Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La historia de Afanoso Rodrigues
La historia de Afanoso Rodrigues
La historia de Afanoso Rodrigues
Libro electrónico166 páginas1 hora

La historia de Afanoso Rodrigues

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En sus relatos, los cracks provienen de suburbios. Traen la rebeldía, el talento y la irreverencia a flor de pies. Son náufragos aferrados desesperadamente a un balón milagroso que hará estallar de alegría a estadios colmados de hinchas para quedar en la memoria colectiva. La pelota y sus circunstancias se plasman con agilidad, lucidez y de un seductor encanto que, con brochazos precisos, retratan la intimidad del hombre en una cancha. Cuentos inolvidables como «Lamento por Manuel Araya», «Crónica del enano bueno para la pelota» o «La diosa del Bambino de Oro», generan un encuentro del lector con esas historias sagazmente contadas, que contienen el camino donde las alegrías y adversidades son una tentativa común.
IdiomaEspañol
EditorialMAGO Editores
Fecha de lanzamiento23 jul 2017
ISBN9789563173932
La historia de Afanoso Rodrigues

Relacionado con La historia de Afanoso Rodrigues

Libros electrónicos relacionados

Relatos cortos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La historia de Afanoso Rodrigues

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La historia de Afanoso Rodrigues - Reinaldo Edmundo Marchant

    © Copyright 2017, by Reinaldo Edmundo Marchant

    © Copyright 2017, by Editorial MAGO

    Primera edición: junio 2017

    Colección Escritores Chilenos y Latinoamericanos

    Director: Máximo G. Sáez

    editorial@magoeditores.cl

    www.magoeditores.cl

    Registro de Propiedad Intelectual Nº 277.646

    ISBN: 978-956-317-383-3

    Diseño y diagramación: Catalina Silva Reyes

    Lectura y revisión: Sasha Di Ventura Camacaro

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Impreso en Chile / Printed in Chile

    Derechos Reservados

    A Alexis Sánchez.

    —¿Quién le enseñó a jugar fútbol, Afanoso Rodrigues?

    —Nadie, míster. Toda creación es natural, no se enseña, ¿me entiende?

    LA HISTORIA DE AFANOSO RODRIGUES

    I

    Aunque no ha regresado, aún me parece que lo sigo viendo por el predio, el bolsito al hombro, ese andar torcido, la cadera chueca por una imperceptible cojera, aquel mondadientes en la comisura y esa huella que dejaba en el camino como si jugara un partido que estaba más allá del tiempo adicional. A veces, nunca lo desconoceré, viene a mi memoria la chifladura de aquel partido que quizás él armó para asombrar al mundo con esa teoría de juego que se convirtió en una especie de pesadilla para mí. Y por las tardes, mientras disfruto un café, a mi mujer le nace preguntar: «Pepe, ¿qué será de Afanoso Rodrigues?»

    Yo tenía a cargo la Reserva del club. Llevaba décadas en el fútbol y daba por sentado que había visto todo. Estaba equivocado: ¡lo que existe dentro de un balón es uno de los grandes misterios del universo!

    El fútbol es magia, locura y surrealismo, claro, ahora lo sé. Lo aprendí de aquel tipo. ¡Ni siquiera recuerdo cómo llegó a mis prácticas! Mi tarea era delicada: descubrir con exactitud de relojero las dotes del chico que daría el paso a Primera. Había hecho cierto prestigio en acertar. Seguidamente los dirigentes pedían mis recomendaciones. Entonces preparaba con entusiasmo a algún muchacho. La tarea se hacía fácil porque la mayoría venía de las inferiores, con el sueño de debutar en la máxima categoría, conocía el hambre y ambiciones que tenían, sus cualidades deportivas y humanas, en ese orden.

    Sin embargo, este tipo me sacó de las casillas… Aún así, continuo recordándolo. A menudo me pregunto: ¿dónde estará?, ¿cuál predio visita ahora con ese bolsito al hombro? Prometo que en los entrenamientos de tanto en vez suelo imaginarlo por el sector de los referís, masticando el mondadientes, las manos atrás, rengueando sin dificultad, gritando a mis jugadores:

    —¡Control y toque, hijo, eso es fútbol!

    Comienzo la jornada muy temprano. Uno entiende que sin disciplina, trabajo y responsabilidad, el talento es un desperdicio. Hay que dar el ejemplo. ¡Cuántos chicos vi perderse por falta de sacrificio! Entonces esta era mi regla de oro: la gloria se alcanza con una interminable dosis de constancia, dolor y tenacidad. Si había que estar a las ocho de la mañana en la cancha, en pleno invierno, no existía justificación para llegar tarde. Cuando los resultados no acompañaban, había que redoblar el compromiso, porque en este negocio la gloria va unida al fracaso permanente, única forma de remontar el marcador. El amor y las desdichas por este deporte conducen al éxito. El que piense lo contrario, ¡que se convierta en panadero!

    Fue por esos días, en distintos horarios, que lo divisé.

    Un ayudante de campo me avispó:

    —Pepe, te llegó competencia…

    Vestía un buzo gris, con un escudo en el pecho, y calzaba unas zapatillas que no desentonaban. Usaba esa melena que identifica a un apasionado del balompié. En las manos, aferrada acaso con exceso de celo, rebrillaba un cuaderno o libreta de notas, exhibiendo al caminar esa manera única y propia de un exfutbolista, lento, las piernas algo torcidas, el movimiento de los hombros junto al cuello, hacia adelante, y la incorregible manía de soltar un escupitajo para demostrar acaso su guapeza. ¡Esa su presunta cojera lo hacía más futbolista todavía!

    Un asunto era cierto: seguía mis desplazamientos con obsesión. A ratos le daba por caminar presuroso por ese espacio donde corren los guardalíneas, siempre las manos atrás, mirando fijo el césped, como buscando fórmulas para inventar jugadas que no estaban en la memoria de este deporte.

    Más de una vez quise encararlo. Preguntarle quién era y qué hacía en el predio. Nunca lo hice (hasta llegué a pensar que se trataba del familiar de algún dirigente). Por lo demás, verlo en semejante actitud me generaba cierta… ¡alucinación! ¡Perplejidad! «Debe amar profundamente este juego», divagaba. Con eso me bastaba. ¡Ingenuidad la mía!

    A los muchachos tampoco les llamaba la atención su presencia. Ya se sabe: no existe nada más triste que jugar a la pelota sin la presencia de un hincha. ¡Y este espécimen valía por mil fanáticos!

    Sólo empecé a sentir un resquemor cuando en las prácticas gritaba, a pulmón batiente, especialmente a los del medio:

    —¡Control y toque, hijito, control y toque, eso es fútbol!

    No celebraba las buenas jugadas: apenas, con aire de satisfacción, despedía una risilla y echaba a transitar seis o siete metros, los ojos bien abiertos, muy pensativo.

    Cuando intenté acercarme en una ocasión, se retiró raudo por la orilla de la cancha, la melena al viento y el bolsito al hombro. Lo llamé: «¡Eh, eh, amigo…!»

    No se detuvo.

    Lo vi desaparecer, aumentando mi enigma sobre él.

    Pasaron unos días cuando lo tomé por sorpresa. Simulé ir al camarín y aparecí por su espalda.

    —Buen día —dije, con tono suave.

    Lo sorprendí en extremo.

    Giró la cabeza de un sobresalto. Tenía la cara más vieja de lo que suponía, sus ojos eran muy especiales, entre cálidos y ausentes, que rebrillaban con la luz matutina de una forma misteriosa. Y algo más, me pareció que la cojera era una inexplicable simulación física.

    —Lo he visto seguidamente por aquí —añadí, con voz amigable.

    Observaba con cierto temor, a dos metros de distancia.

    No señaló ninguna palabra.

    Me miraba como un animalito inocente.

    Pude ver que su buzo necesitaba claramente un lavado y en el costado de su bolso deportivo sobresalían dos letras: D. T. Un poco más abajo estaba adherida la insignia de la selección chilena.

    —Puede venir cuando quiera —lo tranquilicé—. Usted ya sabe, los entrenamientos son por la mañana —insistí.

    Lo hice para no alejarlo. Tengo un lema: si alguien no estorba tu trabajo, déjalo en paz.

    Agradeció mis palabras con un reverente movimiento de cabeza. Acto seguido, se presentó:

    —Afanoso Rodrigues, a las órdenes en lo que mande usted.

    De ahí se marchó cansinamente, sin volver la vista. «Quizás no regrese más», pensé. Estaba equivocado. ¡Los tipos de carácter misterioso saben lo que buscan y no descansan hasta conquistar la presa!

    II

    Continué viéndolo pegadito en la orilla del predio. Siempre la misma monotonía. La libreta en las manos, aquel bolsito deportivo (¿qué tendría adentro?) y el mondadientes en la comisura. Por momentos, dejaba de renguear. De tanto en vez, resonaba su singular grito:

    —¡Control y toque, hijito! —y le daba por cojear de un sector a otro.

    Sucedió una vez que a un chico se le escurrió el balón entre las piernas y, molesto con el desconocido, a quemarropa lanzó un insulto para que se callara. Lo trató de «vende humo».

    —Hijito, simplemente pido control y toque, eso es fútbol —y redondeaba—. Lo demás viene por añadidura.

    Es posible que esa frase fuera la más larga que le escuché por esos días.

    Fue el único episodio desagradable que ocurrió.

    Al resto no le importaba su presencia. Sólo a mí me generaba curiosidad (¡en alguna ocasión llegué a pensar que se trataba de un periodista encubierto!), por lo insociable, escurridizo y por esa frase que tal vez resumía un insondable enigma del fútbol y la vida: ¡control y toque!

    En cierta oportunidad jugó la Primera con la Reserva. Entrenamientos habituales. El director técnico del plantel estelar quería ver en acción a algunos de mis jugadores. De esos encuentros, en lo sucesivo, subía algún muchacho a la serie de honor. Sería la primera vez que no pude concentrarme ciento por ciento en el pleito: Afanoso Rodrigues enloqueció gritando su «control y toque», lo hacía fuera de sí, exaltado, recorriendo un trecho, expectorando, lo que se dice «viviendo el partido».

    A nadie molestó su griterío.

    Por el contrario, el D. T. de la máxima categoría sacó esta conclusión:

    —Buena frase de aquel chifladito… En eso consiste el negocio del balompié: control y toque —hizo el gesto.

    Enseguida, cariacontecido, me preguntó:

    —¿Es familiar de usted?

    Tragué saliva. Pude contestar:

    —No. Puede ser un hincha del club…

    No se habló más del tema, por suerte.

    El director técnico anotó en su cuaderno la frase, la leía, meneaba la cabeza, masculló: «con estas dos cualidades se detecta a un crack: control y toque». Y remató:

    —¡No lo olvide, Pepe Santamaría!

    III

    —Buen día, Afanoso —dije.

    Nuevamente lo sorprendí.

    Esta vez lo observé con más confianza. Tranquilo. Receptivo. Bueno, el tipo ya llevaba semanas visitando el predio. Un asunto no cambiaba en él: su aspecto de antisocial empedernido.

    —Hola —dijo.

    Fue un «hola» seco, expresado de mala gana. Quise creer que no le gustaba hablar. Que era tímido en extremo, característica común en algunos futbolistas.

    Bajó la cabeza y a la vez restregaba un pito en la mano izquierda. A pesar de todo, esa palabra la asumí como un avance en nuestra relación.

    —¿Qué le pareció el partido de ayer? —quise saber.

    Me escrutó con los ojos bien abiertos. Sobresaltados, como de alguien que de pronto ve la presencia de un dinosaurio. Agregué:

    —¿Le gustó la calidad del encuentro?

    Meditó un instante, sumido en una actitud de incógnito.

    Luego se animó a decir, sin mirar de frente, sino llevando los ojos hasta la mitad de la cancha.

    —Faltó control y toque, míster…

    Lo dijo displicentemente, sacando bien afuera el pecho.

    Mecí mi corta barba.

    —Control y toque…—balbuceé casi para

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1