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Amor y guerra en la Amazonia; El triángulo amoroso que desató la guerra colombo
Amor y guerra en la Amazonia; El triángulo amoroso que desató la guerra colombo
Amor y guerra en la Amazonia; El triángulo amoroso que desató la guerra colombo
Libro electrónico403 páginas6 horas

Amor y guerra en la Amazonia; El triángulo amoroso que desató la guerra colombo

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Información de este libro electrónico

En lo más profundo de la selva amazónica, una joven indígena, Pilar, lucha por sobrevivir contra el despiadado imperio del caucho de Julio Arana. Criada por su padre, un rico terrateniente que tuvo un romance con una de sus trabajadoras indígenas, y entrenada en el combate por un chamán Witoto, Pilar une fuerzas con su pueblo para resistir y derrotar a los invasores blancos que pretenden controlar sus tierras. En medio de un triángulo amoroso y de la agitación política entre Colombia y Perú por el asentamiento fronterizo, Pilar se convierte en una informante crucial para la resistencia indígena. Pero cuando es secuestrada por un oficial colombiano, se desencadena una serie de acontecimientos que desembocan en una guerra total en el Amazonas. Con los ejércitos de ambos bandos enfrentados en el caos y la traición, Pilar debe utilizar todas sus habilidades para proteger a su pueblo y luchar por su libertad. Esta apasionante historia está inspirada en hechos reales y muestra el valor y la determinación de una mujer frente al peligro y la injusticia causados por la colonización y esclavización de los pueblos indígenas del Amazonas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 mar 2024
ISBN9788410682023
Amor y guerra en la Amazonia; El triángulo amoroso que desató la guerra colombo

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    Amor y guerra en la Amazonia; El triángulo amoroso que desató la guerra colombo - William Schutmaat

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © William Schutmaat Loew

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-202-3

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    «El rapto de una mujer fue el episodio doméstico que desató el conflicto amazónico. Cualquier semejanza con la guerra de Troya y el rapto de Helena es pura coincidencia».

    Alfonso López Michelsen – presidente de Colombia (1974-78)

    en Mis Memorias

    Capítulo 1

    Noche del jaguar negro

    El Encanto, Amazonia

    Martes, mayo 8 de 1916

    La selva amazónica está llena de sonidos engañosos, marañas, voces misteriosas y secretos profundos. Si no has nacido en ella, puedes perderte fácilmente en su inmensidad, o ser seducido por su magia etérea para formar parte de ella y no salir nunca. Mi pueblo ha mantenido durante siglos la creencia de que la selva está poblada por elfos y espíritus que reinan sobre todo lo que hay en ella. El bien…y el mal.

    Desde primera hora de la mañana, mi madre Siyi y yo recogíamos látex de los árboles de caucho y hierbas que se aferraban a las raíces de palmeras gigantes en la parte trasera de nuestra maloca, una vivienda circular con tejado de paja donde vivían mi familia y otros miembros de la tribu Witoto. A medida que nos adentrábamos en la selva, los agudos ojos de mamá pasaban de una planta a otra, identificando las útiles y evitando las dañinas. Este conocimiento, que ella me ha transmitido, es a la vez una habilidad y un arma secreta contra los peligros que acechan en todos lados.

    El sol se hundía en el cielo, proyectando largas sombras y el tiempo apremiaba. Las consecuencias de que los capataces barbadenses nos pillaran desviándonos más allá de la maloca eran graves.

    —Debemos darnos prisa —advertí, observando cómo mamá recogía hierbas del suelo de la selva con pericia.

    —Quizá podamos tomar un atajo —sugirió Siyi—. Conozco un camino que bordea el río. Nos permitirá volver antes.

    —Es peligroso, mamá —respondí en tono de objeción , colocando una mano protectora sobre su hombro—. Hay muchas serpientes y los capataces toman ese camino todo el tiempo.

    —Lo sé, Pilar, pero no tenemos otra opción —insistió Siyi, con la determinación grabada en el rostro.

    A regañadientes, accedí y la seguí por el traicionero sendero, con los pies avanzando con seguridad sobre rocas resbaladizas y raíces enmarañadas. Los sonidos de la selva nos envolvían, una cacofonía de gritos y hojas que crujían y atemorizaban a la vez. A cada paso recordaba el delicado equilibrio que existe entre la vida y la muerte en este mundo implacable.

    Cuando por fin salimos del denso follaje y los últimos rayos de sol empezaron a ocultarse tras los árboles, no pude evitar pensar en papá. Nos arriesgábamos a que nos atraparan los capataces barbadenses mientras recogíamos hierbas para curarle las heridas causadas por los duros azotes con un látigo de cuero. Ayer, su delito fue no cumplir por menos de una onza con su cuota de látex de caucho. Para asegurarse de que comprendía la gravedad de su situación, el capataz le pisoteó el pie con una gruesa bota de goma después de los azotes, quebrándole varios dedos.

    Esta mañana cuando mi papá salió cojeando a la luz del sol, me di cuenta de que era inútil esperar que cumpliera su cuota. Pero de todos modos rezamos a los espíritus de la selva y nos dedicamos a recoger hojas de ayahuasca para celebrar la ceremonia del yagé con mi tío Uoto, el chamán.

    —Tío Uoto dijo que papá necesitaría mucha ayuda para reponerse después de pasar un día con los barbadenses —dije.

    —Si es que vuelve —musitó mamá, recogiendo bromelias de la inmensa raíz de una palmera que crecía junto a la maloca—. Hubo un tiempo en que nuestro pueblo amaba la selva. Pero ahora hemos llegado a odiarla por habernos dado estos árboles que sangran caucho. Nos están llevando a la muerte.

    —No es culpa de los árboles —repliqué—. Sufren como nosotros.

    —No siempre fue así. Nuestro pueblo utilizaba la leche de estos árboles mucho antes de que llegaran los hombres blancos. Lo llamaban cauchu, «madera que llora» —dijo—. Los árboles lloraban de felicidad por sernos útiles. Ahora todos lloramos porque a ellos los han exprimido hasta dejarlos secos, y a nosotros nos han convertido en esclavos del hombre blanco.

    Siyi suspiró. Su respiración era suave, como el susurro del viento al soplar entre las hojas; sus ojos eran charcos de luz tenue que se llenaban de lágrimas. Podía sentir el miedo en ella, hinchándose lentamente, como una presa que se llena de agua y está a punto de reventar. Estaba oscureciendo. Se escuchaba al viejo chamán dentro de la maloca, cantando y golpeando los tambores manguaré con las palmas de las manos. Estaba enviando un mensaje urgente a través de la selva.

    —Cuídense de la ira del hombre blanco —advertía a cientos de miembros de tribus cercanas y lejanas—. El jaguar negro está cerca.

    Aunque había seguido a mamá durante años en sus paseos por la selva mientras recolectaba plantas y hierbas para curar muchos tipos de enfermedades, compartiendo en esos raros momentos de paz hoy presentía que iba a ocurrir algo inesperado. El golpe rítmico de los tambores manguaré resonaba en el aire, una sensación de urgencia llenaba el ambiente. El mensaje del tío Uoto nos instaba a movernos rápidamente y buscar refugio.

    En el interior de la maloca, el ambiente estaba cargado de aprensión, casi podía sentir el aire apretarse a nuestro alrededor; la sensación se intensificaba mientras nos mirábamos los unos a los otros, fingiendo no entender el mensaje del chamán. Desvié la mirada hacia las paredes de paja de la maloca, los jarros de barro y los cestos, y las hamacas que colgaban de las vigas.

    —¿Dónde está Emi? —le pregunté a mamá.

    El olor dulce amargo del tabaco fresco persistía en la gran sala iluminada por la hoguera ceremonial que había en el centro. Varias familias estaban sentadas juntas, en su mayoría mujeres que esperaban a que sus maridos regresaran de la selva tras recoger látex y niños cuyos rostros reflejaban la creciente ansiedad de sus padres. Mi hermano Emi no aparecía por ninguna parte.

    —Está fuera, en algún sitio —respondió mamá—. Está con Yarokamena. Dijeron que iban a trepar a los árboles para ver de qué advertía el chamán Uoto a nuestros clanes.

    No tenía sentido preocuparse por Emi, razoné, esforzándome por apartar los pensamientos terribles de mi mente. Al fin y al cabo, estaba con Yarokamena, el más fuerte de los jóvenes que el chamán Uoto había elegido para empezar a entrenarse como guerrero Witoto. «Si alguien puede cuidar de sí mismo es Yarokamena», pensé para mis adentros. Y él estaba con mi hermano Emi.

    Ya había salido la luna cuando papá entró cojeando por la puerta, con la ropa empapada de sudor y la cara irreconocible por la paliza que le habían dado. Se movía con dificultad y parecía haberse encogido, era la sombra del hombre que solía ser. No dijo ni una palabra, pero no hizo falta que lo hiciera: el dolor en sus ojos era suficiente para contar su historia.

    Mamá corrió hacia él, lo condujo suavemente a su hamaca y lo ayudó a acomodarse en ella. Cuando le colocó las manos sobre la espalda, pude ver cada una de sus heridas abiertas y crudas, también sobre sus piernas, brazos y pecho. Sacó un saquito de hierbas aromáticas y se las masajeó en la piel, murmurando oraciones y palabras de aliento. Cuando terminó, le sirvió en silencio una escasa comida a base de arepas de casabe, nueces y carne de mono, y observó cómo comía lentamente.

    El chamán se acercó a mi padre y exhaló una nube de humo sobre él, agitando el jugo de yagé en su gran calabaza. Mientras entonaba un antiguo mantra, invocando la protección de los dioses de la selva, un grupo de hombres se congregó detrás de nosotros y empezó a aspirar una mezcla de hojas de coca molidas y cenizas del árbol de yarumo, conocida como mambe o jiibie. Se comunicaban con los espíritus que les indicarían qué hacer cuando llegase el jaguar negro. Más tarde, el chamán Uoto les dio un poco de jugo de yagé, enviándolos a otro reino en un estado de trance en el que no sentirían miedo y su misión quedaría clara.

    Mi papá yacía ahora en su hamaca sin mover un solo músculo de la cara, con los ojos cerrados mientras su pecho se elevaba y descendía lentamente como el fuelle vacilante de un acordeón. Emitía ruidos sibilantes con cada exhalación. Mi tío Uoto hizo señas para que me acercara a él.

    —Pilar —empezó diciendo, soplándome anillos de humo en el pelo—. Eres hija de la selva; nunca te traicionará. Sé tenaz en tu próximo viaje; algo está a punto de cambiar para ti. Aún no está claro qué será, pero recuerda siempre a tu madre Siyi y a tu gente, pues su sangre y la de la selva correrán siempre por tus venas.

    — ¿Qué cambiará? —pregunté.

    Pero no me respondió. No me oyó. Estaba perdido en el mundo de los espíritus intemporales, escuchando las voces de los elfos y los dueños del Amazonas. Me pesaron los párpados y me dormía en la hamaca que mamá había colgado en las vigas de la maloca. El aire se espesó con una nube de humo y hacía un calor insoportable. De repente, tuve la sensación de estar atrapada en una pesadilla de la cual no podía despertar: un jaguar negro apareció de la nada, abrió la boca mostrando sus afilados colmillos y se dirigió hacia mí a través de las cegadoras llamas que nos envolvían. La bestia atrapó mi brazo con sus dientes, arrastrándome hacia el lado de la maloca, y yo salté al vacío. Vislumbré sus ojos ambarinos a la luz del fuego, haciéndome señas para que le siguiera, y salí tras él hacia la selva, dejando atrás sólo gritos de terror.

    Capítulo 2

    Un salto al vacío

    El Encanto, Amazonas

    Miércoles, mayo 9 de 1916

    Las imponentes palmeras moriche se balancean sobre sus troncos como gigantes ebrios a la pálida luz de la luna. Sus ramas son brazos que se extienden para hacer tropezar a Pilar mientras corre sin rumbo por la selva, con los pies descalzos chapoteando en los pantanos y pisoteando lianas caídas y maleza espinosa. Medio kilómetro detrás de ella, llamas furiosas saltan de una maloca con tejado de paja, lacerando el cielo color óxido. La maloca lucha por mantenerse en pie sobre pilotes de madera, se mece y finalmente cae al suelo en una avalancha de madera carbonizada y escombros. Impasible, una luna apagada observa cómo la selva amazónica cobra vida con los chillidos de los monos que saltan entre las ramas de las altísimas copas de los árboles y el vuelo sobresaltado de los pájaros cuya tranquilidad se ha visto perturbada.

    Mientras Pilar resopla en la cornisa, su mirada está fija en el río Putumayo. Aparte del coro constante del agua que cae en cascada sobre las rocas, los únicos sonidos son el zumbido de las cigarras y la brisa que roza los árboles. Pero entonces algo más resuena desde lejos: los gritos de gente que se acerca. Se asoma desde detrás de una roca y ve sus antorchas iluminando el cielo nocturno como luciérnagas. Incluso desde esta distancia, percibe su presencia amenazadora. Temblando, se acerca sigilosamente al borde del precipicio y contempla los rápidos salvajes: es una caída mucho mayor que cuando trepó a la ceiba con su hermano Emi hace una semana. Un salto desde esa altura la llevaría sin duda a morir ahogada en las embravecidas aguas.

    —¡Ahí está! —grita alguien triunfalmente—. ¡Ya no se escapará!

    —¡Dispárenle a la muchacha! ¡Seguro que nos ha visto la cara! —ordena alguien que se acerca.

    A la tenue luz de la luna, Pilar puede ver que la voz pertenece a un hombre alto, con la piel del color de la leche y el cabello cuidadosamente dividido al medio. Los hombres forman un semicírculo agrupándose a su alrededor, y se detienen para conseguir un tiro limpio con sus rifles Winchester, disfrutando de un momento de gozo tras el subidón de adrenalina. Se toman su tiempo para examinar a la joven e indefensa presa. Un disparo resuena por el valle, seguido del estruendo de varias salvas de disparos en todas direcciones. La delgada figura de Pilar se desliza desde el borde del precipicio, y con las manos agarrando el aire, desaparece en los furiosos torrentes de abajo.

    El hombre blanco se inclina sobre el borde del acantilado, mira fijamente el agua embravecida y sonríe. Lleva un revólver en la cadera y una chaqueta de cuero con muchos bolsillos. Tres hombres negros vestidos con los uniformes caqui de los capataces barbadenses se reúnen a su alrededor y se dan palmaditas en la espalda con regocijo.

    —Si el jaguar negro o nuestras balas no mataron a esa zorrita, seguro que lo hará el río Putumayo —grita el hombre blanco.

    —Lástima que no la pudimos atrapar —carcajea un barbadense obeso, relamiéndose—. Nos habríamos ahorrado un viaje al burdel de Leticia. Era una putilla muy guapa.

    —Está diluviando. Volvamos a Casa Arana para refugiarnos. Me aseguraré de que tengamos suficiente güisqui para emborracharnos por una semana —comenta el hombre blanco, abriéndose paso entre la maleza con su machete.

    Con las ganas de seguirse entreteniendo satisfechas por el momento, los hombres regresan por el camino que pasa por el lugar donde celajes de brizna se dispersan en el aire sobre los restos de la maloca que acaban de incendiar. Aves carroñeras aparecen volando entre las nubes de humo, iluminadas por las llamas que persisten a pesar de la lluvia que cae sobre los cuerpos de los indios Witoto, devorados y carbonizados por el fuego mientras dormían.

    *****

    Hacienda Siyi, Amazonas

    Jueves, 10 de mayo de 1916

    El jaguar negro es un animal terrible y enigmático para la mayoría de los indios Witoto del Amazonas. Se dice que cuando el jaguar negro llega a un campamento de seringueiros, duerme a la gente. Luego irrumpe en sus chozas y los mata a todos degollándolos. Antes de marcharse, les chupa la sangre. Los de afuera dicen que el jaguar negro es una criatura imaginaria que mi pueblo ha inventado para hacer más llevaderas las terribles experiencias que sufren a manos de sus capataces, especialmente las ejecuciones y los brutales castigos que les infligen cuando no producen su cuota de látex.

    Pero cuando fui mayor, mi tío Uoto —que es chamán o taita de la tribu Witoto— me explicó que los jaguares y los chamanes son dos mitades de un mismo todo. Afirmaba que el chamán existe entre los dos mundos —el físico y el espiritual— y que el jaguar tiene una existencia compuesta de dos partes: una forma física que puede verse como una sombra o cuerpo; y una imagen de su espíritu o alma.

    Creas o no en el jaguar, no es fácil vivir en este mundo. No hay justificación para las cosas terribles que ocurren aquí. Cuando los capataces barbadenses se cansan de infligirnos dolor y castigo, recurren a un juego en el que nos cazan por la selva con rifles Winchester para ver quién consigue más muertos. El ganador es recompensado con un barril de ron o una india secuestrada. Los propietarios blancos de las plantaciones y sus guardias barbadenses son la única ley en este mundo salvaje.

    Pero a pesar de todo, se podría decir que tuve suerte. Había escapado de la muerte varias veces seguidas. Primero, momentos después de que los barbadenses irrumpieran en nuestra maloca y empezaran a descuartizar a mis padres con sus machetes, conseguí saltar de la hamaca donde mi madre me había arropado para dormir. Luego corrí hacia la selva y me lancé a las furiosas corrientes del río Putumayo desde un acantilado, dejándome llevar río abajo por varios kilómetros antes de llegar a la orilla, a escasos centímetros de la cascada.

    Por fin, después de yacer inconsciente en la playa entre serpientes venenosas y cocodrilos hambrientos por largo tiempo se acercó un anciano de expresión afectuosa, me levantó con delicadeza y me dijo:

    —Pobrecita. Casi te ahogas, ¿verdad? ¡Tienes suerte de estar con vida!

    Se apresuró a colocarme en una cesta de paja atada a la silla de su caballo y salimos de allí. No dejamos de galopar hasta llegar a una mansión que quedaba dentro de una gran hacienda, donde nos recibieron varias criadas y me llevaron a las dependencias de la servidumbre. Allí me lavó el cuerpo y la cabeza una anciana llamada María del Carmen. Después de curarme los moretones y asegurarse de que no me había roto ningún hueso, me colocó en un catre junto a la puerta de su habitación. Yo estaba tan asustada que no había dicho nada todo el tiempo.

    —¿Dónde estoy? —alcancé a murmurar, después de un largo rato.

    —Ya estás a salvo, niña, has sido rescatada por don José Restrepo, dueño de la Hacienda Siyi. Ahora debes descansar y ponerte bien. ¿Cómo te llamas, querida?

    —Pilar.

    —¿Pilar, qué?

    —Pilar a secas.

    Esa primera noche, pude ver que mis palabras parecían sobresaltarla, y se alejaba rápidamente de mí. Noté una oscuridad en sus ojos que antes no existía. Luego se acercó lentamente y me arropó en la cama con manos suaves. Pero sentí que algo iba mal, que algo extraño ocurría entre nosotras, como si ella supiera algo de mí que yo misma ignoraba. Durante varias noches después, un suave destello en sus ojos ámbar y la delicada curva de su labio inferior que temblaba ligeramente mientras me arropaba con sábanas limpias, me ayudaron a confiar en ella y, con el tiempo, a aprender a quererla y a sentir por ella lo que había sentido por mi madre.

    Pero a pesar de la sensación de seguridad que sentí en Hacienda Siyi en los meses siguientes, me atormentaban frecuentes pesadillas. Veía a un jaguar, más negro que el carbón, con los músculos sinuosos bajo la aterciopelada suavidad de su piel, enseñando unos dientes puntiagudos y blancos como el marfil, amenazando a un capataz barbadense que parecía custodiarme con un prolongado y aterrador gruñido. La bestia se colaba sigilosamente en mi habitación acosando a mi vigilante negro y yo me despertaba gritando, empapada en sudor, con el corazón latiéndome como un tambor de manguaré. Aquellas noches, María irrumpía en la habitación con un vaso de agua en la mano y se sentaba a mi lado pasando suavemente su mano por mi frente hasta que me calmaba.

    Una mañana, cuando ya pude caminar, me entregó María un uniforme de criada con zapatillas de goma y me llevó al comedor de los trabajadores. Cuando entré, un extraño silencio se apoderó del grupo sentado alrededor de una larguísima mesa de madera cubierta con un mantel de plástico. Los trabajadores parecían estar congelados, petrificados por una fuerza invisible. Podía sentir sus ojos mirándome sigilosamente, como si estuvieran viendo algo que les asustara. Ninguno me dirigió la palabra.

    María me condujo a la cocina, donde varias mujeres preparaban el desayuno. Las mujeres estaban ocupadas revolviendo comida en ollas y sartenes, cortando pan y calentando café para servir a los hombres en el comedor. Me quedé parada allí como una tonta, sin saber qué hacer ni qué decir.

    —Ésta es la niña Witoto que don José encontró junto al río —anunció María—. Se llama Pilar.

    —¡Qué pequeña es! —comentó una chica regordeta que servía sopa en un gran cuenco de barro—. ¿Cuántos años tienes?

    Me quedé mirándola, sin palabras. Nadie me había contado nunca cuántos años había vivido. Eso se debía a que los Witotos no llevan la cuenta del tiempo como los demás. Hay una sensación de intemporalidad que todos compartimos. Para los que viven fuera de la selva, yo había vivido poco tiempo. Pero para mi familia y mi tribu, yo había vivido tanto como los demás, porque nadie piensa en el paso del tiempo ni en el envejecimiento. La gente nace un día y muere al siguiente. Es así de sencillo. Quizá sea porque todos tienen que trabajar para los capataces de los seringueiros, tengan la edad que tengan. Los niños trabajan en cuanto pueden andar y cargar con un cubo para recoger látex, y los ancianos que no pueden recorrer los cientos de kilómetros que separan los árboles de caucho en la selva tienen que trabajar para fabricar las pelotas de goma que se envían al mercado, sin importar lo retorcidos que se pongan sus dedos o lo débiles que se vuelvan.

    —No importa, querida —dijo María—. Yo diría que ya eres mayorcita para ayudar por aquí. Ayúdame a recoger los platos y otras cosas que esos trabajadores desordenados han dejado sobre la mesa.

    Durante muchos días pasé la mayor parte del tiempo ayudando a María con las tareas, cuidando de las gallinas, organizando la despensa y yendo al pozo por agua fresca. Empecé a entender mejor las advertencias de María. De vez en cuando, los hombres dejaban lo que estaban haciendo y me seguían con sus miradas intensas y cómplices. Sabían algo que yo ignoraba, lo que me hacía sentir extrañamente expuesta a ellos.

    —Nunca mires a un trabajador a los ojos —me había advertido María más de una vez—. Se lo tomará como una invitación.

    —¿A hacer qué? —pregunté, sin comprender.

    María me miró, con una expresión de simpatía en el rostro.

    —Oh, mi dulce niña —dijo, con voz suave y algo triste—. Tienes mucho que aprender de la vida.

    —¿Adónde han ido los trabajadores? —pregunté.

    María, que barría el suelo, me miró encogiéndose de hombros.

    —Se han ido a trabajar al campo —respondió.

    —¿Qué tipo de trabajo?

    —De todo, niña. Cortar caña, cosechar, cuidar ganado y arreglar cercas. ¿Por qué? ¿Quieres unirte a ellos? ¿O prefieres quedarte en casa y trabajar conmigo? —preguntó sonriendo. Con un ligero movimiento de muñeca, siguió barriendo el suelo.

    Había cierta sonrisa desconcertante en sus ojos cuando me miraba que me producía una sensación incómoda; una extraña tensión flotaba en el aire, como si ella supiera algo de mí que estaba oculto a mi entendimiento. A medida que pasaban los días, mi malestar era cada vez más asfixiante.

    A pesar de la molestia que sentía en ocasiones, don José hizo todo lo posible para que me sintiera cómoda y como en casa. Él estaba fuera la mayor parte del tiempo supervisando a sus trabajadores, pero nunca dejaba de buscarme para charlar cuando volvía.

    A medida que pasaban los días, fui dolorosamente consciente de que al alejar el pasado —al negarme siquiera a preguntar a la gente si sabía algo de lo que había ocurrido aquella terrible noche en la maloca— no había conseguido otra cosa que crear una caja de Pandora dentro de la cual acechaban sombras y temores que esperaban ser liberados. Sabía que María se moría por saber más de mí, pero parecía poco dispuesta a sonsacarme detalles, prefiriendo generalizar sobre la violencia y los acontecimientos imprevisibles que tenían lugar en esta parte del mundo y que todos consideraban normales.

    —La gente del otro lado del río está enfadada porque los peruanos han tenido que entregar Leticia, una ciudad que ellos fundaron, a los colombianos —me dijo con naturalidad mientras preparábamos el desayuno una mañana. El olor a leña quemada se mezclaba con el rico aroma del café recién hecho, una fragancia agradable en medio de la selva y el aire estaba cargado de humedad y tenía un ligero olor a barro y tierra húmeda del río cercano.

    —A veces confunden a los indios Witoto con colombianos y se desquitan con ellos —añadió—. Lo sé, porque yo también soy parte Witoto, ya que mi madre perteneció al clan naifez hace mucho tiempo, y he tenido que aguantar muchos abusos de los blancos peruanos cuando voy a Leticia a hacer la compra.

    Su voz era tranquila y natural, pero había un dejo de tristeza y frustración en sus palabras. De fondo, se oían los sonidos de la selva: el canto de los pájaros; el parloteo de los monos; el susurro de las hojas al viento. De vez en cuando se oía el lejano rugido de una lancha a motor que bajaba por el río.

    —¿Quién era tu padre?

    Se estremeció, derramando gotas de café sobre la mesa.

    —Un hombre terrible. Era uno de los administradores de la Casa Arana y me violaba al igual que a otras chicas jóvenes como deporte. Si intentaban defenderse, eran asesinadas en el acto. A mi madre la dejaron vivir, pero creo que hubiera preferido morir porque me dijo muchas veces que la vida que llevaba no merecía la pena —murmuró.

    Don José hizo todo lo posible para que me sintiera bienvenida y aceptada en su casa. Pero por mucho que apreciara sus amables gestos, sentía una persistente incomodidad cuando se trataba de hablar de mi pasado. «¿Por qué evitaba el tema? ¿Había algo más en mi historia que yo no supiera?», me preguntaba. Y, sin embargo, en su presencia, no podía evitar sentir una conexión familiar, a pesar de que nuestros orígenes eran muy diferentes. Cuando me preguntó por mi vida antes de llegar a la Hacienda Siyi, sentí una oleada de emociones contradictorias. Me invadieron recuerdos hermosos y dolorosos a la vez.

    —Nací en la selva —logré decir finalmente, tratando de rechazar las imágenes que llenaban mi mente y que amenazaban con abrumarme—. Trabajábamos en haciendas de caucho, recogiendo látex durante horas bajo un sol abrasador.

    Los recuerdos eran agridulces, me llevaron a una época más sencilla cuando vivía con mi familia, antes de que todo cambiara.

    —¿Toda tu familia hacía este trabajo?

    —Mi madre me dijo que, cuando tuviera edad suficiente, acompañara a mi padre y a mis hermanos a cargar cubos de látex. Ella solía acompañarnos para poder vigilarnos y asegurarse de que recogíamos lo suficiente para evitar el castigo —dije, estremeciéndome involuntariamente.

    Sonrió tiernamente, me escrutó con la mirada y dijo:

    —Sigue, muchacha. Te escucho.

    —Mi hermano Emi siempre nos acompañaba y a veces nos divertíamos. Nadábamos en el río, pescábamos, trepábamos a los árboles. Pero no ha vuelto a buscarme desde el incendio. Mi tío, el chamán Uoto, tampoco lo ha intentado. Quizá murieron quemados junto con mamá y papá —dije.

    Don José sonrió con ternura y me miró a los ojos.

    —Ya no tienes que preocuparte por eso. Quiero que ayudes en la cocina y que estés cerca de María. Es un alma bondadosa y me ha dicho que quiere que te pongas bien para que aprendas a leer y escribir. ¿Te gustaría eso?

    —Me gustaría aprender. ¡Todo!

    —Hay muchos libros en mi estudio, y puedes utilizarlos cuando quieras. Quizá María pueda enseñarte a leer cuando encuentre tiempo.

    En los días siguientes, hice todo lo posible por encajar en mi nueva vida, pero también por hacerme invisible para no llamar la atención. Por mucho que mi corazón se llenara de amor ahora, los horribles recuerdos de lo que había pasado en mi maloca aquella noche del incendio persistían. Estaba segura de que Julio Arana vendría por mí y mataría también a don José por haberme salvado.

    Muy a pesar de mis esfuerzos por ser valiente y empezar mi nueva vida, la idea de volver a la selva donde pasé mis primeros años me atraía cada vez más. Echaba de menos a mi madre Siyi, a mis hermanos, a mi padre y al tío Uoto, el chamán. Sobre todo, sentía la llamada de los espíritus de la selva que me suplicaban que volviera al mundo mágico que había dejado atrás. La Hacienda Siyi se había convertido en una opulenta prisión que me cobijaba y asfixiaba a la vez. Yo era un pájaro en una jaula dorada, libre de desplegar mis alas dentro de los confines de los barrotes de hierro ornamentados, pero no más allá de ellos. Estaba atrapada entre mi pasado y mi futuro, entre mi afecto por don José y el incierto destino que me aguardaba más allá de los linderos de la selva.

    Y a medida que pensaba más y más en abandonar la Hacienda Siyi y a don José, me preguntaba si estaba huyendo de mi propia salvación. ¿Podría ser que, en un irónico giro del destino, la única forma de salvar la vida de don José, que había salvado la mía, fuera regresar al lugar donde todo había empezado y, al hacerlo, poner mi propia vida en peligro, colocando mi futuro en manos del barón del caucho, Julio Arana?

    Capítulo 3

    El milagro

    Hacienda Siyi

    Martes, julio 10 de 1917

    Don José Restrepo es admirado a ambos lados del río Amazonas. Nacido en una próspera hacienda de café cerca de Medellín, heredó la sabiduría del mundo natural de su madre —hija mestiza de un cacique de la tribu quimbaya— y el talento para los negocios de su padre, de ascendencia judía y española. Su conocimiento de los secretos de la naturaleza y de los remedios mágicos que se encuentran en los bosques y selvas le permitió curar a cientos de personas.

    Al comienzo de la Guerra de los Mil Días, cuando José era aún un joven, su padre insistió en que se uniera al ejército de Pedro Nel Ospina para luchar contra los rebeldes liberales. A los pocos días de marchar a través de las montañas, algunos de los soldados empezaron a cuestionarse el propósito de la guerra a la que se les sometía. Incapaces de encontrar una respuesta satisfactoria, la mayoría desertaron y huyeron hacia los cañones y las colinas. Pronto él se encontró solo en medio de la nada y huyó también. Cuando se enteró por su hermano de que había sido acusado de deserción, decidió ir al Amazonas, pensando que, al ser el lugar más remoto del país, nadie se molestaría en buscarlo allí.

    Después de atravesar interminables valles y montañas, evitando ciudades y haciendas desgarradas por la guerra civil, pasó más de dos meses abriéndose camino a través de manglares repletos de animales salvajes y otros peligros hasta que por fin llegó al río Putumayo. Pronto aprendió a recoger fruta y pescar en los numerosos arroyos que alimentan el Amazonas. Fue acogido por colonos, personas enviadas por el Gobierno colombiano para habitar el Amazonas. Allí, en medio de un inmenso mar verde, vivía don José, apenas sobreviviendo y desesperadamente pobre.

    A pesar de su penuria, una joven que había llegado al Amazonas

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