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Su billonario secreto
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Su billonario secreto
Libro electrónico83 páginas1 hora

Su billonario secreto

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Jack renegó de las mujeres… hasta que conoció a Anna.
Él se mudó a Alaska para tener paz y tranquilidad, sin embargo, la tentación lo visita cada semana cuando llega la hermosa, pero reacia, Anna. Solo pensar en cómo ella maneja la palanca de su hidroavión lo hace imaginar cómo lo manejaría a él. Jack la necesita fuera de ese avión y en su cama.
Ella tiene un plan… y caer en la cama de un chico malo y billonario que se esconde en el bosque no es parte de su sueño. Anna no quiere enamorarse de un hombre de las montañas. Quiere irse. Ya se cansó del frío, de las noches oscuras y solitarias. Su sueño, su proyecto, la está llamando. ¿Su único problema? Jack. Cuando una tormenta la obliga a realizar un peligroso acuatizaje de emergencia, la pasión estalla.
Estar atrapada en el bosque con un aspirante a leñador no debería ser un problema. Solo será una noche. ¿Cierto?
¿Cierto?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 oct 2018
Su billonario secreto

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    Su billonario secreto - Jessa James

    editor.

    1

    Anna


    Voy a estar muy enojada si muero entregándole sus víveres a este imbécil, me dije a mí misma mientras agarraba la palanca e intentaba ignorar el balanceo de mi viejo hidroavión.

    Eso era imposible ya que la última caída hizo que mi estómago se reubicara en mi garganta. El cielo había cambiado a un horrible gris oscuro hacía veinte minutos, el cual no era un buen augurio para mí, la única piloto lo suficientemente loca para volar en esta chatarra de avión de veinte años de mi padre.

    Yo debería estar en tierra firme con mi cara en un libro, pero Jack el imbécil Buchanan, el mimado de la ciudad, siempre pedía que le enviaran sus víveres todas las semanas y yo no iba a esquivar mi trabajo. Era la que evitaba que se muriera de hambre, ya que él vivía en el monte, cerca de dos horas de Anchorage en avión y no era como si él pudiera ir a la ciudad para buscar cosas. Había una pequeña villa de pesca a treinta minutos en coche desde su casa, pero yo también enviaba cosas ahí.

    Otra movida tipo montaña rusa hizo temblar al avión y yo luché para mantener el curso.

    A ese hombre, Jack, o el imbécil como yo lo llamaba, le sobraba el dinero. Dinero viejo. Dinero en bandeja de plata. Yo no tenía idea de por qué abandonó la ciudad y vino a Alaska. La mayoría de las personas que venían aquí lo hacían por dos razones. Una, tenían espíritu salvaje en su sangre. Jack Buchanan era guapo y fuerte, tenía músculos envidiables, pero él no encajaba con los leñadores robustos que frecuentaban los bares locales todo el verano. Y ya que vivir en la naturaleza tampoco estaba en su sangre, solo quedaba la otra opción… el resto venía aquí a esconderse. De la ley. De un ex. De lo que sea. En realidad, no importaba, pero yo sabía cuántas personas en el bosque necesitaban envíos como los míos. Y no iba a dejar que el hombre se muriera de hambre. Lo que significaba que obtuve el desafortunado trabajo de visitarlo una vez a la semana.

    Si pudiera dejar mi carga e irme, eso estaría bien. Pero como la mayoría de las personas aquí, él no tenía mucha compañía. A él le gustaba acercarse al avión, decir hola y hablar conmigo en el tiempo que me tardaba descargar todo.

    A pesar de largos meses de conversaciones semanales, yo no sabía nada de él, además del hecho de que estaba en sus treinta, era alto, bronceado, hermoso y le gustaban los Pop-tarts con sabor a S’mores. No era como si yo fuera a admitir que él era tan caliente. Su ropa siempre le quedaba demasiado bien para ser de una cooperativa local, a pesar de ser del mismo tipo que usaban todos en el área. Él tenía una de esas narices griegas con unos pómulos que hacían que quisiera frotar mi cara en la suya como un gato. Aunque era discreto con el hecho de que nosotros éramos dos de las personas más jóvenes y solteras del área, yo veía cómo sus ojos castaños, color chocolate, siempre iban hacia mis senos y trasero cuando yo descargaba sus víveres cada semana.

    Mentiría si dijera que mis ojos no hacían lo mismo hacia sus partes. Yo supuse que se lo debía a todas las mujeres, tomar nota de sus grandes pectorales debajo de sus camisas de franela, las venas que iban por sus antebrazos, la piel bronceada por detrás de su cuello. Su cabello muy castaño crecía cada semana, él necesitaba un corte. Era eso o él necesitaba que mis dedos se deslizaran por su cabello indomable. Quería tirar de ese cabello, quería romperle y quitarle esa camisa. Quería treparlo como si fuera un maldito árbol y que me presionara contra la pared de su cabaña y me follara hasta que no pudiera respirar.

    Él también sería bueno. Yo no tenía duda de que él sabía cómo hacer que una mujer rogara por más.

    Sí, pensar en él moviendo su pene como un arma funcionaba para distraerme del cielo que me hacía tambalear en mi asiento. Me salí de mi fantasía sexual de ensueño y eché un vistazo rápido al tablero. La presión se había acumulado en la cabina, una señal de que la turbulencia iba a empeorar.

    No pienses en eso, solo vuela, escuché la voz de mi padre en mi cabeza.

    Él me enseñó a volar cuando era solo una niña. Volaba con mi padre cuando no estaba en la escuela, desde que tenía la edad suficiente para amarrar mis propios zapatos, incluso aprendí a hacer mi tarea en el asiento de copiloto sin marearme. Obtuve mi licencia de piloto el día que cumplí dieciocho y tuvimos una fiesta en el hangar. Ahora que él ya no estaba, yo tomé sus rutas, su avión, todo. Su negocio se volvió mío. Volar era lo que amaba y yo era muy buena en eso. Pero estas tormentas siempre eran una mierda. Eran duras cuando uno estaba en el suelo. En el aire…

    El avión cayó unos diez pies y apreté mis dientes y apreté el acelerador con ambas manos.

    Era hora de dejar Alaska. Ya era hora. Yo no era salvaje. Amaba las montañas y los bosques, pero era igual de citadina que mi madre al igual que amaba el aire libre como mi padre. No quería esconderme de la vida aquí. Quería vivirla. Quería ver el mundo. Explorar todo. Quería visitar cada país que pudiera y probar comida exótica. Quería ver las luces brillantes de Nueva York y escuchar el aullido del coyote en el desierto de Arizona por la noche. Leía cada noche y hacía listas de lugares a los que deseaba ir. Yo solo tenía veinticuatro, pero mi lista ya tenía dos páginas. Ninguna de ellas podría concretar atrapada en la insignificante Alaska con los osos y los leñadores.

    Después de que

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