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El corazón de la oscuridad
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El corazón de la oscuridad
Libro electrónico277 páginas3 horas

El corazón de la oscuridad

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«El corazón de la oscuridad» es un clásico de la literatura inglesa y de la tradición occidental europea en general. En el caso de esta edición, a las preferencias implícitas y muchas veces inconscientes del traductor se añade un interés explícito por dos elementos que se intentan explorar a profundidad en el cuerpo de notas que acompaña el relato escrito por Conrad y, de forma menos directa, en las ilustraciones que lo complementan. Por un lado se quiere brindar un contexto amplio del macabro proyecto colonizador de Bélgica en el Congo al suministrar un conjunto de informaciones básicas sobre las fuentes de la historia: la experiencia del mismo Conrad en África, la creación y desarrollo del Estado Libre del Congo bajo el mando de Leopoldo II, las dinámicas violentas a través de las cuales este saqueó, esclavizó y, finalmente, redujo a la población congoleña a la mitad, en lo que hoy en día se reconoce claramente como uno de los primeros genocidios de la historia moderna. Por otro lado, el segundo elemento de la novela de Conrad, que el cuerpo de notas y las ilustraciones que acompañan el texto apuntan a descubrir, es la importante dimensión esotérica del relato.
Traducción, prólogo y notas, Felipe Botero Quintana; grabados, Carlos Gómez
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento14 abr 2020
ISBN9789588911328
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    El corazón de la oscuridad - Joseph Conrad

    EL CORAZÓN

    DE LA OSCURIDAD

    De Joseph Conrad

    1899

    Traducción, prólogo y notas

    de Felipe Botero Quintana

    2019

    El corazón de la oscuridad

    Joseph Conrad

    * * * * * *

    Primera edición, El Peregrino Ediciones, Bogotá, abril de 2019

    © 2020, de la edición electrónica:

    El Peregrino Ediciones, eLibros Editorial

    Cr. 14 No. 91-01 (401)

    Bogotá, Colombia

    www.elpregrinoediciones.com

    Carrera 49A 100-41, int. 3, apto 301

    Bogotá, Colombia

    Tel. (571) 221 0715

    www.elibros.com.co

    info@elibros.com.co

    ISBN 978-958-8911-32-8 (epub)

    ISBN 978-958-8911-31-1 (impreso)

    Traducción, prólogo y notas, Felipe Botero Quintana

    Edición y corrección, www.elperegrinoediciones.com

    Dirección de arte y diseño, Lina María Herrera Uribe

    Grabados, Carlos Gómez

    Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra

    sin permiso expreso de los editores.

    Hecho en Colombia - Made in Colombia

    CONTENIDO

    Prólogo, por Felipe Botero Quintana

    El corazón de la oscuridad

    I

    II

    III

    Notas

    Apéndice, por Ruben Hordijk

    El autor

    El traductor

    Títulos en coedición digital

    PRÓLOGO

    Una mirada crítica a una obra

    mística y colonialista

    …toda esa misteriosa vida de la selva que se mueve en los bosques, en las junglas, en los corazones de los hombres salvajes. No hay iniciación que valga para semejantes misterios.

    – Joseph Conrad, EL CORAZÓN DE LA OSCURIDAD

    En último término, el abandono de pensamientos malsanos debe ser en sí mismo su propia y única recompensa.

    – Chinua Achebe, UNA IMAGEN DE ÁFRICA

    El corazón de la oscuridad es un clásico de la literatura inglesa y de la tradición occidental europea en general. Por lo mismo es un libro que ya ha sido traducido numerosas veces al español e incluso contamos con varias traducciones hechas por autores colombianos en los últimos años. Entonces, ¿qué amerita o qué justifica publicar una nueva traducción de este relato escrito hace más de 120 años, en 1899?

    Cada traducción es una visión única e irrepetible del texto original, que destaca los aspectos por los que el traductor siente más interés o afinidad. En la mayoría de casos esa afinidad o ese interés se manifiestan de manera implícita, a través de la escogencia de palabras claves (por ejemplo, el oscuridad del título, que tradicionalmente ha sido traducido por tinieblas, para evocar la connotación infernal que esa palabra tiene en inglés) o de una construcción de frases que le da cierto protagonismo a unas ideas sobre otras, que hace énfasis en unas de las sensaciones narradas en particular, que destaca algunos de los giros estilísticos y recursos formales del original.

    En el caso de esta edición, a las preferencias implícitas y muchas veces inconscientes del traductor se añade un interés explícito por dos elementos que se intentan explorar a profundidad en el cuerpo de notas que acompaña el relato escrito por Conrad y, de forma menos directa, en las ilustraciones que lo complementan. Por un lado se quiere brindar un contexto amplio del macabro proyecto colonizador de Bélgica en el Congo al suministrar un conjunto de informaciones básicas sobre las fuentes de la historia: la experiencia del mismo Conrad en África, la creación y desarrollo del Estado Libre del Congo bajo el mando de Leopoldo II, las dinámicas violentas a través de las cuales este saqueó, esclavizó y, finalmente, redujo a la población congoleña a la mitad, en lo que hoy en día se reconoce claramente como uno de los primeros genocidios de la historia moderna. Estas informaciones básicas se complementan en algunos casos con referencias a la ideología imperialista, patriarcal y capitalista de quienes practicaron esas dinámicas violentas y, paradójicamente, en algunos casos también de quienes pretendían denunciarlas y acabarlas, como el mismo Conrad y personajes históricos como Edmund Dene Morel.

    Considero que ambas cosas son de fundamental importancia para nosotros, los colombianos, pues tanto las dinámicas violentas de explotación y genocidio que se realizaron en el Congo Belga, como la ideología imperialista, patriarcal y capitalista que las subyacía y las justificaba, se replicaron en la infame explotación del caucho en nuestra tierra, que condujo al genocidio de las poblaciones Bora, Uitoto, Muinane y Ocaina, en un episodio de nuestra historia al que no nos hemos enfrentado enteramente todavía. Si bien en la novela de Conrad el foco de explotación es el marfil, tres años después de que él abandonara África el caucho pasó a ser el principal producto de exportación del Estado Libre del Congo y, por consiguiente, el motivo de innumerables casos de mutilación, tortura, violencia sexual, esclavización y asesinato; lo que hermana al río Putumayo con el río Congo en un historial de violencia que en ambos casos tuvo a la sangre de las víctimas del capitalismo salvaje como protagonista principal, y al irlandés Roger Casement como personaje secundario. En efecto, como Marlow en la novela de Conrad, como Arturo Cova en La vorágine, Casement fue en el Congo y en el Putumayo el testigo silencioso de los horrores a los que puede desembocar fácilmente la economía extractiva. Y también como ellos, Casement se erigió posteriormente como el narrador de estas atrocidades ante una audiencia igualmente blanca y de origen europeo, que se escandalizaría y ayudaría a ponerles fin a través de la presión que únicamente puede ejercer la opinión pública, consciente solo a medias de que fue al abrigo de sus instituciones políticas y económicas que se cometieron esos crímenes. Tanto Casement, como Conrad y Marlow y, de hecho, como la mayoría de los colombianos, pueden hacer suyas las palabras con las que Arturo Cova abre la novela a través de la cual José Eustasio Rivera quería denunciar los crímenes cometidos por las empresas caucheras en el Amazonas: Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia.

    Por otro lado, el segundo elemento de la novela de Conrad, que el cuerpo de notas y las ilustraciones que acompañan el texto apuntan a descubrir, es la importante dimensión esotérica del relato, en consonancia con los intereses de la casa editorial en la que tenemos el privilegio de publicar esta edición. Como intento demostrar en varias de las notas al texto, la novela de Conrad está profundamente influenciada por el pensamiento filosófico de Arthur Schopenhauer, que consideraba que el mundo tiene dos maneras de ser: una forma representativa, fenoménica, que conocemos a través de nuestros sentidos perceptuales (y que de tal forma es accesible a todo el género humano), y una forma más profunda, oculta a la percepción, que él denomina voluntad. Esta voluntad, eterna y amorfa, que subyace al mundo fenoménico, se manifiesta parcialmente en el ámbito emocional y pasional de la humanidad, pues es el impulso ciego que está en la base de todos nuestros deseos y nuestras acciones, aunque no seamos completamente conscientes de él. En la medida en que esta dimensión de la existencia no está presente de manera obvia en nuestra vida cotidiana, solo ciertos iniciados en el pensamiento filosófico o en experiencias transcendentales de tipo religioso o traumático (como es el caso de los personajes principales de El corazón de la oscuridad) pueden tomar consciencia de su incidencia sobre el mundo y ver a través del velo de Maya la terrible verdad que el mundo de los sentidos nos oculta: El misterioso diseño de una lógica inclemente esbozada para un propósito fútil, como Marlow, el narrador secundario del relato acá traducido, lo articula en un momento cúspide de la novela. Es por esto que tanto la obra de Schopenhauer como la novela de Conrad se han prestado a lo largo de su historia para innumerables interpretaciones esotéricas, pues el conocimiento que pretende sugerir es del mismo material vago, indefinido y ambiguo que teje la mayoría de los conocimientos esotéricos, accesibles solo para unos pocos, quienes usualmente han tenido que pagar un alto precio para llegar a él, después de buscarlo en regiones inalcanzables para una existencia ordinaria, como lo es la cercanía con la muerte o los roces con la oscuridad, simbólica y real.

    Ahora bien, esta dimensión esotérica de la novela de Conrad está conectada con uno de los aspectos más problemáticos de su obra, a saber, el profundo racismo que de manera ambivalente se manifiesta en varios fragmentos de su prosa. En efecto, Conrad articula el dualismo metafísico de Schopenhauer en esta novela en torno a la estructura colonialista de la civilización enfrentada a un salvajismo originario, del cual se ha distinguido a través de una evolución histórica –la del pueblo europeo– aunque quizás, como lo sugieren algunos pasajes de la novela, tan solo de manera superficial y tremendamente hipócrita. Creo que es de fundamental importancia evidenciar este aspecto problemático del relato de Conrad, pues desde que el célebre escritor nigeriano Chinua Achebe señaló la forma en que Conrad reduce a los personajes africanos a ser una categoría metafísica que se contrapone a sus personajes europeos, considero que es un deber de toda edición de esta obra hacerle frente al racismo implícito en ese gesto, para evitar así la perpetuación de categorías históricas que insidiosamente nos han llevado a la violenta explotación de otros seres humanos y de otros seres vivos. Como dice Anthony Fothergill en uno de sus ensayos sobre El corazón de la oscuridad, podemos tomar consciencia del grado al que las proyecciones de nuestra propia imaginación, nuestras propias contradicciones, buscan hacer del Otro la imagen negativa de nosotros mismos (Norton, p. 454).

    Por último, solo me queda agradecer el enorme apoyo que me posibilitó llevar a cabo este proyecto: a Francisco Giraldo, cuyas conversaciones acerca de las posibilidades de acceder al Otro sin violentarlo me llevaron a iniciarlo; a Ruben Hordjik, quien me impulsó a profundizar en él al compartir conmigo sus conocimientos de la literatura post-colonialista; a Carlos Gómez, cuyos grabados superaron con creces mis expectativas de dotarlo de otra dimensión artística; a Juan David Correa y Álvaro Robledo por abrirme las puertas de su editorial, y a Christopher Tibble por llevarme a ellas; y, finalmente, a Camila Peñuela Hoyos, cuya paciente revisión de mis notas y cuya invaluable compañía me permitieron culminar de la mejor manera posible este trabajo al que le he dedicado varios años de mi vida.

    El corazón

    de la oscuridad

    I

    El Nellie, una goleta navegante, se ladeó hacia el ancla sin el menor susurro de las velas y permaneció en reposo. La corriente fluía con determinación, el viento casi se había calmado y, ya que se dirigía hacia la parte baja del río, lo único que le quedaba por hacer era quedarse quieto y esperar el cambio de la marea.

    La desembocadura del Támesis se extendía ante nosotros como el umbral de un interminable camino de agua. A poca distancia el cielo y el mar estaban soldados sin una sola grieta y en el espacio luminoso, movidas ligeramente por la marea, las bronceadas velas parecían permanecer inmóviles en pequeñas agrupaciones de lona, punteadas por el brillo de los mástiles barnizados. Una nube de humo yacía sobre la costa baja que iba hacia el mar en desvanecedora planicie. El aire era oscuro por encima de Gravesend y más atrás todavía parecía condensado en un halo melancólico, suspendido inmóvil sobre la ciudad más inmensa y grandiosa del mundo.

    El Director de la Compañía era nuestro capitán y nuestro anfitrión. Los cuatro observábamos afectuosamente su espalda mientras se paraba sobre la proa mirando hacia el mar. No había otra cosa en el río entero que se viera tan náutica como él. Su figura era la de un piloto, lo que para un hombre de mar es la personificación de la confianza y la seguridad. Resultaba difícil creer que su trabajo no se encontrara afuera en el estuario luminoso sino adentro, detrás de él, bajo el halo sombrío.

    Entre nosotros existía, como ya lo he dicho en otra parte[1], el vínculo del mar. Además de mantener nuestros corazones cerca durante largos períodos de separación, este vínculo tuvo como efecto el hacernos más tolerantes respecto a las divagaciones de cada uno –incluso respecto de nuestras convicciones. Al Abogado –el mejor de los viejos compañeros– le correspondía, a causa de sus muchos años y sus numerosas virtudes, el único cojín sobre cubierta y estaba sentado sobre el único tapete. El Contador había sacado ya la caja de dominós[2] y jugaba arquitectónicamente con sus fichas. Marlow estaba sentado en la popa con las piernas cruzadas, recostado contra la mesana. Tenía un aspecto ascético, con los pómulos hundidos, la piel amarillenta y la espalda recta y, al dejar caer los brazos y volver las palmas de sus manos hacia fuera, parecía la estatua de un ídolo[3]. El Director, satisfecho al comprobar que el ancla había agarrado bien, se dirigió hacia la popa y se sentó entre nosotros. Cruzamos perezosamente un par de palabras. Después se hizo silencio a bordo de la goleta. Por alguna razón no empezamos el juego de dominó. Nos sentíamos meditativos, dispuestos únicamente a una plácida contemplación. El día se estaba terminando con una serenidad pausada, brillante y exquisita. El agua destellaba pacíficamente; el cielo, sin una sola mancha, era una inmensidad benigna de luz, impecable; la niebla misma de los pantanos de Essex parecía una radiante tela de gasa, colgada desde las alturas forestales de tierra adentro, cayendo sobre las orillas bajas en ondulaciones diáfanas. Solo el halo del oeste, suspendido sobre las partes altas de la ciudad, se volvía más sombrío a cada minuto, como enfurecido por el advenimiento del sol.

    Y finalmente, en su imperceptible caída sinuosa, el sol se hundió en lo bajo y mudó de brillante blanco a un apagado rojo sin rayos ni calidez, como a punto de extinguirse de repente, herido de muerte por el contacto con ese halo suspendido sobre la muchedumbre de los hombres.

    A partir de entonces un cambio sobrevino a las aguas y la serenidad se volvió menos brillante pero más profunda. El viejo río, en su amplia desembocadura, descansó sin molestia al declinar el día, después de siglos de haber proveído buen servicio a la gente que poblaba sus flancos, explayado con la dignidad tranquila de un camino de agua que conduce hacia los límites más recónditos de la tierra. No contemplábamos la venerable corriente con la mirada vívida del corto día que viene y se va para siempre, sino con aquella amparada por la augusta luz de los perdurables recuerdos. Y en efecto, nada es más fácil para un hombre que ha seguido al mar con afecto y reverencia, como dice el proverbio, que evocar el gran espíritu del pasado sobre las bajas extensiones del Támesis. El flujo de la marea corre de un lado a otro en su incesante servicio, habitado por la memoria de los hombres y las naves que llevó al reposo de retorno a casa o a las batallas navales. Este río conoció y sirvió a todos los hombres de los que la nación está orgullosa, desde Sir Francis Drake a Sir John Franklin, con título o sin título todos caballeros –los grandes caballeros errantes del mar. Había llevado a todas las naves cuyos nombres son como joyas fulgiendo en la noche del tiempo, desde la Golden Hind regresando con su redonda cava rebosante de tesoros para ser visitada por Su Majestad la Reina y así pasar a la leyenda, hasta el Erebus y el Terror, destinadas a otras conquistas –de las cuales nunca volvieron[4]. Había conocido a las naves y a los hombres. A las que habían zarpado desde Deptford, desde Greenwich, desde Erith –a los aventureros y a los colonos; a las embarcaciones del rey y a los buques mercantiles; a los capitanes, a los oficiales, a los oscuros contrabandistas del comercio con el Oriente y a los almirantes encargados de las flotas de las Indias Orientales. Buscadores de oro o cazadores de fama, todos ellos habían partido por esa corriente llevando la espada y con frecuencia la antorcha, mensajeros del poder contenido en la tierra, portadores de una chispa del sagrado fuego. ¿Qué grandeza no ha flotado sobre la corriente de este río hacia el misterio de una tierra desconocida?… Los sueños de los hombres, la semilla de las mancomunidades, el germen de los imperios.

    Atardeció; el crepúsculo cayó sobre la corriente y luces empezaron a aparecer sobre la costa. El faro de Chapman, una trípode estructura erigida en una orilla de barro, brillaba con fortaleza. Luces de barcos discurrían sobre el canal –un gran tráfico de luces moviéndose de arriba a abajo. Y más al oeste, en la parte alta, todavía se destacaba ominosamente en el cielo el espacio que ocupaba la monstruosa ciudad: un melancólico halo bajo la luz del sol, un sórdido fulgor bajo las estrellas.

    Y este también, dijo Marlow de repente, ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra[5].

    Él era el único entre nosotros que todavía seguía el mar. Lo peor que se podía decir de él era que no representaba correctamente el arquetipo. Era un hombre de mar pero también era un viajero, mientras que la mayoría de los hombres de mar llevan, si se puede decir así, una vida sedentaria. Su mentalidad es del tipo de quedarse-en-la-casa y su casa está siempre con ellos –el barco–; y también está con ellos su país –el mar–. Cada barco es muy semejante a otro y el mar es siempre el mismo. En la inmutabilidad de su entorno, las costas foráneas, los rostros extraños, la inmensidad cambiante de la vida se deslizan a su paso envueltos no por un velo de misterio sino por un desinterés ligeramente desdeñoso; pues no hay nada que sea misterioso para el hombre de mar excepto el mar mismo, que es la amante de su existencia, una amante tan inescrutable como el Destino. De resto, un paseo casual después de sus horas de trabajo, unos instantes en la costa le bastan para descubrir el secreto de todo un continente y generalmente no juzga ese secreto digno de ser descubierto. Las divagaciones de los hombres de mar poseen una simplicidad directa, cuyo significado yace al interior de la concha de una nuez partida. Pero Marlow no era un típico hombre de mar (si se exceptúa su propensión a caer en divagaciones) y para él el significado de un suceso no yacía al interior, en el corazón de la nuez, sino afuera, envolviendo el relato que lo había ocasionado, de igual modo que el fulgor ocasiona un halo, semejante a aquellas auras místicas que a veces se hacen visibles por la luz espectral de los rayos de la luna.

    Su comentario no nos pareció para nada sorprendente. Era justo el tipo de cosas que diría Marlow. Fue aceptado en silencio. Ninguno se tomó ni siquiera el trabajo de farfullar algo en respuesta; y entonces dijo, muy lentamente:

    "Estaba pensando en épocas muy antiguas, cuando los romanos llegaron por primera vez aquí, hace novecientos años –casi ayer… Desde ese momento la luz ha emergido de este río– ¿caballeros dices?[6]. Sí, pero son como una llama fugaz en el llano, como el destello del relámpago en las nubes. Vivimos en ese destello –¡que perdure mientras el viejo mundo siga girando sobre su eje! Sin embargo la oscuridad reinaba aquí ayer. Imagínense los sentimientos del comandante de uno de esos excelentes –¿cómo es que les decían?– trirremes del Mediterráneo, a quien de repente se le ordenaba ir hacia el norte y atravesar la Galia por tierra a toda prisa, puesto al mando de uno de esos artificios que los legionarios –que, por lo demás, deben haber sido un maravilloso puñado de gente útil– solían construir a centenares cada mes o cada dos meses, si es que se debe creer lo que leemos al respecto. Imagínenselo aquí –en el mismísimo fin de la tierra, en un mar color de plomo, con un cielo color de humo, una especie de embarcación tan estable como un acordeón– subiendo por este río con tiendas o llevando órdenes o lo que quieran. Bancos de arena, ciénagas, ríos, salvajes –cosas poco dignas de comer para un hombre civilizado y nada para beber excepto el agua del Támesis. Sin posibilidad de conseguir vino de Falerno por acá, ni de ir a la

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