Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Un asunto más
Un asunto más
Un asunto más
Libro electrónico383 páginas5 horas

Un asunto más

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Cuando Basilio, un abogado independiente, durante el entierro de su madre conoce a Fátima, no podía imaginar lo profundamente atraído que se sentiría por ella y que las trágicas circunstancias en que la conoció acompañarían toda su relación.
Un hijo de Fátima ha fallecido trágicamente y el otro ha sido secuestrado por su marido. Contrata a Basilio para recuperar a su hijo y que la divorcie. Mientras, Basilio y Fátima inician una relación con trazas de futuro.
Borja, marido de Fátima, antiguo promotor inmobiliario, se dedica al tráfico de blancas y mano de obra subsahariana tras la crisis de la construcción. Las voluntarias de una ONG siguen los pasos a la trama de tráfico de personas, y están a punto de desenmascararla cuando una investigación policial se cruza en su camino
A partir de ahí, ante el lector desfilaran los intríngulis del tráfico de personas y las reglas mafiosas. Hallará un refugio nuclear repleto de armas, asesinatos ejecutados por un sicario profesional, violencia de género, corrupción policial, vendettas entre mafiosos...
Con un desenlace inesperado de lo que parecía ser "un asunto más", y que nos hará dudar de lo que ocurre a nuestro alrededor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ago 2020
ISBN9788412225624
Un asunto más

Relacionado con Un asunto más

Libros electrónicos relacionados

Misterio para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Un asunto más

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Un asunto más - Alberto Giménez Prieto

    Capítulo I

    Desde hacía más de veinte años que Basilio no entraba en un cementerio y ese día, de no ser porque enterraba a su madre, tampoco lo hubiera pisado.

    Aún no sabía lo pronto que volvería a visitarlo, ni con la angustia que lo haría.

    Encaramaban el féretro que contenía el cuerpo de su madre hasta el nicho, donde lo arrumbarían a la espera de esa resurrección tan cacareada.

    El pensamiento de Basilio voló atrás en el tiempo, hasta posarse en la época en que aún era el niño que acudía acompañando a su madre a muchos lugares, entre otros, al cementerio que ella gustaba visitar todos los domingos por la mañana. Fueron muchas las ocasiones en que la acompañó en esos luctuosos recorridos.

    Ha transcurrido mucho tiempo desde aquellas infantiles visitas, pero aún están frescos los recuerdos de las mañanas dominicales de su infancia. Este mismo día, nada más entrar, el característico olor —hedor para algunos— del cementerio le había dado la bienvenida. Le había saludado con la familiaridad del pariente que te acoge tras una larga ausencia, sin reprochar la ausencia, como si acabara de verte.

    Era un ambiente en que se solapaban el machacón canto de las chicharras reclamando apareamiento, la incipiente pestilencia de las flores podridas por el sol de junio dentro de recipientes con agua estancada y el clamor de los trinos de los pájaros que se elevan por encima de los sonidos humanos convencionalmente atenuados.

    Los recuerdos vienen sin llamarlos.

    Quisiera haber ido, también en esta ocasión, a jugar como hacía de niño y no a enterrar a su madre con la que tantas cosas quedaron pendientes a base de postergarlas para momentos más convenientes, dudaba si en alguna ocasión llegó a decirle que la quería, si la besó la mitad de veces de lo que ella hubiera deseado; bueno, esto último no lo duda, sabe positivamente que no. No recordaba si, después de cumplir los diez años, hubiera acudido espontáneamente al abrazo de su madre, solo lo hizo en busca de refugio, consuelo o para conseguir alguna cosa. Y no era porque no lo deseara, sino por no dañar su imagen de hombrecito con diez años.

    Todas sus visitas al cementerio las había hecho con su madre… hasta esta. Siempre al entierro de algún familiar cercano, fuera de esos no acudía a ninguno.

    Mientras fue niño iba allí a jugar mientras su madre pasaba el rato ante las sepulturas de los familiares. Algunas veces también le acompañaba su primo y juntos recorrían aquellas calles que delimitaban las lúgubres colmenas cuyos deudos pretendían, desesperadamente, personalizar con letras doradas o grabadas a cincel sobre frío mármol, con esmaltes fotográficos mediante conatos de esculturas o con frases estúpidas que, en muchas ocasiones, simulaban tratar de remediar, extemporáneamente, lo que le racanearon al difunto en vida. Con todo ello trataban de diversificar lo que la muerte asemejó.

    Pero entonces aún era ajeno a estas reflexiones y escarbaba la tierra en pos de la esquiva lagartija que buscaba refugio bajo las viejas sepulturas practicadas en la reseca tierra, de la que brotaba maleza que nadie se molestaba en eliminar mientras no se decidiera a quién correspondía dicha responsabilidad. También crecían asilvestradas algunas flores con menosprecio al celo que en eso sí ponían los cuidadores del camposanto que, incentivados por las floristerías que se arraciman a la entrada, trataban de arrancarlas, empezando a verse cortadas en los viejos búcaros de algunas humildes sepulturas.

    En medio de todo aquello jugaba los domingos por la mañana.

    A veces, en sus juegos, trataba de apresar una volandera mariposa; otras, cuando lo acompañaba su primo, libraban batallas usando el agua de las fuentes como proyectil y no era demasiado extraño que resultara mojado algún visitante, lo que les obligaba a huir en dirección contraria a la que estaban sus madres, que eran a las que verdaderamente temían. En otras circunstancias eran las gálbulas de los cipreses los proyectiles elegidos y, cuando no disponían de ellos, se arrojaban las flores, secas o no, que pendían de muchos de los nichos; o jugaban con el aro que constituyó la estructura de las desfloradas coronas. Esos juegos tenían muchas veces como consecuencia el tener que esfumarse ante las iras de los desconsolados deudos y viudas que les reprendían por no respetar el descanso de los fallecidos, como si a los muertos les importara que hicieran eso. Se subían por las escaleras de mano y cuando nadie se lo impedía también lo hacían por las otras, las grandes, más robustas, de las que se servían los enterradores para encumbrar los ataúdes hasta las últimas hiladas de nichos.

    A los sepultureros, a esos sí que les temía, a pesar de que ninguno de ellos le había llamado la atención jamás, pero los veía rodeados de una tenebrosa aura que le atemorizaba.

    Recordaba haberse hecho amigo de muchos de los gatos que moraban la sacramental, los conocía a todos y algunos incluso acudían desinteresadamente a su llamada.

    Recordaba haber tratado de cazar toda clase de bichos, haber anegado con el agua residual de algunos búcaros los concurridos hormigueros que se abrían junto a las tumbas. Había tratado de apresar, sin éxito, a alguno de los pajarillos que osaban posarse sobre las estelas funerarias.

    Durante mucho tiempo creyó que las sepulturas escavadas en el suelo eran las de las clases pudientes, que venían a ser una especie de chalets en medio de un mundo en que proliferaban los edificios-colmena de protección oficial y que se alzaban incluso en seis hiladas, hasta que supo que en muchas de las tumbas terreras podían tener cinco enterramientos unos sobre los otros, sin que entre ellos hubiera más separación que unas paladas de tierra.

    Le gustaba mirar los mausoleos que había en la avenida que iba desde la entrada hasta la capilla, entre ellos tenía un favorito, uno en forma de pirámide que desbocaba su imaginación hacia esas lejanas y maravillosas tierras donde hombres misteriosos accedían a las pirámides montados en camellos. Siempre se preguntaba si dentro de aquella tumba no habría enterrado algún faraón.

    Con el paso del tiempo también el cementerio había cambiado; habían sustituido la tierra apisonada y la gravilla por cemento y asfalto, las viejas escaleras de madera que utilizaban los sepultureros para subir a pulso los ataúdes habían sido sustituidas por elevadores eléctricos, los contenedores de plástico reemplazaron a las viejas papeleras cilíndricas de metálicas rejillas deshilachadas y oxidadas, incluso la basura que contienen parece de mejor calidad...

    Hasta ese día, en sus recuerdos, el cementerio aparecía siempre como un lugar luminoso, quizá porque nunca fue cuando llovía o había posibilidad de que lo hiciera, como tampoco hoy, aunque lo perciba triste y gris. Nunca en sus anteriores visitas tuvo esa evocación lastimera, lóbrega, luctuosa, lúgubre y siempre macabra con que se relacionan a los camposantos y que hoy había empezado a apreciar. A pesar de que es un claro día de junio y el sol está en su zenit, le está resultando tenebroso.

    Las evocaciones fueron bruscamente interrumpidas. De pronto se sintió envuelto por un tosco e impulsivo abrazo, a la vez que su espalda absorbía el inhábil palmoteo de Esteban, el hijo de su primo, seguido de dos húmedos besos del joven, a la vez que enjugaba en el rostro de Basilio la humedad que se desbordaba por los ojos del pobre muchacho y ponía todo su empeño en decirle «algo bonito, que lo consolara», pero la emoción y la triplicidad del cromosoma veintiuno se lo impidieron, por lo que acabó siendo Basilio quien lo reconfortara. Enseguida, sus primos y los padres de Esteban, se apresuraron a intentar apartarlo de él, empeño en el que fracasaron.

    —Basilio, yo quería a tu mamá igual que tú… lo sabes, ¿verdad? ¿Verdad que lo sabes?

    Por fin, los padres del muchacho lograron despegarlo unos centímetros de Basilio, que no permitió que progresara la maniobra al pedirle a Esteban que se quedara junto a él, para que los asistentes le mostraran sus condolencias, al fin y al cabo, Claudia, su madre, lo quería como a un hijo. Esteban recobró al instante la presencia de ánimo que había perdido entre los brazos de Basilio y, adoptando una posición exageradamente digna, se dispuso a recibir las conmiseraciones de todos aquellos que disciplinadamente se habían ido disponiendo en una larga fila que hacía presagiar una larga espera. Algunos, con la disculpa de sus múltiples tareas pendientes, no dudaron en eludir adelantándose a los menos expeditivos, con un: «Si me permites, ya sabes, no puedo dejar la tienda sola» o «déjame pasar que no puedo esperar, a saber qué están haciendo mis empleados en el despacho ahora que no estoy».

    Basilio, hijo único, acompañado tan solo de Esteban, recibió los pésames de todos aquellos que habían seguido a su madre en su última «visita» al cementerio.

    Cuando hubieron pasado todos los presentes, su primo, el padre de Esteban, consiguió que este, tras forzar a sus padres a que le mostrasen sus condolencias, se separara de Basilio y pudieron llevárselo a casa. Solo quedaban su exmujer, su hija y un antiguo cliente al que no esperaban encontrar allí y que iba acompañado de una atrayente mujer como compañera. Se le notaba muy compungida y envuelta en luto, el cual hacia destacar la luminosidad de su rostro sureño. Llamaba la atención porque se sabía que era luto a pesar de la informalidad de las prendas.

    Esperanza, su exmujer, después de sacudir una imaginaria mota de polvo de la chaqueta de Basilio y de ajustarle el nudo de la corbata, le preguntó si quería que lo llevara a casa. Basilio declinó la invitación, mintiéndole al decir que tenía el coche afuera. Su hija Patricia repitió el ofrecimiento obteniendo el mismo embuste, por lo que, cuando lo abrazó aprovechó para quedar a comer al día siguiente, sin que su madre la pudiera oír. Rafael y Rosa, sus antiguos clientes, se acercaron de nuevo a él, le habían mostrado sus condolencias anteriormente, algo debían querer, con ellos se había aproximado su acompañante. No le importó que también ella reiterara las condolencias, el rostro de la acompañante le había subyugado desde que le diera el pésame.

    Basilio era abogado y como tal había defendido los intereses de Rafael, primero en un largo y angustioso divorcio, y más tarde fueron las modificaciones que quisieron introducir al convenio pactado tras los incidentes de los arrendamientos, de los que se nutría la economía de Rafael.

    Se aproximaron a Basilio disculpándose de antemano, por lo inoportuno del momento, pero precisaban presentarle a una persona que quería conocerle y necesitaba urgentemente de su ayuda.

    Basilio, en situaciones menos delicadas que la presente, había despachado al impertinente con cajas destempladas, pero en aquella ocasión se limitó a callar y mirar a su interlocutor dejando que fuera él quien decidiera si quería hacer la presentación en pleno entierro o prefería concertar una cita. Rafael estaba preparado para una reacción poco amable por parte de Basilio, pero para lo que no estaba preparado era para enfrentarse al silencio y la muda mirada de este, por lo que, tartajeando, intentó justificar aquella forma de abordarle en el cementerio e intentó presentar a su acompañante.

    —Acompañábamos Rosa y yo a Fátima a visitar la tumba de su hijo y, Fátima, al saber que eras nuestro abogado, me mencionó que precisaba urgentemente un buen abogado porque su marido ha secuestrado a su hijo. Hemos seguido la comitiva y hemos querido darte el pésame… Conoces a Rosa, mi actual… pareja, y esta es Fátima, una buena amiga, que acaba de perder a un hijo… de catorce años… lo habrás oído, es el niño al que le cayó encima la portería de balonmano… y a su otro hijo lo tiene secuestrado su marido.

    Basilio saludó a Fátima, siendo la tragedia la única razón por la que ha aguantado aquel asalto. Esta vez es él quien le da el pésame a Fátima, quien lo acepta compungida.

    —Al ver su rostro comprendí que es usted un profesional de confianza, no suelo equivocarme al catalogar a la gente.

    Ante la respuesta de Fátima, Basilio rinde todas sus defensas y le hace una sucesión de breves y precisas preguntas sobre el supuesto secuestro de su hijo, cuya finalidad no comprenden sus interlocutores. Fátima responde con claridad y precisión.

    —Eso tiene arreglo. —Y, Basilio, sin dejar de mirar a Fátima, como no había hecho desde que se la presentaran, sacó una agenda—. ¿Te vendría bien pasado mañana?

    Ella aceptó el día sin mostrar inconveniente en el horario que decidió Basilio, dado que, según dijo, no tenía que pedir permiso a nadie.

    Se ofrecieron para acercarle al centro, a lo que Basilio rehusó con la tan iterada excusa. Siguió un denso silencio que fue interrumpido por Basilio al decirles que querría quedarse unos instantes a solas con su madre, por lo que sus ocasionales acompañantes se despidieron, alejándose precipitadamente.

    No quitó ojo a Fátima mientras la pudo divisar. Una vez solo, se sentó en el decrepito banco de madera que enfrentaba al nicho de su madre. Por un momento le pareció ver el rostro sonriente de su madre mirando hacia el lugar por el que Fátima se acababa de ir. Recordó Basilio el comentario que le hizo su madre cuando le dijo que se iba a divorciar: «A ver si con la siguiente aciertas, te mereces algo mejor».

    Basilio recuerda a su madre como siempre la vio: en blanco y negro, no solo por la época sino por la vestimenta que acostumbraba a utilizar. En su madre los lutos habían sido el referente, pues se habían ido sucediendo y antes de aliviarse de uno había motivo para vestir el siguiente. Ya muy mayor, en una sequía de fallecimientos, fue cuando pudo despojarse de él, pero resultó que le había tomado gusto al negro y era prácticamente el único color que usaba y, cuando después de su segundo matrimonio lo combinaba con alguna prenda de color, esta solía ser blanca. Su madre fue la que al principio lo llevaba al cementerio de buen grado, más tarde tuvo que arrastrarlo todos los domingos, donde él aprendió a jugar, la mayor parte de las veces solo.

    Por cierto, su primo Eduardo no pudo asistir al entierro, no podía aplazar la partida de las vacaciones al pueblo, ya tenía el coche cargado.

    Eso que en la familia se comenta que el huraño es Basilio.

    Se levanta y pasea el recuerdo de su madre por los lugares por donde iba con ella, por donde jugaba de pequeño. Recorre los parajes donde cree recordar que se encuentran enterrados sus abuelos y varios tíos. A su padre lo enterraron muy cerca de donde hoy han enterrado a su madre, pero veintitantos años antes.

    Su madre fue un silencioso ser que le acompañaba en cada uno de los momentos en que le hacía falta, ayudándole cuando cometía un error, sin reprochárselo jamás y tragándose sus opiniones cuando consideraba que podrían influir en sus decisiones. Así había sucedido con su boda; cuando le presentó a Esperanza él supo que no le cayó bien, aunque nada dijo la mujer, antes al contrario, trató de rodearla del mismo cariño que ofrecía a su hijo, aunque muy pronto la posesividad de Esperanza pugnó por apartarlo de su madre.

    Comió en la cafetería enclavada en el mismo edificio que su oficina, luego subió al despacho, donde aún no había llegado nadie. Aprovechó el tiempo que le restaba para echar una pequeña siesta en el sofá. Allí lo encontró Beatriz, a la que veía menos convencional que esa misma mañana, pues se había desembarazado de la ropa de los entierros. La visita estaba próxima a llegar. Se levantó, fue al aseo, se refrescó la cara y se peinó. Aún conservaba toda la mata de pelo, de la que estaba muy orgulloso, aunque cada día era más gris. Aprovecha para arreglarse un poco la ropa, mientras llega la visita.

    Basilio no es que sea un figurín, pero resulta atractivo a las mujeres —o al menos resultaba—, ahora, cada día le da más pereza lanzarse a aventuras galantes, aunque esta mañana Fátima le había impresionado gratamente, incluso le pareció que le despertaba ansias de reiniciar aventuras amatorias y, lo que era peor, de enamorarse. Su rostro mostraba una franqueza reñida con su profesión, aunque quienes lo conocían dudaban si esa franqueza no sería impostada, ya que sus facciones han ido ensanchándose con el tiempo, pero todavía muestran un rostro voluntarioso y tenaz, tras una mirada siempre directa.

    Le dijo a Beatriz que había concertado una visita para pasado mañana a las cuatro de la tarde.

    —¿Cuándo han llamado?

    —No han llamado, me abordaron en el cementerio.

    —¿Y no lo mandaste a hacer puñetas?

    —No es lo, sino la.

    —Entonces lo comprendo, eres muy pillín…

    —Siempre estás pensando en lo mismo. Yo pensaba que al faltar mi madre no tendría que aguantar a más casamenteras y, mira por dónde, le tomas el relevo.

    —No pensaba precisamente en boda.

    Las pullas entre Basilio y Beatriz eran un clásico en el despacho, especialmente cuando se encontraba Pablo para provocarlas.

    Basilio se retiró a su despacho a preparar la visita que esperaba. Tuvo que emplear todos los argumentos de que disponía para convencer a su clienta de que lo menos dañoso para su economía y sus relaciones fraternales era llegar a un acuerdo con sus hermanos, poner a la venta la casa de sus padres, pues ninguno de ellos estaba en condiciones de comprar la parte de los otros ni existía posibilidad de dividirla y, por el estado de conservación de la vivienda, tampoco permitía encontrar quien la quisiera. Por lo que, existiendo una inmobiliaria interesada en derribarla para, en su lugar, construir un edificio de oficinas, aunque desaparecería la casa, al menos ella y sus hermanos obtendrían una compensación económica, de la que carecerían si acababa en subasta, única salida si persistían en la intransigencia de hacer la partición. Por fin, la clienta recapacitó y encargó a Basilio la tramitación de la partición consensuada de la herencia, pues ella no quería ni ver a sus hermanos.

    Cuando se fue aquella visita, que a Beatriz le había resultado imposible aplazar, Basilio y Pablo salieron del despacho dispuestos a dar un paseo para comentar los casos que les preocupaban, como solían hacer habitualmente. Les gustaba comentar sus preocupaciones laborales fuera del despacho, allí no discutían estrategias ni tecnicismos, aunque tampoco les gustaba hacerlo ante una copa, eso era para celebrar los triunfos o lamentar los fracasos. Les gustaba hacerlo en unas caminatas, que solían ser largas, por el paseo marítimo y que solían concluir en alguno de los antros del barrio donde vivía Pablo o, alternativamente, en el bar que había en los bajos del actual domicilio de Basilio, aunque en este último lugar solo cuando Pablo lo acercaba a su casa.

    Pablo y Basilio tenían aproximadamente la misma edad, acababan de entrar en la cincuentena, pero, en contra de lo que muchos pensaban, no habían estudiado juntos. Pablo hizo su debut en el mundo jurídico siendo el secretario de Basilio y, este, al comprobar que Pablo disponía de dotes para la abogacía le instó, insistió y presionó para que cursase derecho. Pablo se decidió y en cinco años concluyó la carrera en la UNED, y sin dejar de trabajar para Basilio. Cuando concluyó la carrera, consciente de que Basilio no sabía delegar y nunca había admitido a otro abogado en su despacho, habló con él para despedirse y salir a buscar un despacho en el que ejercer su carrera y, en caso de no hallarlo, abrir su propio bufete.

    —Aquí tienes un despacho donde ejercer —le respondió Basilio al tiempo que se reía de su asombro— y del que además puedes ser socio en muy poco tiempo.

    —Creo que este es un despacho de un solo abogado y ese eres tú, Basilio.

    —Parece mentira que con el tiempo que llevas aquí no te hayas dado cuenta de que este despacho está abierto a que entren cuantos abogados quieran, siempre que den la talla.

    A Basilio le costó convencer a Pablo de la necesidad de su colaboración en el despacho. Al día siguiente, Beatriz acudió por primera vez a trabajar, había sido contratada por Basilio unos días antes para sustituir a Pablo al que le encargó la puesta al día de ella. Cuando lo consiguiera, él podría empezar como abogado. Pablo aceptó imponiendo una condición: solo llevaría los asuntos que él mismo aceptara. Basilio estuvo de acuerdo.

    Aquella noche el espíritu de la madre de Basilio parecía acompañarlos y concluyeron pronto el paseo sin tomar ninguna copa.

    Basilio llegó pronto a su domicilio. Tenía presente a su madre aquel día, pero no fue eso lo que echó a perder su caminata con Pablo, sino que las evocaciones a su antecesora eran constantemente interrumpidas por el recuerdo de Fátima, que se estaba filtrando en sus pensamientos de forma obsesiva.

    Desde el divorcio, su domicilio pasó a ser la residencia veraniega de la familia, para después convertirse en un apartamento que arrendaba por temporadas, gracias a su ubicación en primera línea de costa. Era bastante amplio y con todas las comodidades. En él los canales remplazaban a las calles.

    Cuando llegó Álvaro, el propietario del restaurante en el que Basilio solía cenar, se aproximó para mostrarle sus condolencias, ya que había podido enterarse por la asistenta de Basilio. Fue sucinto, rápido y concluyó con una sincera puesta a disposición.

    Apenas entró en el apartamento recibió una llamada de Esperanza, había perdido la cuenta de las que llevaba ese día. Volvía a interesarse sobre si le podía ayudar en algo, sobre si se encontraba bien, sobre si quería que fuera a hacerle compañía, sobre si… continuó ofertándole todos los modos que se le ocurrían de volver a entrar en su vida, todas las posibilidades fueron sistemáticamente rechazadas por Basilio, que acabó despidiéndose enojado.

    —Verdaderamente haces honor a tu nombre, no pierdes la esperanza en ningún momento.

    Esperanza no había cejado, desde que obtuvieron el divorcio, de tratar de aproximarse de nuevo a Basilio, a pesar de que el divorcio se tramitó a instancias de ella. No es que fuera así de voluble, sino que había pensado que la amenaza de divorcio convertiría a Basilio en un ser más sumiso, más volcado en ella, más atento a las necesidades de su esposa, como se había encargado de «informarle» su amiga Asunción, divorciada «de toda la vida», que fue quien le recomendó como único camino para conseguir centrar la atención de Basilio en ella, que le pidiera el divorcio. Se habían equivocado ambas, Basilio, que desde un tiempo atrás lo que sentía por su esposa no era más que la inercia de lo que fue, sus relaciones sexuales eran de puro trámite, de un aburrido tramite, y cuando ella le propuso el divorcio él le preguntó varias veces, como hacía con sus clientes, si se lo había pensado suficientemente, y, ante la obstinada confirmación de ella, aceptó encantado la propuesta de Esperanza, aunque ella le pidió que fuera él mismo quien lo tramitara. Basilio le encargo a Pablo que redactara un convenio regulador en el que se incluyeron todas las peticiones, algunas abusivas que hizo Esperanza con la íntima convicción de que, ante tales escarnios, Basilio cediera y le pidiera perseverar en el matrimonio bajo la tutela de ella.

    Esperanza no quiso admitir que se había equivocado al pedir el divorcio, error que Basilio admitiría y posiblemente perdonaría, no porque siguiera enamorado de Esperanza, sino por la galbana que experimentaba ante tales cambios. De hecho, si él no había propuesto el divorcio era por la pereza que le daba hacerlo y tener que iniciar una nueva vida. La perseverancia de Esperanza en su estrategia les llevó al divorcio. Pero, a partir del momento en que Esperanza tuvo en sus manos la sentencia, con Basilio viviendo en el apartamento, fue como si hubiera dado el disparo de salida para recuperarlo de nuevo. En infinidad de ocasiones le preguntaba a Basilio si estaba seguro de lo que había hecho, tratando de imbuirle la misma inseguridad que la corroía a ella.

    Dos veces más le llamó Esperanza esa noche, pero no descolgó el aparato, no estaba de humor ni para reprenderle.

    Antes de irse a la cama, ante una copa, Basilio pensaba en la casa que heredó de su madre, elucubró sobre el destino que le daría. La casa la aportó al matrimonio su segundo marido, que la había precedido casi cinco años en ese último viaje.

    La imagen de Fátima volvía a flotar en sus pensamientos, aquellos ojos verdes que parecían más brillantes por las lágrimas que acumulaban parecían mirarlo desde una posición elevada.

    Trató de centrar sus pensamientos en aquella casa que ahora era suya. Como su padrastro no tenía familia, a su muerte, la casa y un importante patrimonio fueron a manos de su madre. Pensó que, tras una profunda reforma que la rehabilitara, convertiría la primera planta en su vivienda y trasladaría el despacho al bajo. Se encontraba mejor situada que su despacho actual. Solo le frenaba la idea de aunar en una misma ubicación despacho y vivienda, siempre había alguien que era incapaz de discernir entre los horarios y esferas de la profesión y la vida privada, pero el tamaño y la disposición de la casa permitían una separación estanca. Al día siguiente, con Patricia, pasaría por casa de la abuela y le expondría la idea de la reforma.

    Él sabía que ella estaría encantada, pues, al igual que a su padre, siempre le gustó aquel caserón del siglo XVIII. Eso y porque su hija estaba esperando que él dejara el apartamento de la playa para ocuparlo ella y dejar de vivir así con su madre, a la que quería mucho, pero que eran incapaces de vivir juntas sin encontrar un motivo de discusión cada cinco minutos. Las dos eran intransigentes y no se soportaban, más que cuando estaban alejadas.

    Su hija, concluida la carrera de químicas, estaba haciendo las prácticas en la empresa de un cliente suyo.

    Capítulo II

    Cuando Beatriz hizo pasar a Fátima al despacho de Basilio, una fugaz sombra atravesó la mirada de este, al advertir que había venido acompañada de Rafael y de… no recordaba su nombre. Esperaba que acudiera sola. Suponía que la consulta versaría exclusivamente sobre el fallecimiento del hijo de Fátima. La noche anterior había estado estudiando el caso a través de las publicaciones sobre el accidente y entreviendo las responsabilidades en que podían haber incurrido los responsables del complejo deportivo. En ambos supuestos erró, pero lo importante era que había acudido. Esa mujer tenía algo que le atraía a primera vista.

    «El que le acompañaran Rafael y… y esa chica, no anticipaba que la consulta versara sobre la muerte del niño —pensó Basilio—. A Fátima la encontró lo suficientemente resuelta como para no precisar de carabinas en un asunto como ese. Lo primero que debía hacer era tratar de recordar el nombre de la pareja de Rafael».

    —Después del encuentro del otro día, Rosa y Rafael me han acabado de convencer de que acerté en mi intuición, tú… ¿te puedo tutear?

    —Por supuesto, de lo contrario te cobraré la minuta de los ustedes y no creo que te convenga.

    El hielo se ha roto y Fátima procede a relatar el asunto que la lleva a buscar el consejo legal.

    —Eres el abogado que me conviene.

    — ¿En qué puedo serte útil?

    —A modo de introducción te voy a contar los antecedentes de lo que me ha traído aquí. Estoy casada y tengo… tenía dos hijos: Fernando, que falleció hace apenas tres meses, y Guillermo, que tiene ahora doce años, está con su padre y al que no veo desde que enterramos a Fernando. Ese mismo día su padre se lo llevó y no lo he vuelto a ver, aparte de algunas llamadas telefónicas: dos que me hizo la misma semana de la desaparición —Fátima hablaba muy deprisa para evitar el llanto que la atenazaba— y unas cuantas veces que mi marido ha consentido que el niño se pusiera al teléfono cuando lo he llamado a él. Borja, que así se llama mi marido, me ha dicho que si quiero verlo o hablar con él que vaya a Navarra donde se encuentran… De hecho, he ido allí un par de veces y no he podido dar ni con Guillermo ni con su padre.

    Lo inconexo del relato de Fátima obligó a Basilio a tratar de dirigir el relato.

    —¿Dónde estabais empadronados?

    —En Navarra, más concretamente en Huarte, muy cerca de Pamplona, en una antigua casa de labranza reconvertida a industrial que mi marido compró para un proyecto urbanístico a finales de los noventa. Cuando nos casamos vivíamos y estábamos empadronados en mi casa de Batera, la que heredé de mis padres, pero, al poco tiempo y por asuntos fiscales, Borja decidió que debíamos empadronarnos en Pamplona. No le di importancia al asunto, cambiamos el padrón y así sigue. Pero el piso en que vivimos cuando estuvimos allí ya no es de Borja: lo vendió y la casa que tiene en Pamplona no está acondicionada para que viva dignamente una familia, es una antigualla que según dicen sirvió como cárcel a los seguidores de Carlos VII durante la guerra carlista y, desde entonces, prácticamente no se modificó, hasta que en los

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1