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El Caimán de Kaduna
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Libro electrónico211 páginas2 horas

El Caimán de Kaduna

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Un joven africano, que llega a España con el sueño de convertirse en jugador de un gran equipo de fútbol, termina en la cárcel por un asunto de drogas. Desde allí, entre partidos para matar el tedio y el peculiar encargo de escribir una biografía de su ídolo, Iker Casillas, narra su viaje, sus ilusiones y sus decepciones.
Una historia de fútbol y literatura, mezcla de ficción y realidad, que homenajea a grandes futbolistas mientras mete el dedo en la llaga de la emigración, el racismo y las mafias organizadas alrededor de algunos jugadores africanos.
IdiomaEspañol
Editorial2709 books
Fecha de lanzamiento27 sept 2014
ISBN9788494171130
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    El Caimán de Kaduna - Francisco Zamora Loboch

    El Caimán de Kaduna

    Nunca, jamás, he visto un caimán, y tampoco nací en Kaduna, pero aquí todo el mundo me conoce como el Caimán de Kaduna.

    Eso sí, en la pared, junto al póster de Naomi Campbell, tengo pegado otro de Iker, y desde que empecé a jugar de guardameta siempre he querido parecerme en cuerpo y alma al mejor portero del mundo.

    Soy zurdo cerrado, e iba para delantero porque escuché a alguien, seguramente a algún charlatán, que en punta se ganaba más dinero, mucho más que ejerciendo de cancerbero.

    En aquella época me pasaba los días y las noches con la bola atada al empeine. Y era feliz con tan poco. Ser feliz significaba esquivar al maestro en la escuela, desayunar un par de mangos, tirar de un cucurucho de cacahuetes para almorzar, y arrimarse a la almohada con el sudor mezclado con el vaho de sopa de pescado de la escasa cena, después de haber enhebrado un partido tras otro y logrado, en una sola tarde, más goles que Samuel Eto’o y Didier Drogba en un año.

    Ma Nkento, mi madre, paraba poco por casa. Era una mujer oronda y bajita, capaz de vender cualquier cosa en su tenderete del Gran Mercado, desde discos de Julio Iglesias y Manu Dibango, hasta cojinetes y cinturones de cuero, mangos, ñames, cadenas para bicicletas, zapatillas, antenas parabólicas, paraguas y gafas de sol, aunque la mercancía que más ganancias dejaba en el fondo insondable de sus pesados y enormes bolsillos era el pescado salado.

    Yo era el benjamín de una familia que completaban María, Mina y Bebé, mis hermanas. A pesar de que el negocio del algodón iba cada vez peor y no daba para mantener más bocas, papá ya había abonado la dote para una tercera esposa. No sería capaz de identificarle en una rueda de reconocimiento, pero yo estaba muy contento con él, pues una tarde que se le ocurrió pasar por casa, me trajo unas botas de verdad, unas Nike auténticas, aunque me hizo prometer que solo las utilizaría los domingos y fiestas de guardar. De modo que el resto de los partidos los jugaba descalzo o protegido, como mucho, por unas chanclas de goma desgastadas y rotas. Daba igual. Cuando la pelota tenía a bien arrimarse al interior de mi zurda, se adhería de tal manera a ella que resultaba imposible arrebatármela.

    Era más libre que las libélulas. Solo detestaba tener que ir cada mañana a por agua. El pozo, al final de una interminable y empinada cuesta, distaba tres kilómetros de casa. Y a fin de llenar, y luego transportar, uno tras otro, los cuatro cubos de cinco litros, había que madrugar para evitar toparse con interminables colas. Al final, todo aquel trajín me sirvió para alcanzar un fondo físico formidable, nunca me cansaba, aguantaba más que todos mis rivales y compañeros, y era ágil, rápido y escurridizo como un okapi.

    Mis comienzos aquí no fueron fáciles, pero tampoco muy difíciles. En mi primer amistoso entre rejas, nada más ponerme entre los tres palos en sustitución del portero titular, a quien el delantero centro rival acababa de abrir una brecha en los morros de un cabezazo, un soplagaitas de la tercera galería empezó a imitar los chillidos de un mico.

    Con el rabillo del ojo tomé nota del individuo y a continuación me concentré en detener todos los balones que iban dirigidos a mi portería, que fueron decenas ya que, al parecer, en mi equipo se habían alineado todos los zotes y troncos de la prisión.

    Resultó imposible meterme un gol. Ni siquiera de penalti. Y fue justo tras el paradón que hice en la pena máxima, cuando alguien comentó en voz bien alta que yo me lanzaba a por el balón como un caimán, y otro redondeó:

    —Sí, este moreno es el mismísimo Caimán de Kaduna.

    Y con el Caimán de Kaduna me quedé. Entre otras cosas, porque a mi conocida admiración por Iker se unió la dificultad que encontraba el común de los españoles a la hora de pronunciar mi nombre y apellido que, además, no estaban a la altura del pequeño ídolo carcelario en que me convirtieron mis grandes actuaciones como cancerbero.

    Mas, mi incipiente fama no me eximía de la obligación de dejar claro que además de detener penaltis también sabía saldar cuentas a cualquier plazo. Puede que pecara de novato, pero si algo había aprendido en las canchas de tierra donde cursé mi noviciado futbolístico era que no había que alterarse jamás durante los partidos y convenía dejar la solución de trifulcas y broncas para el tercer tiempo, una vez agotada la secreción de adrenalina.

    Entonces es cuando el ánimo de los contendientes se muestra predispuesto a dialogar sobre «aquella patada alevosa que me largaste sin venir a cuento y con intención de partirme una pierna, no es que no aguante las patadas, no, lo que no soporto es que un mierda como tú se aproveche del juego para mentar a mi madre y tocarme las pelotas, no vuelvas a hacerlo porque la próxima vez te partiré la cara».

    Tan contundente fórmula nunca fallaba. El matón acababa siempre arrugándose como una pasa y de gallito pasaba a ser un colega, un amigo con el que nunca volvería a tener uno el más mínimo problema.

    Con aquel mofletudo skin que, colocado tras la portería, se dedicó a imitar a los monos y soltar improperios contra mí, como «negrata, vuélvete al Congo», «batanero», o «lo que tienes delante no es un coco sino un balón», decidí proceder como en los viejos tiempos. A los pocos días le abordé, aprovechando que andaba lejos de su camada: «Mira chaval, que sea la primera y última vez que me tocas las narices», pero el Peli, que así se llamaba el skin, en lugar de achantarse, me contestó: «Negrata de mierda, o te subes a la patera y te vas por donde has venido o te la vuelco aquí mismo».

    Sin pensarlo dos veces, lancé la cabeza como un ariete contra su rostro, con tan mala pata que recibió el impacto justo en la nuez de Adán. Pillado completamente desprevenido, trastabilló hacia atrás, carraspeó de manera escandalosa y acabó cayendo de culo y rebuznando como un pollino.

    Afortunadamente para él, se recuperó en la enfermería y horas más tarde todo el penal ya sabía que, además de parapenaltis, el Caimán era un tipo con dos cojones y un palito bien puestos.

    Hachehache, el que iba a ser mi entrenador, aplaudió de manera especial mi peculiar estilo para solventar conflictos, calificándolo de absolutamente innovador. Y es que Hachehache, un colombiano condenado por culero, era un apasionante investigador del fútbol. Estudiaba a los rivales a base de curiosos perfiles que él llamaba etogramas y que, finalmente, solo eran remedos de fichas policiales, pero por alguna extraña razón aquello funcionaba.

    Acababa de superar, tras varios intentos, el primer curso de Psicología por la UNED, pese a lo cual afirmaba que la psicología, sobre todo la deportiva, no había que estudiarla, sino practicarla, y decía igualmente que un futbolista estresado es lo peor que puede existir. De manera que la noche antes de cualquier encuentro trascendental obligaba a todo el mundo a hacerse una gayola.

    —Un buen pajote antes de un partido ayuda a relajarse y concentrarse. Alivia la presión y ayuda a dominar la tensión nerviosa. Acaba con la precipitación y el agarrotamiento. Ya sabemos que no hay nada como una buena titi, pero en ausencia de un buen chochete, peludo, dúctil y maleable, nadie os va a hacer mejor caldo, muchachos, que vuestra manopla derecha, o la siniestra en el caso de los zurdos. O eso, o el yoga. Pero esto ya son palabras mayores.

    Y si alguno se mostraba dudoso, Hachehache contraatacaba:

    —Háganme caso a mí y no a esos desubicados que andan por Primera División defendiendo que hay que empezar calentando con ejercicios abdominales. Eso es una barbaridad y puede conllevar a lesionarse.

    Se tomaba muy en serio su cometido como entrenador, aunque conmigo estuviera casi siempre de coña.

    —Usted, Caimán, con la cachava que me han dicho que se gasta, ración doble de pajas, no sea que se le vayan a doblar las manos en algún despeje.

    —¿Cachava, qué cachava? —pregunté muy intrigado.

    —Coño, tío, el nardo.

    —¿De qué nardo hablas, míster?

    —Coño, de cuál va a ser, del nardo molinero, de la polla, hombre.

    Frío, metódico, estudioso y atento a cualquier novedad táctica o estratégica, había hecho famosos diez mandamientos de obligado cumplimiento y que había que asumir desde el primer día. A saber: las dos primeras hostias serán siempre nuestras. Si nos mientan a la hermana, nos cagamos en la puta de su madre. Contra el más flojo de ellos, el más cabrón de los nuestros. Al rival, ni agua: cicuta. El árbitro es un hijo de la grandísima puta excepto cuando pita un par de penaltis a nuestro favor. Si somos mejores que ellos, cañitos, regodeo y choteo. Si somos peores, bronca, gargajos y patadas hasta en el carné de identidad. El balompié es cosa de hombres, jamás de nenazas. Que pase el balón, pero nunca el adversario. Y, por último, al rival lesionado hay que rematarlo.

    Con preceptos tan claros y soberanos saltábamos al campo tras escuchar en silencio respetuoso la santiaguina del Presi, don Santi, con un cuatro-cuatro-dos compuesto por mí, el Caimán, Bocha (colombiano, condenado a ocho años por tráfico de estupefacientes), el Concejal (doce por rapto), Chon (pena refundida de veinte años por cuatro atracos a mano armada), el Buitre (siete años por un delito de falsedad y estafa), el Pipi (mexicano, condenado a ocho años por tráfico de drogas), el Niño (dos años por falsificación de documento privado), el Mangas (el mismo delito y la misma pena que el Niño, pero en documento mercantil), Chicharito Evia (con dos condenas de cinco y ocho años por sendos delitos de tráfico de cocaína) y, en punta, Pichichi y Fifirichi, condenados a tres y cuatro años respectivamente por robo con intimidación.

    Jugábamos a la contra. Por puro instinto de supervivencia y porque al Presi, don Santi, le encantaba ese sistema.

    Al míster, ferviente enamorado del cuatro-tres-tres, se le llevaban los demonios, pero siempre terminaba por claudicar ante los argumentos de su superior. «Mire, Hachehache —le espetaba en interminables diatribas de galerías, celda y patio— el cuatro-cuatro-dos es el sistema de los pillos, bandoleros y bandidos. ¿Y nosotros, qué coño somos al fin y al cabo, eh? Te emboscas. Aguardas. Observas. Reconoces el terreno. Pones centinelas en los lugares estratégicos para que te avisen de los movimientos del enemigo. Este se acerca en tropel. Arrollando. Mordiendo. Y eso, a pesar de que no conoce el terreno. Y cuando más confiado está, saltas de la madriguera, agarras el pelotón, y dos toques por aquí y otros dos por allá a cargo de Chicharito, o bien un balón largo del Concejal, y la pelota ya está a los pies de nuestros dos galgos, Pichichi y Fifirichi, quienes, con su acostumbrada habilidad para el desborde y la definición que Dios ha tenido a bien poner al servicio de sus pies, golearán sin más hostias».

    Nuestras estrictas reglas prohibían expresamente la presencia en el grupo a violadores, asesinos o maltratadores, por mucho que supieran manejar la pelota. Y alguno había, como el parricida Juan Labruna, capaz de hacer verdaderas virguerías con el balón. Pero las normas eran las normas. Y estaban allí, expuestas en el tablón, para que nadie se llamase a andana.

    A pesar de sus pedestres encontronazos tácticos con don Santi, el Presi, un contrabandista de la vieja escuela con los dedos largos y huesudos, recubiertos de una pelambrera más espesa que un manojo de algas («pasar del humo a la harina fue mi perdición», solía repetir amargamente cuando le atacaba la morriña), siempre pensé que Hachehache mostraba más curiosidad y preparación que muchos entrenadores de campanillas, y desde luego mucho más que Mana, aquel míster que me tocó en suerte tras fichar por el Santalem y que compendiaba todo su saber futbolístico en un santo y seña tan simple como diáfano: «Si ellos atacan, nosotros defendemos. Pero si ellos defienden, nosotros atacamos».

    Eso era todo lo que nos decía antes de sentarse en la esquina derecha del banquillo, donde se quedaba durmiendo la mona hasta el término del encuentro. En ese momento, cuando sonaba el pitido final, se levantaba, se despedía, y no le volvíamos a ver el pelo hasta el próximo encuentro.

    Entrenábamos solos. Cuando buenamente podíamos. A veces por las mañanas. Casi siempre por las tardes. Uno aportaba alguna idea sobre táctica, el otro algún rudimento en estrategia, pero los días de partido aparecía el viejo Mana y se colocaba al frente del equipo. Y, desde luego, no había quien osase discutir su presencia. Rumiaba cola por las comisuras. Olía a alcohol de tetrabrik. A tabaco. A banga. A mugre realojada en los sobacos. Sabíamos todos que no conocía siquiera el plantel, pero por alguna razón que desconozco aceptábamos sus leyes como entrenador sin rechistar. Quizás se debiera al deseo de autoridad que todos los deportistas llevamos dentro.

    Kokú y Ngalo

    Mientras eres libre el tedio te pertenece. Marcas sus tiempos. Llevas la batuta. El amo del compás eres tú mismo. Puedes ir y volver sobre tus pasos cuantas veces desees, al ritmo que quieras. Puedes elegir entre observar hasta el bostezo los hilillos de la lluvia deslizándose por el cristal de la ventana o mirar atentamente cómo se aparean las moscas del vinagre y, tras sesudas reflexiones, decidir en qué bar te tomarás la penúltima cerveza mientras fraguas una excelente excusa para no quedar con un futuro enemigo especialmente aburrido.

    Manejas el aburrimiento y sabes cómo invertirlo. El ocio y sus acciones se cotizan siempre al alza en un mercado donde manda y ordena la imaginación. Y, si además tienes prontos especialmente inspirados, ¿quién sería capaz de marcarte el más mínimo límite? Las posibilidades son infinitas: confortables butacas de teatros vacías que aguardan ser ocupadas por tu ocioso trasero (de repente, a los dos días de estar preso, me invadió una tremenda añoranza por el teatro, a mí, que hasta entonces detestaba incluso los títeres), museos a punto de abrir sus puertas, carreras de galgos estresados, paseos interminables por parques y jardines, excursiones a la sierra pobre, o fines de semana en un balneario, recogiendo setas, riñendo con la novia, visitando enfermos o dando posada a peregrinos que se dicen amigos de toda la vida.

    En reclusión, cuando descubres que tu tiempo ha dejado de pertenecerte, que ya no llevas el compás de tus deseos, que ya no podrás hacer lo que te venga en gana, y que tu voluntad es propiedad de la condena que te ha dictado el juez, el tedio se transforma en el gran dragón a batir, en el enemigo público número uno del reo.

    Lo ves claro a partir de esa primera semana que has dedicado íntegramente a escudriñar los rostros, cualquier rostro, en busca de la marca de Caín que esperas encontrar en la frente de cada uno de esos monstruos con los

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