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La ironía de su nombre
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Libro electrónico901 páginas13 horas

La ironía de su nombre

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En medio de un tiempo sombrío de posguerra, Engracia se abre camino dejando a su paso una niñez robada por el infortunio y la miseria humana.
Descarnada, es la rúbrica de una historia real donde una vorágine de emociones y sentimientos, como el desconsuelo desgarrador y la crudeza del relato, se entremezclan con la perspicacia, sagacidad y desparpajo de una joven que solo quiere poder caminar hacia adelante.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 ago 2020
ISBN9788418398667
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    La ironía de su nombre - Soledad Arenas

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Soledad Arenas

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-18398-66-7

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    1

    Almagro, primavera de 1940.

    Todavía humeaban las gachas en la descascarillada fuente de barro. Hacía poco rato que la abuela Elvira las retiró, con cuidado de no quemarse, de las candentes trébedes.

    La fuente de gachas coronaba una desvencijada mesa. Tres sillas en disonancia entre ellas hacían corro ante la vetusta mesa.

    Sentada en la silla más alta, Engracia esperaba con hambre lobuna a que se tibiaran.

    Contaba ya cinco años y aunque era alta y flacucha, los pies aún le quedaban colgando de la silla. Los balanceaba en un vaivén frenético intentando en vano adelantar el momento de poder echarse algo a la boca. Su madre Manuela le regalaba una bendecida sonrisa sentada en la vieja mecedora mientras amamantaba a su hermana Josefa.

    —¿Por qué no comemos ya? —inquirió Engracia mirando a su madre.

    —Esperaremos un poco más al abuelo —aclaró Manuela.

    La mecedora en un sincronizado balanceo emanaba de los bajos un soniquete cansino y monótono. El ritmo adormecedor y el roce tibio del pecho de su madre, sumergían a su hermana Josefa en un plácido letargo.

    La mortecina y vaporosa luz del único candil pintaba sombras fantasmagóricas en unas paredes abotargadas de humedad. Espirales humeantes ascendían lánguidamente hacia el techo que descansaba de puntillas en una hilada de vigas heridas de muerte por la carcoma.

    La longeva casa de dos plantas, enorme patio central, cueva y un corral que custodiaba un pozo de piedra, eran posibles de doña Josefina, apodada «la loca». Viuda desde hace años, moraba en la planta alta. Su casa, bien amueblada, sin grandes lujos, pero muy confortable, distaba un abismo de la arrendada planta baja con derecho a dos habitaciones. Una cocina y una alcoba con puertas que desembocaban en el empedrado patio.

    La noche borraba los colores. Miles de luces destellantes se filtraban por la oscura tela de un cielo raso y nítido.

    El quejoso chirriar de la descuadrada puerta de la cocina dejaba pasar a Rita. Emergía de la oscuridad del patio portando un cubo de cinc lleno de agua sacada del pozo. Engracia sonrió animadamente a su tía e hizo ademán de ayudarla. Rita con un leve movimiento de cabeza rechazó el ofrecimiento de su sobrina y se lo agradeció con un guiño.

    A Engracia y Rita las unía no solo el parentesco. Siempre unidas, se adivinaba una afinidad y complicidad solo separada por los siete años de diferencia entre ellas.

    Un incipiente repicar de cascos se filtraba por la entornada ventana martirizando sin compasión los adoquines de la calle Bolaños.

    El abuelo Agustín arribó ante el portón de la casa y se apeó del viejo borrico.

    Con aspecto cansado y compungido se adentró en el patio, no sin antes dejar el borrico bien atado en el corral.

    Se quedó parado unos instantes ante la puerta de la cocina y respiró hondo. A continuación, forzó una sonrisa y empujó la puerta con brío. Una mezcla de aromas a gachas y a familia le embriagó, blandeando los ajados surcos de su rostro.

    Al ver aparecer al abuelo, a Engracia se le iluminó el semblante.

    —¡Abuelo, tengo hambre! —proclamó ella, mirándole con el ceño fruncido.

    —Yo también, mi niña… yo también —reiteró el abuelo Agustín—. Ahora voy a hacer buena cuenta de esa fuente de gachas, yo solo —dijo, mirando de soslayo a la niña, esperando su reacción.

    Rompieron a reír los dos al unísono, uniéndose a coro las mujeres de la casa.

    Se sentaron todos alrededor de la mesa. Las viandas de esa noche consistían en un cuarterón de pan y las gachas medio frías, amén de que hoy podían congraciarse con un poco de pan blando.

    Hacía demasiado tiempo que la carne no circulaba por sus enclenques estómagos. Los estofados de carne que preparó la abuela semanas antes fueron gracias a uno de los borricos que enfermó y murió en las cuadras del amo Nicasio. Mandó enterrarlo y rociarlo con cal viva, pero el abuelo Agustín demandó poder llevárselo a su casa para alimentar a su familia.

    Manuela arrastró la mecedora por el suelo de yeso para sentarse junto a Elvira, su anciana madre. La pequeña Josefa seguía durmiendo plácidamente en brazos de su joven madre. Engracia, frente a ella, comía con fruición sentada, como de costumbre, en el regazo de su abuelo.

    Mientras se metía la cuchara a rebosar en la boca, la abuela Elvira no dejaba de estampar sus ojos en su marido. Sabedora de que esa excitación y la verborrea que se estaba gastando Agustín escondían una incertidumbre y desazón, solo detectadas por ella.

    Él miró de reojo a su mujer. Sabía que no podía engañarla, inútil seguir esquivando su diligente mirada. Antes de que su mujer le acribillara a preguntas, decidió romper el sonido de palabras vanas y cucharas machacando la fuente de barro.

    —El capataz ha comentado que el amo no nos pagará el jornal hasta finales de la semana que viene —dejó caer el abuelo Agustín, con voz entrecortada.

    —No te preocupes, saldremos adelante —apuntó la abuela Elvira, con la contestación preparada a lo que ya adivinaba.

    —Sí pero el alquiler… —musitó él.

    —Ya se buscará la manera de pagar a doña Josefina, ya hemos pasado por esto —sentenció la mujer, brindándole un poco de sosiego a su marido.

    Agustín Martínez trabajaba el campo de sol a sol. Tierra que, aunque no era suya, cuidaba y mimaba como si fuera propia. Mas tantos cuidados eran recompensados con un mísero jornal y el no poderse agenciar ni un tomate demasiado maduro. El amo pasaba revista todos los días a los zurrones de los gañanes y braceros al acabar la jornada.

    Manuela escuchaba, callada, la tibia conversación que mantenía su madre con su afligido padre.

    El remordimiento le hizo clavar la mirada en el suelo. Muchas de las penurias que padecían se mitigarían si la mayor parte de su jornal no lo precisara para otros menesteres, ajenos al bienestar de la casa.

    El anciano invitó a rematar las últimas cucharadas a Engracia y a su hija Rita, con el beneplácito de sus madres.

    Mañana se les antojaba un día largo y aciago. Imposible sortear a doña Josefina, ávida por hincar sus afiladas y ponzoñosas palabras al primero que se topara con ella.

    Un aire cargado de aprensión e incertidumbre empezaba a anegar la habitación.

    —Lo mejor es irse a descansar —sugirió la abuela Elvira, intentando dar quietud y sosiego.

    —Sí, será lo mejor —convino el marido, con voz quebrada y cabizbajo.

    Sumergidos en la azulada tiniebla que mostraba el patio, avanzaban en procesión. El abuelo Agustín, nombrado siempre avanzadilla, portaba en la mano un candil de aceite. Un halo mortecino envolvía la trémula llama impregnando el patio de una débil luz amarillenta. Apenas se alcanzaba a ver a un palmo.

    Un hedor a humedad abofeteó al abuelo al abrir la puerta de la alcoba. Dejó el candil en el suelo de yeso y procedió de soslayo a dejar paso a su familia.

    Las sombras alargadas estampadas en la pared, se fundían con los manchurrones ennegrecidos por el moho. La humedad reptaba por la tosca y desnuda pared tejiendo una maraña de oscuro verdín que llegaba a la altura del picaporte de la puerta. Contra la pared yacía una antañona y destartalada cama de matrimonio perteneciente a los abuelos y bendecida por una cruz de madera que pendía de la pared donde descansaba el cabecero. A la derecha y postrados a los pies de esta, dos raquíticos y fenecidos camastros.

    Hacinadas en la cama de matrimonio siempre dormían Engracia, su abuela Elvira, la pequeña Josefa y su madre Manuela. Cuando asomaba el ardiente verano, Engracia se bajaba a dormir a los pies de la cama, anhelando que se colara un soplo de aire fresco entre los cuerpos sudados y la apelmazada borra del colchón.

    El abuelo reposaba sus cansados y gastados huesos en uno de los menguados y chirriantes camastros, a los pies de su mujer. Y en el otro catre, descansaba su hija Rita.

    Larga noche para los que fondean en un mar donde las embestidas son de miseria y desasosiego.

    Amanecía. Un vapor humeante exhalaba de los húmedos tejados evaporando el relente ante los primeros rayos cobrizos que traía el alba.

    Cuando Engracia se despertó, advirtió que se encontraba sola en la alcoba.

    De un brinco saltó de la cama, salió descalza y corrió hacia la cocina con tal brío que se estampó de bruces con doña Josefina. La niña quedó sentada en el suelo ante la inquisitiva mirada de la añosa mujer. Sin tentativa de ofrecerle la mano para que se levantara, su único gesto fue sacudirse la falda. Acto seguido la esquivó con sus acartonadas carnes y, sin miramiento ninguno, siguió su camino. A los pocos pasos, paró en seco y giró la cabeza dedicándole una maliciosa sonrisa por la que asomaron de necesidad unos desvencijados y amarillentos dientes. Una lengua de frío lamió la nuca de Engracia, mientras la llamada de las campanas de la iglesia Madre de Dios apresuraba los pasos trotones de doña Josefina, que ya traspasaba el portón de la casa y se perdía por las calles del pueblo.

    Entró en la cocina como alma lleva el diablo y sin mirar a nadie se sentó en una silla.

    —¿Qué ocurre, Engracia? —inquirió la abuela, notando su zozobra.

    —He tropezado con el empedrado del patio —murmuró la niña intentando calmar el corazón que cabalgaba como un caballo desbocado.

    Rita se encontraba en el corral aliviando sus necesidades fisiológicas. En una esquina del enorme corral se encontraba un muladar donde iba a parar la poca basura de la casa y el alivio de todos los de la casa incluyendo el de doña Josefina.

    Manuela intentaba ablandar en la leche el mendrugo de pan que requisó y guardó ayer en la alacena para ofrecérselo esa mañana a la pequeña Josefa.

    Con un escobillo, la abuela, apartaba la ceniza caliente a un lado de la chimenea. Se disponía a depositar en el suelo candente porciones de un acuoso engrudo hecho con harina y agua.

    —Abuela, ¿ya no queda leche? —preguntó Engracia, con voz lastimera, mirando a su hermana que acababa de beberse el último sorbo.

    —¡Te estoy preparando unas tortitas de harina como a ti te gustan! —Ofreciéndole una entusiasmada sonrisa e intentando llamar la atención para distraerla.

    Engracia esbozó una sonrisa que más bien era de resignación que de satisfacción por el acontecimiento.

    —Con un poco de azúcar, abuela —apuntó la niña.

    —¡Desde luego que sí! —proclamó la abuela, satisfecha.

    Mientras la abuela Elvira recogía la mesa, Manuela, en una desconchada palangana, mojaba y peinaba su pelo recogiéndoselo para atrás con un bonito zorongo. Algunas pequeñas manchas que llevaba en la blanquecina y ajada falda las disimulaba mojándolas y espolvoreándolas con harina. Engracia emulándola se mojó y peinó el pelo negro azabache como el de su madre.

    Hoy acompañaría a su madre a la Casa de Correos.

    La abuela y Rita se dedicarían esa mañana a tejer encajes de bolillos y echarle un ojo o dos a la revoltosa Josefa que siempre andaba enredando en la caja de bolillos. Necesitaban granjearse con premura unos reales, conteniendo así la cólera hecha palabra que siempre emanaba de la boca de doña Josefina. Acabar los encajes y venderlos, significaba ofrecerle unos días más al abuelo para que el amo se dignara a costear su sudor por unas merecidas monedas.

    A primeros de cada mes, la misma escena.

    El metódico ritual de su madre embelesaba a Engracia con divina contemplación. El meticuloso orden y apilamiento de las viandas no perecederas como latillas en conserva, una ristra de chorizos secos, bacalao salado y tabaco. El desmesurado mimo con que cerraba y ataba con cuerda de pita el abultado y pesado paquete, confiando en que llegara a manos de su destinatario en las mejores condiciones posibles.

    Los efluvios choriceros que emergían traspasando el cartón anegaban de saliva y hambruna la boca de la niña. Se le antojaban manjares y exquisiteces imposibles de encontrar en casa y menos en su estómago. Sabedora de que no era para ella, se deleitaba pasando su pequeña nariz una y otra vez por el paquete cerrado con un concienzudo doble nudo, imposible de desatar si no era pasado a cuchillo.

    Salió Manuela de puntillas al patio, atisbando la barandilla del corredor de doña Josefina.

    —Madre, no se apure, se ha marchado a misa —aclaró Engracia, tranquilizándola.

    Ya, con paso sosegado y ligero, abordaron la plaza del pueblo en dirección a la Casa de Correos, sita en la calle José Antonio.

    La mañana prometía un cielo algodonado donde se escapaban haces de luz ámbar. Una suave brisa serpenteaba las calles arreciando por las esquinas del pueblo.

    Portaba en la cadera casi todos los honorarios que percibía ofreciendo sus servicios como sirvienta en la casa de los Gorreros, que regentaban una zapatería en la planta baja en la misma calle donde se ubicaba la estafeta. Aunque no eran mucho las cuatro pesetas que Manuela ganaba a la semana, estaba contenta pues gozaba del respeto y afecto de los dueños de la casa.

    Casada dos años antes de estallar la Guerra Civil con Joaquín Garrido. Un paisano de ideas contrarias al régimen y que acabada la larga y atroz contienda le encarcelaron. Cumplía condena en el Puerto de Santa María, Cádiz.

    El paquete viajaba lejos, a los fuertes y anhelados brazos de su amado marido, que lo esperaba con ansia y premura todos los meses.

    Después de parar cuatro veces para descansar del peso y volver a coger impulso, llegaron a su destino.

    Engracia consideró la pesada y abigarrada puerta de la casa de Correos. Que cediera a la primera se le antojaba más deseo que fe. Manuela apoyó suavemente la mano y la puerta se abrió ante la pequeña, contra todo pronóstico.

    Una mezcolanza de olores a sudor, papel y loción para después del afeitado, en este orden, dejó los pies clavados en el brillante suelo a madre e hija.

    Fijó los ojos en la ventanilla para franqueos, suerte que no esperaría turno, pues se hallaba vacía. Se adelantó Manuela con paso indeciso y sobre el mostrador depositó el paquete henchido de comida y de amor.

    Engracia la siguió sin desprenderse de la mano de su madre.

    Al otro lado de la ventanilla, un escribiente que no les quitó ojo desde que cruzaron por la puerta. Su pelo ungido de brillantina, intentando en vano disimular el arado de surcos desnudos y brillantes que dejaba la falta de pelo. La chaqueta dos tallas más grande. Las solapas de esta, saturadas de brillos, culpa de la plancha directa sin usar paño húmedo. Con ínfulas de notario, las últimas tres semanas se ocupaba de atender en ventanilla, cara al público.

    Asomando una arrogante sonrisa la miró de arriba abajo con altivez y desdén.

    Adivinando su abultada intención, el funcionario le alargó el impreso para que comenzara a completar los datos. Manuela se quedó un instante mirando el papel, apretó la mano de su hija, tragó saliva e intentó que de la boca saliera su voz lo más eufónica posible.

    —Buenos días, si fuera tan amable de rellenar el papel, pues no sé leer ni escribir —rogó, con una almibarada sonrisa.

    Él se aproximó lentamente al cristal y chasqueó la lengua en fingido pesar.

    —¿Qué se cree usted? Yo estoy aquí para algo más que para entretenerme en escribir sus míseros datos. Llévese el impreso y vuelva otro día con los datos ya escritos —instó, con voz aguardentosa, dándose media vuelta con intención de marcharse a uno de los despachos ubicados al fondo.

    De pronto apareció como por ensalmo don Eladio Buendía, oteando por el cristal y deleitándose con el reflejo que le devolvía el cristalino de sus ojos.

    Aunque para Manuela, en estos últimos tiempos, su aspecto no primaba en su día a día, siempre enfundada en blusas y faldas amplias, su singular belleza y su estilizada silueta no pasaban desapercibidas.

    Don Eladio Buendía caminaba al filo de los cuarenta y cinco años. Con aspecto abotargado, dando fe de comer carne siete días a la semana. Con un traje gris marengo, subyugando los pocos botones que podía abrochar la chaqueta.

    El crápula se acercó y con ojos de araña ojeó a su presa, relamiéndose.

    Manuela, azorada ante tamaña contemplación, las palabras se le amontonaron en la boca y murieron antes de salir.

    Engracia aunque pequeña, pero muy avispada, notó la desazón de su madre.

    —Madre, vámonos a casa —musitó, amedrentada, sin dejar de mirar a don Eladio.

    La actitud de la niña envalentonó a Manuela.

    —Sabe usted que traigo todos los meses mi paquete. Y siempre hay un señor muy amable que me rellena el papel —explicó, buscando algo de complicidad.

    —¡Cecilio Montesinos! ¡Haga el favor de rellenar ese impreso, inmediatamente! —ordenó de pronto, con ojos iracundos.

    —Al instante, don Eladio —obedeció el empleado, intentando esquivar su mirada.

    Y con gran eficacia y rapidez se dispuso a rellenarlo.

    —Manuela, sabe usted que estoy a su disposición las veinticuatro horas del día —ofreció con tono servicial, guiñándole un ojo acompañado de una grasienta sonrisa.

    —Muchas gracias, don Eladio, pero no necesito nada más —sentenció, intentando disimular el hastío que le producía su sola presencia.

    Recogió el resguardo, se encaminaron hacia la salida con pasos apresurados e invadieron la calle de estampida.

    Más tranquilas, caminaron el corto trayecto hasta llegar la puerta de la zapatería de los Gorreros. Entraron en la tienda donde ya las esperaba doña Valeria esbozando una placentera sonrisa.

    Sobre el mostrador, unas alpargatas nuevas aguardaban a Engracia y a su hermana, por cortesía de la casa.

    Imposible sacarle más uso a las que llevaba puestas. Las suelas partidas en dos sujetas por cuatro lañas, amén de las tres veces que se había cambiado la raída y descolorida tela por viejos retales. La abuela Elvira solía llevarlas a la alpargatera del pueblo, sito en la calle Padre Bendito, para que cosiera aquella tela a la suela por veinte céntimos.

    Doña Valeria estaba al corriente de la situación que se vivía en casa de Manuela e intentaba ayudar ofreciéndole de lo que más abastecida se encontraba su casa, de alpargatas.

    Engracia se dispuso a ponérselas con una sonrisa de oreja a oreja.

    —Ahora, Engracia, marcha para casa y llévate las alpargatas de Josefa, yo ya me quedo aquí a la faena —explicó a su hija, mientras contemplaba cómo saltaba de alegría con sus alpargatas nuevas.

    Al entrar al patio, Engracia escuchó el soniquete de los bolillos golpeándose unos con otros. Un sonido incesante y repetitivo que empezó desde primera hora de la mañana. Rita seguía tejiendo afanosamente el encaje intentando acabar antes de que cerrara la encajería de Toribio.

    La abuela preparaba una tentativa de guisado, aguanoso de necesidad. Una patata y una cebolla picada se perdían en el aguazal de una cacerola al fuego.

    Engracia calzó a su hermana las alpargatas nuevas y, como si tuviera un muelle debajo de los pies, la pequeña empezó a dar saltos y vueltas alrededor de la abuela. Engracia se unió a ese frenesí de su hermana, emulándola. Esos retazos de alegría que exhalaban las niñas contagiaron a la abuela y a Rita que reían con los bailes y ocurrencias de las dos hermanas.

    De pronto, unos sobrehumanos golpazos aporrearon la desconchada y desportillada puerta. Apenas deteniendo la embestida, dos desvencijadas bisagras.

    El silencio apagó las chispeantes risas. Una atmósfera cargada de miedo y de incertidumbre se apoderó de la cocina.

    Doña Josefina venía acompañada de una vomitona verbal de advertencias y amenazas contundentes. Costaba pensar que esos martillazos vinieran de ese enjuto y decrépito cuerpo. Vociferaba y despotricaba intentando amilanar a los que vivían al otro lado de la puerta.

    Callada, petrificada, con el rostro ungido en un sudor frío que mantenía a la abuela Elvira clavada al suelo. La zozobra y el llanto contenido se apoderaban de Rita y de Josefa. Paralizada y muda, Engracia sentía cómo la saliva no pasaba al estrecharse su garganta.

    La dueña descansaba unos segundos para volver a coger aire y seguir martirizando con fuerza la desdichada puerta, una y otra vez. De su arrebatado y sudoroso rostro asomó una torcida y aceitosa sonrisa donde resbalaba la satisfacción de haber conseguido su propósito.

    En el interior escucharon sus pasos trotones que se alejaban de la puerta mientras bramaba toda clase de improperios.

    Recuperando el color del rostro y aún más, el aire que se negó a llenar sus pulmones, Engracia se acercó a su abuela aún pálida y sin reaccionar. Buscó su ajada y sarmentosa mano y con infinita ternura la acarició. Los vidriosos ojos de la abuela reaccionaron al gesto y súbitamente la abrazó ofreciéndole una trémula sonrisa.

    A primera hora de la tarde, llegaba Manuela más contenta que de costumbre.

    Doña Valeria le anticipaba diez pesetas del jornal. Con la venta de los encajes y el adelanto que había recibido se presentarían ante la dueña de la casa ofreciéndole la mitad del arrendamiento y después cuando su padre percibiera la paga le abonarían el resto.

    Con estas cábalas y halagüeñas tesituras se presentaba en la cocina.

    Josefa al ver a su madre corrió hacia ella, lloriqueando.

    —¿Qué ha ocurrido? —inquirió Manuela, adivinando al instante.

    El rostro compungido de su madre era una leyenda.

    A duras penas acertaban a contarle todo lo sucedido. La congoja, el habla entrecortada y el gimoteo que no cesaba de Josefa, se mezclaban con el pavor, aprensión y sobresalto que aún las invadía.

    —Tranquilizaos. Esta tarde subiré a pagar parte de la deuda y hablaré con ella —convino, sin mucho convencimiento del buen hacer de la palabra.

    Corrían por las calles de Almagro Engracia y Rita jugando al «pilla, pilla» en dirección a la encajería de Toribio, ubicada en la calle Obispo Quesada.

    El atardecer vino acompañado de un cielo tiznado. Una maraña de oscuras nubes camuflaba el sol sin permitir lucir sus brillos ocres y cobrizos.

    Miraron al cielo y apretaron el paso. Engracia no quería mojarse sus alpargatas nuevas.

    Sin darles tiempo a reaccionar comenzó a llover con fuerza.

    La luz de las farolas ya encendidas sacaba el brillo a los mojados adoquines de la calle. Almagro se desdibujaba por la lluvia. El viento arreciaba arremolinando las pocas hojas a los pies de las aceras.

    Para llegar a su destino, correr fue un juego, pero para volver, correr era una necesidad.

    Irrumpieron en la cocina con la ropa empapada, el pelo hecho chupones, deslizándose por ellos hilos intermitentes que se transformaban en grandes gotones. Tiritones y espasmos acompañados por un incesante castañear de dientes.

    Inmediatamente la abuela mandó que se despojaran de ese caldo de ropa, mientras Manuela extraía del arcón un viejo cobertor para que se arrebujaran y se sentaran al lado del cálido fuego.

    Engracia fijó sus grandes ojos en sus alpargatas nuevas, que de nuevas solo quedaba el tiempo de uso. Ahora con su renegrida y arrugada tela parecían estar sacadas de un estercolero.

    La lumbre arrancaba a la ropa mojada y tendida en la cuerda vapores humeantes que ascendían al techo y se desvanecían al instante.

    Las niñas esperaban pacientemente a que se secaran sus vestiduras, pues solo tenían esa única muda para toda la semana.

    Viendo que su madre, aunque ya mayor, atendía perfectamente a las tres niñas, Manuela se escabulló.

    Subió las escaleras para adentrarse en el corredor de doña Josefina. Clavó sus ojos en la puerta recién pintada y la golpeó levemente con los nudillos.

    —¿Quién es?

    —Soy Manuela, doña Josefina.

    La puerta cedió dejando escapar un aroma a carne guisada que envolvió a Manuela.

    Embriagada por la imaginación y el hambre, las tripas respondieron sonoramente, avergonzándola.

    —Quiero que acepte, por favor, las quince pesetas que le traigo y cuando a mi padre le paguen el jornal le subo enseguida las diez pesetas restantes —aclaró, buscando una brizna de empatía.

    —¡Estoy harta de vosotros! ¡Cualquier día de estos os echo de un puntapié de la casa! —le gritó, al mismo tiempo que le arrebataba de un zarpazo los billetes de la mano para sumergirlos en su interfecta pechera.

    Manuela apretó los dientes intentando que no se escapara la ristra de frases malsonantes que acumulaba en su boca.

    —Doña Josefina, si algún día tuviera que abordar algún asunto o gestión, me gustaría que se dirigiera a mi padre o a mí. Mis hijas son muy pequeñas y se asustan fácilmente. —apuntó Manuela, engullendo el parco orgullo que pudiera quedarle.

    —¡Yo me dirigiré y gritaré a quien me venga en gana! ¡Pues no faltaba más! —exclamó colérica, cerrando la puerta de golpe.

    De pie ante la puerta, con el corazón anegado de rabia, intentaba coger aire, tragando a duras penas la cementada saliva en un esfuerzo divino para no volver a tocar la puerta y abalanzarse sobre ella.

    Dejó pasar unos segundos y se giró para otear desde la barandilla la puerta de su casa. Con los ojos encharcados de lágrimas, aguantaba con coraje que no se desbordaran. Respiró hondo, asomando tímidamente un esbozo de sonrisa. Seguidamente descendió por la escalera dispuesta a disfrutar el resto del día de su familia.

    2

    La semana quería acabar con un domingo de atardecer, fresco. Los rayos ocres hilvanaban las nubes tejiendo una telaraña que cubría casi todo el cielo de Almagro.

    La tarde del domingo la dedicaban a asearse, a acicalarse y a poner en remojo la muda sucia de toda la familia.

    La abuela, con ramas de panizo y chaparro rebuscadas por el campo, avivaba el fuego que calentaba el agua de una gran cacerola.

    En la desconchada palancana se lavaban por turnos, primero las niñas con ayuda de su madre. Se enjabonaban el pelo con un trozo de jabón de sosa de lavar la ropa, después un aclarado con agua y vinagre para matar los piojos y ahuyentarlos. Después se lavaban por tramos, primero la parte de arriba, después la de abajo y, por último, los pies. Al calor de la llama secaban el cabello, mientras la abuela y Manuela aprovechaban el agua aún tibia de aclararlas para lavarse el pelo y asearse.

    Despiojar era un trabajo concienzudo, dedicaban casi toda la tarde a este menester. Todas las cabelleras pasaban por las manos de Manuela, pues la biselada vista de la abuela no le permitía diferenciar la caspa de las infectas liendres.

    Rita recogió el pelo a Josefa para plantarle un quiqui en todo lo alto de la cabeza. Y ella se confeccionó una pequeña coleta de caballo.

    Engracia, paciente, esperaba sentada en una silla a que su madre terminara de peinar a su abuela.

    Embelesada por cómo su madre pasaba el peine con desmesurado cariño, advirtió cómo la anciana se entregaba a ese momento con una relajada y mansa sonrisa. Los surcos profundos de sus arrugas marcadas por el tiempo y los sinsabores se hacían más tenues en una tez que, tiempo atrás, pudo presumir de agraciada. Manuela pasaba el peine sobre esos hilos de plata con delicadeza y ternura, sabedora de que su madre se apagaba como la tenue luz de una vela y no podía hacer nada por evitarlo.

    Hoy no era como todos los domingos.

    Engracia acompañaría a su madre a visitar a su abuela Lucia.

    —Madre, péineme y trénceme un zorongo como el que le ha hecho a la abuela —dejó caer Engracia, con una zalamera sonrisa.

    —¿Pero qué dices, mi niña?

    —Quiero que me encuentre guapa cuando aparezca ante la abuela Lucia —refirió.

    —Tú eres guapa todos los días del año. Y los domingos por la tarde, más —matizó, recreándose ante la bonita y reluciente cara de su hija.

    La fresca brisa del lánguido atardecer mecía en un vaivén las hojas primerizas de los setos de la plaza en una primavera tardía.

    Con ropa limpia y bien peinadas atravesaban la plaza madre e hija.

    Mientras caminaban, la madre le comentó que la abuela se encontraría un poco apesadumbrada, pero que intentarían entre las dos aliviar su aflicción, tratando de distraerla con comentarios triviales, sonrisas y mimos. Ya que la abuela las necesitaba más que nunca.

    Engracia asintió apretando la mano de su madre.

    Junto a la plaza se encontraba ubicada la cárcel del pueblo.

    Apostado en la puerta se encontraba un guardia civil entrado en años que le ofreció un saludo militar y les cedió el paso. Entraron en una gran sala, un cuadro del caudillo en la pared presidía una blanca mesa, único mobiliario de la estancia.

    Un joven guardia civil con anguloso rostro, un bigote a lápiz que le acentuaba severidad y un almidonado uniforme donde los destellantes botones lucían como monedas de oro, se dirigió a ellas con acérrima autoridad.

    —Vacíe en la mesa todo lo que lleve en el bolso, inmediatamente.

    Manuela puso el bolso boca abajo y volcó todas sus pertenencias. Un pequeño monedero, un pañuelo y un par de horquillas para el pelo. Mientras, Engracia miraba recelosa al guardia, prendida a las faldas de su madre.

    —Vuelva a recoger sus pertenencias —instó el guardia, escudriñando a las dos de arriba abajo—. ¿A quién viene a visitar?

    —A Lucia Herrera.

    El guardia civil dio media vuelta dirigiéndose a la puerta del fondo, que abrió bruscamente. —¡Olivares, venga aquí, inmediatamente!

    Al instante invadió la sala, cuadrándose, un corpulento y barrigudo guardia civil, cerrando la puerta a su paso. Llevaba un pantalón sujeto por las ingles y una prieta chaqueta que atenazaba sus carnes de tal manera que los botones saltarían en cualquier momento.

    —Es una visita para la celda cuatro, que no estén más de diez minutos, ¿estamos? —le instó—. ¡Y haga el favor de subirse el cinturón! —vociferó.

    —¡Inmediatamente, mi capitán!

    Esfuerzos infructuosos por colocarse los pantalones en su sitio, pues apenas ascendieron un centímetro. Por las patillas del orondo militar resbalaban gotones de sudor que se estampaban en el suelo sin que pudiera evitarlo.

    —Olivares… un día de estos duerme en el calabozo —amenazó el capitán, con mirada impagable.

    Olivares empujó la puerta y cedió el paso a la visita. Manuela aupó a Engracia para sostenerla en sus brazos.

    La alegría por visitar a su abuela Lucia se desvaneció al instante.

    Una bocanada de aire pestilente a sudor y a orines impregnaba todo un angosto pasillo. Una desnuda bombilla velada por un polvo rancio pendía del techo amarilleando las paredes con su vaporosa luz. Manuela a paso lento, intentando ensordecer el sonido de sus pasos. De unas diminutas celdas constaba el pasillo, y todas a la izquierda. Las tres últimas celdas y las más alejadas de la puerta de entrada se encontraban habitadas.

    Manuela se paró ante la celda cuatro, pues ya acumulaba varias visitas a su suegra, aunque hoy era distinta. Venía acompañada de su hija, preguntándose si no sería mejor para ella salir corriendo de allí. En esa tesitura se encontraba cuando unas huesudas manos agarraron fuertemente los barrotes herrumbrosos que dejaban una sombra de óxido en las manos de quien los tocara.

    —¡Mi niña! ¡Mi niña! —clamó Lucia.

    —¿Qué tal se encuentra, Lucia? —preguntó, aunque las trazas de su suegra eran pura contestación.

    Una especie de camisón oscuro hasta los pies enfundaba su cuerpo. Su pelo rizado y siempre bien estirado y recogido hacia atrás, ahora resultaba estropajoso. Sus enjutas carnes distaban mucho de la última vez que la vio.

    —Gracias por traer a Engracia, no te lo hubiera pedido si no viera pronto mi fin —musitó con voz quebradiza.

    —No diga esas cosas, usted tiene que criar a sus nietas y verlas crecer.

    Todavía sostenía a Engracia en sus brazos. La niña sonreía intentando buscar en esas escuálidas carnes a su querida abuela. La anciana la abrazó entre los barrotes y ella le correspondió, rastreando con el tacto y el olor, pero no encontró ni un remanente de querida su abuela.

    El guardia Olivares apostado unos metros más atrás, viendo la conmovedora escena, se alejó sobre sus pasos y cerró tras de él la puerta del pasillo.

    —¿Sabes algo de mi hijo? —dejó caer, temiendo la posible respuesta.

    —Son pocas las cartas que llegan. Pero usted no se preocupe —atajó—. La última que recibí comentaba que se encontraba bien y que esperaba, como agua de mayo, el paquete que siempre le envío.

    —Gracias, Manuela, sin ti mi hijo…

    La congoja no la dejó terminar la frase. Quería reprimir las lágrimas y que su nieta no le viera sollozar. Pero se derrumbó. Un llanto de amargura e impotencia resonó en la oquedad del largo y vacío pasillo.

    —¡Lucia! Tranquila, todo se arreglará, ya verá como todo esto se queda en un mal sueño —aclaró, poco convencida para sus adentros.

    La abuela secaba las lágrimas que resbalaban por sus demacradas mejillas, con la manga del raído y sucio camisón. En un intento de reprimir el llanto, buscaba alguna brizna de entereza alojada en algún rincón de su lánguido cuerpo.

    Engracia, recordando las palabras de su madre, sonreía, intentando dar paz y sosiego a esa ignota imagen que reflejaba sus ojos.

    El quejido de la puerta del pasillo al abrirse trajo una lengua de aire fresco y al voluminoso Olivares.

    —Lucia, nos tenemos que marchar —aludió, afligida.

    —Pierda cuidado y no se preocupe, el capitán se ha marchado a cenar. Volverá dentro de unos veinticinco minutos —atajó Olivares, brindándoles una apacible sonrisa.

    —Muchas gracias, es usted muy amable.

    —Señora, no tiene por qué dármelas. El que más o el que menos, tiene un familiar o un amigo en chirona —convino.

    Se marchó el titánico guardia con andares más ligeros y seguros, dejándolas de nuevo a solas.

    Estuvieron hablando de algunos comentarios y anécdotas del pueblo. También de Nieves, íntima amiga y vecina, quien se ofrecía a leerle las escasas cartas que recibía de su marido. Pero sobre todo de la pequeña Josefa que ya chapurreaba toda clase de palabras y era inquieta como rabo de lagartija.

    —Cuida de tu madre y de Josefa, yo sé que tú eres muy fuerte —le instó, con una tibia sonrisa.

    Engracia cabeceó afirmativamente, despidiéndose con la mano mientras Manuela se alejaba con ella en sus brazos.

    Cuando abordaron la calle ya oscurecía. La noche envolvió Almagro en un manto oscuro. El filo plateado de una luna creciente rasgaba el negro manto de la noche.

    De camino a casa, calladas, pensativas, a paso lento.

    —Madre, ¿quién ganó la guerra? —inquirió Engracia.

    —Nadie. En las guerras no gana nadie. Todos pierden a alguien o algo que ya no recuperarán jamás —aclaró, sin parar su andadura, esta vez más acelerada.

    Engracia miró de soslayo a su madre. Una lágrima surcó la mejilla de Manuela que inmediatamente la borró de un manotazo.

    Engracia sabía que por mucho tiempo que pasara jamás podría borrar de su mente ese día.

    Tres semanas más tarde, su abuela Lucia era fusilada ante un pelotón de ejecución en el agujereado paredón de la cárcel de Almagro.

    3

    El verano llegó sin avisar. El sol caía a plomo. Cientos de agujas martirizaban a aquel que se envalentonara a destacar sus carnes desprotegidas. En vano resultaba cobijarse en un asomo de sombra o en un buen sombrero. Inútil apaciguar el sopor de la hora punta del mediodía.

    Engracia y la abuela Elvira regresaban a casa.

    Un desportillado cesto de mimbre, con media carga de víveres para toda la semana.

    Huyendo del tirano y justiciero sol, rastreaban cualquier sombra que les brindara el alero de algún tejado o los soportales de la plaza. Los cascados huesos de la abuela agradecían esos ínfimos instantes de descanso.

    Una vez a la semana, se apostaban ante las puertas de la tienda de abastos, sito en la calle Gran Maestre, esperando que abrieran para recibir su ración correspondiente. La ración semanal dotaba de alimentos de primera necesidad.

    La cartilla de racionamiento de esa semana consistía en:

    150g de pan por persona (diario)

    100g de judías secas

    1 panilla de aceite (¼ l)

    50g de azúcar terciada

    ¼ kg de bacalao seco

    100g de tocino

    1 trozo de jabón

    La ración de la mujer adulta y los mayores de sesenta y cinco años era del 80% de un hombre adulto, y la ración infantil, menores de catorce años, era del 60% de un adulto.

    Una fila de menesterosos esperaba a que les tocara su turno.

    El hambre, que apretaba y no entendía de esperas, terminaba a empujones y trifulcas. Engracia casi siempre se adjudicaba algún empujón o coscorrón cuando intentaba colarse de rondón. Hacía caso omiso de las reprimendas de la abuela, si con ello se granjeaba un par de sitios más adelante en la destartalada fila.

    Inexistente, la mayor parte del género que indicaba el listado de racionamiento. El bacalao, el tocino y el jabón eran artículos con escaso recorrido en las tripas o en las ropas de los amontonados pedigüeños que empezaban a sentir los rayos candentes de la mañana.

    El estraperlo se encontraba en su punto más álgido, gracias al escaso abastecimiento semanal que se agenciaban sus maltrechas y vacías alacenas. Los desorbitados precios, cuatro o cinco veces por encima del precio estipulado por la Comisaría General de Abastos y Trasportes, solo se adjudicaban esa compra los abultados bolsillos de las familias de renombre asentadas en el pueblo.

    Por otra parte, el intenso y desmesurado afán por atestar el paquete mensual obligaba a Manuela a comprar los deseados víveres al estraperlo. Casi todo el sueldo lo empleaba en esa temida y peligrosa cruzada.

    El hambre y la miseria reptaban por las calles de Almagro, filtrándose por debajo de casi todas las puertas. Negociar un poco de leche era labor titánica, amén de un pedazo de carne o pescado fresco. Las patatas guisadas con una hoja de laurel, la tortilla de patatas sin huevo y sin patatas, las gachas viudas, el mojete con una raspa de bacalao, una patata con dos litros de agua, el asadillo con un pimiento, las judías y lentejas acompañadas de agua. Y un largo sinfín de carencias que las amas de casa con manos de prestidigitador llenaban todos los días los platos de sus casas.

    Mientras sesteaba Josefa, la abuela iluminaba las mentes de Engracia y su hija Rita, aprendiendo lo laborioso que era dar la vuelta al desgastado y raído cuello de la camisa que se enfundaba el abuelo todos los días. El envés del cuello quedaba como nuevo, dispuesto a resistir otra temporada, las largas jornadas de sol o lluvia que sorteaba en el campo.

    Un aliento de brisa ardiente envolvía una tosca y repetitiva prosa, que se internaba por la rendija de la vieja y entornada ventana de la cocina.

    —¡El lañero! ¡El lañero! ¡Se arreglan paraguas, ollas, orzas, lozas! —reiteraba el viejo nómada.

    Engracia se levantó como un resorte de la silla invadiendo la calle de curiosidad. Rita, emulándola, se encaminó a seguir sus pasos.

    —¡Espera, Rita! La olla grande tiene un pequeño agujero. Y llévate también la fuente, pues necesita otra laña —aclaró su madre.

    Rita abordó la calle dándole el alto al lañero. Le transmitió la orden de su madre y el lañero, presto, comenzó a consagrarse en su labor.

    Sugestionadas por cómo arreglaba la olla, derritiendo el estaño en el cubo abarrotado de abrasadoras ascuas de carbón. La destreza de atenazar la laña a la fuente a Engracia se le antojaba harto difícil.

    Una torcida y orgullosa sonrisa iniciaba su ascenso viéndose en esos instantes el centro de atención de las aleladas niñas. Mirándolas de reojo y con disimulo, el lañero ponía maña y arte en su trabajo, sintiéndose un erudito en estas concienzudas y artesanales labores.

    Engracia alzó la mirada, fijando sus ojos en ese ajado y arrugado rostro con apariencia de estar deshaciéndose en chorros de sudor que destilaba su atezada piel. Una aguileña y faraónica nariz era el soporte de algunos resbaladizos gotones que se resistían a caer en la ardiente acera.

    La puerta de la casa de enfrente se abrió.

    Una bofetada de calor y de luz cegadora hizo retroceder a Nieves. Tardó unos instantes en cristalizar la estampa de enfrente.

    Con largas zancadas se aproximó al afanoso lañero y compañía.

    —¡Vamos, niñas, entrad en casa ahora mismo! —instó Nieves.

    —Espere un poquito que ya acaba —rogó Engracia a la amiga de su madre.

    —El golpe de calor no respeta a nadie —profirió Nieves, con fingido enojo de rigurosa maestra.

    Las niñas agachadas en cuclillas emulaban la posición del lañero que podía presumir de aguantar largos ratos sin que se durmieran las piernas.

    —¿Cuánto le queda a usted para terminar? —demandó Nieves, mirándole con somero repaso.

    El lañero levantó la vista y contestó con un sucinto «¡Acabé!».

    Rebuscó Nieves por los bolsillos del largo mandil una perra gorda para pagar el trabajo realizado.

    Las niñas franquearon el portón a la carrera buscando la sombra en los recodos del patio. Mientras, el lañero, con el trabajo bien hecho, se alejaba con el candente y ennegrecido cubo por el largo de la calle, desdibujando su silueta por el sopor y vapores que exhalaba los ardientes adoquines.

    Emergía otra silueta al final de la calle. Avanzaba pegada a la pared.

    A paso lento y apático, el evanescente bosquejo ya se vislumbraba más nítido y corpóreo.

    Regalándole una sonrisa a su amiga Nieves, llegaba ante ella Manuela, de luto riguroso.

    —¿Qué haces plantada en medio de la calle? —preguntó, con un atisbo de risa burlona.

    —Tu hermana y tu hija Engracia, que se atreven a salir a la calle con el fuego que está cayendo —mencionó, denotando en sus palabras la gran complicidad entre ellas.

    Las dos amigas compartían el mismo pañuelo de lágrimas, compartiendo fiel amistad, confidencias y vicisitudes del tiempo que les había tocado vivir.

    Nieves, desposada con el conocido y llamado con el sobrenombre de «El Grifo», ebanista de profesión y siempre dispuesto a poner sus conocimientos de la madera a quien demandara su ayuda. Siempre había alguna desencolada pata de alguna caduca silla o las deterioradas maderas del catre de algún vecino. Aunque la naturaleza no quiso otorgarles descendencia, no menguó ni un ápice la querencia y devoción que se profesaban mutuamente.

    A la sombra, en un rincón del patio, Manuela y Nieves se escuchaban la una a la otra comentando y aliviando los pormenores del día. Manuela abría de par en par su corazón para que entrara un poco de consuelo y sosiego que tanto demandaba su decaído espíritu.

    Las horas pasaban lentas, esperando que el atardecer viniera con algo de brisa que refrescara las abrasadoras calles del pueblo.

    Engracia, sentada entre su abuela y Rita, observaba la maestría de tejer encaje de bolillos. No se sabía cuál era más rápida. Por los dedos de las encajeras pasaban los bolillos a una velocidad difícil de seguir con la vista.

    —Pronto aprenderás, Engracia —apuntó su abuela, viendo sus ojos fijos en el encaje.

    —Yo no podré ir a esa velocidad que va Rita —objetó, mirando a su tía.

    —¡Claro que sí! —atajó Rita.

    —Las dos me adelantaréis en destreza y rapidez, y si no, al tiempo —puntualizó la abuela, complacida.

    Manuela preparaba la cena y Josefa se entretenía descolocando la caja de bolillos.

    La abuela Elvira canturreaba y las niñas la seguían a coro.

    Una tarde de verano, Me quitaron los anillos

    me sacaron de paseo. y me cortaron el pelo.

    Al revolver una esquina, Yo no siento mis anillos,

    había un convento abierto. solo mi mata de pelo,

    Salieron todas las monjas, que se la tengo agradecida,

    todas vestidas de negro. a la Virgen del Consuelo.

    Me cogieron de la mano,

    y me metieron adentro.

    —Como sigáis cantando atraeréis a la lluvia —refirió Manuela, sin convicción.

    —Ojalá que refrescara un poco, aunque este calor y sopor de hoy... suelen traer de la mano algo de tormenta —adujo la sabiduría de los años.

    Un cuarto de harina de cebada y cien gramos de arroz compró al estraperlo cuando negociaba las viajeras y opíparas viandas mensuales. Preparaba unas gachas con la harina que llenaría sus siempre ligeros estómagos. Manuela con el cucharón y con gran habilidad retiraba los pajotes que emergían de las caldosas gachas, intentando no dejar ni uno solo a ojos vista. Pero, aunque se consagrara con un ahínco a este menester, siempre aparecían más de unos cuantos en las ávidas y hambrientas bocas de los que esperaban echarse algo tibio que recorriera sus tripas.

    De pronto la ventana entornada se cerró de golpe. La luz, que entraba a raudales por la puerta abierta, se hizo más tamizada y opaca. La tarde se apagó, apareciendo un cielo de brea que encapotó el pueblo. Una lengua de viento caliente serpenteaba por las calles con furia.

    —Enrolla rápidamente la persiana de la ventana y atranca bien la puerta. ¡Deprisa! —mandó la abuela a Manuela, odiándose en ese momento por su predicción atmosférica.

    —Yo cerraré la ventana de la alcoba antes de que el agua lo empape todo —adujo Rita, avanzando con pasos prestos.

    En un duelo de rayos y truenos, el cielo rompió con fuerza. Las ráfagas de viento aleteaban el manto de agua que se precipitaba sin compasión sobre los tejados. Proyectiles de agua acribillaban el cristal de la ventana con furia, anegando la calle de grandes aguazales.

    Las niñas, asustadas, sobre todo Josefa que se encontraba en el regazo de su madre pegada a su pecho, inmóvil. El rayo blanqueaba la cocina y, a continuación, el ensordecedor y atronador trueno, mantenían a la familia paralizada.

    La tormenta, al igual que llegó, se fue sin avisar. El cielo quedó en calma después de descargar el gran peso de agua que albergaba en sus negras jorobas, vaciándolas por entero.

    La abuela Elvira salió al patio en dirección a la alcoba. Sorteaba como podía los enormes charcos que al empedrado del patio le costaba digerir. Desde la ventana de la alcoba atisbó la calle, persignándose al contemplar la dantesca escena.

    Enormes ramas esparcidas por el suelo, varias macetas rotas, los adoquines embarrados de tierra y basura, hasta los restos de una destrozada silla apeándose del alocado viaje en la pared de enfrente.

    Un goteo de vecinos empezaba a invadir la calle.

    Engracia, acuciosa, adelantó a su madre cuando esta traspasaba el portón hacia la calle.

    —¡Engracia, te mojarás las alpargatas! —voceó su madre.

    La niña pegó las suelas al suelo de la acera, cuando vio tamaña estampa.

    Apostados en la pared de su casa se encontraban Nieves y su marido.

    Manuela hizo ademán de cruzar la embarrada calle para comentar sobre la sorpresiva tormenta con sus amigos y vecinos.

    —¡Espera, Manuela! —gritó El Grifo—. Voy a buscar un tablón para hacer camino —explicó.

    Tres tablones magistralmente puestos en distintos puntos, dos en perpendicular y el otro en diagonal, simulaban tres estrechos y limpios caminos, donde la vecindad más cercana aprovechó para traspasar la calle de puerta a puerta sin riesgo de poder caer en algún charco.

    Mientras los hombres despejaban la calle de ramas y basuras varias, las mujeres a escobones se afanaban en retirar el barrizal de los adoquines antes de que el sopor y el calor lo secara dejándolo al día siguiente tan duro como el cemento.

    —¿Te ocurre algo, Manuela? Estás muy callada —inquirió Nieves, notando en ella un soplo de preocupación.

    —Mi padre aún no ha llegado. Debería haber aparecido hace más de dos horas —contestó a media voz.

    —Tranquilízate, tu padre conoce el campo mejor que nadie. Ya verás cómo de un momento a otro aparece por aquella esquina subido en su borrico para regalarnos sus chanzas y su risa guasona —argumentó Nieves en un intento de dar sosiego a su amiga.

    —Supongo que sí —adujo Manuela, intentando en vano que no se le notara la aprensión que poco a poco se apoderaba de ella.

    —Escucha, cuando guardemos los escobones me quedaré en tu casa acompañándote a ti y a tu madre, hasta que regrese.

    —No, no quiero que mi hermana y mis hijas se solivianten viéndote y preguntándose qué es lo que ocurre.

    La calle quedó medianamente decente, gracias a los esfuerzos de los vecinos, que ya se recogían en sus casas.

    La noche sumergió el pueblo en la oscuridad. La negrura se comía la flaca luz de las farolas que pendían de las paredes de la calle.

    En un plato, la abuela Elvira apartó unas cuantas cucharadas de gachas, depositándolo cerca del fuego en un intento baldío de que no se quedaran frías y duras. Su marido no regresaba. Manuela, adivinando los angustiosos pensamientos de su madre, se acercó a ella para dedicarle una dulcificada sonrisa.

    La anciana, con los ojos acuosos, intentó disimular la zozobra que le atenazaba el pecho.

    —Vamos, todas a la cama, que es tarde —instó, dirigiéndose a Rita y a sus nietas.

    —Madre, ¿dónde está el abuelo? —preguntó Engracia por de pronto, escudriñando a su madre con perspicacia.

    Manuela, ante la inesperada pregunta, miró a su madre, intentando no ponerse más nerviosa de lo que ya estaba.

    —El abuelo no tardará en llegar a casa, a veces al viejo y terco borrico se le antoja no caminar —aclaró Manuela, en un intento fallido de convencerla.

    —Pues yo no me voy a dormir hasta que venga el abuelo —sentenció.

    —Engracia, si te quedas, tu hermana querrá quedarse también, y ella ya debe estar en la cama —apuntó la madre, con más firmeza.

    Las niñas ya descansaban en la alcoba, no sin antes dejar Engracia una retahíla a regañadientes que todavía resonaba en la cocina.

    Las horas pasaban lentas, sin noticias.

    Una atmósfera de incertidumbre y desconsuelo se cernía poco a poco sobre la casa.

    Manuela, con el desasosiego que emanaba por todos los poros de su piel, deambulaba toda su inquietud y congoja por la cocina con pasos temerosos e intermitentes. Su madre Elvira, callada, sentada en una silla junto a la ventana, atravesando la oscuridad con la mirada, escrutando cualquier silueta o sombra que cruzara por el enorme patio.

    La oscuridad fue dando paso a varios tonos ocres que traía el alba. Chorreones dorados resbalaban por los tejados filtrándose por la ventana de la cocina.

    Manuela, que no había pegado ojo en toda la noche, se incorporó y se acercó a su madre. Esta, con la cabeza pegada en el cristal, dormía.

    —Madre, madre, despierte —llamándola con un susurro de voz.

    La anciana abrió los ojos como platos y a continuación recorrió con la mirada la cocina.

    —¡Tu padre no ha regresado! ¡Hay que avisar a la Guardia Civil, inmediatamente! ¡Dios mío, que no le haya ocurrido nada! ¡Cuídamelo, Señor! —Adivinando lo peor.

    —¡Sosiégate, madre! Ahora mismo voy a llamar a Nieves y a Grifo y nos presentamos en el cuartel —convino Manuela intentando coger las riendas de la preocupante situación.

    En menos de cinco minutos atravesaron la puerta de la cocina. Nieves intentaba dar consuelo a la anciana con argumentos que ya, a esas alturas, eran inviables. La abuela Elvira no cesaba de repetir entre sollozos que algo le había ocurrido a su marido. Manuela, cuando pensaba en ello se deshacía en pedazos, para volver a recomponerse cuando su madre la buscaba con la mirada perdida. Intentaba darle entereza y que no aflorara la desesperación que albergaba en su interior.

    La abuela, ya sola, guardaba el sueño de las niñas, confiando en que se levantaran de la cama lo más tarde posible. Intentaba zafarse del interrogatorio de las niñas mayores, sobre todo de Engracia. Su carácter avispado y locuaz ofrecía poco margen al siempre escueto vocabulario que se gastaba la anciana.

    La guardia y custodia duró poco. Allí, junto a ella se plantaron, una detrás de la otra.

    La abuela extrajo de la despoblada alacena medio cuarterón de pan, el cual cortó en tres rebanadas para después gotear en ellas un hilo de aceite. La leche y azúcar eran viandas que no se dejaban caer por los pequeños y raquíticos estómagos desde hacía varios meses.

    Engracia y Rita se olían que algo pasaba, el nerviosismo de la abuela y sus ojos enrojecidos la delataban.

    —Abuela, ¿qué está ocurriendo? —inquirió Engracia, clavándole la mirada.

    —Nada, solo que no he dormido muy bien. Con este sofocante calor a duras penas he podido pegar ojo —adujo, intentando convencer con su argumento.

    —Madre, he ido al corral hace un momento y el borrico de padre no está. ¿Le ha ocurrido algo? —abordó Rita, sin ambages.

    Se sentó de golpe, intentando que no le temblara la voz, Elvira buscaba frases cortas y tangibles para relatar todo lo ocurrido y que les afectara lo menos posible.

    Mientras, Manuela y sus queridos vecinos se personaban en el cuartel de la Guardia Civil para formalizar la denuncia de la desaparición.

    De camino a casa, a Manuela se le pasaban miles de cosas por la cabeza, pensamientos lúgubres que quería borrar pero que se anclaban en su mente sin poder evitarlo.

    Presurosos, llegaron ante el portón donde les esperaban las tres niñas y su madre, hambrientas de noticias. Los vecinos más cercanos se arremolinaban consternados ante la entrada de la casa, al saber la noticia.

    El desasosiego invadió a la familia durante toda la mañana.

    Eran la doce del mediodía, con un sol de justicia y ni una brizna de aire que pudiera aliviar el calor agobiante que caía como una ardiente losa aplastando el pueblo.

    Un carro tirado por un zaíno caballo custodiado a cada lado del animal por un guardia civil se adentraba a paso lento por la calle Bolaños.

    Poco a poco, una procesión de vecinos desfilaba detrás del carro con funesto semblante.

    Transportaban el cuerpo fenecido de Agustín Martínez y del viejo borrico, compañero fiel por caminos manchegos, marchando con él en su último viaje.

    Desde la ventana de la casa vieron cómo se aproximaba el infausto carro.

    Salieron a trompicones Elvira y Manuela, con el corazón despedazándose a cada zancada que daban. Desgarradores alaridos salían de la boca de Manuela abrazando a su querido padre. Elvira, rota por el dolor, sollozaba con amargura viendo una escena que se había repetido en su mente como fotogramas una y otra vez desde que amaneció.

    Algunos vecinos no podían contener la emoción y lloraban en silencio.

    Nieves, paralizada con Josefa en sus brazos, mientras Engracia y Rita apostadas en el quicio del portón lloraban contemplando la desgarradora escena.

    Los guardias civiles transportaron el cuerpo del fenecido Agustín a la cama de matrimonio. Un gran número de vecinos congregados se hacinaban como podían en la alcoba acompañando a la familia.

    El gran patio ahora resultaba ridículo para la turba de gente que entraba a raudales desde la calle.

    El Grifo con ayuda de un par de vecinos bajó al finado borrico hasta la cueva de la casa, donde lo colgaron de un gancho apostado en la pared para que pudiera conservarse fresco lo mejor posible. Esa carne ofrecería un honorable provecho acallando la hambruna de la familia durante algunas semanas.

    Acababa la faena, Agustín se montó en su borrico por el camino de costumbre, en dirección a su casa. Trabajaba los campos del cercano pueblo llamado Bolaños de Calatrava a unos cuatro kilómetros de distancia de Almagro. El camino lindaba a su paso con una gran zanja, donde un surco de riachuelo llamado «el Chorrillo» daba nombre a las minas de manganeso situadas en el Cerro de la Yezosa, en el término de Almagro.

    Al parecer, la gran tormenta le sorprendió por el camino sin encontrar refugio alguno. Los rayos y truenos asustaron al borrico, presa del pánico se desbocó con tal mala fortuna que fue a caer a la zanja. Agustín y el borrico murieron en el acto. Las pesquisas de la Guardia Civil no albergaban duda alguna sobre el suceso y así se lo comunicaron a la viuda y su hija Manuela.

    Una amarga y larga noche de corazones rotos y desconsuelo sin reprimir.

    Congoja y llanto que fueron transformándose con el paso de los días en melancolía y resignación.

    4

    Engracia y Rita solían partir a primera hora de la mañana.

    La débil luz del amanecer, cada vez más perezosa, avisaba del final del tórrido estío.

    Con un poco de suerte algún alma caritativa les proporcionaría algún fruto de la tierra.

    Se encaminaban a las huertas situadas en los aledaños del pueblo. Mendigando lo que el hortelano no le pudiera sacar provecho de venta.

    —Denos algo de comer —rogaba Engracia.

    —No tire lo que ya no quiera —convenía Rita.

    La mayoría de las veces, las bocas pedigüeñas de las niñas no ablandaban las frutas y hortalizas que para el dueño siempre estaban verdes y duras. Pero en otras ocasiones, la productiva mañana las agenciaba con un par de tomates pasados o una patata o un pimiento que algún bondadoso jornalero, aun a riesgo de que le descubriera el amo, les colaba en el esportillo que llevaban.

    Esa noche el sopicaldo que acostumbraba preparar la abuela con dos litros de agua, media cebolla y una hoja de laurel tendría algún tropiezo que masticar y llenar la oquedad de sus tripas.

    Al camino de regreso, siempre le sacaban beneficio recogiendo amapolas y hierbajos ya secos para después venderlo por unos céntimos. Elaboraban con la broza unos manojos y llamaban a las puertas de las casas que, de cierto, sabían que criaban conejos o cabras.

    Ya a finales de verano, poco pasto verde se encontraba. La florida primavera era más agradecida, atestando el saco de arpillera que remolcaban en las espaldas por turnos hasta llegar a casa.

    Rita ya era una jovencísima adolescente, donde Engracia se miraba e intentaba con afán absorber toda lección de vida que su tía Rita le inculcaba. Pero lo que no lograría enseñarle y ni pajolera intención de aprender, era la gran destreza y rapidez que se gastaba su tía para capturar lagartos y todo bicho viviente que se arrastrara por el suelo. Sin miedo alguno, se adentraba por grandes zanjas, empedrados, escudriñando hierbajos y matorrales y supuestas madrigueras.

    Solían aproximarse a la estación de tren donde generalmente se apilaba mucha piedra a los lados de la vía y proliferaban toda clase de reptiles.

    Rita, con mucho tiento, levantaba una a una las piedras más grandes. Engracia detrás de ella, pues la dentera y el miedo la sobrepasaban sobremanera.

    —No te muevas, Engracia —susurró Rita.

    A Engracia se le tensaron todos los músculos de su cuerpo como cuerdas de mástil, contuvo la respiración, oyendo al instante el frenético galopar de su corazón.

    Una gran cola asomaba entre unas piedras escondidas bajo unos matorrales. Rita tiró fuertemente del apéndice y un enorme lagarto adherido a él siguió a continuación revolviéndose una y otra vez hacia esa tenaza que apresaba su cola. A continuación, le dio un golpe seco en la cabeza y seguidamente introdujo al finado lagarto en un pequeño saco.

    Cuando Rita levantó la mirada buscando a su sobrina esta se encontraba en medio de las vías.

    El pavor que sintió Engracia al considerar tal reptil, le erizó hasta el último pelo de la nuca, echando a correr, despavorida. Sobresaltada y clavada al suelo como un poste, la pequeña no acertaba a soltar palabra alguna.

    Mientras, Rita se

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