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El amor ocasiona sucesos asombrosos
El amor ocasiona sucesos asombrosos
El amor ocasiona sucesos asombrosos
Libro electrónico115 páginas1 hora

El amor ocasiona sucesos asombrosos

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Información de este libro electrónico

En un mundo que camina a un ritmo cada vez más vertiginoso, el hombre —con el afán de enriquecerse y obtener cada vez más poder— ha dado origen a los antivalores, los que han generado la deshumanización de las personas. Este deterioro se hace visible en todas las interacciones humanas.
Osias Ellacuriaga nos presenta la historia de Aurelio y Angélic
IdiomaEspañol
EditorialEllacuriaga
Fecha de lanzamiento13 mar 2021
ISBN9786120060346
El amor ocasiona sucesos asombrosos
Autor

Osias Ellacuriaga

Osias Ellacuriaga (Cotaparaco, 1954) Pedagogo y escritor. Su formación superior la llevó a cabo en la Escuela Normal de Huaraz, titulándose como profesor de Educación Primaria. Su primera maestría la realizó en Gestión Pública, por la Universidad Inca Garcilaso de la Vega; mientras que la segunda, en Innovación Pedagógica y Gestión de Centros Educativos, la cursó en la Universidad San Martín de Porres y Eucim Business School. Además, estudió un doctorado en Gestión y Ciencias de la Educación en la Universidad San Pedro. Como ensayista, sus textos fueron premiados por CONCYTEC, entre los que se destacan: «El analfabetismo de los padres y el tipo de nutrición de los niños campesinos de la Región Chavín» (1992) y «El liderazgo administrativo y la administración de los programas de alimentación escolar en los centros educativos de la región Chavín» (2003). Como escritor, ha publicado la novela El amor ocasiona sucesos asombrosos. Ahora, , nos presenta ''Las fuerzas invisibles''; mientras tanto, trabaja en su tercera publicación.

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    El amor ocasiona sucesos asombrosos - Osias Ellacuriaga

    Diego.

    El destierro

    En un pueblo conocido como el Mirador de las Vertientes, había una pareja de jóvenes enamorados, Tomás Huaranco y Berna Espada. Mientras ambos pastoreaban cerca de las ruinas de Auquimarca, lugar donde se juraron amor eterno, los zorros de la puna hacían un festín con sus animales. La familia Huaranco perdió doce ovejas; mientras que la familia Espada, solo una. Tomás juntó a su rebaño y lo arreó con destino a su casa. Una hora después, Berna hacía lo propio.

    En el pueblo era muy extraño que un pastor pierda doce ovejas, por lo que los padres de Tomás le pidieron explicaciones. El joven no pudo responder. Solo atinó a decir que los zorros las habían matado.

    —Y tú, ¿qué hacías mientras eso pasaba? —replicaron los padres.

    El joven guardó silencio. Para su suerte, el interrogatorio fue interrumpido por la llegada de Berna. Los lugareños se acercaron hacia ella con el afán de saber qué había pasado:

    —¿Tus ovejas están completas o los zorros también te han robado?

    —Solo me falta una.

    Los padres de la joven aceptaron la pérdida sin problemas. En la casa de Tomás, en cambio, se generó un conflicto que terminó en su destierro.

    Berna escuchó un silbido cerca de la medianoche. Los perros saltaron sobre el corral y no se oyó nada más. Al poco rato, una piedrita cayó en su ventana. La joven abrió y vio a Tomás, con su poncho y su linterna. Berna bajó de su habitación y fue a su encuentro.

    —¿Qué haces aquí a esta hora?

    —Vengo a despedirme porque mis padres me han botado de su casa por haber perdido sus doce ovejas.

    —¿Cómo? No es posible. Si tú te vas, me voy contigo.

    —Si te llevo, mañana la gente dirá que te he secuestrado.

    —No me interesa. Iré contigo. Espérame.

    Berna entró a su habitación, sacó su manta, agarró un pedazo del carbón de su cocina y escribió en la pared:

    Tayta cuna, eucu carumarcatam cuyenihuan.

    Shonku manan cahuanchu japallan.

    Ama tarimesu, ama llaquiyeshu. Henomi shonku munan.

    Berna

    En español decía: «Queridos padres, me voy a tierras lejanas con mi amor. Mi corazón no puede vivir solo. No me busquen, no tengan pena. Así es el amor. Berna».

    Salió de su casa sollozando. Abrazó a Tomás, lo tomó de las manos y se fueron por el camino de herradura que llevaba a San Damián.

    Llegaron a la cumbre de la montaña Tres Cruces. Era el día más feliz de sus vidas. Hablaron, se amaron y al anochecer durmieron en el lugar. El clima era gélido, pero para dos seres enamorados no existe calor, frío, ni hambre.

    Un nuevo comienzo

    Cuando amaneció, Berna le pidió a Tomás ir al pueblo de San Damián para visitar a su tío Aurelio Espada, un acaudalado ganadero de la zona.

    Después de ocho horas de camino, llegaron a la casa del familiar. Estaban cansados y hambrientos. Berna presentó a Tomás como su compañero de vida. Sin preámbulos, le contó a su tío que los dos habían escapado del pueblo porque se amaban. Don Aurelio los abrazó y respondió:

    —Así es el amor. Ahora deben trabajar para sus herederos.

    El anfitrión ordenó a sus sirvientes preparar alimentos para los nuevos huéspedes. Después de comer, Berna explicó el motivo de su visita:

    —Tío, quiero que me arriendes tus vacas, ovejas y cabras al cincuenta por ciento. Yo cuido bajo mi responsabilidad a tus animales y cumplido el año, hacemos el reparto. Si después de ese tiempo tus vacas paren diez becerros, cinco para ti y cinco para mí; si tus ovejas paren veinte, diez para mí y diez para ti; si tus cabras paren treinta, quince para mí y quince para ti. La elaboración del queso de las vacas y las cabras serían para el beneficio de los arrendatarios.

    Sin pensarlo, don Aurelio aceptó el trato.

    —Bernita, tengo sesenta vacas, diez toros, veinte becerros, ochenta ovejas, diez carneros, veinte corderos y ochenta cabras. En total son doscientos ochenta animales que tendrías que cuidar.

    Tomás intervino:

    —Señor, ¿dónde vamos a pastar tantos animales?

    —No te preocupes por eso. Tengo un fundo grande en la ceja de costa y sierra. Cuando llueve, es un paraíso. Hay pasto, animales silvestres, tuna, huarangos, un bosque de árboles de lúcuma, guayaba y paltos. Mi sobrina ha llegado como enviada de Dios. ¡Celebremos nuestro acuerdo!

    Los ayudantes sirvieron chicha de jora y alistaron los víveres para los arrendatarios; luego, pasaron todos a almorzar.

    Al día siguiente, los jóvenes se levantaron temprano. Alistaron las ollas y vajillas que su tío les había regalado para que se instalen en su nueva casa. Don Aurelio ordenó ensillar siete caballos, uno para que él cabalgue y los otros para Berna, Tomás, el resto de sus sirvientes y Angélica, quien era la trabajadora de confianza y compañera leal del patrón. Después del desayuno, fueron al corral del ganado vacuno, ovino y caprino, y salieron de la residencia. Arrearon a los animales con destino al fundo Lúcuma, ubicado a unos cincuenta kilómetros. Berna, con ayuda de Angélica, arreaba a las ovejas; Tomás, con apoyo de Timoteo —quien era un trabajador de la hacienda—, a las cabras. Los animales eran inquietos, se salían del camino, trepaban los cercos y hacían daño a los cultivos que estaban junto al sendero. Tomás corría de un lado a otro tras las cabras, sudaba y no paraba de llamarlas. Tiraba piedras, pero los animales no le hacían caso. Al verlo desesperado, Timoteo le dijo:

    —Don Tomás, tranquilícese. Las cabras son bien vivas. Si usted se desespera, los chivos van a formar sus grupos, se van a ir por diferentes lados y no los va a poder controlar.

    Tomás quería rendirse, pero tomaba valor al ver que Berna arreaba sin problemas; las ovejas iban en fila, en los lugares donde había pasto hacían un alto y luego avanzaban. Por su parte, don Aurelio, Simeón y Baltazar —ambos trabajadores que cuidaban los animales y los cultivos de la hacienda— arreaban al ganado vacuno sin problemas.

    El regreso del patrón

    Al cabo de ocho horas, llegaron al fundo Lúcuma, cuya extensión bordeaba las mil doscientas hectáreas. Abrieron la tranca que estaba al ingreso de la finca. El verdor de los cerros era imponente, se veían las cascadas de agua y se escuchaba el trinar de los pájaros. En las ramas de los árboles habían chalonas de carne que estaban secando para el alimento de los yanash u osos negros; la carne que no podían consumir la guardaban para momentos de escasez. A lo lejos se veían pumas durmiendo bajo la sombra de los árboles. También se podía observar el vuelo de los gavilanes y cóndores.

    A las cuatro de la tarde, el dueño ordenó a sus sobrinos y sirvientes hacer un alto para comer. Se ubicaron debajo de un frondoso árbol de tara. Angélica y Berna sacaron charqui de carne de res con cancha, yuca y camote sancochado.

    Después de comer y descansar, enrumbaron a la casa del fundo, a donde llegaron casi dos horas después. Don Aurelio bajó de su caballo, se arrodilló y besó la tierra.

    —¡Casa mía!, ¡tierra mía!, estoy aquí nuevamente para disfrutar de tu belleza y hospitalidad. Vengo después de diez años —dijo entre lágrimas, recordando la muerte de su esposa Victoria.

    Don Aurelio sacó el llavero de su bolsillo y abrió el portón principal de la casa. Las bisagras oxidadas crujieron. El patio estaba lleno de plantas verdes y secas. Pasaron a la sala y luego a las habitaciones. Del techo colgaban telarañas y los muebles estaban cubiertos de polvo. En la pared del dormitorio estaba la fotografía de la esposa fallecida; una mujer de tez blanca, cara ovalada y cabello ondulado.

    Al cabo de una hora de limpieza, el espacio estaba reluciente. Berna y Angélica se fueron a la cocina para preparar la cena, mientras los varones arreaban a los animales hacia sus corrales.

    Cuando la comida estuvo preparada, el hacendado llamó a todos para

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