Jahuay
Por Carlos Modonese
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Un guitarrista vasco que ha migrado desde Hondarribia (España), una mesera colombiana oriunda de Medellín, un sacerdote peruano culpable de un crimen y un barman de origen andino, se encuentran en Jahuay, viejo restaurante enclavado en Chincha, un lugar ubicado en la costa del Pacífico sur. El mar, el calor, la arena cargada de recuerdos vibran mientras sus vidas llenas de búsquedas, de secretos, de resentimientos y de sed de venganza, se cruzan en ese lugar árido y decadente, donde parece que la vida se ralentiza hasta el extremo de desaparecer. Todos ellos huyen y, desde su desesperanza, tratan de encontrar ese pequeño espacio donde la paz logre dibujar un mundo mejor, un paraíso, aunque sea uno minúsculo, en el cual puedan dormir pensando que, tal vez, sí les sea posible imaginar un mañana.
Carlos Modonese
Carlos Modonese (Lima, Perú, 1975). Licenciado en Economía en la Pontificia Universidad Católica del Perú, ha colaborado con la revista de rock Phantom Magazine y con el diario independiente Confusión. Después de realizar una carrera en Marketing durante diez años en una multinacional, en el 2009 decidió abandonar la vida corporativa y viajar a España para perseguir su sueño de convertirse en escritor. Allí realizó estudios en Fuentetaja Literaria, Escuela de Escritores y tiene un Máster de Creación Literaria en la Escuela Contemporánea de Humanidades (Madrid). En el 2012 publicó su primer relato en Madrid, «Piedras verdes», y ha colaborado para varios medios en diversos países como El Debate 21 (España), Sub-urbano (Miami), About.com (New York), La Tercera (Chile), Cosas Hombre (Perú) y Etiqueta Negra (Perú). Errante infatigable, ha vivido en Lima, Chincha, Cochabamba, Sao Paulo, Bogotá, Medellín, Hondarribia, Pucón y Madrid; ciudades grandes y pequeñas, metrópolis y pueblos, las mismas que han contribuido a su imaginario como escritor. Jahuay es su primera novela.
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Jahuay - Carlos Modonese
Un guitarrista vasco que ha migrado desde Hondarribia (España), una mesera colombiana oriunda de Medellín, un sacerdote peruano culpable de un crimen y un barman de origen andino, se encuentran en Jahuay, viejo restaurante enclavado en Chincha, un lugar ubicado en la costa del Pacífico Sur. El mar, el calor, la arena cargada de recuerdos vibran mientras sus vidas llenas de búsquedas, de secretos, de resentimientos y de sed de venganza, se cruzan en ese lugar árido y decadente, donde parece que la vida se ralentiza hasta el extremo de desaparecer. Todos ellos huyen y, desde su desesperanza, tratan de encontrar ese pequeño espacio donde la paz logre dibujar un mundo mejor, un paraíso, aunque sea uno minúsculo, en el cual puedan dormir pensando que, tal vez, sí les sea posible imaginar un mañana.
Booktrailer
Todos los derchos reservados.
© Carlos Modonese, 2015
© Editorial Casa de Cartón, 2015
© Editorial Casa de Cartón Perú, 2015
www.casadcarton.es
www.casadcarton.com
Primera edición en libro electrónico: mayo, 2015.
ISBN: 9788494302732
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Servicios editoriales Eclipsa
JAHUAY
Carlos Modonese
LOGO CASA DE CARTÓN ebookDedicado al dragón
que me ayudó a escalar
la montaña invisible.
Para que esta historia tenga un final feliz, como en la vida,
hija mía, hace falta un sacrificio.
Dicho de otro modo: la desgracia de alguien.
No lo olvides nunca: cada felicidad engendra dos desgracias (…)
la dicha de unos produce la desdicha de otros. Es triste pero es así.
Atiq Rahimi, La piedra de la paciencia
No existe la libertad, sino la búsqueda de la libertad,
y esa búsqueda es la que nos hace libres.
Carlos Fuentes
UNO
1
En el malecón, al final de la tarde, los rayos del sol ya no queman. Calientan las sonrisas serenas de padres e hijos y las de algunas parejas que se abrazan. Todos cierran un semicírculo alrededor de Koldo, como si quisiesen mantener viva la lumbre de su hoguera musical. Y, como si supiese el momento exacto en el que finaliza la melodía, Yin se pone sobre sus cuatro patas, levanta el gorro rasta con el hocico y se acerca a la gente. Al caer las monedas, la perra da una vuelta moviendo la cola.
Con la espalda apoyada en el poste de luz, Koldo no le pierde el rastro. La sigue con sus ojos azules; los párpados a media asta, cansados de melancolía. Y al terminar la última canción, retira la maraña de pelos que le cubre la cara y saca a tientas la bota de vino de su abrigo de pana. Yin deja el gorro de lana en el suelo y levanta su mirada amarilla. Al desenroscar la tapa del cuello de la bota, bebe un trago y se inclina.
—Eskerrik asko, compi. Muy bien hecho —le pone un trozo de pan en el hocico.
Se arrodilla, pero la luz mortecina del poste hace imposible contar el dinero. Enciende una linterna y separa las monedas por el color y el tamaño.
—Hecho, Yin. Hoy tenemos cena.
Se pone la gorra rasta y empuja dentro sus greñas secas, que cuelgan como si fuesen las patas de una araña gigante. Acomoda la guitarra a su espalda y empieza a caminar por el malecón. Yin va delante, con la cabeza erguida, paseando su negra figura mientras olisquea los basureros de lata. Koldo entona suavemente una canción.
Jainkoak emaiten du
hainbeste aholku
urtearen barruan
asko heldu jaku…
De pronto, un cálido olor a langostinos los distrae. La perra sigue el aroma que sale por la ventana de un restaurante. A Koldo le parece que su estructura circular con el techo cónico de paja era muy parecida a los tambos incaicos que había visto en algunas postales, pero construido con ladrillos de barro en lugar de piedra. Koldo sonríe al leer el nombre del restaurante en un cartel sobre el techo de paja, con letra corrida en tubos de neón color fluor. Afuera, un toldo azul marino cubre del sol a cuatro mesas blancas rodeadas por palmeras de plástico.
—¡Yin, ven acá! —va detrás de ella, que se mete debajo de una de las mesas.
—¿Y este pibón, quién es? —una mujer se agacha para darle un trozo de pan a la perra.
Qué culo, por Dios, musita Koldo y da un paso adelante; sin embargo, una señora rolliza vestida de negro sale del local con un palo de caña en la mano y lo hace retroceder.
—¡Carajo, largo de aquí!
Yin sale corriendo con el rabo entre las patas y se esconde detrás de Koldo.
—Es solo una perra, joder.
—Pues no los quiero aquí dentro —le clava sus ojos de batracio y luego se vuelve a la morena—. ¿Qué haces alimentándolos?
Koldo se pone en cuclillas y le habla al oído:
—No hagas caso, Yin. A esta lo que le hace falta es un buen polvo.
Al final del malecón hay un local con un cartel de Coca-Cola que dice «Chifa Roberta». Al frente, un pequeño muelle se interna en el mar como una lengua de madera. Koldo entra en el chifa que es alumbrado solo por un farol de aceite. La china Roberta lo reconoce y, sin preguntar, pone dentro de una bolsa dos porciones de arroz chaufa. Su cara es redonda y tiene un par de dientes salidos, como si estuviese mordiendo una cucharilla de helado. Casi siempre está de buen humor la china, piensa Koldo, excepto cuando se le debe pasta. Es como si su aparente bondad fuese absorbida, de repente, por el alma maligna de su gato negro.
Koldo pone las monedas sobre el mostrador y recibe la bolsa con la comida.
—¿Por qué nunca enciendes la luz, Roberta? Apenas se puede ver aquí.
—¿Cuándo me vas a pagal lo del mes pasado, Koldo?
—Dame dos semanas, por favor.
Y al decir esto se escucha un fuerte maullido. El aspecto salvaje del gato ha erizado la piel de Yin, que empieza a ladrar dando brincos. El gato no se mueve ni un ápice. Agur, dice Koldo, ¡Vamos, Yin!, y sale de la tienda.
Al final del muelle, sobre un pasillo de tablones húmedos y salinos, una docena de botes de colores parecen reposar boca abajo. Koldo desanuda el suyo, lo lanza al mar y salta con Yin entre sus brazos. La perra se pone en la proa con las patas delanteras en el borde, como si fuese el capitán del navío. Comienza a remar entonando la misma canción que le solía cantar su madre en la infancia cada vez que cruzaban en ferri la bahía de Txingudi, desde Hondarribia hasta Hendaya.
Jainkoak emaiten du
hainbeste aholku
urtearen barruan
asko heldu jaku
batzu alaiak eta
beste batzu mutu
Kukuak primaberan
egiten du kuku
biziaren esperantza
erakartzen dauku.
Mientras el bote se aleja de la orilla, observa cómo lo acompaña el litoral chinchano hasta llegar a la desembocadura del río seco que, a esas horas de la noche, la marea ya ha llenado de agua, como si fuese una pequeña bahía.
Tras veinte minutos remando, Yin, con las patas apoyadas sobre el borde de la proa, avisa con un ladrido. Bajo la luz de la linterna de Koldo aparece una circunferencia enorme, el símbolo taoísta pintado en la proa de una gran barca anclada, que tiene el mástil mayor roto por la mitad. Antes de trepar a la barca, coge a la perra del lomo y la lanza sobre la cubierta. Una vez arriba, levanta el bote tirándolo de una soga y lo deja en la popa.
Ya en la escotilla, pone sus manos en la cintura y aspira el aire fresco de la noche. Observa el reflejo de las estrellas, salpicadas como brillantes trufas blancas sobre el mar. Esa desembocadura del río es como su pequeña bahía de Txingudi. En ese momento su cabeza se llena de aquellas frescas noches de verano en Hondarribia, cuando de niño caminaba con sus padres por el malecón. ¡Cómo disfrutaba de la brisa fresca del mar Cantábrico! A su padre, que iba siempre delante, se le enrojecían las mejillas cuando el viento le pegaba en la cara. Sonríe al recordar su txapela en la cabeza y sus gruesos brazos cruzados a la espalda. Su mirada siempre al acecho, sobre aquella bahía cuyas aguas bañaban las orillas de Hondarribia y Hendaya, dos pueblos unidos por la lengua vasca y, al mismo tiempo, divididos por la historia bélica entre España y Francia.
Unos metros atrás, la madre de Koldo seguía con atención sus pasos, y él no despegaba la mirada de esas barquitas ancladas y quietas.
—¿Por qué los amarran, amatxo? —preguntaba a su madre.
Y ella, siempre alerta, se inclinaba y le decía al oído:
—Están descansando, hijo. Mañana saldrán a nadar todo el día. Y volverán a ser libres.
Desciende por la escotilla y pone el arroz en una olla ennegrecida. Después de calentarlo en una cocina de gas de una hornilla, vuelve nuevamente a la popa. Deja un plato de arroz chaufa sobre el piso.
—Despacio, Yin, ¡que te atragantas!
La perrita levanta el hocico lleno de granos, pero vuelve enseguida al plato. Koldo se sienta en la tumbona y pone la olla sobre sus rodillas.
—¡Hostia, qué bueno está esto, compi! Y yo que pensaba que el arroz chaufa iba a ser tan cutre como el arroz tres delicias, el de toda la vida. Ese que preparan los chinos en España.
Abre las bolsitas y echa las salsas negra y roja encima del arroz. Desde que vio a los peruanos haciéndolo, esa mezcla agridulce de soja y tamarindo convirtió al chaufa en su cena de todos los días. Y a solo cinco lucas, cholito, como dicen aquí.
Después de rascar los últimos granos de la olla, coge una caja de vino del suelo y llena la bota. Bebe un sorbo y se deja caer sobre la tumbona. Desde ahí contempla extrañado esa hilera de montañas áridas que sobresale detrás del pueblo, como si el pecado de esta tierra bañada por el Pacífico hubiese sido tan grande, que el mismo Creador se encargó de prenderle fuego a toda la vegetación. Nada tienen que ver con las montañas vascas, de prados verdes y colinas frondosas. Koldo siente tranquilidad, como si esa especie de fortaleza chinchana lo protegiese del mundo que había conocido.
2
A las ocho de la mañana, Atuq espera el bus a Chincha debajo del puente de Atocongo. Atuq mira a toda la gente que espera el bus con maletas, bolsas y cajas. No sabe en qué momento todo se fue a la mierda en el hotel Bolívar, pero lo que sí tiene claro es que apenas vuelva a Lima, llamará a un amigo que antes trabajaba de chef en el hotel y que ahora está bien parado en el restaurante La Rosa Náutica. Este pata me debe un favor, se decía lanzando un escupitajo al suelo; que me haga un hueco donde sea.
Cuando el bus se detiene en Atocongo, unas cuarenta personas se abalanzan sobre la puerta del vehículo. Al llegar Atuq al final del pasillo, en la última fila, una guapa morena le deja libre el espacio de en medio.
—Juan Camilo, córrase —le dice a un niño de piel aceitunada que duerme sobre su hombro—. Vamos, no sea necio, que el señor quiere sentarse.
El niño se frota un ojo, se arrincona y continúa durmiendo con la cabeza apoyada en la ventana. Una vez acomodado, Atuq examina a la morena disimuladamente. Al bajar la mirada ve que una camiseta azul con flores amarillas ciñe sus senos pequeños y erguidos, como los picos de dos palomas. Ella se da cuenta de que la está observando
—¡Eh, Ave María!, este calor me está matando —se echa aire con un abanico de papel blanco grabado con rosas. Se pone de rodillas en el asiento y forcejea con la ventana, para abrirla—. Ay, no, esto sí es imposible.
Atuq piensa en ayudarla, pero desiste ante el espectáculo de verla arrodillada con la espalda descubierta. La larga cabellera rizada deslizándose por la línea de la espalda. Una nervadura de color bronce que, al llegar a la cintura, cede al quiebre monumental de las nalgas. Cuando ella finalmente consigue abrir la ventana, se vuelve con una sonrisa satisfecha que hunde los hoyuelos de sus mejillas.
A Atuq lo sorprende, como pidiendo permiso, una leve erección. Le pregunta si vive en Lima. Fui para hacer un papeleo, le responde ella, pero no me hable, por favor, que he estado dando vueltas todo el día. Se apoya en la espalda de su hijo y se queda dormida. ¿Cómo no tiré ayer, carajo?, se lamenta. Pero la desazón se pronuncia aún más al recordar esa conversación telefónica que escuchó de su jefe. Y cuando empieza a pensar en esto, el sueño abate sus párpados y se queda dormido.
Era la una de la madrugada y las luces del bar del hotel seguían prendidas. Después de lavarse las manos, Atuq exprimió el jugo de dos limones y lo vació en la licuadora, donde ya esperaban el hielo, el azúcar y el pisco. Después de echar la combinación de color lima en un vaso grande, y mientras moteaba la espuma con amargo de angostura, caminó hacia la pared atestada de fotos. Hizo un brindis por don Jacinto Luna, quien aparecía abrazando al gran cholo Sotil. El vidrio de la foto reflejaba la mirada adusta en el rostro esquinado de Atuq, rasgos muy similares a los del ídolo aliancista. Al lado, en otra foto, don Jacinto Luna parecía estar contando un buen chiste a Ava Gardner, que reía con naturalidad, cubriéndose el rostro con esa mano delgada y fina, y los dedos largos, como el ala de un ángel. Tomó un par de pisco sours y se volvió loca. Se quitó los zapatos y bailó marinera aquí mismo, sobre la barra, le contó alguna vez.
Arriba del todo, brindaba con Ernest Hemingway. Ambos tenían una pipa en la boca. Cuando se aburría de pescar merlines en Cabo Blanco, venía a Lima a buscar mis pisco sours. Nunca he visto a nadie beber tantos de un solo tirón.
Cómo le agarró cariño don Jacinto. Y Atuq, por supuesto, lo quiso como al padre que nunca conoció. Desafortunadamente, el corazón de don Jacinto se había detenido unos meses atrás. Una mañana de domingo la señora de la limpieza lo encontró muerto en una habitación del hotel. Su sonrisa era plácida e iluminada, después de haber entregado su último esfuerzo erótico a dos prostitutas de lujo. Ese había sido don Jacinto, el protagonista de una vida dedicada al coctel peruano, de una vida en fotos que Atuq repasaba en silencio.
Al empinar el codo liquidó la espuma ácida del pisco sour. Ahora, a tirar como Dios manda. No obstante, cuando ya se iba, escuchó la voz del gerente que escapaba de la puerta entornada de su oficina.
—Sí, hermano, el cholito es bueno, pero está verde todavía. El hotel Bolívar necesita a un tipo con la experiencia de Luna. Así que cuando tengas visto a alguien, mándamelo.
Al escuchar esto tragó un nudo de saliva y salió del hotel. Cabizbajo y con las manos en los bolsillos atravesó el lustroso suelo de la plaza San Martín. ¿Y ahora qué mierda voy a hacer? Al enfilar hacia el jirón Cailloma, alzó la vista a un tercer piso en el cual se veían las cortinas de encaje crema. Amagó detenerse, pero siguió caminando hasta su pensión. ¿Con qué ganas voy a meter un polvo, si me van a echar? Y encima, mañana me tengo que ir a Chincha.
Atuq se levanta de golpe. Piensa que ya ha llegado, pero el bus ha hecho una parada en Cañete. Un violento olor a cebolla recorre el pasillo. Butifarra a cincuenta céntimos, chirría una señora