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Hay motivos
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Hay motivos
Libro electrónico402 páginas5 horas

Hay motivos

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En una asignatura con muchos suspensos un grupo de alumnos secuestran a un profesor, si es capaz de aprobar el examen lo liberarán, ese es el arranque de Hay motivos. Veinticinco años después, uno de esos alumnos, que es ahora un alto cargo de un partido político en el poder, se ha visto envuelto en una operación en la sombra para abortar una conspiración para derrocar al rey de España basada en que las infantas son hijas ilegitimas. Las cloacas del poder utilizarán todos los medios disponibles, desde manipulación de la prensa a jueces confabulados con los amos del sistema para que nada cambie. Todo esto sucede a la vez que su romance con Eva, lideresa gallega de un partido de nueva creación con la que, a pesar de sus puntos de vista antagónicos, disfruta discutiendo pues los dos saben que ninguno va a cambiar de postura.
Estos son unos momentos convulsos e interesantes, la política y sus manejos son cada vez más visibles, y aunque el poder se defienda, como lo hizo con ese profesor que ponía exámenes injustos, tenemos en nuestra mano no seguir el juego a la confrontación. Siempre hay motivos para obrar bien o mal, depende de nosotros la elección que hagamos.
IdiomaEspañol
EditorialDistrito 93
Fecha de lanzamiento24 abr 2020
ISBN9788417895891
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    Hay motivos - Ángel García Crespo

    Hay motivos

    (La fiesta del cordero)

    D93

    Ángel García Crespo

    Hay motivos

    (La fiesta del cordero)

    D93

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

    © Ángel García Crespo (2019)

    © Bunker Books S.L.

    Cardenal Cisneros, 39 – 2º

    15007 A Coruña

    info@distrito93.com

    www.distrito93.com

    ISBN 978-84-17895-89-1

    Depósito legal: CO 536-2020

    Diseño de cubierta: © Distrito93

    Fotografía de cubierta: © AdobeStock/totojang1977

    Diseño y maquetación: Distrito93/Priscilla Doris Baidoc

    En algún sitio leí que los recuerdos que tenemos con más fuerza en nuestra memoria son de lo que nos ha sucedido entre los quince y los veinticinco años, no sé si en tu caso será así, pero en el mío sí. Si miro atrás, tengo ligeros recuerdos de cuando era niño, después muchos de esa supuesta feliz etapa que me llevó a la madurez, y los años que vinieron después rodaron rápidos, cuesta abajo, hasta llegar al día de hoy.

    Sin saber por qué, llega un momento en la vida en el que necesitas confesar, quizás sea por culpa de la moral judeo-cristiana, o es posible que, porque ya has dicho todo y necesitas hablar, o, y creo que eso es lo que me ocurre a mí, porque ya ha llegado el momento de estar en paz, de vomitar todo lo que llevo dentro y va siendo hora de dejar mi mente tranquila.

    No me ha hecho falta echar cuentas, fue hace veinticinco años, en mil novecientos noventa y uno. Y aunque pueda parecer increíble, he podido vivir sin demasiadas dificultades a pesar de haber matado a una persona en aquellos años de Universidad.

    Me justificaba en ocasiones pensando que en realidad yo no había sido el ejecutor, otras, que en el fondo él se lo había buscado, y las más de las veces, olvidándolo y creyendo que no, que no había muerto.

    La lección que aprendí es que jamás hay que juntar alcohol y frustración, las peores ideas siempre se te ocurren borracho, acompañado de una pandilla que corea la estupidez que se te acaba de pasar por la cabeza.

    Era noviembre, empezaba a hacer frío y como todos los años se celebraba la fiesta del cordero. En uno de los hornos de la fundición que había en el sótano de la universidad, los de la especialidad celebrábamos, como cada año, una fiesta en honor a los de sexto curso que ya terminaban la carrera, los de quinto se habían encargado de comprar la comida y la bebida, y a los de cuarto nos quedaba el trabajo sucio.

    Habíamos empezado a pelar ajos el día antes, y el de la fiesta madrugamos para pelar patatas. La cerveza había corrido durante la tarde anterior, y al llegar nos desayunamos con ella. Éramos la única especialidad que hacía algo así, supongo que los dos motivos principales eran tener un horno y ser pocos.

    Me da la sensación de que voy muy rápido, me falta retórica y me sobra mentalidad de ingeniero. Así que, qué le voy a hacer, iré directo al grano. A las doce de la mañana, los de cuarto ya estábamos bastante borrachos, tanto que ni nos dimos cuenta, al menos yo no, de que ya habían empezado a meter los corderos en el horno. Sí que recuerdo que había venido uno de los técnicos de la fundición a eso de las nueve a poner en marcha el horno, era un horno eléctrico, grande, muy grande, de inducción, donde se metían piezas de metal para realizar tratamientos térmicos a los materiales. Supongo que se compró en un buen momento económico o que fue un regalo de los americanos, como el microscopio electrónico que nunca vi funcionar y que ocupaba una habitación con un cartel de radiactivo en la cátedra. Pero el horno sí que funcionaba y muy bien. A la vez que se metieron los corderos vinieron los de quinto a hacer seguimiento del evento y por supuesto a dar buena cuenta de las cervezas. De vez en cuando aparecía un profesor, cogía una cerveza, y se iba por donde había venido.

    Así pasó la mañana, haciendo tiempo mientras veíamos cómo el técnico abría de vez en cuando el horno para girar los corderos y echarles su propio jugo por encima para que no se secaran.

    Ahora pienso si hice bien en escoger esa especialidad, nunca se sabe la trascendencia que tienen las decisiones, es lo que tiene decidir. Mi padre había preferido otra y se extrañó de que hubiera elegido esta, quizás lo achacó a que conseguí aprobar a la primera la asignatura tapón de tercero, pero ese no era el motivo, me gustaba estudiar esa asignatura, no me importaba que todo el mundo hablara mal de ella, no era ni fácil ni difícil, solo que el que la llevaba era un cabrón. Decían que no era mala persona, pero se enorgullecía de suspender a todo el mundo poniendo exámenes que ni sus propios compañeros de cátedra sabían resolver. Hasta ellos tomaban notas cuando, haciendo alarde de su mala leche, reservaba el aula magna para demostrarnos a todos lo listo que era él y lo estúpidos que éramos todos mientras corregía el examen.

    Pero yo la aprobé a la primera, sin mucha dificultad, no por ser muy listo, creo, sino por suerte, no recuerdo el examen, pero como en todos los de ese profesor había algún truco, una idea feliz, y yo tuve la suerte de encontrarla, eso fue todo.

    Lo que me llevó a hacer esa especialidad, y por lo tanto a poder ir a la fiesta del cordero ese año, fue el fuego. Siempre me ha gustado, me atrae, y en una práctica nos llevaron a esa fundición, en el sótano. Nos enseñaron cómo hacer una colada (echar metal líquido en un molde para hacer una pieza) y ahí decidí que eso era lo que yo quería hacer. Aunque con el tiempo me di cuenta de que eso no le iba a dar muchas alegrías a mi bolsillo, y dejé la industria por los servicios, pero lo pasé bien estudiando algo que no me ha servido de nada nunca.

    Ya en cuarto teníamos más contacto con los profesores de la especialidad y más de una vez habíamos tomado una cerveza con alguno de ellos en la terraza que había al salir del edificio en el que pasé seis años.

    —No sé cómo le dejáis que siga haciendo esa salvajada.

    —Joder, hay un tapón de mil demonios.

    Y lo único que hacían ellos era suspirar resignados. Nos contaban que no podían hacer nada, él era el más antiguo y podía elegir asignatura, que era suya hasta que salieran oposiciones y alguien se la quitara, que bastante tenían que sufrir ellos, ni siquiera las presiones del decanato hacían mella y el catedrático no quería ensuciarse las manos con esos temas. No se podía hacer mucho, o, mejor dicho, era imposible hacer nada. Hasta el muy cabrón, previendo una enfermedad, tenía preparados unos cuantos exámenes por si acaso.

    —Ni aunque tuviera un accidente se podría hacer nada. El muy (y omitían lo de cabrón) lo tiene todo pensado. Va a joder la especialidad, cada vez se quiere meter menos gente; no me extraña, no se puede putear y encima querer que vayan contigo.

    Todos sabíamos que esa especialidad no era mucho más difícil que las demás, estaría más o menos por la media, compartíamos muchas asignaturas con otras, pero el ser pocos alumnos nos lo ponía más fácil, todos los profesores nos conocían, y eso, en cierta medida, nos obligaba a ir a clase, prestar atención y estudiar.

    Esas habilidades me resultaron útiles cuando al cabo de unos años hice Derecho. Podría ocultar el motivo real, pero me parece que no tiene sentido. Si lo hice fue porque pensaba que quizás alguien podía encontrar pistas que me incriminaran y quería estar preparado para la contingencia, quería saber qué hacer llegado el momento, la otra alternativa era entrar en la Policía, pero me pareció un poco cómico. Otra carrera no viene nunca mal, me autoconvencí. Y cuando se estudia algo con buena motivación es mucho más fácil.

    Más de una vez habíamos, y me incluyo, comentado lo del accidente. El mejor sitio era, según nosotros, las escaleras a la salida de la cátedra, por allí apenas pasaba nadie, un buen empujón y...

    —Son pocos escalones —decidió Jorge—, no se haría más que unos moratones, la pared de enfrente le salvaría.

    —Con suerte caería por la ventana.

    —Está muy a la izquierda, y aunque lo hiciera es solo un piso.

    En efecto, Jorge parecía que había pasado de la teoría a, al menos, la puesta teórica en práctica. Los demás bebimos un sorbo del botellín de cerveza. Estábamos en la terraza de siempre, acabábamos de terminar el último examen y ya sabíamos las notas de la asignatura «tapón», yo había aprobado, Jorge no.

    Jorge era hijo de un empresario metalúrgico, su familia tenía una empresa relacionada con el tema y él sabía que era necesario en ella, así que no tenía mucha alternativa a la hora de elegir la especialidad. A pesar de que éramos pocos en clase, era con quien me llevaba mejor.

    —Lo que pasa es que tenemos tanto miedo que, aunque tuviera un accidente de verdad, creeríamos que ha sido culpa nuestra.

    Una vez fui a su empresa, a la de su familia, ya habíamos acabado la carrera, me ofreció trabajo, en ese momento no pensé que estaba comprándome, yo ya estaba trabajando y bien, así que no tenía mucho sentido hacerme esa propuesta. Me habló de expansión, nuevos mercados, no sé, mil cosas, pero no me lo debió vender muy bien, no le compré la idea, le di las gracias y con sinceridad le dije que de momento estaba bien donde estaba.

    Todavía recuerdo la borrachera del día de la fiesta del cordero, me recuerdo tumbado en un banco que había fuera de la fundición, en un pasillo bastante siniestro, mirando los fluorescentes del techo que pasaban una y otra vez delante de mis ojos. Hacía bastante que habíamos comido, y como casi todos éramos hombres, lo único que hicimos después de comer fue seguir bebiendo, solo cerveza, pero sin límite. Debían de ser las siete u ocho de la tarde, es decir que llevábamos casi doce horas sin descanso dándole al botellín.

    Muchas veces he sentido la tentación de emborracharme al completo otra vez para tener esa sensación de vida plena mirando sin descanso cómo se mueven unos fluorescentes que están fijos al techo. Pero no me atrevo, me preocupa quedarme con la duda de si mis ojos son los que se mueven, o de si es solo una ilusión de mi cerebro. Y desde esa noche, a pesar de que he bebido hasta emborracharme otras veces, siempre he tenido miedo a lo que pudiera suceder, o quizás debería decir, a las ideas que pudieran aparecer.

    Hacia la una y media de la tarde aparecieron los profesores; había todo un gradiente de respeto entre los de cuarto, los de quinto, los de sexto y los profesores. Los de sexto hasta parecían compadrear con ellos, empezaba el tercer año en que se verían y sufrirían en compañía, y este sería su último año. Con los de quinto existía una afabilidad mutua, y a nosotros apenas nos conocían. Cada grupo ocupó una larga mesa que ahora no puedo recordar de dónde salió. En esos momentos ya no nos preocupaba Saavedra, el de la asignatura tapón. Todos bebíamos sin parar y sin control, los técnicos, que se habían ocupado del cordero asado, nos dijeron que ya estaba todo listo y hacia allí fueron los profesores a coger los mejores trozos, como es obvio, los de cuarto fuimos los últimos.

    Ya hice Derecho mayor, no mucho, pero sí lo suficiente como para no encajar con los chavalines que me encontré, nunca me sentí cómodo con ellos, nunca. Tal vez fuera porque me los imaginaba como fiscales o jueces en mi juicio por el asesinato, o porque no era capaz de encajar con la forma de pensar vil y mentirosa que nos enseñaban en la facultad y que ellos admiraban. «Solo hay que tener en cuenta lo que beneficia a nuestro cliente, los abogados podemos decir lo que queramos, desde la verdad, medias mentiras o la más burda mentira, ya se ocupará el abogado de la otra parte de contradecirnos, y si no lo hace, el problema es suyo». Y eso, una y otra vez, durante cinco años termina por hacerte mella, tanto que ya hay momentos en los que creo que todo lo que pasó esa noche fue una invención de mi cerebro. Pero mi otra mente, la ingenieril, tuvo que ir a comprobarlo.

    Veinticinco años son muchos años, aunque han pasado volando, todavía tengo en mi cerebro el olor de los moldes con el aglomerante para que la arena se quedara como petrificada, para que después fuera fácil de romper y sacar las piezas con ese tono verduzco, como de cadáver, que tardé mucho en volver a ver.

    En quinto y sexto también tuvimos fiesta del cordero, pero como pasa en muchas ocasiones, la más ilusionante es la primera, la novedad, la única. Las otras fueron más tristes, no estábamos todos, faltaba el bueno de Galindo, creo incluso que se habló de no volver a celebrarlas por lo que había pasado, pero nadie se atrevió a romper la tradición. Apenas recuerdo nada de ellas.

    Después de comer el cordero seguimos bebiendo, no había música ni mujeres, pero estábamos todos muy borrachos, y cuando digo todos, es absolutamente todos. No había licores, ni tan siquiera vino, solo cerveza, mucha cerveza. Nada de latas, todo eran botellines, grandes cubos negros que habíamos rellenado de hielo y que cuando ya nos costaba encontrar en ellos más bebida, metíamos una nueva tanda. En cada uno de ellos, atado con una cuerda, un abridor para que no se perdiera y un montón de chapas alrededor, al principio acertábamos a echarlas en el cubo, pero al cabo de unas horas no había forma posible, perdimos la puntería rápido.

    Yo había salido a tomar un poco el aire al pasillo, quizás a vomitar, aunque no lo recuerdo, o es posible que estuviera de cháchara de borrachos con Jorge, ni idea, lo que sí sé es que alguien salió chillando.

    —Saavedra le ha roto un botellín a Galindo en la cabeza.

    Juro por lo más sagrado que es cierto, después de la comida, cuando íbamos todos bien mamados, Saavedra le partió un botellín a Galindo en la cabeza. No es exageración, yo no lo vi personalmente, pero es cierto. Entramos corriendo y allí estaba Galindo sangrando como un cerdo por la cabeza mientras otros profesores sujetaban a Saavedra.

    —Pero ¿qué coño ha pasado?

    —Ni idea, estaban discutiendo y de repente le dio un botellazo en la cabeza.

    Si hubiera sido abogado habría preguntado por qué discutían, pero con la borrachera que llevábamos era difícil que se nos ocurriera otra cosa que no fuera:

    —Joder, tenía que haber sido al revés.

    La calva de Galindo chorreaba sangre, mientras la mitad de los profesores intentaban ver si tenía algún cristal clavado y la otra mitad sujetaba a Saavedra que decía cosas indescifrables. Como es lógico, se lo llevaron a una casa de socorro o quizás al botiquín que había en la entrada de la facultad.

    Mientras, nosotros formamos corrillos para intentar saber qué es lo que había pasado. El pedo se nos pasó de repente.

    Quizás no se me crea, seguro que la gran mayoría estará pensando: es político, está acostumbrado a mentir. Y no, no estoy mintiendo, era una fiesta con alumnos y profesores y un profesor le abrió la cabeza a otro con una botella a propósito, eso es lo que pasó, no miento, puede parecer increíble, que tenga una imaginación calenturienta, pero no. Saavedra le dio un botellazo a Galindo en la fiesta del cordero de ese año.

    Al cabo de un rato volvió Galindo con una equis blanca gigante en la cabeza. Todos aplaudimos, y en un acto de reconciliación, Saavedra fue para donde estaba él y se abrazaron. Es lo bueno de los hombres, podemos pelearnos, y tan rápido como estampamos al otro una botella en el cráneo, volvemos a la paz. Todos aplaudimos y gritamos, «que se besen, que se besen», pero no eran tiempos para esas cosas, así que lo celebramos yendo a los cubos negros a por más cerveza.

    No supimos que es lo había pasado para que el imbécil de Saavedra le hiciera eso al bueno de Galindo, q.e.p.d., y la verdad es que como todos éramos tíos, tampoco nos importó mucho. Terminamos por concluir que se habían peleado por lo de la famosa asignatura, Galindo siempre se solía poner de nuestra parte, así que era bastante factible que le hubiera dicho algo un poco fuera de tono, y dado lo gilipollas y prepotente que era Saavedra este, en vez de responderle como una persona, lo hizo como lo que era, un salvaje.

    Más o menos después de eso fue cuando salí al pasillo y me tumbé en un banco a ver los fluorescentes pasar. Estaba yo ensimismado cuando vino Jorge.

    —Tío, no sabes lo que acabo de descubrir.

    La verdad es que yo no estaba para muchos descubrimientos, en posición horizontal podía guardar la calma, pero intentar incorporarme iba a hacer que mi sentido del equilibrio entrara en competición con mi estómago y la pota era segura.

    Ey, acabo de recordar una frase de Jorge, no es relevante para la historia, pero me ha hecho gracia que se me viniera a la mente, nos la dijo hacia la mitad de la mañana, estábamos con otros compañeros, cómo no, bebiendo y con los dedos apestando a ajo; supongo que ya habíamos terminado con una de las dos opciones que teníamos por aquel entonces de conversación: la asignatura tapón, acompañada, cómo no, de insultos al hijo de puta de Saavedra; así que empezaríamos a hablar de tías, cómo no. Y ahí surgió, de la boca de Jorge, una perla de sabiduría, no recuerdo de qué hablábamos, pero seguro que comparábamos a las escasas tías que se habían atrevido con una ingeniería.

    —Ninguna es fea por donde mea.

    Callamos, la sabiduría de la frase nos impedía articular palabra, supongo que sonará basta y soez, pero es lo que dijo, ya he dicho que voy a decir toda la verdad de lo que acaeció, no me gusta lo de acaeció, pero además de ingeniero soy abogado, así que es posible que haya palabros de ese estilo de vez en cuando. Y acaeció que dijo esa frase, y acaeció que no supimos qué decir, y por si fuera poco, acaeció que la volvió a repetir.

    —No os equivoquéis, ninguna es fea por donde mea.

    Ni siquiera nos sonreímos. Éramos lo que ahora se llama unos frikis, unos nerds, como dirían los americanos, o como se decía por aquel entonces: unos empollones, y como tales actuábamos, a ninguno se nos daban bien las chicas, no éramos ni deportistas ni especialmente guapos, y dinero, bueno, tampoco teníamos mucho dinero, así que teníamos pocas opciones. Claro, que después el tiempo pasó, y quizás seguiríamos sin ser muy deportistas o musculosos, ni tampoco muy guapos, pero nos volvimos mucho más interesantes para ellas, a los pocos años ya manejábamos bastante dinero. Así que en esos momentos no podíamos hacer muchos feos a las chicas, y eso es lo que en el fondo decía la frasecita de Jorge.

    —Tío, levántate, ven, tienes que verlo.

    —Joder, que no puedo, si me levanto echo la pota.

    —Vas a flipar.

    —Dame cinco minutos, ahora no puedo levantarme.

    —Vas a flipar.

    La verdad es que me importaba una mierda si iba a flipar o no, bastante tenía yo con los fluorescentes en perpetuo movimiento, pero al menos conseguí que se fuera y me dejara un poquito en paz.

    Jorge no volvió, y yo no lo eché de menos, poco a poco fui capaz, no de parar los fluorescentes, sino al menos de que fueran reduciendo la velocidad, incluso conseguí que se movieran en el sentido contrario, y esas incipientes ganas de vomitar fueron pasando, pero lo que me empezaron a entrar, fueron ganas de mear, pensé que eso era bueno, al final tendría que echar todo el líquido por algún sitio, y preferí mearlo a vomitarlo.

    Cuando estudiaba Ingeniería me ponía muy nervioso en los exámenes, siempre llegaba pronto, quería escoger un asiento bueno, donde si fuera necesario pudiera echar un vistazo a alguna chuleta, o estar cerca de alguien que me pudiera soplar algo; en cambio, en Derecho no. Derecho fue una especie de hobby, algunos exámenes ni los estudiaba, me leía algo un poco antes de entrar en clase y dejaba que mi retórica hiciera el resto. No conseguía buenas notas, pero iba aprobando sin problemas. En Ingeniería, si suspendía, pensaba que jamás aprobaría esa asignatura, siempre las llevaba superpreparadas, supongo que eso me ha valido para no desanimarme nunca por muchos fracasos que haya tenido, pero, en Derecho, me daba igual si suspendía, muchas veces apenas me había preparado la asignatura, y ni siquiera hacía propósito de preparármela. Así que, cuando veo a mis compañeros de partido que se fían más en su retórica que de la preparación, me alegro de también conocer esa mentalidad.

    Eva había estudiado Sociología, que supongo será más o menos como Derecho, y después había hecho un máster en acción política o algo así. La conocí siendo yo ya bastante mayor, ella está alejada del tema de la fiesta del cordero. No sé por qué, pero creo que ha sido la que, de forma indirecta, me ha empujado a contar toda esta historia, así que la meteré en ella. Supongo que no le importará, es gallega, así que no obtendría jamás una respuesta concreta a si le importa o no que forme parte de esto.

    Eva era dirigente de un partido rival, uno de esos nuevos partidos que de repente habían aparecido en España, tenía unos pocos años menos que yo, y como yo, estaba soltera. Siempre había sido muy combativa en el terreno social, obvio si has estudiado sociología, y cuando empezó lo del 15-M vino a Madrid, estuvo unos cuantos días y volvió a Santiago para empezar allí su particular lucha contra el sistema, contra mi sistema.

    Nos presentaron en una tertulia de radio, yo era asiduo a esa tertulia como miembro de mi partido, tengo una bonita voz por la radio y me suelo defender bien de los ataques, supongo que porque mi parte ingenieril me obliga a estar preparado para ello. A ella también se le daba bien el debate radiofónico, la persona que solía ocupar su sitio en la tertulia se había enfadado con el presentador, aduciendo que le dejaba menos tiempo que al resto, y mientras buscaban otro sustituto, pusieron a Eva.

    Nuestros puntos de vista eran muy dispares, yo estaba, bueno, no yo, sino mi partido, en el gobierno, y ella era una recién llegada, así que la mayoría del tiempo tenía que encargarme de la defensa de las acciones que hacía el gobierno, muchas de las cuales desconocía, no solo qué había hecho, sino el motivo por el que lo había hecho. Por supuesto que desde la portavocía del gobierno se daban explicaciones, pero a poco que fueras un poquito más listo que el votante medio, esas explicaciones eran insuficientes, y las consignas que se nos daban todos los días acerca de qué y cómo teníamos que responder eran para idiotas, y aunque la gran mayoría de los votantes, e incluyo los míos, sean estúpidos, esas consignas me parecían un insulto a mi inteligencia. Así que yo era un poco el chico díscolo que decía más o menos lo que se suponía que pensaba.

    ¿Que qué es lo que pensaba yo? Pues lo que piensa la gran mayoría: yo me ocupo de lo mío, que los demás se ocupen de lo suyo, pero claro, nunca lo decía así, a lo bruto, buscaba subterfugios y huidas hacia delante, hoy podía defender una subida de impuestos y mañana su bajada, la gente tiene memoria de pez, y cualquier explicación dada por un ingeniero y abogado, sí, porque así hacía, o mejor dicho, obligaba a que me presentaran, era válida. Bien podría haber justificado que la Tierra era plana, que todos los míos se lo hubieran tragado. «Oh, si este señor con traje y corbata» porque, aunque estaba en la radio, cuando llevas traje y corbata se te nota, «dice algo, no puede estar engañándonos». Es lo que se llama la falacia de la autoridad, basta con que parezca que eres alguien para que la gente te empiece a tomar en serio.

    En cambio, a Eva se le notaba que no iba mucho por la peluquería, tenía un centímetro de canas en la raíz, supongo que ella pensaba que daba igual, que eso era la radio, que nadie la vería, pero no, todos ven tu voz, y en tu voz se nota que apenas te has dado un cepillado al pelo.

    —¿Hace cuánto que no vas a una peluquería? —le pregunté un día en la cama después de haber estado follando varias horas.

    —¿Te preocupa mucho eso?

    Hay que recordar que es gallega, por lo que una respuesta sin pregunta es bastante difícil de alcanzar con ella.

    —A mí no, pero deberías cuidar tu aspecto un poco más.

    —Me ducho todos los días.

    —Sabes que no me refiero a eso, eres una persona pública, representas a un partido al que han votado varios millones de personas, solo digo que te convendría ir un poquito más arreglada.

    —A menos arreglada vaya mejor es para ti, ¿no?

    —Bueno, bien pensado, quizás haya cometido una estupidez dándote un buen consejo.

    —O a lo mejor lo que quieres es que cambien mi imagen a una más burguesa y que pierda votos por eso.

    Me reí. Ni en la cama éramos capaces de reconciliar nuestras posturas políticas. He de reconocer que eso me gustaba mucho.

    Fueron dos semanas las que tuvimos a Galindo encerrado sin ducharse, puede parecer obvio, pero la logística de un secuestro no es fácil. Habíamos hecho un fondo para comprar comida y algunos enseres de aseo personal, pero tener que llevarle agua, comida y pilas para la linterna no fue fácil, nadie quería ir, es evidente el motivo, de alguna forma podían haberse enterado y pillar al que llegara con el avituallamiento diario, por supuesto que todos juramos que no nos delataríamos, pero sabíamos muy bien que no éramos héroes y que no tardaríamos ni un minuto en delatarnos unos a otros, así que sorteamos por parejas y cada día íbamos dos de los ocho, los domingos los dejamos sin ir, y así se lo explicamos a Galindo, que lo comprendió. Si hubiéramos tenido cojones, a quien deberíamos haber secuestrado era a Saavedra, pero no tuvimos los huevos suficientes.

    La celda no estaba mal, entre todos la habíamos limpiado y adecentado todo lo posible, no había mucha humedad, algo que preocupaba en exceso a Nuria, la única chica del grupo. No era grande, pero era lo que teníamos, ojalá no hubiéramos hecho la puta fiesta del cordero y

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