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¡Cuidado con los regalos de los griegos!
¡Cuidado con los regalos de los griegos!
¡Cuidado con los regalos de los griegos!
Libro electrónico274 páginas3 horas

¡Cuidado con los regalos de los griegos!

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Información de este libro electrónico

¡La historia de suspenso paranormal más impactante del año!

¡Del autor de la exitosa serie MISTERIOS EN LAS ISLAS GRIEGAS (100,000 libros vendidos)!

'El James Patterson griego' – Prensa griega

Después de la muerte de su hijo de dos años, Susan ha perdido la voluntad de continuar. Incapaz de seguir adelante, acepta el plan de su marido griego de pasar un verano en Grecia por el bien de sus tres hijos vivos. La mansión de su familia los espera. Una casa con un pasado oscuro y un futuro sombrío.

Viaja con ellos a Grecia y explora el misterio que rodea las tierras antiguas. únete a Susan mientras cruza la delgada línea entre la cordura y lo sobrenatural. Nada es lo que parece.

¡Cuidado con los regalos de los griegos!

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento20 mar 2021
ISBN9781071592847
¡Cuidado con los regalos de los griegos!

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    ¡Cuidado con los regalos de los griegos! - Luke Christodoulou

    Cuidado con los Regalos de los Griegos.

    Por: Luke Christodoulou

    Material Protegido por las Leyes de Derecho de Autor

    TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

    El derecho de Luke Christodoulou a ser identificado como el autor de la obra ha sido ejercido por él de conformidad con la Ley de derechos de autor, diseños y patentes de 1988-2018.

    ––––––––

    Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, escaneada o distribuida en forma impresa o electrónica sin permiso.

    Este libro es una obra de ficción y cualquier parecido con personas (vivas o muertas) o cualquier evento es puramente una coincidencia.

    Sin embargo, ¡todas las ciudades, sitios, mitos y hechos históricos mencionados son reales!

    Publicado por: G.I.M.

    Editado por: Editorial Dominion

    Copyright © 2020 por Luke Christodoulou

    Dedicado a los refugiados del mundo.

    Que su corazón encuentre un lugar al cual poder llamar hogar...

    Libros por Luke Christodoulou:

    El Asesino del Olimpo (Misterios en las Islas Griegas #1) - 2014

    Los Asesinatos en la Iglesia (Misterios en las Islas Griegas #2) - 2015

    24 Fabulas de Esopo Modernizadas - 2015

    Muerte de una Novia (Misterios en las Islas Griegas #3) - 2016

    Asesinato en Exhibición (Misterios en las Islas Griegas #4) - 2017

    Asesinato en el Hotel (Misterios en las Islas Griegas #5) - 2018

    Doce Meses de Muerte (Misterios en las Islas Griegas #6) - 2019

    Cuidado con los Regalos de los Griegos. - 2020

    La Caja de Pandora - 2021

    Capítulo 1

    Primavera de 1913 - Parga, Grecia

    Ifigenia estaba junto a la ventana abierta, permitiendo que el aire fresco del mar entrara en su pequeña cabaña. Llevaba el dulce olor de las flores griegas mezclado con el penetrante aroma salado del mar Jónico. Las calles empedradas de abajo daban la bienvenida a cientos de alegres griegos mientras celebraban su unión con el estado libre de Grecia. Grecia había salido victoriosa de la guerra de los Balcanes y el dominio otomano llegaba a su fin después de siglos de dura ocupación.

    A Ifigenia no podía importarle menos.

    Cerró de golpe las persianas de madera azul, aseguró la cerradura oxidada y se deslizó por la vieja pared en descomposición. Tirada en el frío suelo, miró alrededor de la habitación oscura. Las dos camas vacías ante ella le atravesaron el alma. Sus hermosos gemelos, ambos muertos en la guerra. Los había llevado dentro de ella por nueve meses y los había criado con orgullo durante dieciocho años, y una carta del frente había cambiado todo eso.

    Ya no podría llamarse madre.

    Ifigenia no creía en llorar. Maldijo a Dios y se levantó del suelo de madera. Arrastró los pies fuera de su habitación y se quedó en el corredor. Desde la puerta entreabierta que crujía con la brisa primaveral, vio a su marido sollozar en su sillón, un recipiente vacío del hombre que una vez había conocido. Había pasado dos meses desde que sus hijos habían pasado al otro mundo y su marido no había salido de casa.

    ‘Tienes que ir a trabajar la tierra’, le había suplicado.

    ‘¿Para qué? ¿Quién las heredará, Ifi? ¿Quién?’

    ‘Necesitamos comer y, francamente, tenemos que seguir adelante. La vida es para los vivos...’

    ‘Yo ya estoy muerto. No tengo ninguna razón para seguir vivo.’

    Ifigenia cerró los ojos y suspiró profundamente. Movió la cabeza para sacudir los recuerdos de sus palabras. Se dio la vuelta, recogió su chaqueta tejida y salió corriendo de la casa. Envolvió su cabello color avellana dentro de su bufanda púrpura mientras caminaba por su jardín abandonado, y con los ojos bajos, se abrió paso entre la multitud extasiada que bailaba toda la noche. Más baja que la mayoría, se movió entre ellos, evitando el contacto visual. Ifigenia se alejó del centro del pueblo; sus ojos estaban puestos en el inquieto mar frente a ella. Una hilera de islas rocosas se erguía orgullosa en las frescas aguas de Parga. La capilla de Santa María se erguía única en la mayor de las islas que se anidaban en la pequeña bahía.

    Las tablas del muelle chirriaron cuando Ifigenia se dirigió hacia el barco pesquero de su tío. Nacida en un barco de una familia de pescadores, Ifigenia no tuvo problemas para desatar los nudos náuticos y liberar el barco de sus cadenas. Ambos quedaron pronto libres sobre las efímeras olas de la Bahía Parga. Con las manos firmemente agarradas a los remos, condujo el pequeño bote hacia la orilla de la isla propiedad de la iglesia.

    El padre Gregorio estaba de pie detrás de la colorida Ventana de la iglesia, admirando la voluntad de la mujer con la que creció. Sus dientes viajaron a lo largo de sus delgados labios mientras se rascaba la ceja izquierda. 'Bueno, bueno. ¿Qué me tiene reservado el Señor en este glorioso día?’

    Abrió la puerta de madera y corrió por el camino de tierra que conducía a las rocas que servían como muelle del islote. Asintió con la cabeza hacia Ifigenia mientras entraba en las aguas poco profundas para ayudar a acercar su bote a la orilla. Le ofreció la mano, y la mano helada de Ifigenia la tomó y, como tantas veces antes, saltó a tierra.

    ‘Buenas noches, padre.’

    ‘¿Fuiste a buscarme a San Nicolás?’, respondió y tosió.

    Ifigenia se secó las manos en su vestido negro; la suciedad de sus manos dejaba tras de sí líneas de barro al mezclarse con las gotitas que brincaban del chapoteo del jónico. ‘Lo conozco bien. No es de los que les gusta mucho las fiestas. Además, no es de los que se perdería una puesta de sol primaveral desde la isla de Santa Maria. Una mirada al cielo despejado y ni siquiera me molesté en ir a buscarlo a su iglesia.’

    La espesa barba del padre Gregory se levantó con una amplia y sincera sonrisa.

    ‘Adelante’, dijo y volvió a caminar tranquilamente por el camino. ‘¿Qué e preocupa?’ Preguntó mientras se paraba junto a la puerta, esperando a que ella entrara a la iglesia de techos altos. Ifigenia luchó por contener las lágrimas mientras hacía la señal de la cruz en su cuerpo y se dirigía a la primera fila de taburetes de madera. ‘Debe ser difícil encontrar alegría en nuestra liberación, pero debes estar segura de que tus muchachos están al lado de nuestro creador. Jesús dijo una vez ...’

    ‘No son mis hijos lo que me preocupa, padre. Es Giorgo’, lo interrumpió.

    El padre Gregorio se sentó a su lado. Puso su mano sobre los dedos temblorosos de ella. Ifigenia respiró hondo y suspiró. ‘Creo que va a hacer una locura. Creo que se va a quitar la vida. No me escucha. Siento sus demonios en nuestra casa, en su cabeza. ¡Debe hablar con él!’

    *****

    Al día siguiente, el brillante sol del Mediterráneo encontró que Grecia tenía casi el doble de tamaño. Sonrisas blancas brillaban en los rostros aceitunados de la gente. La libertad, ese sueño una vez elusivo, finalmente era de ellos para disfrutar y saborear. Las lágrimas cayeron de los ojos verdes del padre Gregorio mientras alababa a Jesús por la euforia de la gente de su pueblo. Caminó cuesta arriba a través de cabañas de piedra y deseó los buenos días a todos los que lo saludaban. Las risas de los niños llenaban el aire mientras corrían a su lado ondeando banderas griegas. Pronto, el padre Gregorio estuvo apoyado contra la puerta oxidada de la casa de Ifigenia. La escuchó gritarle a su marido. ‘Giorgo, me voy a casa de mi tía’.

    Ifigenia forzó una sonrisa mientras asentía con la cabeza. ‘No te preocupes’, el padre le logró decir mientras ella corría por la calle. El padre Gregorio cerró la puerta detrás de él y se detuvo para disfrutar de dos alegres golondrinas construyendo su nido en la esquina sobre la puerta principal. Él nunca se había casado. Nunca entendió realmente por qué. Cada vez que sus padres le mencionaban a una buena cristiana, se le ocurría una serie de excusas. Ahora, a los treinta y siete años, con sus padres fallecidos y Grecia un país libre, se sentía más solo que nunca.

    ‘Buenos días, Giorgo’, dijo con voz alegre mientras asomaba la cabeza por la puerta principal abierta.

    ‘¿Qué tienen de buenos?’

    El padre Gregorio se tragó el nudo que se le formaba en la garganta y entró en la lúgubre sala de estar. El aire viciado albergaba el humo de los cigarrillos de Giorgo y las persianas cerradas bloqueaban el canto de los pájaros primaverales del exterior. Sacó su Biblia y se sentó al lado del triste hombre. Abrió el Libro Sagrado. Nehemías 8:10.

    Capítulo 2

    Ifigenia sintió que los primeros rayos de sol del día bailaban sobre su pálido rostro. Se apartó los mechones de pelo enredado de la frente y estiró los brazos. Sorprendida, abrió los ojos y se sentó. Estaba sola en la cama. Giorgo nunca se despertaba antes que ella.

    ‘¿Giorgo?’

    Silencio.

    ‘¿Giorgo?’ Levantó la voz cuando sus pies aterrizaron en el piso de madera. La sala de estar, la cocina, el cuarto de los chicos. Estaba sola en casa. Con las puntillas desnudas, se inclinó hacia fuera de la ventana de la habitación y gritó el nombre de su marido una vez más.

    ‘¿Perdiste a tu hombre, Ifi?’  Preguntó su vecina, asomando la cabeza entre las sábanas que acababa de colgar para secar en su estrecho patio trasero.

    ‘Eso parece, Helena.’ Una leve sonrisa se extendió por su rostro cansado. '¿Podría ser?'

    Se apresuró a regresar a su habitación para vestirse. Manteniendo la misma velocidad, Ifigenia salió de su cabaña y partió apresuradamente hacia sus tierras. Arriba, el sol bañaba la bandada de nubes de aspecto inocente que se acumulaban en el cielo azul. El largo camino de tierra le pareció más largo cuando se detuvo junto a un obstinado olivo que crecía en una superficie rocosa, tratando de recuperar el aliento.

    ‘Buenos días, Ifigenia,’ gritó Jacobo, el alegre granjero. ‘¿A tu viñedo?’ Preguntó, con indicios de tristeza entrelazados con sus palabras. No se atrevió a mencionar los árboles frutales descuidados y las verduras moribundas, probablemente ya cadáveres. Habían pasado meses desde que había visto a alguien en sus tierras.

    ‘Buen día a usted también, señor. Si. Me voy a alcanzar a Giorgo.’

    Una amplia sonrisa levantó el espeso bigote del granjero. ‘¿Giorgo ha vuelto? Genial. Temprano como siempre, ¿Eh? No lo vi pasar.’

    Ifigenia respondió con una breve sonrisa y un rápido asentimiento y continuó por el camino mientras la brisa de la mañana la rodeaba, levantando nubes de polvo alrededor de sus pies que corrían. Ifigenia se detuvo junto a la puerta abierta y se abrió paso entre las malas hierbas, las orquídeas silvestres y los narcisos perfumados. El viento se hizo más fuerte cuando entró entre las sombras de las hileras de árboles frutales. Una ráfaga barrió el sudor frío que se formaba en la parte posterior de su cuello. Ifigenia se congeló. Como una antigua estatua de una diosa griega, se quedó quieta, sin mover un solo músculo. Sus ojos estaban fijos en el hombre sin vida que colgaba de un alto algarrobo a la distancia. Sus pies se balanceaban a medio metro del suelo y su cabeza descansaba sobre su hombro derecho. Dio unos pasos hacia adelante, exhalando profundamente. Sus ojos siguieron la cuerda desde el cuello roto hasta la gruesa rama. Más pasos hacia adelante. Un viejo banco de madera yacía en el suelo seco. Ella se movió hacia un lado, sus ojos llorosos. El rostro del hombre con el que se casó a la tierna edad de diecisiete años. Los ojos azules en los que una vez se perdió, ahora la asustaban. Dos ojos hundidos de color rojo sangre, muy abiertos, decoraban un rostro de pesadilla. Saliva carmesí como serpientes salían de las comisuras de su boca azul púrpura. Ifigenia se sentó en el suelo frente al cadáver que se balanceaba. Cerró los ojos y dejó que sus sentidos viajaran por su tierra. El aroma floral de la primavera pronto sería arruinado por el olor pútrido y oloroso de un cadáver. Los cantos de los coros de los pájaros de abril pronto serían cubiertos por los fuertes gritos de su suegra.

    Pasaron unos minutos antes de que ella pusiera sus pálidas manos en el suelo y levantara su cuerpo y su espíritu. Sin emociones, se tambaleó hacia la carretera y se acercó a Jacobo.

    ‘¡Hola de nuevo! ¿Cómo está Giorgo?’

    ‘Está muerto’, dijo y se mordió el labio inferior. ‘Yo ... no puedo ...’ tartamudeó mientras se sentaba. ‘Por favor, ve a decirle a su hermano’, logró decir en un suspiro de una oración antes de desmayarse frente al traumatizado granjero.

    Dos días después, volvería a desmayarse. Esta vez en los brazos del padre Gregorio mientras la sostenía a un pie de distancia del último lugar de descanso de su esposo. El cielo, aunque primaveral, se vistió para la ocasión. Nubes de color gris oscuro vagaban por encima de la multitud llorando mientras cuatro hombres bajaban el ataúd de madera al suelo. Ifigenia se arrodilló en el suelo blando. Sus dedos recorrieron la tierra. Levantó el puño por encima del agujero y observó cómo el ataúd se asentaba dos metros más abajo. Su brazo derecho temblaba violentamente; sus dedos estaban apretados en un puño, manteniendo prisionera la tierra en su interior. Ella sacudió la cabeza. ‘No puedo...’

    El padre Gregorio dio un paso adelante y se arrodilló a su lado. ‘Ifi, tienes que despedirte. Es tiempo de ...’

    Un trueno cubrió sus últimas palabras. Ifigenia abrió el puño, vio cómo las migajas de tierra caían hacia Giorgo y, justo cuando las primeras gotas caían del cielo, se desmayó en los brazos del padre Gregorio.

    Capítulo 3

    Primavera de 2010 - Londres, Reino Unido

    Susan miraba la pantalla de su teléfono mientras se sentaba sola en su viejo sofá color marrón en el ático de su casa de tres habitaciones. Sus ojos llorosos miraban el cuerpecito sin vida del niño de cuatro años, que yacía boca abajo en la arena dorada mientras el mar Egeo lo arrastraba hacia la costa turca. La noticia le llegó demasiado cerca de su corazón, era demasiado para ella.

    Habían pasado cinco meses desde la última vez que había visto el cadáver de un niño.

    Su pequeño Eugene habría cumplido dos si estuviera vivo. Las lágrimas formaron riachuelos sobre sus frías y pálidas mejillas cuando cerró los ojos. Revivía el momento a menudo. Se paró sobre el colchón de su niño y lo miró a los inmóviles ojos. Gritó frenéticamente como animal, mientras lo levantaba y sacudía su cuerpecito. Estaba frío y tenía un tono blanco enfermizo. La sangre ya no corría por sus venas. Su diminuto corazón ya no latía.

    ‘Mamá? ¿Mamá?’

    El llamado de su hija adolescente la sacó de la pesadilla. Su brazo tembloroso se estiró y encendió las luces, asustando a la oscuridad y al mundo de las pesadillas. Se secó los ojos y se tragó el nudo en la garganta. ‘¿Sí, cariño?’

    ‘¿Dónde está mi chaqueta negra? La dejé en el pasillo y ...’

    ‘En su lugar, Sophia.’

    Silencio.

    ¡Tu armario!’, Continuó Susan.

    ‘Gracias mamá. Eres la mejor. ¡Nos vemos!’

    Unos pasos ruidosos resonaron hacia Susan mientras se imaginaba a Sofia corriendo por las escaleras, saltando de dos en dos. ‘¿Por qué me molesto con las noticias? Todo es pesimismo y desesperación, pesimismo y desesperación’, murmuró Susan mientras dejaba el teléfono en el sofá y se ponía de pie, frotándose la espalda dolorida. ‘Sí, claro, los malditos cuarenta son los nuevos veinte. ¡Que maldita emoción!’

    Sus pies descalzos se deslizaron por sus cálidos mocasines mientras se masajeaba el cuello y se arreglaba el cabello. ‘Ya son las siete’, dijo en un suspiro y se dirigió a su moderna cocina rústica. Susan siempre tuvo buen ojo y corazón para el diseño del hogar. Antes de tener a sus cuatro hijos, nada podía complacerla más que ir de compras para encontrar el mostrador de madera perfecto o el cojín que había imaginado para la sala de estar de un cliente. Dejó su trabajo dos días antes del funeral de Eugene. Andrew la había sostenido en sus fuertes brazos y la miró directamente a los ojos azules mientras acariciaba sus cabellos dorados. ‘No lo puedes dejar. Amas tu trabajo. Los psicólogos dicen que debemos mantener la mente ocupada en esos momentos ...’ Comenzó a recitar algunas estupideces -como Susan se refería a ellas- que había leído en línea. ‘El mundo es gris, frío, espantoso y hostil. Mis ojos son incapaces de ver el color. ¿Cómo decoraré una casa? Soy un recipiente vacío’, respondió borracha.

    El crujido de las salchichas la devolvió a concentrarse en la comida que estaba preparando. Susan los pinchó con el tenedor en su mano y les dio la vuelta. Sus ojos observaron el aceite hirviendo vagar furiosamente por la sartén negra. Puso su palma por encima de ella; el calor atacó su piel. ‘Necesito sentir algo’, susurró, y poco a poco bajó la mano hacia la sartén.

    El fuerte zumbido del timbre la hizo saltar. Dio un torpe paso hacia atrás y respiró con dificultad. ‘¡contrólate, Susan!’

    La puerta principal golpeó contra el tope de la puerta cuando sus bisagras respondieron a la fuerza utilizada por su hijo, Christopher. El chico rubio se quitó los zapatos y aventó su chaqueta en dirección al perchero de metal. Él falló. Su hermana, Maya, se caminaba detrás de él, una sonrisa feliz ocupando permanentemente su rostro redondo. Andrew venía detrás de ellos, sacudiendo la cabeza al ver el par de zapatos y la chaqueta deportiva que arruinaban el orden perfecto de catálogo de su hogar. No se necesitaba mucho para activar su TOC.

    ‘¿Por qué siempre tocas el timbre aun cuando tienes llaves?’

    ‘¡Oye, ma! ¿Qué hay para cenar?’ preguntó Christopher, ignorando su queja.

    Susan forzó una gran sonrisa en su rostro cansado. Acarició el cabello de su hijo y le besó la frente. ‘Estás de muy buen humor’.

    ‘Rompí mi récord personal hoy. ¡Cincuenta y seis segundos!’

    Susan abrazó a su extasiado hijo. ‘Es increíble. ¡Bien hecho, Christopher!’

    Christopher jaló una silla de madera con puntas de aluminio y se dejó caer dramáticamente sobre ella. ‘Pero, no respondiste a mi pregunta.’

    ‘Salchichas, repollo y papas fritas. ¡Tu comida favorita!’

    ‘Susan sintió dos bracitos rodeando su pierna derecha. ‘¡Papas fritas!’, Repitió su hija de tres años.

    ‘Pero miren esto, hola, mi bebé. ¿Cómo estuvo tu día?’

    Maya respondió con un baile. Caminó de puntillas a lo largo de la cocina, girando su cuerpo mientras su cabello se arremolinaba, cubriendo su rostro.

    ‘Tomaré eso como una buena señal’, comentó Susan, con los ojos fijos en su esposo que entraba con la chaqueta y los zapatos de Christopher. Los arrojó sobre el regazo de su hijo. ‘Esto’ - agitó los brazos trescientos sesenta grados - ‘no es una pocilga. Ve a dejarlos a tu habitación.’

    Christopher volteó los ojos hacia arriba pero no dijo nada. Arqueó la espalda y arrastró los pies pasando junto a sus padres.

    ‘Y lávate las manos,’ añadió su madre, mientras aceptaba un suave beso en la mejilla. ‘¿Dónde está Sophia?’ preguntó Andrew mientras permanecía cerca de ella, masajeándole la espalda. Susan se quedó quieta. ‘En casa de Katie, al final de la calle. comerá ahí y regresará a

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