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La ciudad rota
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Libro electrónico236 páginas3 horas

La ciudad rota

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Personajes redondos, profundos, singulares y llevados al límite por una realidad deteriorada y herida de muerte. Policías, conductores de ambulancias, ex combatientes, camareros o héroes del 11-M, se mueven por un Madrid actual y enrarecido con sus vidas a cuestas, con sus miedos, sus luchas, sus decepciones. Rumian tristeza, melancolía, venganza y olvido. Y de fondo, una ciudad de plomo en la que perderse y ser encontrado.
Construida como capítulos y relatos independientes que se cruzan por puntos clave, “La ciudad rota” ofrece un panorama íntimo de la desazón y la rabia que se ha ido apoderando de Madrid. Se trata de una obra que se atreve a mirar de frente y desde distintos ángulos esta época de difíciles cambios en lo público, que afecta lo privado con consecuencias inesperadas.
Lo que impresiona de “La ciudad rota” de Miguel Rubio no es solo la altura que ha alcanzado su escritura, sino la capacidad de generar emociones desde puntos de vista tan encontrados y tan disímiles. Fiel a su sentido estético que ya exhibió en las aclamadas “Ahora que estamos muertos” y “Todos los años perdidos”, el autor madrileño consigue que el lector no se mueva de su lado y que siempre esté alerta: en cualquier esquina de este Madrid roto puede asaltarle la más implacable realidad.

EL AUTOR

Miguel Rubio, es madrileño, Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología, especialidad en Sociología Industrial y del Trabajo, y Diplomado en Trabajo Social por la Universidad Complutense de Madrid. Se ha especializado con posterioridad en bienestar social en las administraciones públicas, la lucha contra la exclusión, mediación para la inmigración, sociocultural, socioeducativa, y en drogodependencias. Ha trabajado durante más de una década con el colectivo de personas sin hogar desde los servicios sociales municipales, a los cuales sigue vinculado profesionalmente en la actualidad. Ha impartido, en el ámbito universitario, conferencias y participado en mesas redondas acerca del citado colectivo. Es aficionado al rock and roll, el cine, la novela negra y el boxeo. Ésta es su primera novela.
IdiomaEspañol
EditorialCarena
Fecha de lanzamiento17 dic 2014
ISBN9788415812555
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    La ciudad rota - Miguel Rubio

    Fitzgerald

    Tristeza bar

    Eran ya las once y media de la noche de un jueves de finales de junio, y allí dentro el calor no daba tregua. El bar no tenía aire acondicionado. Dos viejos ventiladores en el techo removían despacio el aire caliente que salía de las cámaras, para mezclarlo luego con el humo de la plancha y el sudor de los clientes, creando así una atmósfera densa y sucia en la que a cualquiera, que no fuese un parroquiano habitual, le costaría respirar. Antes, el jueves era mi día de descanso, pero como desde la separación, mi dormitorio era un altillo con un viejo catre —en la parte de detrás—, para mí tampoco tenía mucho sentido pasarme allí todo el día sin ver a nadie, hablando solo y sin hacer nada de caja. De modo que aquel garito era como las farmacias: siempre de guardia. No es que tuviese, habitualmente, muchos clientes, y tampoco es que yo fuera, precisamente, un tipo muy hablador, pero hacía ya cuatro años que aquel agujero infecto era todo mi mundo. De hecho, solo salía por las mañanas cuando iba al supermercado a comprar algunas cosas que me sirviesen para preparar los aperitivos, y un par de veces por semana me alejaba un poco más de esas cuatro calles a las que se reducía todo, para ir a los baños públicos y darme una ducha. Ya no deseaba viajar a ninguna parte, mi sitio era este. Supongo que cuando Carmen me abandonó, se quedó no solo con los niños, la casa, el coche y nuestro perro, Elvis, sino también con mis ganas de soñar, si es que entonces me quedaban algunas. No sé, era como si me hubiesen cortado las alas y arrancado mi propia identidad. Ahora, simplemente, era Mon, El tabernero. Es probable que ninguno de mis clientes conociese mi verdadero nombre, y puede que alguno pensase que aquello era un diminutivo de Ramón, pero yo no me llamaba así. Lo que sucedió es que cuando pillé el traspaso colgué un cartel para llamar al bar Moon (luna, en inglés), pero las letras, que iban pegadas y eran baratas —como todo lo que yo tenía—, empezaron a despegarse con la llegada del calor, y se cayó una o, de modo que este pasó a ser el bar de Mon, que pasé a ser yo. Ahora ya no quedaba ni una sola letra y ni siquiera pude iniciar la remodelación por dentro que quería haber hecho, así que lo que tenía era un nuevo nombre, un tugurio mucho peor que el que había antes y cuatro borrachos que, normalmente, eran toda mi clientela.

    Ahí estaba Castro, un pobre ciego que se pasaba allí todo el día, fundiéndose la pensión de minusvalía que solía durarle, con suerte, un par de semanas. Después, bebía a cuenta; yo le invitaba a algunas rondas, y el resto lo apuntaba en un apestoso cuaderno que tenía tanta grasa como la plancha en la que, a veces, hacía panceta, chorizo y huevos fritos. Cuando El Ciego cobraba, cancelaba la deuda después de quejarse un rato y desconfiar de la cantidad que le decía, y un par de días más tarde, ya no tenía pasta y empezábamos el ciclo de nuevo.

    También estaba Concha, una vieja puta ya retirada que puede que en otro tiempo hubiese sido guapa, pero ahora se parecía bastante al destartalado edificio donde nos encontrábamos. Tenía un cuerpo tan gastado como las suelas de mis botas. Vivía allí mismo, en la segunda planta de aquella casa mal pintada, a punto siempre de derrumbarse, con una extraña mezcla de ruidos y olores que se colaban por el patio interior. Concha vestía ropa ajustada, normalmente minifaldas y vestidos que le apretaban las tetas, el culo y la barriga. Es verdad que a mí siempre me gustaron las curvas, y ella todavía exhibía unas curvas abundantes, pero también el refinamiento de un portero de discoteca.

    Aquella noche, de los habituales, solo faltaba Fortu, quien, probablemente, no tardaría en llegar.

    Castro, con su anciano perro que parecía estar más muerto que vivo, allí tirado a sus pies, ocupaba una de las dos únicas mesas que había.

    El Ciego se pasaba la tarde hablando solo, con aquellos ojos que se movían de forma descontrolada, como un animal tratando de salir de un cepo. Concha se acodaba en la barra, mirando la tele sin volumen. Y yo, apoyado al otro lado, escuchaba un disco de Tom Waits y le imaginaba allí mismo, completamente borracho, aporreando un piano que, obviamente, no teníamos y al que faltarían algunas teclas, igual que a Concha le faltaban algunos dientes en los laterales, aunque únicamente se veía cuando reía con ganas, y tampoco eran tantas las veces. Probablemente, este era un bar donde nadie hacía ni puto caso de la música, pero aun así, de vez en cuando, especialmente por la noche, me gustaba bajar el volumen de la tele y poner algún disco. Para ser más precisos, alguno de los seis o siete que aún conservaba, ya que mi colección de cedés también se la había quedado Carmen tras el divorcio. Antes, al casarse, muchas tías llevaban el ajuar que su madre les había preparado durante años: manteles, sábanas, cuberterías…, esas cosas. Ahora, sin embargo, daba igual lo que hubieran llevado, se quedaban con el lote completo: la casa, los hijos, el perro, y hasta tu jodida colección de cedés.

    Eché un vistazo a la tele. Había una tertulia, de modo que no tenía mucho sentido que Concha siguiese allí embobada, puesto que no podía escuchar lo que decían aquellos tipos que parecían saber de todo y cuyas caras, minutos después, al hacer zapping, volvías a encontrarte en otro canal, como si te estuviesen persiguiendo para que te quedase bien claro lo que opinaban. Si te fijabas en ellos, notabas que abrían mucho la boca y gesticulaban, enfatizando lo que fuera que dijesen. De vez en cuando, pinchaban imágenes de la manifestación de aquella misma tarde en el centro de la ciudad: cargas policiales, cubos de basura ardiendo, carreras, tipos tirando cualquier cosa a los agentes… El motivo, quién sabe: el paro, la crisis económica, la corrupción, los políticos ladrones, las altas tasas de las matrículas universitarias, la privatización de la sanidad… ¿Qué más da? Eran ya tantos los motivos de descontento de la gente, que las razones concretas empezaban a desdibujarse. Pensé que, de seguir en mi vida anterior, con mi trabajo de vendedor de pisos para una agencia inmobiliaria y con mis hijos en edad escolar, quizá yo mismo estaría allí protestando. Pero, ahora, yo ya no tenía esas preocupaciones. A decir verdad, ya no tenía ninguna preocupación, porque no había ya nada que me importase demasiado. Cada primero de mes, le pasaba la pensión a mi exmujer, para la manutención de los dos chicos, que ya eran mayores de edad y no querían saber nada de su padre. Y malvivía en aquel tugurio, poniendo copas a cuatro borrachos que la mayor parte de las veces no podían pagarme. Así eran las cosas.

    De pronto, se oyó el ruido del cierre. Una mano del tamaño de un guante de béisbol lo levantó un poco. Vimos una figura grande agacharse como un púgil cansado, pasando entre las cuerdas del ring. Volvió a bajar el cierre hasta dejarlo como estaba —a un metro del suelo, aproximadamente—, y entró dando voces:

    —¡¿Eh, qué pasa?! Buenas noches. ¡Esto parece un velatorio! ¡El bar de los tristes, coño!

    La hora de cerrar era a las once de la noche, pero para entonces yo dejaba la persiana medio echada y, generalmente, nos quedábamos allí, hasta las tantas, los cuatro de siempre. Si llegaban los municipales, les decía que estaba cerrado desde hacía horas, que aquellas personas eran de la familia. En cierto modo era así. De esta manera, trataba también de justificar que se fumase dentro del local. Estábamos en mi casa. En cualquier caso, supongo que lo que les disuadía para no multarme era ver el estado ruinoso de todo. Imaginaba que, algún día, me obligarían a echar el cierre completo. Mientras tanto, allí seguíamos.

    —¡Buenas noches, Coronel! —gritó El Ciego, con sus ojos nerviosos, y siguió alargando el chato de vino y hablando para sí, lo cual era, como ya he dicho, a lo que dedicaba la mayor parte de sus horas.

    —Hola, Fortu —añadí.

    Se acercó a Concha, que seguía embobada con las imágenes de la tele, y le pellizcó el culo.

    —¡Eh, gorda! ¿No dices nada?

    Ella dio un respingo y le pegó un manotazo en el hombro que él ni siquiera sintió.

    —Déjame, hostias, que estoy viendo esto —dijo señalando la tele con la cabeza. Y yo pensé que, efectivamente, eso era lo que hacía, ver las imágenes, imágenes sin palabras. De todos modos, supuse que, probablemente, ya nadie tenía nada importante que decir, y en la tele había demasiados charlatanes.

    Fortu era un tipo grande, de espaldas anchas, manos duras, barriga abultada y andares pesados de viejo elefante. De él se contaba en el barrio que había sido cabo de la guardia civil y que lo habían echado por darle a la botella. La gente empezó a llamarle irónicamente Coronel, pero se veía que el mote no le disgustaba. A veces, cuando tenía alguna copa de más, se cachondeaba recordando cómo, en los controles de alcoholemia, él soplaba primero y luego hacía soplar a los conductores, retándoles a superar su marca.

    —En mi turno soplaba todo dios —contaba riendo—. En todos los sentidos. —Y empinaba el codo mientras guiñaba un ojo.

    El caso es que el tema, finalmente, se le fue de las manos. Lo expedientaron varias veces y terminaron dándole la patada. Luego trabajó en la construcción hasta que, con la crisis, perdió el empleo al poco de cumplir los cincuenta y ocho. Ahora, con sesenta años, no esperaba tener que currar más, cobraba una prórroga del paro y soñaba con la jubilación.

    —A ver si llego, porque estos cabrones cada vez atrasan más la edad. Al final, la palmo antes, y eso que llevo cuarenta y seis años cotizados, se dice pronto, que empecé a currar a los catorce. A esa edad, a estos políticos todavía les tenía que limpiar el culo su madre. Así que yo creo que ya me lo he ganado de sobra. Pero con estos hijos de puta nunca se sabe. ¿Eh, Castro? Imagínate que vas a pillar el chato de vino y te lo cambian de sitio o te lo alejan. Una putada, ¿no? Pues eso es lo que hacen estos mamones con las pensiones.

    Se acomodó en un taburete a espaldas de Concha, y me dijo, mientras encendía un Marlboro:

    —Mon, ponme un Brugal-cola, que traigo una sed que te cagas.

    Entonces, Concha pareció desconectar de la tele. Se giró y comentó:

    —Coño, qué fuerte vienes hoy, ¿no?

    —Es para alcanzaros, que ya me lleváis ventaja, borrachos —respondió señalando los tres tubos de cerveza que ella se había tomado y que yo todavía no había retirado de la barra—. He estado ayudando a un colega con el coche —continuó—, he cambiado la batería, las ruedas y unos filtros, y se me ha echado la tarde encima.

    Fortu era un hombre habilidoso y siempre andaba liado haciendo alguna chapuza, ya fuera un porte con su vieja furgoneta, pequeños arreglos de electricidad, trabajos de albañilería, o montando y desmontando coches viejos y cambiando las piezas que se agenciaba en el desguace ilegal de un colega; pese a sus treinta años de picoleto, ahora tenía más amigos al otro lado de la ley que entre sus viejos compañeros del cuerpo. Y como él decía: Ya no se sabe muy bien dónde está la línea que separa a unos de otros.

    —Sí, y ya te habrás tomado algún pelotazo mientras —le espetó Concha al tiempo que le quitaba el cigarro de la mano. Él se encendió otro.

    —Qué va, dos cañitas nada más, y estoy seco, cojones. —Y agarró el vaso y se lo echó a la boca, antes de que terminara de servirle la coca-cola.

    Ella lo miró de arriba abajo. Fortu vivía a varias calles de allí y aunque se conocían de vista, nunca habían hablado hasta que empezaron a frecuentar el bar. Ahora, había cierta complicidad entre ellos. Nadie se llamaba por teléfono ni quedaba para el día siguiente. Simplemente, nos veíamos en aquel lugar cada noche. Yo, porque vivía allí y apenas salía; y ellos, bueno, supongo que por razones similares. Probablemente, los cuatro compartíamos asiento en el tren del olvido.

    —Invítame a uno —dijo Concha.

    —Joder, siempre estás pidiendo. —Se rascó los huevos, eructó y, dirigiéndose a mí—: anda, tú, ponle otro a esta.

    Y de nuevo, mirando a Concha:

    —Algún día me lo voy a tener que cobrar en carne —le soltó mientras le daba un achuchón del que ella se zafó enseguida.

    —Para ya, que me das calor.

    —Más te tenía que dar.

    —Déjate, que ya te he dicho que yo ya no follo —dijo con cierta coquetería—. Que estoy retirada. Yo ya soy como los futbolistas que se hacen mayores.

    —Coño, pero esos echan pachanguitas de vez en cuando…

    Ella sonrió, le serví el cubata, se bebió medio tubo de un trago y volvió a la tele. Fortu cogió con su manaza un puñado de panchitos que les había puesto en un plato, se los metió en la boca, y escupiendo unos trozos, dijo:

    —¡Joder, Mon! Siempre jamón de mono. A ver si nos pones del de verdad que tienes por ahí guardado. Que se te va a pudrir, coño.

    Pero del último jamón que compré —las navidades anteriores—apenas quedaba un pobre hueso que no servía ni para el cocido. Pensé que podría dárselo al perro de Castro para que se entretuviese, aunque el chucho solo parecía interesado en dormir; supongo que le aburrían los discursos que soltaba su dueño y estaría cansado de ser todo su público. Tanto que ya no parecía tener ganas siquiera de entretenerse chupando un maldito hueso.

    —¡Saca el jamón, hostias! —vociferó Fortu.

    —El jamón se lo comió Castro —bromeé yo en voz baja pensando que El Ciego no me escucharía, pero tenía mejor oído que cualquiera de nosotros.

    —¿Qué cojones me voy a comer yo! —soltó levantando la cabeza y lanzando sus ojos muertos en todas direcciones.

    —Este ciego cabrón se lo zampa todo —continuó Fortu la broma—. Cualquier día se come la mesa. O al perro. ¡O se come a La Concha antes que yo, el tío cabrón!

    Pero entre las virtudes de Castro no estaba el sentido del humor.

    —¿Tú qué dices! ¡El jamón se lo habrá comido tu puta madre! —Y levantando su vaso como si fuera a brindar, añadió—: Y tú, Mon, en vez de soltar chorradas tráeme un vino bien servido que cada vez los pones más cortos, maricón, que soy ciego, pero no gilipollas.

    Fortú se rió con ganas. Yo cogí la botella de Valdepeñas que había abierto para Castro, me acerqué y le serví lo que quedaba, casi hasta el borde del vaso. El Ciego metió un dedo para medir el nivel. Después, se lo introdujo en la boca al perro.

    —No te quejes, que te lo he llenado hasta arriba.

    —Ya era hora de que me sirvieras un chato como dios manda, cabrón.

    —Te has soplado la botella entera.

    —¡Pues compra otra, no te jode! Además, si no me lo bebo yo, se te va a picar, que aquí no entra ni Dios, y esos con las birras y los pelotazos ya tienen lo suyo.

    Parecía que Concha aterrizaba de nuevo, y girándose un poco, soltó:

    —Eh, Castro, que yo no me he metido contigo.

    —Eso es lo que quisiera El Ciego —dijo Fortu—, meter contigo. Bueno, y yo. —Volvió a pellizcarle el culo, y ella le soltó otro manotazo.

    —Las manos quietas, Coronel. Que estás tú muy suelto hoy.

    Fortu se rió y me dijo:

    —Anda, Mon, ponnos otro Brugal a La Concha y a mí.

    Puse las copas y una tercera para acompañarles yo.

    —A esta invita la casa. ¿Qué queréis de aperitivo?

    La mujer se echó a reír:

    —¡Anda, coño! Como si tuviera para elegir.

    —A mí no me pongas más panchitos, que se me quedan en las muelas —dijo él mientras se hurgaba con un palillo—. A La Concha le da igual, porque ya no tiene muelas.

    Ella le soltó otro mamporro.

    —¡Tú qué sabes lo que yo tengo, desgraciado!

    —Bueno, no importa, dicen que las putas sin dientes la chupan de la hostia.

    —Qué cerdo eres —repuso ella, arrugando el morro.

    —Bueno, eso he oído.

    —Hay chorizo, algo de queso, unas sardinillas…, no sé. ¿Queréis que os ponga un par de huevos a la plancha?

    —Sí, los de El Ciego —dijo El Coronel, y se echaron a reír.

    —¡Los del que se folla a tu puta madre! —respondió Castro, y siguió murmurando mientras los otros reían con más ganas.

    —Oye, Mon —dijo Fortu—. ¿Por qué no quitas esa mierda? —Se refería a Tom Waits mientras señalaba con el índice al techo—. Y nos pones algo más animado, para bailar La Concha y yo. La lambada o algo de eso, para arrimar cebolleta, ya sabes…

    —Sí —convino ella—, quita esa mierda y déjame ver la tele.

    —La tele es otra mierda —intervino Fortu—, ahí no salen más que soplapollas que parece que saben de todo. Coño, todo el día sentando cátedra y soltando paridas. Son como El Ciego, que no para de dar el mitin aunque ya no le escucha ni el perro. Mírale.

    —¡Son como tu puta madre! —le respondió aquel, y sus ojos descontrolados volvieron a disparar al techo.

    —Bueno, dan su opinión —dijo ella.

    —Las opiniones son como el culo, cada uno tiene el suyo. Y tú debes de tener unas opiniones bien formadas, porque el culo lo tienes cojonudo. —Y volvió a sobarla.

    —Anda, vete al tigre a meneártela a ver si así me dejas tranquila.

    Aunque me parecía que Tom Waits era ideal para aquel agujero, terminó el disco y, en vez de ponerlo otra vez, encendí la radio. También aproveché que en la tele ponían anuncios para apagarla. Concha no pareció darse cuenta. Ahora miraba

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