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Porqué se casa la gente
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Libro electrónico299 páginas5 horas

Porqué se casa la gente

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«Deposita tu fe en nuestro amor, este será nuestra fuerza para superar todas las barreras que el destino ha puesto en nuestro camino. He podido comprobar que el amor es dulce y amargo a la vez, acaricia y duele, en él hasta las lágrimas tienen su propio sonido, pero no tengo ninguna duda de que también es el sentimiento más fuerte y puro que el ser humano tiene. Aférrate a él, a nuestro amor, y piensa en los momentos íntimos que tuvimos y únete a mi deseo de repetirlos en cuanto nos sea posible».
En Mispuebla, un pueblito Andaluz, transcurren los años sesenta y los hombres y las mujeres tienen un fin común: el matrimonio. En este increíble relato, descubriremos que, en el amor y el matrimonio, no todo es color de rosas, si no que hay dolor, sacrificio, compromiso, entendimiento mutuo, y hasta tristeza y decepción. Todas estas cualidades, y más, forman las bases de un buen matrimonio; uno de aquellos duraderos y felices a los que todos aspiramos.
A través de los años, en este pueblo, las historias de diversas parejas, con diversos problemas y situaciones, se entremezclan con las expectativas del amor, de la ilusión, de los sueños y de la realidad. Desde aquellos con un romance atropellado, aquellos con un romance de ensueño, aquellos con un romance apasionado, y hasta a aquellos con un romance lleno de altibajos, nuestros personajes, a través de sus vivencias y enseñanzas, nos explican que quizás, no todo en la vida y en el matrimonio es fácil, aunque así lo parezca. Y que al final, la felicidad en el matrimonio y el amor depende enteramente de nosotros mismos, aunque a veces necesitemos un poco de ayuda.
Con un estilo mágico y lleno de encanto, y descripciones vívidas y pintorescas, esta historia que trasciende a la misma vida nos deja entrever las realidades del ser humano y sus relaciones interpersonales y amorosas. De la mano de Dolores Torres Grande, en su segunda novela, nos daremos cuenta de Porqué se casa la gente.

Dolores Torres Grande (Granada, España), escritora de novelas, ha publicado su primer libro, Por los besos que no te dimos, en 2021. En Porqué se casa la gente, su segunda obra, intenta reflejar la obstinación de la gente en considerar como meta cúspide del amor, el matrimonio. Aficionada a la lectura y consumidora de libros desde los trece años, estudió bachillerato en el colegio Hogar Juan XXIII de Sardañola del Vallés (Barcelona). Ahora es casada, madre de dos hijos, y abuela de tres nietos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 dic 2023
ISBN9791220146944
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    Porqué se casa la gente - Dolores Torres Grande

    Dolores Torres Grande

    Porqué se casa la gente

    © 2023 Europa Ediciones | Madrid

    www.grupoeditorialeuropa.es

    ISBN 9791220145732

    I edición: Diciembre del 2023

    Depósito legal: M-32820-2023

    Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

    Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

    Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

    Porqué se casa la gente

    A mi queridísimo Gapi por tantos años junto a mí, en el sendero de la vida del amor y del matrimonio.

        No es más sabio el que más lee, sino el que más entiende lo que lee.

    Anónima

    Transcurren los años sesenta, es verano y en Mispuebla, un pueblecito Andaluz, al medio día los rayos solares caen con fuerza y el calor es tan sofocante que solo se oye el estridente canto de las chicharras. En medio de la única carretera que vertebra el pueblo, terrosa y estrecha, Pilar, una niña de seis años, delgada, con el pelo corto y tan morena como el color de la tierra, está sentada en el suelo y sin temor a que nadie le interrumpa en su juego debido a que el único tránsito que por allí transcurre, es el de los bueyes arrastrando el carro con la carga del campo y en algún caso puntual, el coche del alcalde. Tranquila, se entretiene cogiendo puñados de tierra de la orilla y depositándolos en distintos sitios de la carretera para formar montoncitos.

    Pilar andaba descalza, molesta con su calzado de verano, unas sandalias de goma nuevas que le habían hecho rozaduras en los dedos; se las había quitado dejándolas apartadas en una orilla. Tan morena y menuda, agachada apilando tierra, de no ser por el vestido blanco con flores que llevaba, a lo lejos se podía confundir con otro pequeño montón de tierra más. Estaba tan abstraída que no oyó las voces de su hermana Anita, que por encargo de su madre, y preocupada al no verla jugar delante de la puerta de su casa donde ella la había dejado, quería saber por dónde andaba. Las dos hermanas se llevaban muy bien y solían jugar siempre juntas, no compartían juguetes porque no los tenían, pero con cualquier cosa se entretenían. Anita, al encontrar a su hermana, enseguida se olvidó del recado de su madre y se sumó al juego acercándose a uno de los montoncitos y al igual que Pilar iba y venía aportando tierra para hacerlos más grandes.

    Antonia, la madre de las niñas, preocupada por la tardanza, al ver que no venían, dejó las tareas del hogar y salió a buscarlas. Echando una ojeada a la calle y viendo que por allí no estaban preguntó a las vecinas si habían visto a sus hijas, una de ellas le aseguró haber visto a Pilar pasar por el callejón. Llamaban así a una estrecha calle que tenía salida a la calle ancha, la principal del pueblo, que atravesándolo de un extremo a otro, a modo de arteria, bifurcaba las calles hasta enlazar con la carretera.

    Antonia solo tuvo que andar unos metros para dar con ellas y las encontró cubiertas de tierra de pies a cabeza, de tal manera que ni las flores de los vestidos se distinguían. Se acercó a ellas con cara de fastidio y entre gritos y cachetes les fue sacudiendo la ropa y se las llevó a casa sin dejar de regañarles durante todo el camino por haberse alejado de la puerta. Al llegar a casa preparó la palangana para bañarlas, les quitó los vestidos y al punto de descalzarlas se dio cuenta que Pilar no llevaba las sandalias. Antonia salió apresuradamente a buscar el calzado de la niña no sin antes advertir severamente a las pequeñas que no se movieran de casa. Temiendo no encontrar el calzado, mentalmente ya iba pensando pelearse con quien se las hubiera llevado, las sandalias eran nuevas y las únicas que tenía su hija, fue mirando de un lado a otro por donde las niñas habían estado jugando y las encontró en el mismo sitio donde Pilar las había dejado, las recogió a toda prisa acuciada por el temor de que las pequeñas al quedarse solas y con la palangana de agua a mano, pudieran haber hecho alguna travesura. Llegó a su casa jadeando y casi sin respiración, se tranquilizó al verlas entretenidas con el cesto vacío de la compra que estaba en el suelo y ellas lo utilizaban a modo de cueva, entrando y saliendo de el por turnos. Antonia se dispuso a hacer la comida, pronto llegaría Manuel, su marido y padre de las niñas, que trabajaba en la mina y si no encontraba la comida a punto cuando él llegaba del trabajo la discusión era segura, así que tenía que darse prisa en prepararla. 

    En verano, el gazpacho solía ser el entrante más recurrente, era ligero, refrescante, apetecible y de fácil preparación. Antonia cortaba en trocitos pequeños unos tomates, un par de pepinos, un pimiento y una cebolla tierna, todo junto lo echaba en un recipiente y lo cubría con agua, aliñado con sal, aceite y vinagre al punto y con unos minutos de reposo el gazpacho ya estaba listo para comer. Luego reforzaba el siguiente plato con unas costillas y un par de chorizos que conservaba en adobo guardados en una orza. Este era el único medio que tenía para conservar los productos de la matanza del cerdo durante todo el año. Para cocinar en verano, utilizaba un hornillo de petróleo al que solo tenía que encender la mecha que se asomaba del depósito y acabando de cocinar cerraba la llave de paso asegurándose bien de que quedara totalmente apagado. Para las niñas les tenía guardado un poco de caldo del día anterior que espesó machacando con el tenedor un par de patatas cocidas, removiéndolas bien en el caldo mientras lo calentaba, con la sopa y una fruta quedarían satisfechas.   

    Resuelto el asunto de la comida, preparó las toallas para el baño de las niñas, empezando primero por Anita. Conforme la desnudaba, la tierra que llevaba encima se desprendía dejando un ruedo alrededor de ella, aumentando con esto el enfado de su madre que no dejaba de murmurar. Apremiando para tener tiempo de arreglar a las niñas antes de que llegara Manuel, se enjabonó las manos con un trozo de jabón casero y con energía fue frotando a su hija por todo el cuerpo incluida la cabeza, utilizando un cazo a modo de ducha, recogía agua de la palangana y derramándola sobre la cabeza de la pequeña completó el baño. Envuelta en una toalla la sentó en la silla advirtiéndole de que no se moviera mientras bañaba a su hermana. Antonia tiró el agua sucia a la calle y puso agua limpia en la palangana para el baño de Pilar y al terminar, mientras la secaba con la toalla la regañó diciéndole:

    – ¡Que sea la última vez que te vas sola a la carretera! ¿No sabes que hay hombres malos que se llevan a las niñas para sacarles la sangre?

    Asustada, la niña empezó a hacer pucheros, pero su madre continuó con las advertencias:

    – ¡Sí, llora! ¡Llora, que como te vuelvas a ir como hoy, se lo diré a tu padre y ya verás si escarmientas!

    Como hacía mucho calor no acabó de vestirlas, solo les puso las braguitas y las sentó a la mesa, les sirvió la sopa avisándoles de que se la tenían que comer toda y mientras ellas cuchareteaban en el plato, Antonia aprovechó para lavarles los vestidos, con el sol que hacía en poco rato estarían secos y para cuando se levantaran de la siesta ya se los podía volver a poner.                                                                                                          En estas llegó Manuel, era un hombre moreno delgado y de estatura media, venía cubierto del polvo marrón rojizo que suelta el mineral de hierro de la mina, cansado y empapado en sudor por el agobiante calor que hacía. Diariamente recorría dos veces a pie el largo trecho que había desde su casa a la mina: por la mañana con la fresca, aunque el camino era largo, se podía soportar, pero a la tarde en verano, con el sol cayendo a plomo, la vuelta se hacía angustiosa; únicamente las ganas de llegar a casa le obligaban a acelerar el paso. Separando la cortina que colgaba de la puerta de la calle para evitar que entraran las moscas, Manuel entró dejando la fiambrera y el carburo encima de la mesa y su único saludo fue preguntar a su mujer si estaba la comida a punto, Antonia contestó con un sí escueto e inmediatamente preparó la palangana de agua para que su marido se lavara, dejando cerca la toalla de color azul marino que era la que utilizaba Manuel exclusivamente, el sufrido color oscuro disimulaba el desprestigio de las manchas y el ahorro de tener que utilizar lejía evitaba también el desgaste de la ropa.

    Manuel, dispuesto a asearse, se despojó de la camisa y usando el mismo trozo de jabón con el que su mujer había lavado a sus hijas se enjabonó bien de medio cuerpo para arriba, llenó el cazo con agua de la palangana, y pausadamente la fue vertiendo sobre sí mismo para refrescarse a conciencia; a medio secar, colocó la toalla sobre su hombro y se sentó a la mesa, miró a sus hijas y viendo que ya se habían terminado la sopa les dijo:

    – Muy bien, así me gusta, que os lo comáis todo. Tenéis que comer mucho para haceros grandes.

    Estas palabras contentaron a las pequeñas, que viéndose libres de más obligación, saltaron de la silla y se pusieron a jugar en el mismo suelo del comedor.

    Manuel no era un hombre muy efusivo, en realidad no era nada cariñoso, la vida no le había tratado bien y quizás este fuera el motivo por el que le costaba mostrar afecto. Él y su hermano Felipe, eran los nietos de un terrateniente Andaluz, siendo ellos la tercera generación de una familia acomodada. Al morir su abuelo heredaron la hacienda sus dos hijos, Ambrosio y Ginés, los dos hermanos recibieron en herencia una casa para cada uno, se repartieron los campos con tierras de regadío, una gran alameda, buena cantidad de árboles frutales con almendros y castaños incluidos, todo ello a partes iguales. No se puede decir que los hijos quedaban desamparados, cada uno había recibido una buena propiedad. Ginés y su esposa Aurora eran los padres de Felipe y Manuel. Aurora murió cuando Manuel tenía solo dos años y Felipe no había cumplido los cinco y continuó la tragedia al morir su padre, quedando los dos hermanos huérfanos siendo menores de edad; Felipe no tenía ni quince años y Manuel doce. La desgracia se había cebado con su familia, su tío como único pariente se convirtió en tutor de sus sobrinos y por lo tanto hasta su mayoría de edad sería el encargado de manejarles la propiedad. 

    Al hacerse cargo de los chicos se los llevó a vivir a su casa con su esposa y sus cuatro hijos, siendo el interés mayor que la obligación, ningún miembro de la familia disimulaba su desafecto hacia ellos incluido su tío.

    Para Ambrosio, ser tutor era lo mismo que ser propietario y sin consultarles nada a sus sobrinos, hacía y deshacía con las tierras lo que le daba la gana, con la excusa de que la vida estaba muy cara, que eran muchos de familia y tenía que cubrir muchos gastos, cubría las necesidades de la familia, a costa de vender algunas cuarteras de tierra o de talar álamos de la propiedad de sus sobrinos sin ningún remordimiento de conciencia. Los hacía trabajar como a cualquier jornalero y cuando segaban de la venta de trigo y cebada de las tierras de los muchachos a ellos no les daba ni un céntimo. Ambrosio a sus hijos les pagaba estudios y vivían como lo que eran, gente rica y acomodada, marcando la diferencia con sus sobrinos que eran considerados los parientes pobres a los que el buen samaritano de su tío había acogido y por lo tanto le debían agradecimiento.                                                                                                   

    Pasaba el tiempo y Felipe se daba cuenta de la mezquindad de Ambrosio y empezó a cavilar de qué manera podía fastidiarlo, aunque fuera con poca cosa. Tenía cercana la mayoría de edad y le gustaba ir de fiesta con sus amigos y rondar a las chicas, en estas ocasiones, su tío solo le daba el dinero justo para un par de vasos de vino alegando que era por su bien para que no fuera un perdido y Felipe ya estaba harto de esta situación, consideraba ofensivo salir con sus amigos y no poder permitirse una borrachera. Para romper con la rutina diaria, algunas tardes se acercaba al pueblo a reunirse con sus compañeros en la plaza del ayuntamiento, se sentaban en los escalones que había alrededor de la parroquia para charlar y pasar el rato. Estaban próximas las fiestas de verano, las de San Agustín, y este año Felipe se había propuesto encontrar la manera de poder disfrutarlas por medios propios, para ello llevaba días hilvanando un plan, pero necesitaría la ayuda de sus amigos por lo que tenía que reunirse con ellos y tratar de convencerlos para conseguirla. Aquella tarde el primero en llegar a la plaza fue Felipe, un poco más tarde llegó su amigo Pepe y sin tener que esperar mucho se reunieron con ellos Luis y Pedro, tras los correspondientes saludos y gastando algunas bromas, Felipe encaminó la conversación recordando a sus amigos la proximidad de las fiestas queriendo saber que planes tenía cada cual, ninguno aportó nada nuevo, las celebrarían como cada año, divirtiéndose y cogiendo alguna borrachera como era tradición.

    – Pues yo si tengo planes para este año – dijo Felipe. – Ya sabéis la situación en la que estamos mi hermano y yo, de cómo se aprovecha el usurero de mi tío de nosotros, por eso quiero saber si puedo contar con vuestra ayuda para efectuar el plan que llevo entre manos.

                                                                                                          – ¿Qué plan es ese? – le preguntó Pepe.

    – Pues es muy sencillo, he pensado sacar con vuestra ayuda unos sacos de trigo del granero de mi tío para venderlos por mi cuenta. Conozco a algunos compradores por las veces que le he acompañado para las ventas y saben que soy de la familia. Ahora está el granero con los costales llenos de trigo y sin pesar; ya lo tengo todo previsto para realizar el trabajo, vosotros solo tenéis que ir mañana por la noche y esperar en la parte trasera del granero al pie de la única ventana que tiene, yo procuraré dejarla entreabierta para poder entrar y salir sin ser vistos. La familia a las ocho ya se acuesta, pero por seguridad hasta las diez no vengáis, yo os esperaré con el carro a punto, entre los cuatro no tardaremos mucho en realizar la faena, sabéis que parte de ese grano es mío por lo tanto no robo nada y de ser así, dicen que Quien roba a ladrón tiene cien años de perdón.

    Los tres amigos escucharon a su amigo y enseguida aceptaron ayudarle con la convicción de hacer justicia y con su plan en marcha, Felipe al día siguiente fue preparando las cosas precisas para que cuando llegaran sus amigos a la hora acordada, todo estuviera a punto. Llevando un carro junto al granero, asegurándose que nadie lo echara en falta, lo escondió entre unas paredes y con la excusa de ir a dejar unos sacos viejos al granero pidió la llave a su tío para iniciar los preparativos y descorrer el pestillo de la ventana trasera dejándola ajustada de tal forma que no se notaba que estaba abierta. Después de cenar salió a fumar un cigarro a la espera de que todos se fueran a dormir y antes de que su tío cerrara la puerta de la calle, Felipe entró dando las buenas noches y se fue a su habitación. Sin desvestirse, se estiró sobre la cama esperando que llegaran las diez, de vez en cuando echaba una ojeada por la ventana para ver cuando llegaban sus amigos. Antes de la hora convenida los vio llegar bordeando el camino para no ser vistos, evitando pasar por la parte delantera de la casa tal y como él les había dicho.

    El dormitorio de Felipe estaba situado en el lateral izquierdo de la casa en la primera planta, y tenía un pequeño balcón con vistas a gran parte de la hacienda. En cuanto vio las sombras furtivas de sus amigos, Felipe, que ya tenía calculada la distancia que había desde el balcón al suelo, y contando con el apoyo de la ventana con reja de la planta baja, se descolgó por la baranda del balcón, buscó el contacto de la reja con el pie y desde ella al suelo solo tuvo que dar un salto.

    Se reunió con ellos dando las órdenes precisas, primero fueron a buscar el carro y lo colocaron bajo la ventana del granero, Felipe y Pepe serían los encargados de entrar al granero a llenar los sacos, Pedro y Luis los irían cogiendo desde fuera y colocando en el carro. El trabajo en el interior del granero era algo delicado, Felipe y Pepe tenían que afinar ingenio para lograr que no se notara el desfalco, para ello debían desatar los costales llenos de grano y con una pala ir sacando de cada uno unos cuantos kilos para llenar un par de sacos de arpillera que previamente Felipe ya tenía reservados. Del montón de grano que había sin ensacar en medio del granero llenarían otros dos sacos más, sin descuidarse antes de salir, de atar todos los costales que habían desatado y de arreglar el montón de trigo dejándolo en las mismas condiciones que estaba, aunque con menos grano. Ultimando el trabajo con el esfuerzo de sacar los sacos por la ventana, todo estaba saliendo según lo planeado. Con la carga encima del carro, al salir, Felipe tuvo la precaución de volver a ajustar bien la ventana y procurando hacer el menor ruido posible, los cuatro muchachos fueron empujando el carro con lentitud y en silencio hasta una cueva que había cerca de la casa donde dejarían los sacos unas horas, escondidos, hasta que Felipe los fuera a buscar para vender. Sus amigos ya habían cumplido con su parte del plan y satisfechos por el éxito con un abrazo y algunas palmadas en la espalda por el mismo camino que habían venido y con la misma precaución se fueron cada uno a su casa.

    Agotado, Felipe no se arriesgó a subir por el balcón y se quedó a dormir en el pajar, tenía que estar pendiente para cuando Ambrosio abriera la puerta de la casa y de manera furtiva entrar y cumplir la rutina diaria. Con la excusa de tener que ir a hacer unos recados al pueblo le dijo a su tío que se llevaría un burro para tardar menos en volver y sin otra explicación se fue a la cueva en busca de los sacos. Enganchó el carro al aparejo del animal con el ánimo de llegar pronto a la casa del comprador, que ya le esperaba en la puerta de entrada y tenía preparada una vieja báscula para pesar el grano, entre los dos hombres no tardaron mucho en realizar el trabajo y cumpliendo con el precio pactado, el comprador le pagó y ambos se despidieron con un apretón de manos.

    Por el camino de vuelta Felipe iba contento, todo había salido según lo planeado, pero en un rincón de su mente albergaba el temor de que por algún resquicio en la operación su tío llegara a sospechar algo, pero solo fue un momento de duda. Al repasar todos los pasos dados se convenció de que esta posibilidad era nula. Dejó el carro vacío en el mismo lugar de donde lo había cogido y llevó el burro a la cuadra.

    Ambrosio, como cada mañana, repartió las tareas a los jornaleros. Estaba de mal humor por la ausencia de Felipe y lo empeoró la negativa de Manuel, que sin su hermano no quiso ir a trabajar aquel día y sentado en el tranco de la puerta estaba dispuesto a pasar toda la mañana sin moverse, el tiempo que fuera necesario. Felipe se extrañó al verlo allí solo y esperándole cuando todos estaban trabajando. Iba a preguntarle que pasaba, pero no le dio tiempo, ya que fue Manuel el que se adelantó y con aire enfadado le preguntó:

    – ¿Dónde has estado? Llevo mucho tiempo esperándote, nunca me dices a dónde vas ni de dónde vienes, parece mentira que sea tu hermano, no me tienes en cuenta para nada.

    Felipe lo tranquilizó mientras se acercaba a Manuel con una amplia sonrisa, no esperaba que su hermano se encarara con él y era justo que le diese una explicación, con voz suave y convincente sentándose a su lado le dijo:

    – No te he dicho nada porque solo he ido al pueblo a hacer unos recados, ya ves que no he tardado mucho, anda... Vamos a ver que nos toca hacer hoy.

    Felipe estaba deseando acabar la jornada y que llegara la tarde para reunirse con sus amigos, cumpliendo el trato de repartir las ganancias tal y como les había prometido. El cosquilleo que sentía pensando en las fiestas era especial este año que las podía disfrutar con mayor holgura económica y calculando lo que más o menos necesitaría, se dio cuenta de que una flor no hace primavera porque pasadas las fiestas volvería a tener el mismo dilema económico y eso lo tenía que solucionar cuanto antes. 

    Todos en el pueblo daban por sentado que su tío estaba haciendo por sus sobrinos todo lo posible para criarlos bien y que los trataba como a sus hijos, así lo hacía constar Ambrosio a la menor oportunidad, y le creyeran o no, su palabra era la que valía y nadie le reprochaba nada, allá cada cual con su vida. Pero Felipe ya empezaba a rebelarse por esta mentira encubierta y decidió hablar con su tío para que le dejase ir a trabajar a la mina para poder disponer de dinero y por la edad sabía que lo admitirían enseguida.

    A Ambrosio, esta propuesta no le gustó nada, para él era más conveniente que su sobrino ayudara en la hacienda, que como heredero, en parte, de ella era lo más natural. El hecho de tener que ir fuera a ganarse la vida despertaría las habladurías de la gente, añadiendo perjuicio a sus intereses con el riesgo de adelantar acontecimientos, y eso no lo podía permitir, por lo que le negó el permiso y este asunto creyó dejarlo zanjado.

    Para Felipe no estaba zanjado ni resuelto porque no pensaba aceptar la negativa de su tío y buscaría el medio y manera de conseguir trabajo remunerado. Llegó la semana de las fiestas y el ambiente en el pueblo con los preparativos alegraba a jóvenes y mayores.

    Felipe, este año con la firme idea de disfrutarlas al máximo, se encargaría de que su hermano también se lo pasara bien, lo llevaría con él y sus amigos a ver si lo espabilaba un poco, con esta intención le preguntó a Manuel sobre los planes que tenía para esos días festivos y le contestó:

    – ¿Qué quieres que haga? Como tú no quieres que vaya contigo, tendré que ir con los primos.

    – Tendrías que ir con amigos de tu edad. ¿Es que no tienes ningún amigo? 

    – No, ya sabes que siempre he ido con ellos y no se juntan con cualquiera, tengo que estar y hacer lo que ellos quieren para que no se quejen al tío.

    Felipe dirigió una mirada compasiva hacia su hermano preguntándose por qué, aunque físicamente se parecían mucho, a excepción del color de pelo, el de Manuel era castaño oscuro y el suyo era casi rubio, en el carácter eran la noche y el día. Analizando los posibles motivos que pudieran justificar su causa fue haciendo memoria recordando la dura niñez de su hermano, que también fue la suya. Manuel tenía solo dos años cuando murió su madre y él aún no tenía los cinco. Su padre, aunque los quería mucho, agobiado por la pena y las obligaciones no fue nada cariñoso ni comprensivo con ellos más bien era severo.

    Ginés, al quedar viudo, encargó el cuidado de los niños a Asunción, la sirvienta de mayor confianza que llevaba mucho tiempo al servicio de la casa. Ella se encargaba de la limpieza y de la cocina, vivía en el pueblo y cada día llegaba temprano para levantar y asear a los niños, les preparaba el desayuno que solía ser un tazón de leche con sopas (trocitos de pan mezclados en la leche) y en cuanto terminaban los mandaba a jugar delante de la casa, advirtiendo a Felipe de que cuidara de su hermano. 

    Correteando por aquí y por allá pasaban la mañana hasta la hora de comer. Asunción, de vez en cuando, se asomaba a la puerta para ver por donde andaban, comprobando que no se alejaran de alrededor de la casa mientras ella continuaba con sus tareas.

    Así pasaban el tiempo y mientras ellos crecían su padre enfermaba. Ginés se quejaba mucho de dolor de estómago, Asunción le preparaba una infusión de manzanilla que, según ella, para la barriga era la mejor medicina y a veces le calmaba un poco el dolor, pero la mayoría de las otras, este remedio no le servía de nada. Pasaba el tiempo y los dolores eran persistentes, y temiendo que fuera algo serio, Ginés decidió ir a ver a don Antonio el médico del pueblo, que tras una breve revisión lo tranquilizó diciendo que no tenía nada grave. Le aconsejó comidas suaves, nada de alcohol, y tranquilidad, asegurando que solo eran nervios.

    Pasaron unos meses y Ginés, viendo que no mejoraba, decidió ir a un especialista de estómago. La visita fue larga, el doctor lo examinó de arriba abajo y después de una exploración exhaustiva sin detectar nada importante, le aconsejó continuar con la dieta de comidas suaves, añadiendo que le iría bien hacer un cambio de aguas aconsejándole las

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