que estoy promediando el camino hacia la inexorable línea de una nueva década, ¡quién pudiera evitarlo! Es de suponer que suficientemente atractivo, al menos a juzgar por el número de mis conquistas de estos últimos años que, no han sido pocas. Por cierto, tengo la total seguridad de que el paso del tiempo no ha conseguido más que acentuar mi éxito con las mujeres, a los hechos me remito. He viajado mucho, he vivido mucho y muy poco he conseguido en términos estrictamente personales. Mi bagaje intelectual se nutrió de la más pura y sencilla experiencia, de la prueba y el error constante y de un marcado e innato instinto de supervivencia que me mantuvo «vivito y coleando» muy a pesar de mi insistencia y temeridad de empecinarme en caminar por la cornisa. No le temo a la vida ni a su antítesis; la muerte siempre ha formado parte de mi historia, sin que, por un solo instante, las circunstancias, por muy difíciles que fueran, me hicieran perder de vista el horizonte.

    Hasta hace poco tiempo, aunque visto desde aquí parece bastante más, vivía tranquilamente en Santiago de Compostela, antes de mudarme a esta hermosa mansión del delta del río Paraná, en las afueras de la ciudad de Buenos Aires, Argentina, donde ahora me encuentro. Mi vida, por aquel entonces, era muy normal y relajada. Bueno, normal, lo que se dice normal tampoco, pero podría decirse que se asemejaba bastante a esa definición. Me pasaba días enteros recorriendo las callejuelas de mi Santiago. Aquella ciudad es especialmente inspiradora, como una enorme y antigua escultura del granito que se levanta victoriosa por entre el exuberante verde que la circunda. Me sigue teniendo atrapado y la siento mía.

    Solía sentarme en las mesas de cualquiera de los bares de la evocadora Plaza de la Quintana, debajo de aquellos anchos soportales, franqueados por el Monasterio de las Benedictinas y por la imponente y preciosa catedral. A esa plaza se la conoce como «Quintana de Mortos» por haber sido hasta el siglo XVI un camposanto urbano.

    Desde aquella posición privilegiada, mi imaginación me trasladaba en vuelo rasante hacia otras épocas grises, tanto como el propio granito que cubre la plaza de pies a cabeza. Visualizaba cortejos fúnebres y viudas llorando su pérdida, mientras el profundo sonido de la Berenguela me encogía de repente el corazón. Muchas veces elegía entrar por Azabachería, rodeando la catedral por la Plaza del Obradoiro y subiendo por las empinadas escaleras que transcurren desde el medieval pasadizo, que como una especie de túnel del tiempo atraviesa las entrañas del antiguo Palacio Episcopal, atraído por el agudo sonido de las gaitas que resuenan diariamente en su interior para descubrir con asombro siempre renovado la fachada de la Hospedería de San Martín Pinario y el Seminario Mayor. Otros días decidía recorrer alternativamente el trayecto contrario, subiendo por Praterías y atravesando la totalidad de la plaza. Escalaba las enormes escaleras para acabar la travesía en cualquiera de las mesas del bar de Quintan de Vivos. Desde allí podía observar, como desde un balcón y desde otro ángulo, la misma y exacta maravilla. Cuentan las malas lenguas que debajo de esas escaleras que dividen y transcurren de punta a punta la Plaza de la Quintana, entre «vivos e mortos», se esconde un antiguo túnel secreto que conecta la catedral con el monasterio, donde canónigos y monjas urdían encuentros amorosos desde tiempos inmemoriales. Nada de ello es cierto, pero a esas malas lenguas y a mí nos gusta pensar que sí para elaborar en nuestras mentes esos sórdidos encuentros, y sentirnos un poco parte de lo prohibido.

    La Quintana es un lugar fantástico para escribir, por aquel entonces había decidido convertirme en escritor… No sé si habría tenido lo que hay que tener para merecer ese adjetivo, pero al menos, y no con poco esfuerzo, logré terminar una novela que quizá algún día vea la luz y que discurre en buena parte en ese mismo túnel misterioso que no existe, narrando encuentros fortuitos que no fueron. Desde luego, se siente fantástico creerse el personaje que uno escribe. Ahora que lo medito, me doy cuenta de que solo me falta plantar un árbol.

    Qué tranquilo vivía por aquellas épocas cercanas. Libre se siente uno cuando nada lo perturba o lo oprime. Callar es un ejercicio agotador. Saber es una bendición solo si puedes compartir cuanto sabes; pero saber por saber, saber solo para uno, resulta frustrante. Las cosas han salido bien hasta ahora, todo a pedir de boca para ser exactos, pero tanta perfección no casa conmigo, ni, dicho sea de paso, con la justicia cósmica. Lo perfecto es enemigo de lo bueno… La vida me ha enseñado a temblar cuando nada sale mal, tiempo al tiempo…

    Hace ya dos años que abandoné mi Santiago y hace exactamente el mismo tiempo que dejé esa vida sin normal y sin sobresaltos. Por supuesto, no puedo quedarme sentado y dejar pasar el tiempo sin más, como hacía antes, ni tampoco concentrarme en transitar algún sencillo ritual, porque ahora mi rutina ya no es una rutina común. Ser Dios es un trabajo de veinticuatro horas al día.

    Hoy es veinticuatro de diciembre de dos mil veintiuno, Nochebuena. Elegí pasar esta noche en soledad, mi última noche solo, aunque mi cabeza está llena de gente.

    La Navidad es una fiesta muy importante para mí. Siempre ha sido una ocasión especial en mi familia y hoy no será la excepción a la regla, me lo debo y se lo debo a mis ancestros.

    Subo al altillo de la mansión, hace más de veinte años que no entro aquí. Es un sitio enorme, abuhardillado, con ventanas que dan hacia el cielo, revestido por completo de madera, se siente húmedo, huele a encierro y mucho. Es increíble cómo se afanan las arañas en construir esas enormes telas, ¡todo está cubierto de ellas! ¿Me pregunto qué comen estos bichos aquí?, si no vuela ni una mosca y permanece siempre cerrado, quizá se coman unas a otras…, como hacemos los humanos desde el principio de los tiempos sin que siquiera las guerras, las pandemias o las pestes, contemporáneas o inmemoriales, hubieran sido capaces de cambiar semejante comportamiento.

    Me ha costado bastante subir hasta la buhardilla. La escalera plegable estaba atascada y tuve que colgarme y balancearme agarrado a ella para poder desplegarla y colocarla en su sitio. Pero el motivo es noble y merece el esfuerzo. Si mal no recuerdo, el árbol de Navidad que colocábamos con el tío se guarda aquí, como el resto de los adornos para estas fechas. Hay cientos de cajas mal apiladas unas sobre otras, me escabullo entre ellas, creo que estoy tragando telarañas. Encuentro un arbolito con adornos pequeño y desgastado, lo observo…, pero no, me parece poca cosa para adornar esta enorme casa, además, no es este el que busco. Desaprobándolo, lo arrojo por encima de mis hombros. El árbol que yo quiero es aquel enorme que compramos con el tío hace muchos años. Todos envidiaban ese árbol cuando venían a casa por las fiestas y, claro, no era para menos, ¡una verdadera maravilla de la artesanía!, creo que incluso estaba firmado por su autor, cosa bastante rara para un árbol de Navidad, también hay que decirlo. «Una obra de arte», afirmaba el vendedor mientras pulsaba frenéticamente los botones de su calculadora, intentando, quizá, simular un generoso descuento. De repente, lo descubro, allí está, en el último rincón de la estancia, como intentando escapar de mí. El hueco entre la pila de cajas es muy estrecho, pero, aun así, y con una habilidad envidiable me escabullo cual culebra hasta alcanzarlo. «¡Pero quién guardó el árbol de Navidad en el fondo de la buhardilla! ¿Cómo llegó allí?».

    Con la punta de los dedos y con

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