Lo que esconden los espejos
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y mitologías, dándoles un giro contemporáneo y oscuro. Las historias van desde una criatura sobrenatural que defiende su hogar del avance humano, hasta una versión alternativa de la historia
de Cenicienta, donde ella elige un camino diferente. Estos relatos están imbuidos de elementos místicos y emocionales profundos, ofreciendo una lectura intrigante que desafía las percepciones tradicionales de los cuentos de hadas y mitos.
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Lo que esconden los espejos - Tania Suárez Rodríguez
La casa de bambú
Corrían tiempos de Amaterasu, en los que los humanos aún tenían la decencia de rendir pleitesía a la resplandeciente diosa del sol. Cuando temían y respetaban (si acaso existía alguna diferencia) a las criaturas de los bosques, manteniéndose a una prudencial distancia de sus boscosas entrañas, donde aún habitaba la magia ancestral.
Fue en esa época cuando fui consciente de mi existencia, como una parte ajena al bosque donde nací. Los yokai somos seres complejos. Sobrenaturales. Somos, en realidad, un fragmento del alma de la naturaleza. Antaño los humanos nos respetaban. Nos ofrecían regalos y ofrendas y, aunque no los necesitábamos, nos gustaba recibir su cariño. Además, dejaban sus asuntos lejos de nuestro reino. Ahora… Ahora tienen la desfachatez de llamarnos brujas, monstruos y toda clase de injurias.
Cuando tomé consciencia de mí misma, decidí otorgarme un nombre. Escogí Haruko, «nacida en la primavera», ya que amaba aquella estación: nuestro hogar resplandecía con cada rayo de sol, las flores y los arbustos se vestían con los colores más ricos e intensos que lograban invocar, compitiendo entre ellos por lucir más majestuosos que los demás. Los olores se mezclaban y creaban fragancias únicas, seductoras, en una mezcla de tierra mojada, lavanda y toques cítricos y acanelados.
Aquellos colores que tenían vida propia me hacían sentir completa, parte de un universo en perfecta armonía. No necesitaba nada más: jugar con los hermosos zorros plateados y cobrizos, volar al lado de las elegantes grullas o zambullirme en las gélidas aguas de los ríos para perseguir a los traviesos koi daba sentido a mi vida. Me gustaba adoptar el aspecto de cada uno de aquellos majestuosos animales cuando jugaba con ellos, pero, sin duda, la forma en la que me sentía más cómoda era la de Huli Jing o zorro de nueve colas.
Un bosque de bambú rodeaba el corazón de nuestro hogar, como fieros y decididos centinelas preparados para la lucha si alguien osaba invadirnos. Las cañas se apretaban unas a otras, entretejiendo sus hojas, para crear una suerte de cota de malla vegetal. Ese mismo espíritu de guerreros pacíficos caracterizaba también a los montes que abrazaban desde fuera al bambú. Parecía que las montañas se habían congregado en un corro inexpugnable para compartir confidencias.
Quizá era la forma de nuestro hogar la que le confería un halo de misterio y magia. Quizá ese carácter oculto es lo que trajo a los humanos. Por el día, el lugar quedaba regado generosamente por la luz de nuestra diosa Amaterasu; por la noche, su hermano, el dios Tsukuyomi, desplegaba su manto oscuro para mostrarnos la inconmensurable belleza de la luna en cada uno de sus ciclos.
Adoraba perderme en la perfección de la luna. Tan misteriosa y mágica. Luz y oscuridad en un fascinante equilibrio. Probablemente fue gracias a su poder que me di cuenta de ser un yokai. Y quizá esa sensación de pertenencia a un mundo sobrenatural es la que me despertó la imperiosa necesidad de protegerlo.
Decidí establecerme en un claro del bosque enmarcado por una arboleda de lilas, cuya fragancia me embriagaba y casi me sumía en un estado de trance. Tomé prestadas unas cañas del bambú más añejo, de tonalidades pardas, para construir mi pequeña casa. La decoré con gemas y minerales dorados como la miel, capaces de intensificar la luz del sol, y con piedras rojizas que tenían un aspecto similar a las guindas. Había quedado hermosa, casi como una casa de caramelo, dulces y chocolate. Para comérsela.
Llevaba un tiempo viviendo allí, entregada al cuidado del bosque, cuando llegaron. Dos cachorros humanos, vestidos con aquellas ropas de los que llamaban samuráis. Un sutil temblor recorrió el bosque, como si anticipara una amenaza contra la paz que allí reinaba. Cambié mi forma por la de un inofensivo y regordete pato amarillo,