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Más allá del ocaso
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Libro electrónico339 páginas6 horas

Más allá del ocaso

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Grace Hastings trabaja a tiempo completo en un restaurante en Texas, Estados Unidos. Su vida sigue el curso normal: la calefacción dañada, el móvil no le va, atraso en cancelar la renta cada mes y un gran préstamo universitario por pagar. Todo cambia repentinamente cuando se cruza en su camino el hombre más exitoso del negocio inmobiliario de Houston: James Stratton. La rutina del guapo empresario transcurre entre disfrutar de mujeres hermosas, viajar por el mundo y firmar cheques por cantidades exorbitantes. Cuando los caminos de Grace y James se encuentren surgirán llamas difíciles de apagar, y también un sentimiento al que no quieren darle nombre y ante el cual rehusarán doblegarse.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 dic 2017
ISBN9781540125590
Más allá del ocaso

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    Más allá del ocaso - Kristel Ralston

    A mi querida Sookie, la mejor shih-tzu del mundo, que me acompaña en cada madrugada, mientras escribo y doy vida a mis personajes.

    CAPÍTULO 1

    Los pies le dolían terriblemente, y los ojos se le cerraban del sueño. Su vecina que sufría de artritis, Rose Hogan, le había pedido que sacara a pasear al perro a las seis de la mañana. No había podido negarse. Gracias a Rose aún no la botaban del edificio en donde vivía por falta de pago. Le daba cargo de conciencia que la buena de la señora Hogan pagara su renta, pero la adorable mujer solía decirle que podía devolverle el dinero cuando pudiese hacerlo y que no había prisas. Al ser huérfana, Rose era lo más cercano a un familiar, y por eso Grace la quería tanto.

    Ahora, de pie en la cocina del Chef Betinni —un insufrible italiano—, Grace procuraba no equivocarse al llevar los pedidos de una mesa a otra. Lo más duro era tolerar a los refinados clientes que pedían platos que, un año atrás cuando empezó a trabajar en Le Gourmet, le resultaban desconocidos. Durante el tiempo que llevaba trabajando en el restaurante había aprendido algo de italiano, y podía llevar con una sonrisa un plato de pesto, carbonara, risotto, pero cuando los clientes querían algún agnolotti del plin, o artichokealla giudia, se indignaba. «¿No podían esos estirados pedir algo más sencillo?»

    DaMarco, el local en el que trabajaba con el arrogante Bertinni, era uno de los restaurantes más caros y exclusivos ubicados en la Westheimer Road de Houston, Texas. El salario no era malo, y lo compensaban las generosas propinas que se iban directamente a pagar el préstamo de la universidad. Dada la cantidad de clientes que acudían a probar la cocina del presumido de Bertinni, ella empezó a aprender rápidamente quién era quién; empresarios, periodistas, hoteleros, políticos, magnates, jeques árabes inclusive. Y claro, también se enteraba quiénes eran sus esposas y quiénes sus amantes.

    Aquel día en particular se sentía que todo le salía al revés. La falda blanca del uniforme estaba a medio planchar, porque se le fue la electricidad. « ¡Otro de sus olvidos!» La blusa negra estaba manchada con salsa a un costado, casi imperceptible, pero si ella lo notaba era suficiente. Perdió el bus, porque llegó diez minutos tarde a la estación, después de entregarle el perro a Rose, pues luego del paseo de la mañana se había quedado con la mascota hasta que dieron casi las nueve de la mañana y tuvo que salir pitando de la casa. Por si fuera poco, los zapatos de tacón negro que llevaba en ese momento la estaban matando. Podía jurar que con cada paso que daba veía estrellitas.

    Necesitaba un buen masaje o unas vacaciones pagadas. Sonrió ante la perspectiva. Aunque no se lo podía costear, soñar era gratis. Al menos nadie podía reprocharle la cantidad de tiempo que invertía tratando de ver las cosas de un modo menos pesimista o trágico.

    Desde que había salido de la universidad, no pudo ejercer de economista, que era el título profesional que con mucho esfuerzo logró sacarse. Ni bien puso un pie fuera de la universidad, le tocó empezar a trabajar para pagar el préstamo universitario.

    Además, la crisis no daba para rechazar trabajos, y no quería quedarse en la calle; así que las opciones fueron aceptar trabajar en DaMarco—que tampoco era un restaurante cualquiera— o que la metieran en un juicio por incumplimiento de contrato con el banco. Y ella valoraba bastante su libertad y los pocos recursos que tenía en su cuenta de ahorros.

    —¿Escuchaste, Hastings? —le preguntó Pietro Bertinni con esas ponzoñas que tenía por ojos. Además que eran del color de la obsidiana. Intimidantes.

    —Sí —respondió en piloto automático, cuando en realidad ni se fijó que le había dirigido la palabra. Si contestaba negativamente iba a recibir otra reprimenda sobre responsabilidad y compromiso y blablablá. No tenía ganas de agregarle esa cereza a su día. Tan solo quería terminar esa última hora e irse a casa y frotarse sus pobres piecitos.

    —Muy bien. Ahora muestra tu mejor sonrisa porque de la mesa ocho depende que mañana tengamos una buena foto en la prensa o un comentario halagüeño.

    —¡No te preocupes, Pietro!

    —Chef Bertinni —corrigió con toda la petulancia de tener un restaurante con tres estrellas Michelin, y una larga lista de premios profesionales a su haber.

    —Chef Bertinni —repitió imitando el tono de Pietro.

    —Vete, vete —le hizo gestos con la mano— y no olvides el vino tinto.

    —¿Es que ya han ordenado? —preguntó incrédula. «¿Para qué la mandaba si ya habían pedido a otro mesero. No le iban a dar propina.»

    —No necesitan ordenar, muchacha, yo sé lo que el señor pide siempre. También me pagan para conocer los gustos de mis clientes más exclusivos sin tener que irlos a incomodar con tontas preguntas.

    Ella atendía seis mesas. Y no recordaba haber visto anteriormente al hombre que observó, una vez que salió de la congestionada cocina. Avanzando con la mayor eficiencia que fue posible, con dos copas de vino, unas entradas de branzino carpaccio, pine nuts y foie grass, y un san daniele prosciutto, fig jam crostini, y un bostezo que intentó disimular, se fijó más en él.«Definitivamente ese rostro era nuevo». ¿O acaso se habría cambiado de mesa? Habitualmente los clientes solían acudir a la misma ubicación. «Debió prestarle más atención a Bertinni», se dijo, cuando llegó a su destino.

    —Buenas noches, mi nombre es Grace y es un placer serviles. Sus entradas. —Las sirvió sin reparar en la rubia que parecía hecha en animación tridimensional por su belleza. Ni tampoco se fijó demasiado en su acompañante—. Y sus copas de vino—comentó con buen ánimo. Dejó cuidadosamente en cada puesto una copa.

    Cuando elevó el rostro para sonreírles y escabullirse hasta que Bertinni tuviera los segundos platos, sintió que el aire se le atoraba en algún lugar de su garganta. El hombre que tenía frente a ella era arrebatadoramente guapo y exudaba masculinidad, pero sobre todo poder. «¿Quién sería?»

    —Primero cariño, que no te preguntamos tu nombre —expresó con desdén la rubia, de pronto, impidiéndose así alejarse como Grace tenía planeado—. La servidumbre no se identifica con los clientes es de pésimo gusto. —Grace se sofocó de coraje cuando la rubia la miró con ojos de gacela y gesto despectivo haciéndole un escaneo de arriba abajo, mientras le hablaba—. Creo que tendremos que hablar con Giulio, porque este tipo de cosas no pueden suceder en su restaurante de élite.

    Grace contó mentalmente hasta tres. «Es un cliente. Piensa en la propina».

    —Lo lamento señora...

    —¡Señorita! —corrigió indignada.

    «Como si ella debiera saber su estatus. Nunca la había visto en su vida», se quejó Grace para sus adentros, pero decidió mantener la buena disposición que pugnaba por escapársele de un momento a otro.

    —Señorita... —rectificó.

    —Déjala Georgette —expresó la voz grave y sensual del acompañante, que hasta ese momento había sido un mero espectador—. No se preocupe, Grace. —La rubia lo taladró con la mirada, pero él hizo caso omiso y continuó—.Georgie suele ser un poco... exquisita con la etiqueta. Puesto que ha tenido la amabilidad de presentarse, no podría ser menos cortés. Soy James Stratton —comentó, y a Grace estuvieron a punto de encogérsele las rodillas cuando él acompañó la frase con una sonrisa. «De aquellas que seguro conseguían que más de una sucumbiera a sus encantos», pensó ella.

    —Mucho gusto, señor. —Hizo una levísima inclinación de cabeza como hacía con todos los clientes. Luego se dirigió a la rubia odiosa—. Señorita. —Iba a sacarle la lengua, pero se contuvo, pues tenía que recordar algo sobre el periódico del siguiente día o los medios que iban a hablar del restaurante. «Pietro y sus tonterías», pensó—. Si algo más se les ofrece estaré cerca.

    Dicho aquello prácticamente huyó de la mesa.

    James había entrado al restaurante por insistencia de su amante. Lo único que quería era su compañía en la cama, pero Georgette Spalden quería exhibirse con él en todas partes. Afuera de DaMarco algunos paparazzi lo habían fotografiado y ella aprovechó para pegársele como cebo. La soportaba simplemente porque era muy bella y con un cuerpo fabuloso. Dos meses a su lado, y los temas de conversación, si acaso existió alguno que no estuviera asociado con intenciones de pasar en la alcoba o viajes por París y Sídney, eran inexistentes.

    Cuando la mesera se había acercado, se quedó impresionado por sus hermosos ojos celestes con forma de almendras. Y cuando se dirigió a ellos, sus labios sensuales lo cautivaron. Lo más gracioso era que tan cansada como se la notaba, lucía muy guapa. Georgette por supuesto, no perdió ocasión para hacerla sentir mal e intentar marcar territorio con él. Un grave error de su amante, pues él no le pertenecía a nadie.

    Lo malo de pasar demasiado tiempo con una misma mujer era que se creían con el derecho de pretender que lo conocían, e intentaban defender una posición en su vida que no poseían. Esa noche, se dijo, dejaría a Georgette. De todas maneras Nicholas Spalden firmaría el contrato al siguiente día en los términos que a él le interesaban. Su hija, Georgie, simplemente se le ofreció, y él aceptó la oferta como si viniera en el paquete con el negocio. Puro pragmatismo, reflexionó mentalmente.

    —¿Por qué la miraste como si quisieras desnudarla? —preguntó con un puchero.

    —No he hecho tal cosa, Georgie. No me gustan las mujeres posesivas. Lo sabes. Ahora, come tu entrada por favor —pidió con fingida indulgencia. Luego bebió un poco de vino, y observó con disimulo que la tal Grace estaba intentando arreglar un imperfecto en su falda. «No entendía qué imperfecto podría tener si a la vista saltaban las formas admirables de sus piernas, a través de las medias del uniforme», notó James.

    —Oh, James lo estás haciendo ahora. ¿Acaso ya no me deseas? —Se inclinó hacia adelante dándole un vistazo de los pechos, quizá excesivamente generosos, de los que él ya estaba aburrido. La crueldad no era su especialidad, pero esas escenitas lo ponían de mal talante.

    —Si continúas tratando de llamar mi atención de este modo, probablemente al salir del restaurante lo último que desee sea pedirte que me acompañes a mi casa.

    Consciente de que le podría costar una noche más para conseguir quedarse embarazada de uno de los jóvenes empresarios treintañeros más cotizados de Texas, Georgette dejó la idiotez. «Esta noche lograré embarazarme de James Stratton. Aumentar un poco más mi fortuna personal no me vendrá nada mal.»

    —Lo lamento, mi amor —murmuró. Luego tomó un bocado de foie grass y lo paladeó, al tiempo que, con disimulo, se quitaba el zapato de tacón azul debajo de la mesa esquinera y discreta en donde se encontraban. Con un ágil movimiento llegó hasta la entrepierna de James—. Mmm... —saboreó la comida, pero mirándolo a los ojos—, estoy segura que no sabe tan bien como tú.

    Que Georgette no tuviera temas de conversación no significaba que una caricia así de atrevida, cuando toda la alta sociedad de Houston estaba alrededor, no lo excitara. No era hipócrita. Curiosamente no reaccionó como hubiera hecho antes con ella. Delicadamente, James deslizó la mano, le hizo una caricia en la planta del pie y lo alejó.

    —Quiero cenar por ahora —fue todo lo que dijo. Luego tomó un tenedor y empezó a comer las costosas entradas.

    Georgette se sintió fastidiada; y el fastidio se convirtió en celos cuando vio que James desviaba la mirada hacia algo en su espalda. «¿Sería la meserilla aquella? De una Spalden nadie se burlaba». Además sabía que su padre aún no firmaba ese contrato que tanto le interesaba a James. No era divertido saberse utilizada de ese modo, pero ¿qué más le daba? Él sería el padre de su hijo. No era estúpida. Sabía que pronto la desecharía, pero antes tendría de él lo que ninguna otra mujer había sido capaz, ser la madre de su hijo. Y para ello despejaría cualquier obstáculo que lo desviara de su atención, por más burda y mal vestida que fuera. Sonrió con malicia.

    La condenada mesa ocho estaba dando todo un espectáculo, se dijo Grace mirándolos desde lejos. Menos mal que, en la perspectiva que se encontraban, solo era visible para el mesero que los atendía. En ese caso, ella. «Vaya suertecita», pensó. Le habría gustado darle una buena reprimenda a esa mujer por el modo en que la trató. «¿Qué se creía?»

    Si pudiera terminar de pagar rápido ese préstamo, no tendría que soportar al montón de engreídos, aunque no eran todos así claro, que iban a comer cada tarde y noche. Le faltaban algunos miles de dólares hasta culminar su deuda, y solo por ese motivo no renunciaba al restaurante.

    Le dio lástima que aquel hombre tan guapo y exitoso repitiera el típico patrón del que solo busca un revolcón, aunque su compañía fuera una pesada como la rubia. Y como si lo hubiera evocado con el pensamiento, de pronto elevó el rostro, y sus miradas se cruzaron por un fugaz instante. La piel se le erizó. « ¡Dios! Nunca le había ocurrido aquello.»

    Haciendo un esfuerzo mental recordó algo que escuchó alguna vez asociado al apellido Stratton. Padres con problemas, querellas legales por la custodia del único heredero, abandono. Expulsiones del colegio. Un negocio de más de mil millones de dólares, y una debilidad por las mujeres hermosas. «Como la tal Georgette.»

    Seguro que cuando él la miró al acercarse a la mesa para tomar la orden, reparó en lo poco agraciada que debía resultar en comparación con esas modelos de catálogo que salían en revistas con él. Ella... era solo ella. Grace Hastings. Un metro sesenta y ocho de estatura. Si se subía a tacones imposibles, a lo mejor alcanzaba unos cuantos centímetros más. Cabello caoba en ondas hasta media espalda, pero siempre recogido en una pulcra coleta para el trabajo. Ojos celestes con pestañas tupidas. De sus pestañas estaba más que agradecida, porque se ahorraba el líquido que usaban las demás mujeres para realzarlas. Y finalmente su cuerpo. «Ohhh, si pudiera achicar todo un poco más...», se lamentaba siempre frente al espejo.

    —¡Hey, nena! —saludó Callum Vaugh cuando llegó hasta ella, sacándola de las comparaciones que empezaba a hacer en su mente.

    Él le había conseguido el empleo en el restaurante. Habían sido compañeros en la universidad. La diferencia era que Cal, como todos le decían, se dedicó al negocio familia: exportadora de productos lácteos a Europa, y algo también del área inmobiliaria. Estaba más que agradecida con Cal.

    En un principio, él le propuso trabajar en su empresa, pero luego tuvo que viajar siete meses a Singapur y no pudieron concretar nada. Entonces surgió en un tema de conversación la amistad que tenía con Giulio DaMarco, y así fue como consiguió la entrevista de trabajo —una mera formalidad— y pronto empezó en el restaurante.

    —Oh, Cal. ¡Qué gusto verte!

    —Estaba en el piso de arriba, ya me retiraba —la miró fijamente—. Te ves cansada, preciosa. Deberías tomártelo con calma. ¿Quieres que hable con Giulio para que rebaje tu carga horaria? —preguntó con esos ojos celestes tan amables.

    No iba a disminuir su carga horaria, porque eso implicaba menos ingresos. Además de que no le gustaba que la trataran diferente al resto. Su sentido de la equidad y la justicia estaba muy marcado. Y ya Callum había hecho suficiente por ella.

    —Solamente que hoy me desperté más temprano de lo habitual. Eso es todo. No tienes que hablar con Giulio, Cal, gracias. Por cierto, ¿cómo está la guapa señorita a quien no veo hace tiempo, eh? —preguntó cuando la hermana menor de Cal, Fiorella, llegó a su lado.

    —Qué gusto verte, Grace —expresó la muchacha de cabellos dorados que debía ya tener unos veinte años. Exactamente seis menos que ella.

    —Estás magnífica, Fiorella. Deben ser los genes.

    La muchacha se echó a reír.

    —Bueno dejemos trabajar a Grace, Fio —manifestó Cal—. Pronto se tiene que ir a casa. ¿Grace vendrás uno de estos días a visitarnos? Ya sabes que mi familia te adora.

    —Yo... sí. Me encantaría —aceptó con alegría. Le gustaba mucho la familia Vaughn. Era la imagen de lo que implicaba ser unidos y quererse. Cuando aún eran compañeros de aula, siempre iba a estudiar a casa de Cal y pasaban gran tiempo juntos. Lo quería mucho, y jamás sintió que la miraran distinto por ser de una clase social bastante diferente a la de ellos. Nunca la habían hecho sentir ridícula o menospreciada.

    —Perfecto. Nos vemos pronto, Grace.

    —Seguro que sí.

    Se despidieron con un cálido abrazo.

    Desde la mesa ocho un par de ojos verdes no se perdió la escena. James conocía a Callum y sabía que estaba en su liga: magnate playboy. No sabría decir por qué, pero verlo cerca de esa muchacha lo incomodó. Y no era precisamente una emoción agradable.

    ***

    —¿Desean que les traiga los segundos? —preguntó Grace acercándose al ver que habían concluido las entradas.

    Extrañamente, reflexionó Grace, la rubia le sonrió y casi pareció sincera. Casi.

    —No querida. Por favor, tráenos más vino tinto —contestó con voz melosa.

    Grace no había pasado momentos difíciles sin aprender que esa se traía algo entre manos. «Solo que no podía imaginarse qué...Quizá era el cansancio que empezaba a hacer mella en su sexto sentido», pensó.

    —¿Usted, señor Stratton?

    James le iba a decir que no quería que lo llamara de ese modo tan formal, pero no quería un berrinche de Georgette.

    —Lo mismo, gracias —respondió con más parquedad de la que hubiera querido.

    Grace pensó que si a lo mejor se comprase un vestido palo rosa similar al que llevaba la rubia, probablemente se quedaría sin dinero durante dos meses. «Algún día podré comprar todo lo que deseo y también compensar a la señora Hogan por su generosidad.» Y fue ese pensamiento que la ayudó a mantener su sonrisa con la mesa ocho.

    Pietro no le creyó cuando le dijo que los clientes no querían más comida, sino solamente vino. La acusó de atenderlos mal, y casi se dispuso a ir él personalmente. Por suerte, un espárrago que amenazaba con carbonizarse en aceite de oliva atrajo su atención y ella se escabulló con las dos copas de vino.

    No sabría decir si acaso se quedó dormida dos segundos, o si las manos le fallaron, o si fue un mal augurio del destino que la llevó a tropezarse con algo cerca de la pata de la mesa. El hecho es que la mitad de la copa que iba destinada a Georgette, se derramó en el caro vestido que la insoportable mujer llevaba. Horrorizada, Grace tomó la servilleta de tela e intentó limpiarla.

    —¡Estúpida! ¡Mira lo que has hecho por andar distraída! —exclamó airada la muchacha, poniéndose en pie, de tal manera que todo el restaurante dejó los cubiertos por un momento. El ambiente se volvió incómodamente silencioso.

    —Georgette cálmate no es para tanto. Vuelve a sentarte —pidió James mascullando entre dientes. Odiaba los escándalos en público. No quería ser la comidilla de los empresarios ni los paparazzi al siguiente día.

    —Por favor, discúlpeme, no sé qué pasó... —empezó Grace preocupada con las manos temblorosas, gracias al cielo tenía entre manos la servilleta de tela para mitigar de algún modo la ansiedad.

    Todas las miradas estaban sobre ella. Rogaba que Pietro no hubiera escuchado. Por primera vez podría decir que el silencio tenía sonido.

    —Claro, yo te lo voy a explicar. Eres una incompetente que pretendes hacer amistad con el cliente y estás desprovista de cualquier educación, así que llama inmediatamente al administrador —ordenó con voz petulante.

    «Nooo», gimió Grace para sus adentros.

    —Georgette —expresó James con tono acerado e intentando callarla, pero la rubia estaba empeñada en lo que fuera que tenía en mente, y no le prestó atención. Él tenía los nudillos de las manos casi blancos sobre la mesa, por su intento de controlar las ganas de agarrar a la mujercita escandalosa por el brazo y llevársela a rastras para no volver a verla, y terminar esa noche con esos dos meses que ya le pesaban.

    —¿Quieres que me calme? —preguntó Georgette con voz chillona.

    Grace los miraba con las manos entrelazadas delante, y apretaba la servilleta con aprensión. Estaba nerviosa, pero no le iba a dar el gusto a la rubia de verla en apuros

    James masculló un «sí», muy bajo. Casi escupió la palabra.

    —Perfecto —dijo Georgie bajando la voz; luego se acomodó en la silla de nuevo, y poco a poco los comensales volvieron a lo suyo entre murmullos—. No volveré a decir nada si tú haces algo por mí, amor —expresó con ojos coquetos.

    —No me gusta que me chantajeen.

    —Oh, no lo hago. Solo es un capricho.

    —No estoy para consentir los caprichos de nadie tampoco.

    Al parecer alguien había ido con el comentario de que estaba ocurriendo un escándalo en el restaurante, porque Grace vio con el rabillo del ojo que Pietro se acercaba. «No, no, por favor, vuelve a la cocina», pidió en silencio.

    —¿Solamente en la cama? —preguntó de tal manera que Grace, que intentaba esconderse o huir de esa conversación, escuchó—. Te recuerdo que mi padre me quiere mucho y aún tienes que firmar un acuerdo con él. ¿Mañana, me parece, verdad? —interrogó retóricamente.

    En ese instante James la despreció.

    —Si me permiten, la cena corre como cortesía de la casa para reparar este terrible accidente—se atrevió a interrumpir Grace, esperanzada de que con eso se contentara la odiosa mujer, y Pietro viera todo en calma y fuera de vuelta a su amada cocina. Claro, que si la cena iba por cuenta de la casa, implicaba que se la descontaría de su salario, pero su prioridad era mantener a raya al chef del restaurante.

    Georgette la miró con burla, e iba a hablar cuando la pesadilla encarnada en la petulante figura de Pietro Bertinni se acercó.

    —¡Bella! ¡Carissima! ¿Sucede algo? —indagó Pietro llegando hasta ellos. Luego tomó con parsimonia las manos de la escultural Georgette, quien se puso de pie para saludarlo. Inmediatamente después, Pietro se giró hacia James—. ¡Señor Stratton! Qué honor tenerlo con nosotros nuevamente esta noche. Espero que hayan sido de su agrado mis creaciones —sonrió como quien espera ser relevado del estrés con una palabra amable.

    —Como siempre, exquisito todo —replicó James al italiano.

    Grace no pudo evitar fijarse en las bien cuidadas y masculinas manos de James Stratton.

    —Pero muy mal atendidos —se quejó Georgette mirando afligida a Grace, a quien le dieron ganas de abofetearla por hipócrita. Ahora estaba más que convencida que ella había puesto su costosa punta del zapato para hacerla tropezar.

    El temido Chef observó a Grace. Ella estaba segura que lucía serena. No le iba a dar a Pietro la oportunidad de decir que la recomendada de Callum Vaughn era una inepta. De ser por el italiano, ella hubiera estado con las maletas en la calle al tercer día, porque no se podía aprender los benditos nombres de los platos. Los idiomas no eran lo suyo, pero se las apaño muy bien, y el hombrecillo no tuvo excusas para echarla.

    —¿Oh? —preguntó como si tal cosa, al observar la gran mancha roja en el vestido palo rosa de Georgette—. ¿Cómo se te ha dañado un Óscar De La Renta de colección? ¡Che orrore, cara!

    —La señorita —James miró a Grace con amabilidad— se ha ofrecido a que la casa corra con la cuenta de la  cena, Pietro. Gracias por tu interés —expresó James. Luego se puso en pie dispuesto a irse.

    —¡Pietro este tipo de personas no pueden trabajar aquí! —exclamó la supuestamente ofendida, en un modo que la conversación era solo audible entre ellos.

    Grace perdió el color del rostro. «¿La idiota esa estaba intentando decir lo que ella creía que intentaba decir?». La angustia se apoderó de su cuerpo.

    —Basta, Georgette —sentenció James, bajito y con furia, tomándola del brazo para salir.

    —Si no haces que la despidan. Puedes decirle adiós al contrato de quinientos millones de dólares para la construcción de la primera etapa del nuevo conjunto residencial de lujo en las afueras de Houston, querido —le dijo al oído en un susurro—. Mi papá me adora... no lo olvides.

    James la miró con fastidio. Le daba pena por la guapa mujer que tuvo la desgracia de atender su mesa y llamar la atención sin proponérselo, justamente al frente de una chica caprichosa como Georgette. Él tenía que elegir: negocios o condescendía.

    No estaba para librar de los problemas al mundo, y había tenido un día muy cansado.

    —Pietro, a pesar de la buena comida, tu colaboradora en cuestión —miró significativamente a Grace. Y ella sintió como si llegara una sentencia de muerte de una forma lenta y dolorosa—, ha ofendido a la señorita Spalden echándole a perder un vestido muy caro. Eso jamás me ha ocurrido en ninguna otra parte. —La sonrisa de Georgette deslumbraba al ver su propósito a punto de concretarse—. No creo que te guste que esto se repita con otros invitados, quizá menos tolerantes. Los trabajadores que causan incomodidad a los clientes VIP deberían removerse de sus funciones, para que atiendan a una clientela... digamos más popular.

    Por primera vez en mucho tiempo, James se sintió con cargo de conciencia por lo que estaba haciendo a esa muchacha. Pero seguro podría conseguir empleo fácilmente en otro sitio como camarera. Y él, pues tenía un negocio multimillonario que concretar. Negocios eran negocios. No había tiempo para condescender ni pensar en los males o las injusticias del mundo. Él mismo tuvo que vivir suficientes de pequeño.

    Pietro asintió como un corderito escuchando al diablo dar consejos sobre lo hermosa que es la vida, indistintamente si se saltan o no las reglas.

    —Hastings —manifestó solo para ella, pero Grace era consciente que la rubia estaba disfrutando ese instante. Nunca había sentido odio por nadie, pero a partir de ese día James Stratton estaba en su lista negra.

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