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Libro electrónico202 páginas3 horas

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Información de este libro electrónico

Desde que Libbie tenía uso de razón, sintió que no la quería su mamá, que era una mujer analfabeta, llena de prejuicios y traumas por lo que se desquitaba con su hija que había nacido en circunstancias muy adversas. Libbie nunca supo qué era el amor de madre, mucho menos qué era un beso de madre. Nadie sa

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento20 dic 2022
ISBN9781685742751
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    Libbie - Luccia Ford

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    Libbie

    Luccia Ford

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku, LLC

    www.ibukku.com

    Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico

    Copyright © 2022 Luccia Ford

    ISBN Paperback: 978-1-68574-273-7

    ISBN Hardcover: 978-1-68574-274-4

    ISBN eBook: 978-1-68574-275-1

    Capítulo uno

    Vagamente recuerdo esa mañana que mamá se arreglaba para salir más temprano que de costumbre rumbo al río, con miles de trabajos. Se empezó a poner el único vestido de algodón que tenía, el cual casi se rompía de lo roído y gastado que estaba. Lo hacía con sumo cuidado porque temía que terminara de rasgarse completamente. Al fin se lo acabó de poner, sin suéter y sin importarle el frío, y la densa neblina que a esas horas de la madrugada hacía. Se dispuso a salir. Ella me buscó en la obscuridad pensando que yo dormía.

    Al mirarme despierta muy obligadamente sonrió con disimulo, pero aun así yo pude captar la amargura que delineaban sus míseros labios. Nunca pude adivinar por qué ella se esforzaba en trasmitirme una alegría que estaba muy lejos de sentir. A pesar de mi corta edad, yo presentía que ella escondía un secreto detrás de esa careta falsa de felicidad, que siempre tenía ensombrecida de tristeza. Ahora, con el paso de los días, yo me daba cuenta de que ella forzaba aún más su sonrisa, acrecentando así el misterio de tristeza que la caracterizaba. Mamá estaba muy preocupada desde que los ingenieros capitalinos llegaran al pueblo de San Ignacio Río Muerto, el cual nos quedaba como a cinco kilómetros de distancia de nuestra casa, que estaba ubicada en el rancho Singampur, porque todos al azar habían agarrado trabajos menos ella. Ellos habían llegado en el momento más oportuno, ya que San Ignacio Río Muerto estaba en decadencia, había escasez de agua y por lo mismo se habían perdido todos los sembradíos y las reses se estaban muriendo de sed. Carecíamos de todo en el pueblo. Cuando ellos llegaron trajeron consigo grúas para dragar el río principal para abastecer de agua a todos los pueblos a la redonda, generando así trabajos para muchos pueblerinos. El pueblecito, que antes era como si casi estuviera muerto y borrado del mapa, ahora había renacido con gente importante de la capital. Como ahí casi no había casas, ellos trajeron carpas de lona para dormir mientras construían albergues para todos. Para ello trajeron maquinaria agrícola, troques pesados, camiones y todo el material que se requiere para construir casas, carreteras de asfalto y pavimento en las áridas tierras de ese lugar. También empezaron a poner postes para distribuir luz para todos los pueblos circunvecinos, trajeron unos tubos gigantes para el drenaje, mangueras de plástico y cobre para el agua potable. Los arquitectos se desvelaban haciendo miles de planos y dibujos, y los ingenieros medían y medían todo el día y parte de la noche. Ahora todo era diferente, pues la monotonía que antes nos agobiaba había desaparecido con tanto trajín.

    Al fin había trabajo para todos, y eso era motivo suficiente para que estos celebraran tomando y sonriendo con la música a todo volumen. Mamá era la única persona que no se alegraba con la presencia de todos ellos, pues ella seguía en su misma tediosa rutina de lavar en el río sobre las piedras. Por azares del destino ellos le habían dado ese trabajo de lavarles y plancharles a ellos y a todo el personal foráneo. Yo asumía que ese no era el trabajo que ella hubiera querido desempeñar, pero haciendo de tripas corazón lo tuvo que aceptar. Sentía tanta pena por mamá que de por sí ya tenía sus manos tan maltratadas, casi a punto de brotar sangre de ellas, como si se las hubiera mordido un perro. Ahora se le iban a maltratar aún más porque la ropa de los ingenieros no era fácil de limpiar, estaba muy grasienta y mugrosa. Ella tenía que tallar la ropa con más fuerza, pues el material de los pantalones de mezclilla era muy duro y áspero. Las camisas eran de algodón, por lo mismo ella tenía que lavarlas cuidadosamente, ponerlas a remojar en añil y almidonarlas para dejarlas blancas e impecables.

    Esa madrugada, como todas las demás, temblé al mirar cómo dificultosamente ella trataba de echarse a cuestas el gran bulto de ropa sucia; al fin, con miles de trabajos lo logró, sofocando el grito de dolor que le ocasionaran sus agrietadas y sangrantes manos. El dolor fue tan intenso que a pesar de su rebeldía una lágrima brotó de sus cansados ojos. Lloré al tiempo que mi corazón sangraba de pena por mamá, y más cuando me la imaginé zambullendo sus maltrechas manos en la fría agua destemplada del río.

    Maldije a los mentados ingenierillos. Porque se habían burlado de mamá cuando les pidió el puesto de la cocina y los muy canallas se lo negaron. Mamá se había hecho tantas ilusiones de que al fin podría trabajar bajo la sombra y no bajo el raso del sol... Ellos, al mirar e inspeccionar la pobreza que nos rodeaba, y como si fuera delito ser pobre, ignoraron sus súplicas de ser cocinera en vez de lavandera. Uno de ellos, que parecía ser el jefe, le dijo que, si no estaba conforme con el puesto que ellos le habían asignado, que se buscarían a otra mujer que lo hiciera.

    Mamá casi se vuelve loca de solo pensarlo, y hasta se puso de rodillas para que le dieran de regreso su trabajo de lavandera, así que sin chistar ahí se quedó. ¡Todos esos desprecios sufría mamá y por tan solo unos cuantos pesos!

    Desde siempre yo la había visto lavar a la orilla del río. A pesar de mi tierna edad, ¡sentí que odiaba todo cuanto me rodeaba! Y más ahora que había empezado a extrañar su presencia cuando despertaba y me encontraba yo sola en la casa… ¿Pero cuál casa?... No se le podía llamar casa a aquella humilde choza en que habitábamos. Las vigas y horcones que sostenían el rústico techo de lámina gastada, y las paredes apenas terminadas de adobe y costal, parecía que en cualquier momento se desplomarían. Eso me mantenía despierta muchas noches, especialmente en los tiempos de tormentas.

    Apenas acabé de pensar en ello, cuando mamá entró corriendo de estampida, con la ropa a cuestas aún húmeda porque se había desatado una tormenta inesperada. El antes bello cielo azul se oscureció y los rayos tenues y cálidos del sol desaparecieron como por encanto. Llovía a cantaros y no tenía para cuándo acabar. Ella se paró desalentada en el quicio de la puerta, porque sabía, al igual que yo, que como no había podido lavar la ropa los ingenieros no le pagarían ese día y no tendríamos dinero para comprar leche ni huevos. Miré hacia afuera y dejé que la brizna cayera sobre mi cara. En un segundo, estaba toda empapada, así que maldije al cielo también, ¡pero verdad de Dios que no quería hacerlo!, porque Dios no era culpable de nuestra paupérrima pobreza, y me preguntaba una y mil veces de quién era, Dios mío, la culpa.

    Lloré a escondidas de mamá, porque no quería que ella se diera cuenta de mi tristeza. Maldije también esas tormentas que llegaban inesperadas en el Estado de Sonora y le llamaban «el cordonazo de San Francisco». Así, maldiciendo a todos y a todo, al fin se llegó la noche, y como muchas otras, yo estaba llena de terror de solo pensar que la casa se me viniera encima. Temblaba de miedo y sentía mucho frío, como si estuviera desnuda en medio de la tormenta. El fuerte viento soplaba afuera, pero en nuestras condiciones yo lo sentía igual adentro. La roída cortina que servía de puerta volaba a un lado y otro haciendo que aquel viento traspasara hasta mi propio aliento, el ruido crujiente que hacían los cajones, que usábamos en vez de sillas, hacía saltar mi corazón de angustia, casi con un grito a flor de labios. Apretujé los ojos para así dejar de sentir tanto pánico. Aunque estaba acostada al lado de mi madre, su inmóvil cuerpo pegado al mío no era suficiente para quitarme el desasosiego, que me hacía temblar como un perrito recién nacido. Hubiera deseado una y mil veces que mamá despertara y me apapachara entre sus brazos para reafirmarme que todo estaba bien. Aunque deseaba escuchar su dulce voz, me aguantaba porque no deseaba cortarle las pocas horas de sueño, porque ella se levantaba al clarear el alba y se acostaba a medianoche. Pensé que, si al menos Tata Nelo hubiera estado a mi lado, si pudiera escuchar su querida voz… Pero eso era un imposible, porque Tata Nelo estaba muerto, jamás podría escuchar su voz y jamás podría mirarle. Su muerte pasó tan rápido que apenas lo recuerdo. Esa mañana que él salía como era su costumbre rumbo a la labor a regar sus sembradíos, mamá le había advertido de que se calzara sus huaraches de tres puntadas, pero él, terco y testarudo como una mula, le había contestado.

    —No te mortifiques, mija, este indio pata rajada aguanta mucho. Y además, hierba mala nunca muere.

    Para su desgracia se le enterró en el talón una espina venenosa de estafiate y eso le ocasiono tétanos y gangrena, y a los pocos días falleció, dejándome desconsolada, muertas mis ilusiones de volver a ser feliz con él. Ya no volvería a escuchar sus cuentos infantiles ni sus chistes, ya no podríamos comer juntos los vegetales y frutas frescas que él sembraba, ni tomaríamos las sobras de la leche fresca que ordeñaba para los ricos hacendados. Lo que más me dolía, que nunca me volvería a cargar a papuchi, ni me podría consolar cuando lloraba por mamá cuando ella se iba al río a lavar. ¡Todo se había acabado con su muerte!

    Me dolía en el alma que sus recuerdos se perdían en mi mente. Su señorial sonrisa se estaba apagando con el paso de los meses. Ya se me hacía difícil recordar sus dulces facciones, solamente sus negros ojos cabían en mis sueños… Unas veces me asustaban y a veces me hacían despertar inquieta y sofocada en llanto. Esta vez en susurros llamé su dulce nombre: «¡Abuelo!... Tata Nelo... ¿Por qué te tenías que morir?». Me acomodé más cerca del cuerpo de mamá tratando de buscar abrigo en esa caricia, pero al contrario de eso sus ronquidos me asustaron, y me cubrí de pies a cabeza con la roída cobija, porque los estruendos de la tormenta huracanada me tenían en ascuas. El torrente aguacero y el ventarral hacían que la cortina siguiera moviéndose con más intensidad, parecía que en vez de cortina era un fantasma. Al poco rato la cortina estaba en el suelo dejando traspasar así los azulinos rayos y los estruendos ensordecedores.

    El clink… clink… de las gruesas gotas trasminaban el débil techo de las viejas láminas, las cuales con aquel intenso viento empezaron a volar a pedazos. Al poco rato ya no eran goteras, era un torrencial aguacero dentro de la misma casucha. Me moví inquieta tratando de despertar a mamá para avisarle del peligro. Al no obtener respuesta me levanté angustiada y agarré las cubetas que usábamos para cuando llovía. Apurada las traté de acomodar debajo de cada gotera, pero por más aprisa que me movía no podía abarcar todos los lugares por donde caía el agua. Desalentada y cansada me senté debajo de un cajón de madera que mamá usaba de alacena para no seguirme mojando. El ruido que hicieron mis tripas hambrientas me sobresaltó y era que mamá no había tenido tiempo de cortar nopales ni quelites, debido a la fuerte tormenta. ¡Ahí estaba yo con otro día más sin poder comer! Sin embargo, tenía la esperanza de que al día siguiente comería todo lo que yo quisiera, porque debido a la lluvia las hierbas crecían rápidamente.

    Me olvidé momentáneamente de la perruna tormenta y sonriendo a medias con risa de llanto recordé que mamá tenía un modo tan rico y sabroso de cocinar los quelites y los nopales, que ni el platillo más caro se le podía comparar. Después que los lavaba, los hervía y una vez cocidas hacía un batido de espesadura de atolito con harina, pimienta y sal, y se lo echaba a los quelites cocidos y a los nopales. Mientras ella preparaba los quelites, yo tenía que atizar el fuego para que las brasas estuvieran listas para que ella echara las tortillas gordas de maíz, que me hacían chupar los dedos. Después nos sentábamos a comer con una taza grande de café con leche recién ordeñada, ese era para nosotras un gran banquete. Mhhh… Por estar pensando en ello, no me di cuenta de que el catre donde estaba acostada mamá se estaba llenando de agua. Parecía como si mamá fuera una barca en medio del inmenso mar. Se me apretujó el corazón de tristeza porque parecía que su cuerpo regordete flotaba a la deriva.

    Lloré y lloré por ella. ¿Por qué a pesar de que trabajaba tantas horas no teníamos un lugar adonde guarecernos de las malditas tormentas? Me tapé la boca para acallar así mi coraje, porque no encontraba la forma de pedirle más a Dios por mi madre querida... que le mandara ayuda o al menos… al menos en mi inocencia ya no sabía que pedir… ¿y papá?... ¡Yo no tenía papá! Así había dicho mamá cuando al correr de los años me fui dando cuenta de que mi parecido y el de ella eran muy diferentes. Mamá era bajita y regordeta, con su pelo color castaño y piel trigueña, sus ojos color lucero casi de un color amielado y a veces color mar. Le daban un contraste exótico y agradable a su belleza. En cambio mi piel blanca y sonrosada con mis ojos de un negro profundo y lastimoso me hacían diferente a mamá, pero eso sí yo sabía que ella era mi mamá... El solo decir papá… estaba prohibido en casa. Por otra parte, me hubiera gustado conocerle para gritarle el odio que le tenía, porque, si él hubiera estado con nosotras, mamá no habría tenido que andar lavando ajeno, yo no tendría que andar descalza y andrajosa, y mamá tendría más de un vestido. Al fin, con tanto estruendo y el ruido que hacían las cazuelas acogiendo las estruendosas goteras, mamá al fin despertó. Me miro mortificada presintiendo la desgracia que nos rodeaba con tanta agua adentro. Se levantó toda entripada de pies a cabeza. Me dio lástima porque, en vez de renegar en contra de Dios por la miseria en que vivíamos, se acercó a mí y me dijo:—Anda, ven acá, secaré tu cuerpo. Te pondrás algo cómodo y calientito para que no te me vayas a resfriar.

    Yo estaba feliz a pesar de estar entripada de pies a cabeza, porque era la primera vez que mamá me hablaba con dulzura.

    Al fin la lluvia cesó y, aunque aún era muy temprano, mamá salió de prisa a buscar quelites que había cerca de la vía ferrocarrilera para hacer de comer. El silbido alebrestado del tren al pasar me llenó de alegría, porque ya sabía que era día de pago y en el tren venían los ingenieros con el dinero. Pensé que con ese dinero mamá al fin me compraría los zapatos blancos de moñito azul que me había prometido y que tanto me habían gustado, aunque para ello tuviéramos que andar como diez kilómetros al pueblo de San Ignacio Río Muerto. Pero, aunque tuviera que caminar toda la vida, gustosa lo haría con tal de ir al pueblo, porque me encantaba mirar las casitas pintadas de blanco y la iglesita con sus pequeñas torres blancas, sobre todo porque cada vez que íbamos ahí mamá me compraba natillas y dulces de coco. A veces me entretenía en mi caminar cortando las flores de girasol por todo el camino y, como sabía que a mamá eso le disgustaba, las iba desojando a un lado del camino y las cubría de polvo, o si no las echaba al río, para que ella no se diera cuenta. Mientras mamá regresaba, yo le puse troncos secos de árbol a la estufa de leña para que estuviera lista para que ella cocinara, y que con el vaporcito calientito se fuera secando la humedad del suelo. A lo lejos divisé que venía mamá con un gran mazo de quelites entre

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