Por si acaso: Autobiografía
Por Alfredo Matilla
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LO QUE PIENSAN LOS CRÍTICOS
El estreno literario del periodista manchego, miembro del centro de Psicología Deportiva TYM, pretende ser una guía para aquellos niños y niñas que sueñan con ser deportistas de élite en el futuro y un manual para padres que deben manejar esas complicadas expectativas cuando aparece la presión. europapress.es
SOBRE EL AUTOR
Alfredo Matilla : Nació en Alcázar de San Juan (Ciudad Real, 1982) nada más acabar el Mundial de España, intentó ser Iniesta durante tres años en Albacete, maduró a base de sobaos en Santander y ahora sobrevive maldiciendo la boina gris de Madrid mientras prepara su retiro espiritual en las costas de Cádiz. Compagina el periodismo con la psicología deportiva, los bolos de veteranos con el fisioterapeuta y el son de la salsa con los quejíos de Metallica. En esta época de extremos, no hay mejor forma de vivir que la del mediocentro.
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Por si acaso - Alfredo Matilla
alfredo matilla nació en Alcázar de San Juan (Ciudad Real, 1982) nada más acabar el Mundial de España, intentó ser Iniesta durante tres años en Albacete, maduró a base de sobaos en Santander y ahora sobrevive maldiciendo la boina gris de Madrid mientras prepara su retiro espiritual en las costas de Cádiz. Compagina el periodismo con la psicología deportiva, los bolos de veteranos con el fisioterapeuta y el son de la salsa con los quejíos de Metallica. En esta época de extremos, no hay mejor forma de vivir que la del mediocentro.
por si acaso
Alfredo Matilla
primera edición:
marzo de 2020
© Alfredo Matilla González de la Aleja
© Libros del K.O., S.L.L., 2020
C/Infanta Mercedes 92 Despacho 511
28020 Madrid
hola@librosdelko.com
www.librosdelko.com
isbn
: 978-84-17678-37-1
código ibic:
DNJ, WSJA
diseño de portada:
Artur Galocha
diseño de colección:
Rivolta
maquetación
: María O’Shea Pardo
corrección
: María Campos
A Pelayo Novo
1. Me sobran los motivos
Un buen día tuve una mala noche. Y no fue porque acabara de cumplir los treinta. Ese miércoles de junio del año 2013 me impuse la misión de dejar atrás la maldita claustrofobia y vencer de una vez mi miedo a perder el control. Así, con la valentía de quien se propone hacer puenting o darse de baja de una compañía telefónica con una sola llamada, me dirigí a la estación de tren para coger el Cercanías que une Fuencarral, a escasos pasos de mi casa, con la Puerta del Sol. Aguardé la llegada del convoy realizando respiraciones para relajarme, pese a que iban a ser solo diez minutos de trayecto y tres paradas sin manejar mi vida. Era un ejercicio sencillo y sin más historia para cualquier mortal, pero no para quien ha tenido dolorosos antecedentes vitales.
Enfilé el camino hacia el examen algo agitado por las reticencias que venía acumulando a los espacios cerrados durante los últimos cuatro años. Dio igual que probara suerte en horario Champions, que es cuando más motivado se encuentra uno y menos vida hay fuera del hogar. Así que una vez situado frente al toro con la tila doble digerida, justo antes de que el vagón menos concurrido que había elegido cerrara sus puertas, di un salto instintivo que me hizo regresar bruscamente al andén y a la cárcel interna en la que residía. Ante la sorpresa del resto y para retroceso en mi autoestima. Las taquicardias eran incontrolables. Me faltaba el aire. Otra vez no era capaz de realizar algo tan trivial como lo que iban a hacer los dos benjamines que no dejaban de observarme a mi lado.
Tras el revés, volví a casa llorando, esta vez como un quinceañero, porque siempre que estoy en peligro tengo tendencia a refugiarme en mi cueva. Confirmé que tenía un problema enquistado que se estaba propagando peligrosamente. Tanto empapé la almohada al intentar conciliar el sueño después, que decidí que había llegado la hora de sentarme en un diván por primera vez. Se acabaron los regates improductivos. Me gusta ser como soy, Alfredo el periodista, con lo bueno y lo mejorable; y realmente con tanto zigzag parecía Onésimo el trilero.
Me atreví a dar el paso de visitar a una psicóloga que me habían recomendado. Al miedo solo se le vence peleando. El objetivo era acabar con una incómoda fobia con origen en el avión que lastraba mi día a día y que, entre otras cosas, me había empujado a conducir con la L a cuestas, en unas vacaciones, desde Madrid hasta la mismísima Venecia. Cómo no, con mi ventanilla a media asta. Y qué cosas. A los pocos meses de terapia en un sótano de Pozuelo de Alarcón para intentar minimizar la angustia, no solo salí de la consulta de Ana con unos billetes de Ryanair en la mano rumbo a Santander: además, comprendí con tanta psicoterapia que Albacete y el Albacete Balompié habían marcado decisivamente mi vida. Viví demasiadas cosas allí —y junto a él— como para que lo inolvidablemente bueno y lo evitablemente duro no me pasaran factura.
Siempre creí que los clubes se instalan en nuestros discos duros y se agarran a sus paredes como un virus y, sin embargo, nunca imaginé que la cosa sería para tanto. Los caminos de Freud son inescrutables. Aunque soy de Alcázar de San Juan, un pueblo puntero de Ciudad Real, y siempre me ha tirado el Barça, muchas cosas le deben suceder a uno en su trayectoria para que todo cuadre justo ahora, curado, ya casado y con la cuarentena acechando. Alguna de las más importantes fue haber vivido en la Residencia Campus para prometedores futbolistas frente al Carlos Belmonte, con sus heladas e infiernos, y jugar varios años de blanco para intentar ser el nuevo Iniesta, con la presión golpeando en el cogote y con tantas consecuencias.
Pero el Alba llamó mucho antes a mi puerta. Conviene echar la vista atrás para recordar el primer día que mi vida, la del club y la de Albacete comenzaron a entrelazarse.
A mi padre, currante de Campsa, le ofrecieron a finales de los ochenta mudarse a una filial de Repsol ubicada a orillas de la A-3. El gancho para persuadirle era un suculento aumento de sueldo y la posibilidad de progresar como jefazo, como si mandar fuera un regalo divino y siempre deseado. Fue entonces cuando, mientras mis hermanos mayores se agobiaron con la idea de tener que dejar atrás a sus amistades o a sus primeros amores, yo fui rápidamente en busca del quiosco más cercano pegado a la estación de ferrocarril. Estaba abrumado por la incertidumbre. Solo tenía siete años.
Quería saber de inmediato a través de los periódicos de deportes, casi compulsivamente, si en esa ciudad desconocida a la que había serias opciones de traslado se jugaba al fútbol medianamente bien, si había un equipo puntero al que afiliarse, en qué categoría militaba y cuáles eran sus colores oficiales. Había que estar preparado. El idioma local (que tiene sus derivaciones), la gastronomía, las costumbres, la cultura y el partido político que gobernaba eran referencias secundarias. Albacete estaba a escasos 147 kilómetros de mi nido. No obstante, parecía que me hablaban de algo así como trashumar a Marte.
Al final, todo quedó en un simple conato de mudanza por las cosas del vértigo y de las raíces, pero a mí ese estrés postraumático de la amenaza de cambiar mi pueblo por la ciudad me dejó una secuela irreversible: me hice del Albacete Balompié.
Por si acaso.
2. Miedo al miedo
Así es como comenzó mi estrecha relación con el pánico, dentro y fuera del campo. Pocas sensaciones desde entonces tengo tan entrenadas. Con el paso de los años he ido acumulando diferentes miedos: miedo a lo desconocido, miedo a la oscuridad, miedo a volver a casa y que no haya nadie, miedo a las espinas, miedo a las tormentas eléctricas, miedo a la muerte de mis padres, miedo a la enfermedad, miedo al ridículo, miedo a la infidelidad, miedo a los gritos del entrenador o del jefe, miedo a las correcciones de los editores, miedo a hablar en público, miedo al juego aéreo y miedo a que vuelvan a jugar Reiziger o Bogarde. Sobre todo, miedo al fracaso y miedo a tener otra vez miedo.
Ya sé cómo enfrentarme más o menos a él. A esas alturas en las que el Alba apareció de repente, no fue tan sencillo. Por un lado, hubo un tiempo en que cada vez que sonaba el teléfono en nuestro salón para mí suponía la llamada definitiva por la que tendría que cambiar de residencia obligatoriamente. Llegué a pensar en cortar el cable o, al menos, en silenciar el volumen. Y ahora que reflexiono según escribo, no descarto que esa perenne tensión estuviera ligada a mi lluvia dorada en la cama siendo un crío. Si me especialicé en el Alba en secreto, mientras tanto, fue para reducir la incertidumbre e ir preparando un posible terreno. Cuando mis amigos hablaban de las ganas de poder ir a Ibiza algún verano, yo enseñaba la patita y les decía que me habían hablado maravillas de Albacete. Cuando eres niño siempre quieres que