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Metación de un condenado
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Libro electrónico227 páginas3 horas

Metación de un condenado

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Nos encontramos frente a una cuidada selección de doce cuentos en los que Uribe Armijo, con una rara perfección estilística, da origen a un libro entretenido y a la vez perturbador, en donde lo fantástico, irrumpiendo desde oscuros rincones de lo cotidiano, nos estimula a plantearnos otras perspectivas -todas distintas; ninguna definitiva- para tratar de entender aquello tan inapreciable que llamamos realidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ene 2016
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    Metación de un condenado - Felipe Uribe

    MEDITACIÓN

    DE UN CONDENADO

    FELIPE URIBE ARMIJO

    MEDITACIÓN DE UN CONDENADO

    Felipe Uribe Armijo

    Editorial Forja

    Ricardo Matte Pérez N° 448, Providencia, Santiago, Chile.

    Fonos: +56224153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Ilustración portada: Juan Neira y David Aravena

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Primera Edición: octubre, 2010.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: Nº 188231

    ISBN: 978-956-338-019-4

    Para mis hermanas, Romina y Paz,

    y mis padres, Eduardo y Verónica,

    por su paciente apoyo y amor.

    PRIMERA PARTE

    Parque del reencuentro

    Mi padre murió hace diez años. Hoy fui a visitarlo.

    El Parque del reencuentro es casi una imitación del paraíso terrenal, solo que al mismo tiempo es una necrópolis. Aunque se trata de una muy fuera de lo común.

    No me extenderé en pormenorizar su belleza, únicamente enfatizaré, por si algún lector tiene una imaginación poco dotada, que este sitio es fértil en altos y frondosos árboles, en arbustos dadores de frutos dulces, en piletas que dibujan permanentes arcoíris, en una alfombra de césped terso a los ojos…

    Entre este paisaje sobrevolado por una asombrosa policromía de aves, y habitado furtivamente por conejos y ardillas, los deudos se pasean con sus muertos o hablan con ellos sentados en bancos.

    Al centro del Parque se emplaza el edificio de la administración, y a pocos metros, se halla un cubículo de metal oscuro, del tamaño de una habitación pequeña, cuya única abertura es una puerta. Hoy en la tarde vi que esta se abría, y que mi padre asomaba desde el oscuro umbral en compañía de un funcionario del Parque.

    El funcionario lo traía de la mano. Caminaron hacia mí. Mi padre, en pijamas y pantuflas, se notaba bastante perturbado. Cuando lo tuve enfrente, contrariamente a mis augurios, lo que expulsé no fueron lágrimas, sino dos ondeantes y nerviosas carcajadas. Me costaba creerlo, naturalmente, pero el milagro se había producido. Un milagro obrado por la ciencia. Me hubiera gustado que uno de los científicos inventores hubiese estado allí para darle un abrazo. Me tuve que conformar con palmotear la espalda del impávido funcionario, quien, al contrario de aquellos que trabajan en empresas funerarias corrientes, vestía de un impecable blanco. Creo que murmuré un gracias. Él se limitó a recordarme las condiciones básicas del servicio, como el tiempo del que disponíamos y el hecho de que nos estaba prohibido salir del recinto. Entonces se alejó silenciosamente, dejándonos solos.

    —¡Papá, soy yo! ¡Soy Gabriel! —dije, mirándolo a los ojos. Creo que nunca antes lo había mirado a los ojos sosteniendo la mirada por más de un segundo.

    —¿Cómo? ¿Qué Gabriel? —me dijo.

    Me dieron pena sus legañas y sus pupilas un tanto desorbitadas.

    —Mi hijo tiene quince años, así que dime quién eres tú y dónde mierda estoy —añadió con una fallida, aletargada agresividad.

    —Papá, soy yo, soy tu hijo —dije, ya menos sonriente—. Estás un poco atontado por la droga que te pusieron. Perdona, pero es necesaria para que esto sea posible. Ven, sentémonos.

    Tomé su mano tibia y él, en una rendición que le aseguraba comodidad, se dejó guiar hasta uno de los bancos del Parque. Nos sentamos.

    —Estás en el futuro, papá. Has viajado en el tiempo más de veinte años hacia el futuro.

    Me tomó por sorpresa su reacción, pues pareció pensarlo durante unos segundos y señaló:

    —Esa máquina en la que aparecí se veía muy rara. ¿Es de verdad una máquina para…?

    —Tú siempre comprabas revistas de divulgación científica —lo interrumpí—. ¿Recuerdas todas esas veces en que leímos que las investigaciones sobre el viaje temporal iban avanzando muy rápidamente?

    No me respondió de inmediato. No sé si se dedicó a reflexionar, o si estaba esperando a que se le pasara un poco el aletargamiento. Lo cierto es que de pronto me habló más enérgicamente:

    —Muéstrame algo del futuro. Cualquier cosa.

    Sin pensarlo mucho, me arremangué la camisa y dejé al descubierto mi computadora de pulsera. Presioné los minibotones indicados y el aparato proyectó un holograma sintonizado en el canal de noticias. Estaban pasando imágenes sobre la Colonia Lunar, que se había construido quince años atrás, y en la cual recientemente había ocurrido un homicidio múltiple.

    —De todas formas ya se me hacía raro que hubiese alguien tan parecido a Gabriel —me dijo mi padre, cuando apagué la máquina—. Ahora solo hay dos alternativas: que esto sea real o que sea un sueño… Da lo mismo, los sueños son reales mientras duran. ¿De verdad serás así de grande? Dime, dime por favor por qué me has traído a esta época.

    Yo resoplé:

    —Bueno… es que… es que quería verte otra vez…

    —Así que estoy muerto en esta época, ¿eh? —dijo al punto.

    —Sí, moriste hace unos años. Y yo ahora, ya que existía la oportunidad, quise por última vez, quise que al fin…

    Súbitamente me invadió la vergüenza. Me sentí como cuando de niño le soltaba a mi padre una caótica justificación de mis actos para que no me reprendiera.

    —No es una mala forma de aprovechar esta nueva tecnología —dijo él con voz suave, pero mirada endurecida.

    Advertí que examinaba el Parque con ojos resignados más que simplemente crédulos, y vislumbré con alivio la posibilidad de derrochar tiempo comentándole frivolidades en lugar de decir lo que realmente había venido a decir:

    —Así es, papá —comencé a hablar, forzando un tono circunspecto en mi voz—. Esta es una de las pocas aplicaciones prácticas que se le ha podido dar al viaje en el tiempo, aunque resulta extremadamente cara.

    El problema fundamental de trasladarse al pasado es la posibilidad de ocasionar una paradoja temporal. Si se produjera una, las consecuencias serían en realidad inescrutables, sin embargo, sabemos que el universo dejaría de ser lo que es…

    No lo miraba mientras discurseaba, probablemente para evitar la coyuntura de leer desinterés en su rostro. Yo solo estaba permitiendo que mis palabras de conferencista campestre salieran progresivamente más veloces de mi boca, para así no pensar en la vergüenza y en la culpa que me embargaban. Porque aunque consiguiera en esos momentos alejarlas de mi mente, no me era posible dejar de sentir todo aquello, de percibir como un licor frío —como la cerveza que nos tomamos juntos en esa ocasión, por primera vez— esa sensación de estar completamente equivocado, de estar haciendo algo inmoral.

    —Pero aunque no se debe alterar el pasado —seguía diciendo yo—, sí se comprendió, en primer término, que se lo puede explorar mediante el envío de nanorrobots, que son apenas más grandes que una célula y que graban durante la exploración toda la información que perciben sus cinco pseudosentidos. Pues lo importante es no violentar una época pasada con la intromisión de un ente tan determinante como lo es un ser humano. Por eso finalmente la Corporación Mundial ha ideado este… bueno..., este servicio, en que los robots se adhieren al cuerpo de una persona y la transportan al futuro, a una máquina especialmente condicionada para recibir al viajero; la máquina en la que apareciste, papá…

    —¿Tienes un cigarro? —me interrogó de repente.

    —Yo no fumo, papá… Trato de llevar una vida saluda…

    —Por supuesto, ya lo entiendo todo —me interrumpió con súbita energía—. Da igual que una persona del pasado afecte lo que suceda en un futuro remoto, eso no representa ninguna catástrofe para el continuo temporal…

    Tragué saliva.

    —Sí, ajá, así es —farfullé.

    Erguí la mirada y vi que a pesar de la lucidez de su mente, en los ojos de mi padre solo había sombras. De alguna forma me pareció como si él estuviera asistiendo a su propio funeral.

    Mi padre suspiró:

    —Y supongo que me van a devolver dentro de un rato. Asentí con la cabeza:

    —Sí, estos reencuentros duran una hora —dije.

    Él meditó varios segundos. Observó:

    —Corrígeme si me equivoco, pero traerme al futuro y luego devolverme a mi época sin que en ella pase un instante, no es una posibilidad. Para respetar el continuo temporal, quiero decir. Tengo que estar ausente allá la misma extensión de tiempo que estaré presente aquí, porque… porque mi cuerpo cuando vuelva al pasado no debe ser una hora más viejo de lo que iba a ser sin la intervención de ti y de los que hayan inventado este sistema.

    Moví la cabeza afirmativamente y señalé:

    —Pero eso no es todo. La Compañía del Parque se asegura, tras un minucioso estudio, de sacar del pasado a una persona únicamente cuando esta se halla completamente sola…

    Me creí semejante a una máquina reproductora de audio, que carece de voluntad para callarse por sí misma.

    —Durante el sueño, ¿eh? —comentó mi padre.

    —Generalmente es así —corroboré.

    Se formó entonces entre nosotros un gélido silencio. Afortunadamente él lo destruyó pronto:

    —Creo que esos robots me pusieron alguna clase de calmante, porque todavía estoy amodorrado. Pero me parece recordar que estaba solo en la casa mientras dormía.

    —Sí —repuse—. Ese sábado mi mamá y yo nos fuimos a pasar la noche con la abuela, que estaba enferma.

    Respiré hondo antes de continuar:

    —Lo fundamental es que nadie debe echarte de menos mientras no estés, y, aunado a eso mismo, nadie puede sorprenderse de que tú de repente desaparezcas. Tenemos que estar seguros de que tu ausencia forzosa no modifique la conducta de tus contemporáneos… —agregué, ya más dueño de mí mismo.

    —¡Y tu madre llamaría a la CIA si me viera desvanecerme! —completó él, rascándose su barba incipiente de fin de semana, que se expandía en una sonrisa—. No deja de ser cómico. En cierto modo, en estos precisos momentos no estoy allá.

    Yo también sonreí. Nuestras miradas resbalaron la una sobre la otra.

    —De manera que tenemos una hora —recapituló él, adquiriendo una expresión seria, pero no la de un filósofo, sino la de un hombre de negocios—. No. En realidad ya nos queda bastante menos —se corrigió.

    —¿Por qué no vino tu madre? —me preguntó luego.

    Alejé mi cara del campo visual de él antes de contestar:

    —Ha pasado mucho tiempo… Después de asistir a tantos funerales incluso he empezado a asimilar la certeza de que me moriré un día.

    Mi padre murmuró, cabizbajo:

    —Lamento escuchar eso. Espero que no haya sufrido.

    —Quieres decir durante su agonía —dije mordazmente.

    —¿Qué estás insinuando?

    —Nada. Solo digo que su vida no fue una fiesta.

    —La de nadie lo es, hijo.

    Cerca de nosotros había un gran árbol. Creo que un abedul. Contemplé unos pajaritos saltar, como acróbatas expertos e indolentes, de rama en rama.

    —Nunca entendí por qué tanto odio —empecé a decir—. O sea, sé que ella tenía sus manías de dueña de casa. A mí solía cansarme que hablara todo el día del aseo doméstico y de la comida que había preparado o que iba a preparar. Además, era harto mañosa en ciertos temas. Pero tú simplemente no la soportabas.

    Percibí oblicuamente su mirada. Él esperó para hablar a que yo observara directamente sus ojos colmados de lástima y ferocidad.

    —No la quiero, eso es todo, hijo.

    Como yo sabía que el silencio hubiese redoblado mi desconsuelo tras oír esto, afirmé al punto:

    —Por eso no pasabas en la casa.

    —¡No seas insolente! ¡Sabes que me saco la cresta trabajando para que no les falte nada!

    Ahora las cosas sí que estaban mal para mí, pues experimenté esa angustia metafísica de saber que yo estaba errado y a la vez en lo correcto.

    —Perdóname —dije luego—. Siempre fue eso lo que más admiré de ti. Esa increíble capacidad para romperte el lomo trabajando sin que te importara que se te pasara la vida así, entre esos negocios cada vez más extraños que intentabas y que te iban dejando cada vez más endeudado. Nadie puede decir que no lo intentaste, simplemente hay personas que no tienen suerte. Pero tienes toda la razón cuando dices que no me faltó nunca nada.

    Y eso, además de admiración, cuando niño me producía una pesada culpa. Porque de día, estando yo en el colegio o luego en la casa, me imaginaba a mi padre lejos, en su misterioso universo laboral, expuesto a riesgos que yo no era capaz de definir —lo que los hacía aún más ominosos—, y a tareas extenuantes, cuyo corolario visible era el estado en que llegaba a la casa, por la noche, en calidad de sobreviviente. A veces yo alcanzaba a verlo, a conversar con él un rato mientras veíamos el noticiero. Pero la mayoría de las noches ya me había tenido que ir a acostar, por orden de mi madre, cuando lo sentía al fin en la casa. Pues yo siempre lograba derrotar al sueño con tal de oír los pasos de mi padre en el momento en que, sigilosamente, él entraba en mi pieza ejecutando una especie de equilibrismo para no chocar con nada en la oscuridad. No sé por qué, pero en esas oportunidades siempre fingí que dormía, cuando en realidad solo me arrellanaba en el sueño una vez que ya había sentido el salivoso beso que mi padre fugazmente imprimía en mi mejilla.

    —¿Quieres caminar un poco? —le pregunté.

    —Claro.

    Nos levantamos y comenzamos a recorrer con calma ese edénico espacio en el cual se veían en lontananza a otras parejas, o en algunos casos a familias enteras de paseantes. Era fácil reconocer a los muertos, pues casi todos ostentaban pijamas o flameantes batas, como si se hubiesen tratado de pacientes de un hospital. Pero no, aquéllos eran muertos saludables, entre los cuales se contaban incluso niños.

    —Una noche, de niño, soñé que te morías —le dije mientras caminábamos—. Y en el sueño lo primero que me angustió fue que en adelante nadie nos mantendría a mi mamá y a mí, y que por eso nos moriríamos de hambre.

    Me poseyó entonces la angustia. Tuve un vago deseo de llorar. Ya toda la situación se me antojaba absurda: no un hecho real ni una pesadilla, sino una mezcla entre ambas cosas. Y yo lo había ocasionado. Observé en la lejanía a un niño en pantuflas persiguiendo algo minúsculo que flotaba en el aire. Pensé ir y golpear a sus padres para que me dolieran los puños.

    —¿Te acuerdas de cuando íbamos al estadio? —le pregunté.

    Él me asió un hombro en tanto avanzábamos lentamente con las cabezas gachas.

    —Claro, hijo. Mañana domingo iremos al

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