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Memorias de una pierna
Memorias de una pierna
Memorias de una pierna
Libro electrónico700 páginas10 horas

Memorias de una pierna

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Cuando a Lolo le amputan la pierna comienza a recordar sus orígenes, los de su mujer, los de sus mejores amigos, los de sus enemigos...Después de la guerra civil española el régimen franquista implanta con rigor su sistema autoritario. En Trintxerpe, "la quinta provincia gallega", los emigrantes conviven en una comunidad, aislada en torno al mundo de la pesca, que prospera ajena a la realidad que le rodea. "Memorias de una pierna" narra la vida de unos y de otros, las vicisitudes de su día a día, el desarrollo de su instinto de supervivencia… hasta que los personajes se cruzan, se encuentran y desencuentran forjando relaciones insospechadas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 dic 2020
ISBN9788418386251
Memorias de una pierna
Autor

Roberto Álvarez Chans

Roberto Álvarez nació en Pasaia, Gipuzkoa, en 1962.Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra ha dedicado su vida profesional al mundo de la publicidad. Es autor de un cuaderno de poemas titulado “Amor cercano”, así como de diversos relatos cortos (El arco de cristal, Historia en dos colores, As de corazones, La noche…). “Memorias de una pierna” es su primera novela, de la que tras el sorprendente éxito cosechado, está a punto de publicar la segunda parte.

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    Memorias de una pierna - Roberto Álvarez Chans

    1

    Empezamos con mala pata

    … y allí estaba yo, contemplando desde mi silla de ruedas cómo bajaba mi ataúd, una pequeña caja de madera color miel, de roble decía el prospecto, en la que se encontraba mi pierna izquierda. Todos mirábamos hacia abajo y nadie se atrevía a mirarme a mí. Tampoco yo me atrevía a mirar a nadie. Sentía las breves y rítmicas sacudidas provocadas por tus sollozos, los de mis hijos, los de mi hermana y hasta los del médico que había decidido acompañarnos. Unas sacudidas cada vez más evidentes y difíciles de disimular y unos hilitos de voz casi inaudibles junto a un sorber de mocos. Yo miraba hacia el foso sin mirar, en realidad, a ningún sitio…

    ¿A quién se le ocurre decir que quiere que le entierren la pierna?. Por la cara que puso el Doctor Porta, diría que nadie lo había hecho antes que yo y que nadie lo pediría después. Durante la visita del post—operatorio oí mi voz surgir de mi interior liberándose de mi propio pensamiento. El médico hizo la pregunta de rigor siguiendo el protocolo habitual, sin ninguna entonación:

    —La operación ha salido muy bien. Hemos tenido que cortar un poco por encima de la rodilla, por prevención. A simple vista la pierna todavía no estaba afectada a esa altura, pero siempre es mejor que nos cubramos, no vaya a haber algún vaso dañado que luego nos dé problemas,— explicó el doctor.

    Hablaba de mi expierna como si se tratara de la pata de una mesa. Pero, coño, era mi piernaaaa. Y entonces lo soltó:

    —Bueno ustedes dirán qué quieren hacer con el trozo de extremidad amputada,— lo dijo de seguido, como si estuviera hablando de un mueble viejo,— si lo quieren enterrar o que lo incineremos aquí, en el sótano, en el horno que tenemos para estos casos. Es lo que se suele hacer normalmente…

    Hablaba con mi familia sin cruzar sus ojos con los míos. Yo, tumbado en la cama, con la almohada detrás de mi espalda para mantenerme erguido, no me lo podía creer… Todavía sentía la pierna. Me picaba, me dolía, me molestaba y veía que el bulto, oculto bajo de la sábana, desaparecía un poco más abajo de la rodilla. Era inexplicable: no estaba, pero estaba. La sentía y de hecho rascaba la sábana en la zona de mi cuerpo que ya había dejado de existir. Y lo peor de todo era que cuando lo hacía… ¡¡me producía alivio!!

    —Pues como hagan siempre, doctor,— dijo nuestro hijo y María asintió,— por supuesto que si lo normal es incinerarla…

    Tú, la mujer de mi vida, llorabas sin cesar dándome la espalda, para que no te viera…

    —Quiero enterrarla,— interrumpí de repente…

    Todos se volvieron con cara de espanto, como si hubiera resucitado. No sé por qué lo dije, pero una voz ronca me salió de lo más profundo.

    —Quiero enterrarla,—repetí— en el panteón familiar, que para eso lo tenemos.— Se hizo un silencio sepulcral, nunca mejor dicho.— …Sé que no lo entendéis, pero necesito que quede algo que recuerde este momento. Es una parte de mí que se ha muerto ya, es como si me desprendiera de un pedazo de mí, es que es mi—ca—cho de mi—pier—na… Y además quiero ir al entierro y es más, pondremos una esquela en el periódico. Discreta, pero me encantaría que si algún amigo quiere acercarse lo haga.

    Las caras eran de un estupor indescriptible. Ojos enrojecidos, manos en la boca, nadie sabía qué decir.

    —Bueno, nadie lo ha solicitado hasta ahora, pero si es lo que quiere, no hay ningún problema. De hecho así lo indica el protocolo…— se recompuso el médico.— Meteremos la pierna en una cámara frigorífica hasta que usted esté recuperado. Será cosa de unos días. Ya les avisaremos. Dentro de un rato pasará la enfermera para que firme los papeles con su aprobación.

    El doctor Porta me dio la mano, te hizo una indicación para que salieras, nuestros hijos te acompañaron y me quedé solo mirando a ninguna parte. Solo y con un inaguantable picor y desazón en el lugar en el que hasta unas horas antes había una pierna ennegrecida…

    Y ahí estaba yo, en el cementerio de Polloe, calle Santa Clara, viendo como mi pierna se deslizaba hacia el fondo del panteón familiar con la ayuda de unas cuerdas con las que dos operarios hacían descender el ataúd con destreza. Pronto se dirá de vosotros lo que suele ahora decirse de nosotros. ¡¡Murieron!!, decía en una de las puertas principales. Laster esango da zuengatik esaten oi dana orain gugatik: ¡¡ill ziran!! rezaba en euskara la piedra esculpida en la otra entrada del cementerio…

    2

    Corre, corre

    …y esa misma pierna fue la que apoyé en el suelo cuando, asustado, me levanté de la cama aquel 18 de julio de 1936 porque mi madre me despertó sobresaltada: corre, corre, levántate y vístete que nos vamos.

    Nunca le había visto a mi madre tan nerviosa, tan desencajada. No parecía ella. Sin arreglar, con un vestido negro, metiendo ropa en la maleta de forma apresurada. Sin preocuparse tan siquiera de doblarla. Me levanté y me acerqué a la pera de porcelana blanca que colgaba del cabecero, al otro lado de la cama, y encendí la luz.

    —Apaga eso.— gritó mi madre, que se abalanzó sobre mí y me quitó la pera de la mano. Otra vez la habitación desapareció en la oscuridad.

    Me entraron unas terribles ganas de llorar. Mi madre nunca me había gritado. Entonces, en la oscuridad, distinguí a mi padre en el quicio de la puerta, lo que me asustó todavía más. Como siempre serio y mirándome con esos ojos tan negros. Se había despedido por la mañana y, cuando el barco salía a pescar, desaparecía de casa durante varios meses. Pero era él, no había duda, con la boina puesta y la ropa de faena, sin afeitar… definitivamente algo iba mal.

    Mi madre me cogió por los hombros, me miró fijamente a los ojos y me dijo:

    —Loliño, escúchame bien,—yo ya estaba llorando, pero me tragaba las lágrimas para que no me viera mi padre. Que lo hiciera mi madre no me importaba, pero si mi padre me veía llorar empezaba a gritar y a jurar dudando de mi virilidad.— Hijo, perdona que te haya gritado, pero esto es muy importante. Vamos a ir en barco con el padre, que nos va a llevar a un sitio muy bonito y vamos a estar muy bien, mucho mejor… No le digas a nadie que nos hemos escapado, será nuestro secreto…

    Yo no entendía cómo se podía estar mejor de lo que estábamos, ni a quién no le tenía que decir nada. Llevaba unos días de vacaciones y me pasaba todo el tiempo jugando con Toño y Pepiño. Corriendo por la plaza, por la arboleda, bañándonos en la playa… mi madre siempre vigilante desde la ventana. Me sentía libre corriendo detrás de los conejos con el tirachinas o jugando al chimbo… ¿dónde podría estar mejor?… pero callaba, observando de reojo a mi padre, que miraba el reloj sin cesar.

    —Ascen, deixa ao neno e logo xa falarás no barco¹— sentenció mi padre. Entre ellos hablaban en gallego, un gallego de andar por casa que yo entendía perfectamente, pero a mí siempre se dirigían en castellano. Non están os tempos paira hostias, decía mi padre, aquí si non marchamos pronto van darnos moito por o cú².

    Salimos de casa tan rápido como pudimos. Yo llevaba la cartera del colegio llena de no se sabe qué, mi madre una maleta y mi padre otra maleta más grande y un fardel. Era de noche. De mi casa a la playa había trescientos metros escasos, pero hasta el puerto teníamos que recorrer algo más de un kilómetro. Ibamos en fila india pegados a la pared, sin decir nada. Solo se oían nuestros pasos y nuestras respiraciones acompasadas. Al llegar al cruceiro había una luz de gas que me permitió dar un respiro, estábamos en terreno conocido. Me dolía la mano por el asa de la cartera, pero cualquiera decía algo. Me la cambiaba de la izquierda a la derecha y no me atrevía a mirar para atrás, porque mi padre cerraba la comitiva hablando consigo mismo, murmurando algo que no presagiaba nada bueno.

    Cuando llegamos al puerto, enseguida reconocí El Pelayo, el barco de la familia, que se balanceaba de forma acompasada por las olas que lo levantaban casi medio metro sobre el muelle. Se adivinaban las formas contra las linternas encendidas y se oía un ajetreo de bultos que subían y bajaban del barco.

    —Cheja o patrón,— se oyó una voz. Y enseguida, dirigiéndose a mi padre,— boas noites, patrón, xa está casi todo feito, nos faltan Fontán e los de Carreira.

    —Hola, Palmeira,.. sempre teñen que ser os mesmos. Mandaches o cho a buscalos?

    —Claro, patrón, fai disto máis de media hora.

    —Ao cinco partimos coa marea. Con eles ou sen eles. Isto non é un xogo e vai saír o so. Oíste?³ .

    —Claro, patrón, a miña familia tamén está no barco⁴ .

    Seguimos para adelante y las sombras nos saludaban. Cada una de ellas emitía algo parecido a un gruñido y mi padre contestaba con la cabeza. Nos hizo saltar a bordo mientras nos daba la mano y un marinero tiraba de un cabo para acercar más el Pelayo al muelle. El noray se quejaba a cada sacudida con un graznido seguido de un chapoteo de agua.

    —Pepiño, colle á miña muller e ao rapaz e lévaos ao camarote. Que non lles falte de nada.

    —Descuide, patrón.

    —Ascen, ponche cómoda que eu teño traballo. Cando partamos, baixo.

    Y sin más, nos dirigimos hacia el camarote. Pepiño llevaba las maletas y nos abría camino.

    Yo estaba muy asustado y no me atrevía ni a pensar. Cerré los ojos como para que todo se acabara, para no ver a nadie ni que nadie me viera…


    ¹ Ascen, deja al niño y luego ya hablarás en el barco.

    ² No están los tiempos para hostias. Aquí si no nos vamos pronto van a darnos mucho por el culo.

    ³ A las cinco partimos con la marea. Con ellos o sin ellos. Esto no es un juego y ya va a salir el sol. ¿Me has oído?

    ⁴ Claro, patrón, mi familia también va en el barco.

    ⁵ Pepiño coge a mi mujer y al chaval y llévalos al camarote. Que no les falte de nada

    ⁶ Ascen, ponte cómoda, que yo tengo trabajo. Cuando partamos, bajo.

    3

    Eu non son mariñeiro

    …no sé si lo recuerdo porque me acuerdo o porque a lo largo de los años se han reído tanto de mí por aquel viaje que afectó, de forma muy directa, a mi forma de ser, a mi personalidad y a mi futuro. El Pelayo saltaba las olas y parecía que iba a volcar. Una vez, otra, otra, otra… no cesaba de ascender para volver a bajar. Cada salto era una embestida en la que subíamos una inmensa montaña para inmediatamente caer de golpe al vacío. Incansablemente. Y de fondo un ruido de motor parsimonioso que se instalaba en el cerebro para no salir. Recuerdo un dolor de cabeza que venía de un lugar que no podía identificar y que me oprimía los oídos, sobre todo el derecho en el que me generaba un daño muy agudo, mucho más agudo que el que acostumbraba ya a tener a diario desde la operación. No podía tenerme en pie y permanecía tumbado en el jergón con una sensación de mareo desconocida para mí. Mi madre me tocaba la frente con una mano helada, que me reconfortaba. No podía ni quería hablar, pero de vez en cuando dejaba escapar un gemido. Cuando de repente me vino, y no sé todavía de dónde, un monstruo que salía de mis entrañas, como un volcán en erupción… solo tuve tiempo de acercarme al pequeño lavabo situado junto a la cama. Dos, tres, cuatro, cinco sacudidas de lava de color garbanzo salpicada de pequeños islotes de tonos diversos entre los que me pareció distinguir el pimiento de la comida del día anterior. Empocé el lavabo. Y me quedé encorvado, la cabeza entre las rodillas y un hilito de baba colgando hasta el suelo. En ese momento entró mi padre…

    —¿Qué tal…?, hostia, éste non é mariñeiro, cajo no demo⁷ .

    Gritó como un energúmeno que a ver si era un niño o una niña, que así no iba a poder hacerme cargo del barco el día de mañana, que estaba todo el lavabo inundado y que olía fatal. Le ordenó a mi madre que limpiara todo, cogió una manta, me agarró del brazo y me sacó del camarote. Yo pensé que me llevaba con él al puente de mando, pero me arrastró a cubierta. Allí me rodeó con la manta y me ató al palo mayor con un cabo en el que hizo un nudo marinero. El barco no paraba de moverse y el vaivén daba la impresión de que nos iba a tirar a los dos por la borda. Yo a duras penas me tenía en pie, pero él con las piernas muy abiertas, se movía como si tal cosa. Las olas rompían contra la proa y una lluvia de salitre caía de golpe sobre nosotros, a veces sí, a veces no. El agua disimulaba mis lágrimas…

    —Mira hijo, en la mar se trata de ser fuerte, de aguantar, de pasar el chaparrón… aquí arriba, al aire libre estarás mejor que abajo y en unas horas te acostumbrarás… eres el hijo del patrón y tienes que dar ejemplo…

    Repasó el nudo, me sacudió el pelo como si tratara de arrancármelo y desapareció entre la bruma. Yo estaba tan asustado que solo pensaba en que la cuerda no se soltara. Me seguía doliendo la cabeza y, sobre todo, el oído. El viento que me azotaba en la cara, a pesar de la manta, me hacía tiritar. Mi cuerpo quería vomitar, pero no salía más que agua y bilis. Miré al cielo, cubierto de nubes con distintas intensidades de gris.

    A pesar de lo mal que me encontraba, el paisaje me pareció tan sorprendente que me puse a buscar caballos encabritados a todo galope que se deshacían y se convertían en toros bravos que se acercaban al barco o en dragones que expulsaban humaradas entre las fauces abiertas y desencajadas… En la dirección de la marcha, un poco a la izquierda, se adivinaba el sol, porque allí las nubes eran de un gris casi blanco. Si miraba más cerca, sin embargo, la imagen del mar me aterraba… eran inacabables montañas de un color oscuro entre verde y gris marengo, colores tan tristes como nunca en mi vida había visto, colores que se abalanzaban hacia mí. Tengo en la cabeza inmensas elevaciones de ceniza que me querían llevar a la muerte. Era aterrador y así lo recuerdo. Entonces empezó a llover… la lluvia al principio me pareció fría y desagradable. Se empapó la manta que se me pegaba como un cartón de embalar duro y que, junto a la cuerda que me rodeaba, me hacía pensar en una momia dentro de su sarcófago. Había justo estudiado los egipcios en el cole y me apasionaba esa forma de prepararse para seguir vivos más allá de la muerte. Pensé que de una forma fortuita mi padre había preparado mi momificación. Al cabo de un rato ya ni notaba la lluvia y, aunque estaba helado, me sentía mejor y se me había ido el mareo origen de mi castigo. No conseguía ver nada más que un torrente de agua que me bajaba directamente desde la frente hasta la boca como si la nariz fuese un embudo. Por mucho que me moviera no conseguía deshacerme del incesante caudal que me ahogaba. Bebía todo el agua que podía, pero me provocaba una desagradable tos. Pensé en que el día anterior todavía estaba jugando en la calle con Toño y Pepiño y me empecé a reír a carcajadas… ¿por qué no te puedes mojar la cabeza cuando te bañas?, me preguntaban, si me vieran ahora, jajaja… eso es muy raro, nunca hemos visto un niño al que le pase eso. Y yo les explicaba una vez más que tenía una infección en el oído y que si se me metía agua me entraba por el cerebro y me lo empapaba como una esponja, lo que me hacía mucho daño, me volvía loco y, además, me impedía aprender, porque ¿cómo van a quedarse las lecciones en un cerebro mojado si ya está ocupado por el agua?. Me lo había dicho el médico. Qué buenos amigos eran, capaces de darlo todo el uno por el otro, de mentir incluso ante los padres para que no me riñeran, Toño de tirar las piedras más allá de la boya del guardacostas, Pepiño capaz de subirse a la última rama del árbol de la plaza y de correr por el paseo más rápido que los mayores… Yo había leído Los tres mosqueteros mientras estuve en la cama sin poder levantarme, con aquella venda en la cabeza que me cubría todo la frente y el oído, como un herido de guerra, me decía mi padre. Los tres mosqueteros eran inseparables todos para uno y uno para todos decían ellos en el libro y así se lo había enseñado a decir a Pepiño y a Toño, uniendo nuestras manos y gritando todos a la vez. No nos íbamos a separar nunca, ni a casarnos, sino que viviríamos juntos cerca de nuestras madres, para cuidarlas. Y tendríamos una piscina y Pepiño, que quería ser inventor, inventaría un casco especial para que me tapase el oído y me pudiera tirar de cabeza como antes de ponerme enfermo y… entonces apareció mi madre, llorando, empapada por la lluvia y empezó a tratar inútilmente de quitarme el cabo al que estaba atado. Mi padre estaba detrás, venía despacio, la apartó y me sonrío tranquilo…

    —Te estás riendo, eh, así me gusta, que seas valiente. En un par de días llegaremos a Trintxerpe… te va a encantar. Allí no hay guerra y podrás tener otros amigos…

    Mi padre me apretaba con fuerza entre sus brazos para soltarme hasta conseguir deshacer el nudo, del que una vez aflojado, fue mi madre la que me liberó. Me abracé a ella, que me agarró con inusitada fuerza y me llevó a trompicones hasta la puerta que conducía al camarote. Una vez traspasada le gritó a mi padre:

    Ti, ti… estás tolo… Non lle fagas nunca máis algo así ao neno ou me vou con el e non nos ves na túa vida⁸ .

    Su mirada azul brillante estaba más encendida que nunca. Mi padre sonreía con un palillo en la boca:

    Home, agora xa non está mareado, nin chora⁹ .

    Mi madre se revolvió con inusitada rabia:

    E si estivese morto, tampouco¹⁰


    ⁷ ¿Qué tal…?, hostia, éste no es marinero, me cago en el demonio.

    ⁸ Tú, tú… estás loco…No le hagas nunca más algo así al niño o me voy con él y no nos ves en tu vida.

    ⁹ Hombre, ahora no está mareado, ni llora.

    ¹⁰ Y si estuviese muerto, tampoco…

    4

    La inocencia de Inocencio

    …y sin que nosotros lo supiéramos en aquel Trintxerpe al que nos dirigíamos el ambiente se encontraba ya muy caldeado. El 15 de julio de 1936, tan solo unos días antes de nuestra partida, los pescadores de Pasaia estaban en huelga y la relación con los armadores era cada vez más tirante. Se mascaba la tensión en el ambiente y las posturas entre los republicanos y los que apoyarían a los rebeldes nacionales se preveían cada vez más enfrentadas. En el cementerio de San Pedro se daba sepultura a un niño nacido en Corme. Se llamaba Inocencio Crujeiras González y la muerte le había tocado con su vara antes casi de saber en qué consistía la vida. Su familia estaba muy vinculada con el sindicato anarquista y fue la primera persona en Pasaia a la que se enterró envuelta en la bandera republicana. La muerte del chaval tuvo un inesperado efecto reivindicativo en la población trintxerpetarra, que fue en comitiva desde la capilla del barrio, en la que tuvo lugar el funeral, hasta el cementerio de San Pedro. El féretro, rodeado con la bandera tricolor, pasaba de hombro en hombro entre los vecinos del pueblo, que iban haciendo el relevo. El padre, Manuel, no quiso ceder su posición en la parte delantera a la derecha y acabó con el hombro totalmente en carne viva. Antonio Cousillas, el mejor amigo de Manuel, fue el primero que se situó en una de las esquinas bajo el ataúd. Aquella marcha silenciosa y bañada en lágrimas devolvió a la memoria de los allí presentes el espíritu republicano de los hechos transcurridos cinco años atrás.

    Manuel, Antonio y la mayoría de los marineros que asistieron al funeral, ya habían participado cinco años atrás en los acontecimientos que tuvieron lugar el 27 de mayo de 1931 y que hicieron famoso el barrio de Trintxerpe como uno de los más beligerantes en la lucha obrera. A finales de abril, la Unión Marítima, el sindicato de pescadores presentó a los armadores unas condiciones de mejora que consideraban las mínimas exigibles para la defensa de sus derechos como trabajadores: un sueldo de 300 pesetas al mes para los marineros del Grand Sole, descanso de un día en tierra por cada domingo que se faenaba en alta mar y una jornada laboral no superior a 15 horas de trabajo durante seis días, de lunes a sábado. ¡No pedimos nada que no puedan cumplir!, las palabras de Antonio Cousillas, subido encima de un tonel en la entrada del puerto, eran seguidas por cientos de marineros. La negativa de los armadores dio lugar a una huelga sin precedentes a la que se sumaron todos los arrastreros. Los empresarios reaccionaron trasladando los pertrechos y aparejos a Getaria y trayendo más marineros de Galicia, sin advertirles del estado de huelga en el que se hallaba el puerto. Cuando los recién llegados vieron que venían a quitarles el pan a sus compañeros, muchos de ellos también gallegos y vecinos de sus mismos pueblos, se negaron a trabajar. La mayoría volvieron a sus casas. Los que se quedaron se sumaron a las protestas. Para intentar atajar el problema, la noche del 26 de mayo fueron detenidos los principales dirigentes del sindicato. Fue la peor solución de todas las posibles. Al día siguiente, las familias de marineros se manifestaron en lo que se pretendía fuera una marcha pacífica y que salió de Trintxerpe con la intención de llegar hasta el centro de Donostia. Allí se encontraban, entre muchos otros, Saleta, Facal, Torrado, Mosqueira, Vidal, Soto, Barreiros, Antonio Cousillas o el propio Manuel Crujeiras.

    Isto non tén bona pinta, Antonio¹¹ ,— dijo Crujeiras.

    Pero non podemos deixar que se saian coa súa¹²,— contestó Cousillas.

    Las mujeres, cogidas de los brazos iban delante, detrás de las pancartas Pan para nuestros hijosy Libertad para nuestros compañeros. Los hombres las seguían con las manos levantadas para evidenciar el carácter pacífico de la marcha. A medida que avanzaban, iban entonando diferentes consignas que recordaban la causa de la manifestación: Solo pedimos lo justo, Para nuestros hijos pan, para los armadores pan, pan, pan, Armadores, timadores… y así subieron el Alto de Miracruz ante la mirada atenta de varios guardias municipales que acompañaban la comitiva desde atrás para impedir que hubiera cualquier altercado. Todo se estaba desarrollando según lo acordado y se oían risas y cantos relacionados con la mar. Algunos marineros habían llevado acordeones y panderetas para darle a la reivindicación un aspecto más festivo. Al llegar a Ategorrieta la guardia civil les cerró el paso.

    Antonio, xa te o decía eu¹³ .

    Ti, si hai disparos, tírache ao chan e non te movas¹⁴.

    Los pescadores siguieron avanzando hasta acercarse a escasos veinticinco metros de los tricornios que, al toque de una corneta, iniciaron una sangrienta descarga que mató a 6 marineros e hirió a 31 personas. Todos salieron huyendo en desbandada bajando hacia Intxaurrondo o subiendo hacia el monte Ulia. Los cadáveres y los heridos quedaron tirados en el asfalto. La nacional—1 quedó teñida de sangre. Durante los días siguientes una brigada rascó el asfalto con cepillos de cerdas y abundante agua y jabón, pero en Ategorrieta¹⁵ , quedó durante años un triste rastro de sangre que contribuyó a justificar su nombre.

    El funeral por los caídos fue multitudinario y finalizó con otra manifestación hasta el cementerio de San Pedro que terminó sin consecuencias, porque toda la zona estuvo tomada por la guardia civil, que evitó las concentraciones tras la marcha. Pero estos acontecimientos quedaron grabados durante muchos años en la historia de Trintxerpe y contribuyeron a acrecentar en el barrio un movimiento de reivindicación obrera y un sentimiento anarquista que ya estaban muy enraizados y que se mantendrían hasta la guerra. La rabia de los trabajadores de la mar en contra de la guardia civil y del ejército, haría del pueblo marinero uno de los focos más beligerantes en la defensa de la república.

    El entierro, cinco años después, en los umbrales de la contienda, del inocente Inocencio envuelto en la bandera republicana revolvió las conciencias de muchos de los allí presentes y les hizo recordar los acontecimientos sucedidos escasos años atrás. Algo les decía que estaban ya en pie de guerra. Y así era. Solo faltaban tres días para que Franco se alzase en armas…

    A ver se Ategorrieta vai repetirse,¹⁶ — dijo Manuel.

    Será o que ten que pasar¹⁷ …


    ¹¹ Esto no tiene buena pinta, Antonio.

    ¹² Pero no podemos dejar que se salgan con la suya.

    ¹³ Antonio, ya te lo decía yo.

    ¹⁴ Tú, si hay disparos, tírate al suelo y no te muevas.

    ¹⁵ Zona de la Puerta Roja.

    ¹⁶ A ver si se va a repetir lo de Ategorrieta…

    ¹⁷ Que pase lo que tenga que pasar…

    5

    Empieza el baile

    … y el 19 de julio de 1936 a Martin le llamaron a filas. Tenía 23 años recién cumplidos, exactamente cuatro más que Maritxu.

    Pero ya habían pasado justo dos años desde que se habían conocido en las fiestas de Aduna después del ¿bailas? y el consentimiento de rigor con la cabeza. Él llevaba su traje y era fácil verle por encima de la marea de cabezas. Ella iba con ese vestido de florecitas de tonos rosas y verdes que caían en una lluvia constante llenando todo la tela, las mangas, la cintura y hasta los dobladillos, con una chaqueta de punto roja, por si acaso, y unos labios bermellón que solo se pintaba para ir al baile. Rebeca se llamaban esas chaquetas, por la película. Qué extraño desasosiego esperar a que te buscaran entre todas las demás, bailar a ratos con las amigas, mirar de reojo, sonreír, reírse a veces, saber a quién decir no y a quién sí, ruborizarse, aprovecha que se acaba. Se habían mirado en cuanto él llegó con sus amigotes y ella se giró enseguida, dándole la espalda. Los grupos de chicos no le gustaban, le daban miedo, enseguida empezaban a hacerse los graciosos, había uno que hablaba, el simpático, los demás callados casi todos fumando, las manos en los bolsillos. Lo tenía claro, cuando venía una cuadrilla la respuesta era siempre no. Muchas veces solo venían a divertirse y a tomarte el pelo. A Maritxu le gustaba más cuando venían en pareja y pedían baile uno a ella y otro a la amiga. Venían a hablar, a conocerte, a divertirse, no a hacer el gamberro. Por eso, en cuanto él la miró, ella le dio la espalda, pero seguía notando la vista en su cogote. Bailó con Arantxa un par de piezas de las modernas, a lo suelto, intentando juntar y separar las rodillas como en el charlestón, y luego el fandango y el arinarin, que te deja muerta. Se pararon jadeando cuando empezó un bolero, las parejas se amartelaron ya en la pista y los que habían ido solos se quedaron como habían venido. Riéndose a carcajadas en corro con sus amigas se secó el sudor con el pañuelo que luego escondió en el escote, prisionero de la combinación. Empezaron a desfilar diferentes muchachos con el típico bailas a los que ella negaba con la cabeza. Cada no iba seguido de una mirada furtiva hacia Martin, que estaba detrás, como una estatua con ojos, haciendo que escuchaba a sus amigos y con la mirada puesta en ella. Seguía la conversación, sonreía distraído, que has jugado como un campeón, que en el séptimo tanto la dejada ha marcado el partido, los amigos gesticulaban y el afirmaba con la cabeza. Maitane le dijo que sí a Imanol, su vecino, Edurne también estaba bailando y Arantxa se abrazaba a un chico de Zizurkil. A ella le habían pedido baile más de diez, y a todos les había dicho no, o bailo con él o no bailo, pensaba. Giró un poco la cabeza y él ya no estaba. Los amigos sí, pero él no. Se giró rápidamente buscándolo y se puso de puntillas, pero nada. Le inundó la tristeza, había empezado ya reloj—no—marques—las—horas que era la última antes de volver a la traca final de bailes a lo suelto y cuando volvió a girarse para mirar a sus amigas, Arantxa le arqueó las cejas en un gesto que no entendió. Le tocaron en la espalda muy despacito, ¿bailas?, era él. Ella trató de no parecer ansiosa al entregarse en sus brazos y marcó con los codos la distancia de rigor. Él le llevaba casi la cabeza. Y empezaron a hablar con ese castellano desordenado propio de la zona:

    —Que no ibas a venir creía,— decía ella.

    —Difícil lo pones, con nadie no bailas,— contestaba él.

    —¿Y tú?, siempre te veo y después desapareces…

    Y así seguían hablando como si fuera un interrogatorio:

    —Del caserío Iruberri soy.

    —Yo de la calle, ahora de patrona vivo. Padres no tengo y…

    —No sabía,— se quedó cortada y decidió cambiar de tema.— Andas de pelotari, ¿no?.

    —¿Y cómo sabes tú?.

    Maritxu se pasó al euskara en el que se sentía más cómoda:

    Nola ez det jakingo?¹⁸.

    Y se olvidaron de la música, de los amigos él, de las amigas ella y de todo los dos. Martin le acompañó a casa, pero antes le invitó a un café con leche con tejas y cigarrillos.

    —Porque esta semana tengo que entrenar duro, el domingo empieza el Campeonato y tengo que estar bien. Mucho me juego, acabo de empezar como profesional y los que ganan, ganan bien, pero los que pierden… enseguida a buscar otro trabajo.

    Y Maritxu no quería mirar la hora, ni saberla, porque intuía que tenía que irse a casa, no le dejaban subir al baserri cuando era de noche y no quería preocuparle a la amá ni enfadarle al aitá. Martin se ofreció a acompañarla y ella, claro, le dijo que sí. Ya estaba bastante oscuro, pero con él no tenía miedo. Tampoco sola, pero con él menos. Se sentía en una nube. Había empezado a refrescar y Martin le puso su chaqueta por los hombros. Maritxu nunca había vivido un gesto tan romántico. Iba flotando, pensó en las películas. No se dio cuenta de que ya se percibía la luz del caserío, ni vio a su hermana Nekane que la estaba llamando desde la última curva.

    Non zeunden? .

    Cuando vio que iba acompañada se quedó cortada.

    —Lasai, banoa, banoa¹⁹.

    Se despidieron rápido y sin mirarse a los ojos, justo unas manos que se resistían a soltarse, que se enredaban mientras ella le devolvía la chaqueta. Maritxu corrió hacia arriba y él se quedó mirando. En la curva ella se volvió, le sonrió y le hizo adiós con la mano. Martin permaneció observando su silueta al contraluz mientras se alejaba.

    Siguieron días de máxima felicidad. En la cabeza de Maritxu no había nada más.

    Tontuna al zera? — le decía la amá, que notaba algo raro,— zer ari zara? ²⁰.

    Ezer, ezer, hilekoarekin nabil²¹ .

    Y la madre la miraba torciendo la cabeza. Bajó al pueblo todos los días de esa semana con cualquiera excusa, por si había suerte, y recorrió despacio el mismo camino que ya había recorrido con él. Seguía flotando, pero no era lo mismo. Sonreía y saludaba a todo el mundo y se acercaba merodeando al frontón, por si las moscas. Pero no se atrevió a entrar. Se oía la pelota golpear como un martillo de madera al que acompañaba un silbido y una voz masculina que gritaba, reñía, corregía, aconsejaba en cada pelotazo.

    Mejor darse la vuelta, ir al puesto de la plaza con Mikel y Nekane, ayudarles primero a atender, luego a recoger. Y rápido arriba otra vez a terminar la comida con la amá, a recoger la cocina y luego a meter las ovejas. Le hubiera encantado ver a su pelotari, pero sabía esperar…


    ¹⁸ ¿Cómo no voy a saber?.

    ¹⁹ ¿Dónde estabas?. Tranquila, ya voy…

    ²⁰ ¿Estás tonta? ¿qué andas?.

    ²¹ Nada, nada, es que estoy con la regla.

    6

    Lezeta I

    …el primer domingo de septiembre de 1934, después de misa, él la estaba esperando. Maritxu no se lo imaginaba.

    Baina, zer egiten duzu hemen?²² .

    A la tarde tenía partido, pero había buscado un rato para verla. Pasearon juntos por primera vez ante los ojos de todo el pueblo, ella ruborizada y mirando para abajo, él también mirando al suelo para no ver a nadie, para no tener que saludar ni dar explicaciones. Estaba nervioso. No le gustaba que la gente le mirara. Solo en el frontón. Ahí sí. Caminaron en silencio hasta que él le dijo he pensado mucho en ti y ella solo tuvo que decir yo también y le contó que había bajado todos los días al frontón con cualquier excusa, y él ¿ de verdad? y ella que bueno, que tenía que ir también a la plaza a ayudar a sus hermanos, que no le quería hacer creer, y él que ya, y ella que bueno, que un poco sí había sido por él y así pasó una hora que pareció un minuto hasta que él le dijo que por la tarde tenía partido y llegaría muy tarde al baile, como el otro día. Y entonces ella sí se paró y le miró a los ojos y Martin sintió que esos ojos le escudriñaban por dentro y dijo a no ser que quieras venir al partido… tengo una entrada. Y ella noski baietz ²³, y que la entrada no era muy buena y que… Maritxu no oyó nada más, llegó al caserío cantando y después de comer se vistió a todo correr y fue a casa de Arantxa a decirle que iba a ir más tarde al baile, chica no sabes, que me ha invitado al partido de pelota… y las dos abrazadas y riéndose y dando giros sobre sí mismas. Maritxu le enseña la entrada, perfectamente doblada y en tamaño mediano los nombres de Goñi III y Lezeta, entre todos los demás pelotaris. Y qué vas a ir ¿sola?, pues claro, ¿con quién si no?, una mujer sola en el frontón, chica no es muy propio. Tonterías, pero sí que le preocupaba, no había ido nunca al frontón de verdad, con apuestas y entrada… en fiestas sí, en el que era abierto, o en Villabona al Rebote, pero eso era distinto, iba toda la familia, los niños, hasta los perros… no eran tan profesionales. Le dio un beso a su amiga mientras se juntaban las manos apretando mucho, sin darse cuenta de que en medio estaba el papelito de la entrada todo arrugado. Jajaja, rompieron a reír y Maritxu bajó las escaleras a toda prisa y corrió hacia el frontón. En la puerta Matías, con la txapela azul y el puro en la boca:

    Hombre, Maritxu, zelan?, aita hortik dabil²⁴.

    Se metió entre un bosque de señores con txapela y puro escondidos entre el humo. No había casi mujeres, algunas parejas agarradas del brazo, como para no perderse entre la densa niebla. El murmullo era ensordecedor y de vez en cuando y de forma regular reconoció el martillazo como de madera, clac, la pelota golpeaba la pared, clac, y al rato botaba ya con un golpeo más suave, pop.

    No podía ver la cancha entre tantas camisas blancas recién planchadas. El lugar más denso era el córner del bar, en el que se apelotonaban las txapelas y las voces pidiendo patxaran, coñá y algún anís. A lo lejos distinguió a su padre gesticulando con la cuadrilla. Nadie reparaba en ella y se deslizó hacia las gradas en busca de su asiento. Entonces vio a Martin, qué alto y qué guapo es, y qué bien le queda la ropa blanca con el gerriko²⁵ rojo. Todavía está peinado, pero en cuanto le dé a la pelota, clac, le saltará ese caracolillo sobre la frente, cataclac. Cómo le pega, clac, da gusto, y cuando se arrima a la pared con la izquierda, zas!, hasta oír otra vez el cataclac completo de la bola contra la mano, luego contra el frontis y luego contra el suelo. Y vuelta a empezar, cataclac, dice el azul, cataclac, responde el colorao. Maritxu estaba de pie, como alelada. Cuando la pelota pegó bajo chapa Martin juró hacia el cielo y luego miró hacia la grada y la vio. La sonrió durante dos segundos y le guiñó un ojo. Enseguida volvió a recoger la pelota y se acercó al botillero. El partido iba a empezar. Maritxu encontró su sitio y se sentó intentando pasar lo más desapercibida posible. Ahí sí que la miraron los de alrededor, incluso le lanzaron algún piropo que la hizo arrebolarse. El aire estaba lleno de voces entrecruzadas que repetían sin cesar la cantinela ascendente de los corredores de apuestas hogei, hogeitamar, berrogei... colorao, colorao²⁶, generando un ruido similar al de las txitxarras en el monte. Ese sonido se iba a prolongar durante todo el partido y, mientras cantaban las apuestas, echaban volando pelotas huecas con papeles en los que ponían la apuesta de cada persona. Los papeles se quedaban y las pelotas volvían para ser reutilizadas en busca de otra víctima. Mucho dinero se ha ganado así, pero más se ha perdido. Al aitá le tenía prohibido la amá jugar más de veinte duros, porque si no, se lanzaba y era capaz de perder el caserío. No sería el primero, ni el último. El dinero de las apuestas salió a favor de Goñi, normal es más veterano, pensó ella. Y Goñi empezó duro hasta el 4—0. Maritxu no sabía dónde meterse. No por ella, sino por Martin, al que se le veía enfadado. No miraba más que a la pelota y al suelo. Pero un dos paredes al ancho en el quinto tanto iba a cambiar el rumbo del partido. La botaba con furia antes de sacar, clac…clac…clac. Al final 22—17 para Lezeta y a unos pocos les hizo ganar un buen pellizco. Maritxu no se quedó a los demás partidos, aunque el último era el mejor según decían… Salió cuanto antes, eufórica, con la sonrisa puesta y el corazón desbocado. Fue directamente al Café Frontón y se sentó junto a la ventana. Miraba a la gente pasar con la ropa de domingo y todo le parecía maravilloso, pero no encontró entre todos los que pasaron a nadie más feliz que ella. Cuando vio que Martin se acercaba a la puerta notaba el corazón en la garganta.

    Zer iruditu zaizu, eh?²⁷ .

    Primeran. Hoberena zara, Martin²⁸, .— le contestó.

    Se miraron de otra forma, a los ojos y a algo que debe haber más allá de las pupilas. Ella orgullosa, él satisfecho y tan alterado por el triunfo que, cuando se iba a sentar se acercó a ella, miró a un lado y a otro y como nadie les observaba le rozó los labios con los suyos…


    ²² Pero, ¿qué haces aquí?

    ²³ "claro que sí"

    ²⁴ Hombre, Maritxu, ¿cómo así?, tu padre anda por ahí.

    ²⁵ Cinturón.

    ²⁶ "veinte, treinta, cuarenta… colorao".

    ²⁷ ¿Qué te ha parecido, eh?"

    ²⁸ Muy bien, eres el mejor, Martin.

    7

    La guerra no sabe de amores

    … Eta orain zer egingo degu?²⁹ …

    Ya llevaban dos años juntos, pero el 17 de julio de 1936 Martin se rascaba la cabeza y miraba al suelo sin saber qué decir, qué responder, cómo escaparse de allí… le habría encantado estar en cualquier otro sitio… joder, esto sí que no se lo esperaba. Una cosa es tener una novia, acompañarla al cine y al frontón, pasear por la calle Rondilla con la ropa del domingo, con ella del brazo, tan guapa, tan presumida, tan alta, tan mujer, decían, con caserío propio, comentaban, además está de unta pan y moja, eso ya sus amigos y en voz baja, que estaban mal vistos ese tipo de comentarios. La iglesia estaba ganando otra vez más presencia y el sermón del domingo iba mucho más allá del evangelio, Don Pedro adoctrinaba desde el púlpito con aquel vozarrón que obligaba a los feligreses a mirar para abajo.

    —…Porque no podemos renunciar a lo que Dios nos ha dado y, para mantener este don divino, debe haber una ley y un orden. Aunque nos cueste, aunque no lo entendamos, porque en esta vida no entendemos todo, para esto están el misterio y la fe, lo que sí sabemos es que esta vida es sacrificio y ya llegará luego la otra, la del cielo, la eterna, que nos recompensará y en la que entenderemos todo, porque todo cobrará sentido. Mientras tanto aquí muy pronto van a cambiar las cosas. Como cristianos no podemos aguantar más esta insostenible situación de desorden.

    Por eso Martin había dejado de ir a misa ya hace años. Él, como su padre, era nacionalista—anarquista—sindicalista, que quería decir que era vasco y que estaba en contra de todo y de todos, menos de los trabajadores. Tenían que apoyarse entre ellos, si yo respeto tu trabajo y tú el mío hay trabajo para todos. Si la riqueza se reparte en partes iguales, todos vivimos mejor. Si los ricos dan a los pobres para que sean menos pobres, mejor para todos. Y la iglesia estaba de parte de los ricos, ahí no cabía duda. Y encima era en castellano. Por eso nunca iba a misa y le esperaba a Maritxu a la salida de la parroquia. Ella salía con sus amigas y se despedía enseguida para irse con el pelotari. Los domingos, iban de misa al caserío, pero primero dando una vuelta por el centro del pueblo, sabiendo que eran observados, pero no había escapatoria, siempre había sido así y no iban a cambiarlo ellos. La acompañaba hasta la última curva anterior al baserri y luego, cuando no tenía partido, a comer solo a la sociedad, una partida al mus y a hacer tiempo. Lo de beber no le gustaba, le quitaba reflejos. Prefería estar despierto para lo que pudiese venir. Y a las cinco en punto, a recoger otra vez a la Maritxu. Ahí sí que sí, otra vuelta por el monte, si no llueve y a retozar un poco junto al maizal, que no nos ve nadie. A veces ni damos la vuelta. ¡Qué mujer!, se hacía lo que se podía.

    Los primeros meses no se podía nada, nerekin serio ari zera? y él baietz ³⁰y la verdad es que no sabía si iba en serio o no, eso se lo decía a todas, cómo para decir que no… pero en cuanto pasó el primer año lo de Maritxu empezó a ser distinto, con esa risa sin ruido pero con la que se ahogaba.

    Al principio se asustó, pero era así, era como esperar a que estallase y contagiarse de esa alegría, con esa frescura y, después de un principio de no querer, de que nos van a ver, de que me siento mal, de qué diría Don Pedro, aparecía una fogosidad desconocida a partir de la que era ella la que se abalanzaba, la que se lo comía a besos, la que se atrevía a tocarle la entrepierna en la que ya se encontraba duro y deseoso, y le apretaba con esas tetas grandes, blancas, que aparecían por encima del escote del vestido de flores nire eskuekin eginda ³¹, le dijo a Martin el primer día y después de varias semanas de retozos ya empezaron a ir más allá y ya no había domingo sin que sus cuerpos se fundieran. Siempre rápido, sudoroso en verano, buscando el calor del otro cuerpo en invierno, pero era como el premio a toda una semana en la que solo existía la pelota, correr montaña arriba, subir escaleras con pesas en la espalda, flexiones de suelo, flexiones de barra, abdominales, músculos que no sabía ni que existían, después de toda una semana ordeñando las vacas, recogiendo las hierbas segadas, haciendo la comida para el aitá y los hermanos, lavar la ropa, sacar las ovejas con Pintxo y Beltza, limpiar la cocina, las habitaciones, tender la ropa en el tendal, también recoger los huevos y cuidar las lechugas, tomates, cebollas, vainas… con la alegría de que enseguida llegaría el domingo. el momento del encuentro, el instante perfecto en que los dos se hacen uno. Y ahora, Martin, ahora resulta que Maritxu está embarazada.

    Ziur zaude?³² ,— le preguntó.

    Badakizu ez genuela egin behar. Esan nizun³³ .

    Y a él le gustaría estar en el frontón, piensa, y estás segura, dice y dicen que igual hay guerra, piensa y dicen que va a haber guerra, dice. Y Maritxu quiere llorar, a pesar de que está alegre porque le encantaría tener un hijo, pero quiere llorar. Y llora. Martin mira para abajo, qué guapa está, qué mierda, qué vamos a hacer ahora, si no tengo ni casa, ni trabajo fijo, si soy muy joven para tener hijos, si no quiero, si nos va a joder la vida. Y no se atreve a decir lo que está pensando "Ezin dugu umea izan, ezin dugu umea izan, erokeri bat izango litzateke.³⁴" . Y para no decir nada él piensa en el frontón, que es donde le gustaría estar ahora mismo en vez de bajo la mirada acusadora de Maritxu. Y Maritxu llora…


    ²⁹ Y ahora ¿qué vamos a hacer?.

    ³⁰ "¿Vas en serio conmigo? Que sí".

    ³¹ Hecho con mis manos.

    ³² estás segura?

    ³³ Ya sabes lo que no teníamos que haber hecho. Ya te avisé.

    ³⁴ "No podemos tener el niño, no podemos tener el niño. Sería una locura".

    8

    Maritxu llora

    …y allí estaban otra vez los dos, al día siguiente, 18 de julio de 1936, sentados al lado de su árbol, que habían marcado con un corazón y sus iniciales, para celebrar el segundo aniversario del día del baile. Los dos, uno al lado del otro, con los antebrazos apoyados en las rodillas. Martín tenía una hierba entre las manos que estiraba y rompía en pedacitos. Luego cogía otra. Maritxu enrollaba y desenrollaba una antigua entrada de cine.

    Maritxu, ez izan burugogorra³⁵ —, decía Martin.

    Ella tenía lágrimas ya preparadas en los ojos y, mientras, le resbalaba una por cada mejilla.

    Nik haurra izango det, eta kitto. Berarekin bakarrik egongo naiz, eta itzultzen bazera itxoingo zaitut eta itzultzen ez bazea, bere aurpegia begiratzen deten bakoitzean zurekin gogoratuko naiz³⁶ .

    Tenía alma de madre. Para ella un niño no era un capricho de ahora me lo pongo y ahora me lo quito. Todavía no había comentado nada en casa y no se le notaba la tripa. Estaba de dos meses y medio. No le importaba el qué dirán, ella en el caserío era feliz, el crío sería feliz con ella y, si hacía falta, no lo bajaría nunca al pueblo hasta que se hiciese mayor. Diría que era un huérfano de guerra que habían recogido o lo que fuera. No había más que añadir. Y Martin insistía en que mañana se iba a la guerra, que esto no era un juego, que no quería estropearle la vida, que había sido un error, mala suerte, pero que se le podía poner remedio cuanto antes, que luego era muy peligroso… Él no tenía la culpa de que se hubieran levantado los nacionales, ni de que le hubiesen llamado a filas, pero estaba obligado a ir, a él le importaba Euskadi, pero a ese Franco que quería que mandasen los militares no se le podía dejar hacer lo que quisiera. Adónde iban a escaparse ellos sin dinero, sin ningún sitio adonde ir. Que se convertiría en un desertor y en un cobarde, que le fusilarían y sería peor. Ella asentía con la cabeza y se llevaba el dorso de la mano a la nariz, para quitarse las lágrimas y los mocos que empezaban a resbalar por el labio, diosmío, diosmío, por qué nos has abandonado, me has abandonado, si era la mujer más feliz del mundo, si la hierba era más verde cada día, las vacas daban más leche y las gallinas más huevos, si el queso en la plaza se vendía mejor que nunca, para qué una guerra, para qué sirven más que para fastidiarlo todo, para fastidiarme a mí… total siempre se pierde, los que ganan pierden, mueren y matan y los que pierden también y se quedan a la espera de cuándo volver a levantarse para vengarse de sus muertos. Mierda, mierda, mierda para todos, para ti también Martin, sube conmigo al caserío, te escondo en la ganbara, te hacemos una txabola, te escapas del mundo, leche y huevos ya tenemos y de vez en cuando matamos una vaca o un cordero o un pollo, no quiero joyas, ni vestidos, no necesito nada más que estar contigo y con el pequeño que nos va a dar la vida, qué más nos da Franco, Madrid y sus barricadas, qué tiene eso que ver con nosotros, con nuestro amor, con nuestras familias, ya vino la república y qué, en qué lo notamos nosotros, en que no hay rey, y a mí qué me importa el rey, si está en Madrid o de caza por ahí, si manda otro señor que no es rey, pero manda igual o más, yo solo tengo que defender mi casa, ¿qué vas a defender tú, si no tienes nada más que el frontón y ahora lo van a parar porque todos os vais a luchar?, ¿en qué te va a afectar esta maldita guerra? …a mejor no vas a ir, ¿y si te matan?, si te matan me muero, no te vayas por favor, quédate conmigo, con tu hijo, que va a ser un niño alto y fuerte como tú, el mejor pelotari del mundo… quédate…Y Maritxu seguía ahí en silencio retorciendo la entrada de cine, como si la guerra que acababa de empezar fuera una película…


    ³⁵ Maritxu, no seas cabezota.

    ³⁶ Yo voy a tener el bebé, y punto. Estaré sola con él y si vuelves, te esperaré, y si no vuelves, te recordaré por siempre cada vez que mire a esa criatura.

    9

    Martin se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena

    …y a Martin le suben a un camión el 20 de julio de 1936. Antes de eso le hicieron formar junto a otros jóvenes de la comarca.

    Hombre Antxon, Kepaaaa, Imanol zuek ere bai? ³⁷.

    Y se lo llevan a a San Sebastián, porque dicen que los militares se han alzado en África y hay que estar preparado.

    —Zu, pelotari, etorri honera, badakit oso ondo tiro egiten dezula…³⁸.

    Porque como tantos otros del pueblo era buen cazador, aunque con el frontón cada vez salía menos. La mayoría de los jóvenes iban sin arma, algunos con su propia escopeta, la txapela y una manta que les daban al subirse al camión. Partieron hacia Donostia al anochecer, por la costa, que era más seguro que por la carretera general a Irún, que estaba vigilada por los requetés y no eran de fiar. Fueron casi todo el camino sin faros, dejándose iluminar por las luces de las casas, de las calles y de los baserris pegados a la carretera, no querían llamar la atención para llegar de noche a la capital sin resultar sorprendidos por alguna emboscada.

    Tras pasar la noche sin apenas dormir se juntaron con otros milicianos en Alderdi Eder donde les hicieron formar por orden y pudieron recoger algo de comida. Allí estaban los camiones alineados en varias filas, unos detrás de otros. Algunos de los vehículos estaban disfrazados de tanques, con una caperuza de chapas metálicas que solo dejaban sitio para que viera el conductor y unas ranuras en los laterales para sacar la escopeta y disparar al enemigo. Parecían camiones como los carromatos carnavalescos y así lo reflejaron algunas risas Inhauteriak iritsi al dira?³⁹ . A Martin le acercaron a uno de ellos en cuya trasera esperaba, haciendo corro, un grupo de hombres con botas de pesca. Todos mostraban clavada la insignia de la CNT sobre la solapa izquierda y algunos llevaban boinas más pequeñas y caladas hasta casi las cejas. Su piel estaba curtida y sus rostros arrugados y oscuros. Martin miró por si conocía a alguien, son los gallegos de Trintxerpe, dijo una voz detrás de él, ya sabes que hace unos años estuvieron de huelga hasta que varios murieron en una manifestación. No se andan con chiquitas. Son de la CNT y están aquí para darlo todo por la república. Buena gente.

    Martin se volvió y vio que el que hablaba era un sargento con un pañuelo rojo anudado al cuello. ¿Y los camiones—tanque? , preguntó. "Han venido con ellos. En Talleres Torrea de San Pedro están forrando todos los camiones de la zona y preparándolos para el combate. El pelotari le alargó la mano.

    —Martin Lezeta.

    El otro se la intentó apretar, aunque quedó envuelta por la manaza de Martin.

    —Sargento Ortiz.

    Los camiones arrancaron uno tras otro y los hombres fueron encaramándose a ellos. La cabeza de Martin sobresalía por encima de todas las de sus compañeros de camión. Ayudó a los demás a subir y él lo hizo el último. Cerró la portezuela y enseguida el vehículo se puso en marcha.

    Las mujeres y los ancianos saludaban contentos a su paso. Los niños corrían divertidos en paralelo al camión y seis de ellos se pusieron detrás en bicicleta. Le recordaban a él mismo hace solo unos años… ¡cuánto tiempo había pasado en tan poco tiempo!. Los chavales les acompañaron por toda la bahía de la Concha. El mar estaba tranquilo. Tan solo unas pocas olas trataban de trepar al Paseo Nuevo y ya, mucho más tímidas, otras lamían la isla de Santa Clara. Pensó en que en cuanto ganase algo de dinero tenía que traerle a Maritxu a la capital, al frontón Jai Alai, a dar una vuelta, a pasear por lo Viejo y a comer un helado. Pronto estaría de vuelta en casa…

    Sintió que le tiraban de la manga y se giró.

    Boos días, señor, por el corriente se presenta Antonio Cousillas, nacido en Corme, vecino de Trintxerpe, de oficio contramaestre y recién casado con mía muller que también es de Corme, pero está ahora conmigo desde que nos casamos.

    Martin miró con agrado a aquel hombrecillo que le tendía la mano. No

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