El viaje mágico de Marta
Por Elena Ribaq
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¿Llevará a cabo su plan?
Elena Ribaq es una escritora española que nació en Barcelona en mayo de 1995. Desde muy pequeña se interesó por la literatura, especialmente por la poesía, convirtiéndose este en su género favorito. Su gusto por la novela no llegaría hasta pasada la adolescencia, momento en el que descubriría la novela fantástica, sobre la que cimentará su estilo literario.
Después de varios proyectos novelescos y teatrales inacabados, a finales de verano de 2021, decidió ocupar sus días en una historia, cuya protagonista se inspira en su hermana pequeña, Marta, que narra las aventuras de una niña que viaja a un mundo mágico en el que deberá explorar lugares muy peligrosos y negociar con criaturas inimaginables para poder regresar a casa.
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El viaje mágico de Marta - Elena Ribaq
LA CAJA DE COLORES
Aquel 27 de diciembre, la luz de la mañana se coló muy temprano por los huecos de la persiana de la habitación de Marta. La niña, que ya se había despertado, tenía la sensación de haber dormido muy poco. Desde la cama, y con los ojos entreabiertos, seguía tumbada, esperando encontrar algún motivo para levantarse. Cualquier cosa. Tal vez un ruido, el hambre, la sed, incluso el pesado de su hermano pequeño le hubiese servido. Marta alzó los brazos por encima de la cabeza, empujando el cabestrillo de la cama, a la vez que estiraba las piernas hasta que los dedos de los pies asomaran por debajo del edredón. Con un suspiro ruidoso, abrió por completo los ojos y se quedó parada, mirando el techo. En este, una lámpara de cristal en forma de mariposa parecía observarla. Acababa de empezar el día y ya estaba aburrida de él. Quería seguir durmiendo, de hecho, tendría que estar durmiendo. Era demasiado temprano, pero no podía volver a coger el sueño. Estaba al borde del enfado, cuando de repente, recordó que aquel no era un día cualquiera.
Saltó a toda prisa, se calzó las zapatillas y poniéndose un jersey para no perder el calor de la cama, bajó corriendo por las escaleras hasta la cocina, donde encontró a su madre y a su tía Carmen. La primera preparaba el desayuno y la segunda, sentada en una silla, la única que había en la cocina, tomaba café en una taza alargada. Ambas callaron cuando vieron a Marta, quien, con una sonrisa de oreja a oreja, se quedó quieta bajo el marco de la puerta.
―Mamá, es hoy, ¿verdad? ―preguntó ilusionada la niña.
―¿Es hoy el qué? ―respondió su tía, mirando el calendario que colgaba de la pared―. Bueno, aquí pone que hoy es el cumpleaños de alguien, pero no dice de quién.
―¡Es el mío! ―exclamó la niña.
Por fin había llegado su décimo aniversario. Nunca le gustó esa fecha para cumplir años. Todos sus amigos habían celebrado ya sus fiestas y a ella le tocaba ser la última. Lo detestaba. Aunque, aquella mañana, Marta ni siquiera había pensado en eso, estaba simplemente contenta. Abrazó a su tía, después a su madre y puso rumbo al comedor, donde encendió el televisor justo antes de dejarse caer en el sofá. A la pequeña no se le pasó por la cabeza sentarse a la mesa, o al menos no inmediatamente, ya que después de cambiar tres veces de canal, sus tripas gruñeron a modo de aviso. Volvió a la cocina, donde su madre la esperaba con el vaso de leche caliente en una mano y una torre de galletas rectangulares en la otra. Marta cogió su desayuno y regresó al comedor. Aquella mañana de domingo se presentaba como otra cualquiera, pero la emoción por comenzar a recibir regalos no la dejaba atender a los dibujos animados. No podía parar de moverse. Miraba a todas partes menos a la pantalla y un sinfín de pensamientos sobre las posibilidades de ese día la alborotaban aún más. Pero alguien la interrumpió.
―¿Se puede? ―preguntó su tía, quien asomaba la cabeza por la puerta del comedor.
Marta se rio apretando los labios debido a las galletas que aún estaba masticando. Su tía se acercó y, con una bolsa de papel de colores en la mano, se sentó junto a ella. La niña sonrió con timidez, a pesar del entusiasmo que le corría por el cuerpo, que hubiera hecho chillar de alegría a la pequeña si no fuera por el silencio que había en la casa.
―Como eres un poco cascarrabias y siempre te quejas de haber nacido tan tarde ―comenzó diciendo su tía en tono gracioso―, voy a darte algo que compré a unos artesanos del pueblo en el que crecí. Es algo que no te dejará tiempo para quejarte.
Y entregó la bolsa a Marta, quien, apresurada, agarró para sacar de ella una caja metálica bastante pesada. Tenía el mismo tamaño que una caja de zapatillas deportivas, pero con las esquinas redondeadas. Cenefas y pequeños detalles cubrían su exterior, algunos en relieve, otros en surco. Era de color plateado, aunque no uniforme, y se ennegrecía a medida que se doblaba en los bordes. La hizo girar sobre sí misma para ver cada lado, en busca de algo que destacara entre los cientos de diminutos dibujos. Era una caja muy bonita.
―¿Qué tiene dentro? ―preguntó Marta.
―Arroz hervido ―contestó su tía.
―¡Ay, tía! ―se quejó Marta, incapaz de contener la risa.
Marta abrió la caja metálica, que estaba llena de lápices de colores. Había lapiceros de todo tipo: de grafito, de crayón, de dos colores, de cera, algunos eran redondos, otros triangulares, había más finos, más gruesos, en aquella caja había de todo. La niña empezó a sacarlos de la caja, y escogió el color azul para ordenarlo de más claro a más oscuro. Marta consiguió reunir unos quince lápices distintos, pero le fue imposible establecer un orden preciso. No era capaz de diferenciar todos aquellos azules, algunos le parecían exactamente iguales. Su tía la miraba mientras intentaba ayudarla en la tarea que se había propuesto lograr cuando su hermano apareció. Este no ocupó ni un solo segundo de su atención en otra cosa que no fueran los lápices de colores y, sin mediar palabra, metió la mano en la caja. Marta pegó un grito y alejó su regalo al centro de la mesa. Su hermano se subió al regazo de la niña para alcanzar la caja que tanto interés le había despertado, mientras su hermana exclamaba con negativas. Su tía, quien sabía cómo iba a terminar aquel encuentro, invitó al niño a que se sentara donde estaba ella, pidiéndole a Marta que dejara a su hermano ver los lapiceros.
Unas cuantas quejas más tarde, la niña no tuvo más remedio que compartir con su hermano el regalo que acababa de recibir. Lo toqueteó todo, sacando de la caja hasta el último lápiz, y en cuanto su madre le puso el desayuno en frente, se olvidó del desorden que acababa de causar. Giró la silla hacia el televisor y pidió a Marta que cambiara de canal. Ella le dio el mando a distancia, mientras callada guardó los lapiceros en la caja y se marchó a su habitación refunfuñando.
«Y encima, ni siquiera me ha felicitado. Menudo tonto del bote tengo por hermano».
UN MUNDO MÁGICO
Marta entró en su habitación y cerró la puerta. Estaba enfadada. Ni su madre ni su tía habían corregido la actitud de su hermano en ningún momento. Encima su madre le había traído el desayuno al comedor, como si fuera un rey.
«¡Qué injusto!».
Y se sentó en el escritorio, mirando las rayitas de luz que la persiana, aún bajada, imprimía en él. Con los codos en el límite de la mesa y los nudillos de ambas manos soportando el peso de su cara, sintió como estos alzaban las mejillas hasta achinar sus