Mujeres de siete espejos
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Del Prólogo de Miguel Arteche
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Mujeres de siete espejos - Ana María Güiraldes
MUJERES
DE SIETE
ESPEJOS
Ana María Güiraldes
Mujeres de siete espejos
Autora: Ana María Güiraldes
Editorial Forja
General Bari 234, Providencia, Santiago Chile.
Fonos: +56224153230, 24153208.
www.editorialforja.cl
info@editorialforja.cl
www.elatico.cl
Ilustración de portada: Ricardo Güiraldes
Edición electrónica: Sergio Cruz
Primera edición: octubre, 2013.
Prohibida su reproducción total o parcial.
Derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
Registro de Propiedad Intelectual: 72754
ISBN: Nº 978-956-338-131-3
A la Titá
EL CALOR DE LA LLUVIA
La camioneta frenó haciendo saltar el agua de las pozas, los faroles iluminaron las gotas que se revolucionaron antes de estrellarse contra el parachoques. El hombre levantó al niño que dormía en el asiento, lo envolvió en una manta y corrió hacia la casita que ofrecía su luz amarilla en medio de la noche.
Una mujer abrió la puerta. Escuchó la explicación apresurada. Lo hizo entrar.
Él la siguió con el niño dormido hasta la cortina que ocultaba una cama y dividía en dos la habitación.
La vio inclinarse para estirar la colcha, la falda verde subió, aparecieron los muslos gruesos, brillantes.
La mujer lanzó las sábanas hacia atrás.
Un aroma dulce voló hasta las narices del recién llegado.
—Lindo su niñito —dijo ella.
El hombre acostó a su hijo. Luego cruzaron hacia el otro lado de la cortina.
—Lindo, lindo su niñito, Dios se lo bendiga. Menos mal que vio la luz de mi casa, mire que el río sube mucho. El hombre observa las tablas resecas del suelo, parece que le calientan los pies a través de las suelas de sus zapatos. Mira hacia la ventana. La luz de un relámpago brilla en su camioneta, escucha los ruidos del agua contra el techo metálico.
—¿Se le ofrece un trago de fuerte?
Ella está sonriéndole con una hilera de dientes pequeños.
Extiende la mano con el vaso.
Ofrece una silla.
El agradece. Bebe. Mira hacia afuera.
Ella sigue con su trabajo, pela papas. Le cuenta del río que a veces se desborda con tanta lluvia, del campo arrasado, de esas soledades sureñas.
Él desvía la cabeza de la ventana para escucharla.
La mujer deja de hablar para mirarlo de soslayo, con ojos de pájaro con pestañas.
El traga sorbos de su vaso.
Una olla gorgoritea, el vapor humedece los brazos desnudos, hace brillar la zona amplia y carnosa del pecho, calienta el lugar, lo nubla.
El verano es mejor, se lleva el agua, dice ella, y cuando el calor es fuerte, sueña con la lluvia, pero cuando el invierno aparece, sueña con el sol. Así somos los del campo, nunca sabemos lo que queremos. Pero yo no tengo problemas con el frío. Y ríe.
Se gira, lanza su mirada de pájaro.
El hombre devuelve una sonrisa amable.
Ella vuelve a reír mientras se limpia las manos en las caderas.
La lluvia golpea los vidrios con la punta de los dedos, el viento inclina las copas de los árboles que apenas se distinguen entre las sombras del campo.
El hombre se concentra de nuevo en la ventana.
Ella arrastra otra silla. La pone junto a él. Se sienta, soba sus manos pequeñas, redondas, morenas, las manos ahora siguen camino hacia los brazos, los masajea, las manos suben para arreglarse el pelo. Vuelve a cruzar los brazos, los restriega lenta, lenta. Dice que nunca tiene frío, ni siquiera en invierno, pero de solo imaginarse estar parada afuera le dan tiritones. ¿No le pasa eso a él? ¿Sí? ¿Ve que es cierto?
El hombre se levanta a vigilar al niño.
Cuando regresa, ella aviva el fuego de la cocina, las llamas están altas, el calor le llega en un soplo de pasto, troncos, barro. Tiene la frente brillante, la seca con una palma, le ofrece un té o lo que a la visita se le ofrezca.
La tetera deja escapar un chorro de vapor.
La mujer se inclina a recoger de un canasto un puñado de astillas.
De nuevo los muslos.
El hombre se pone de pie para sacarse la chaqueta.
Ella se apresura a ayudar. Mueve los dedos en los ojales para desprender cada botón, el olor dulce asciende del pecho o de los cabellos o del cuerpo. Camina hacia el otro lado de la cortina para dejar la prenda, va diciendo que esa tela es tan suave, frota una manga contra su mejilla.
Regresa.
Su hijo duerme como un angelito, pero usted no me va a despreciar un platito de puré, ¿cierto?
Está de espaldas. Levanta el codo para aplastar las papas, revuelve, mueve la falda que le redondea las caderas. Comenta acerca de las papas cosechadas por ella misma que vive sola, tan solita, pero que no necesita a nadie.
Él de nuevo le está mirando las pantorrillas, bebe sorbo a sorbo, sigue hacia arriba, la pretina de la falda se hunde en la cintura.
La mujer deja la olla.
Él vuelve con rapidez la cabeza al cuadrado desnudo de la ventana.
El barro salta sobre los neumáticos de la camioneta, el agua chorrea techo abajo.
Ella, sin preguntar, le llena el vaso y lo deja sobre la mesa.
Una cucharada de puré cae de alto a bajo sobre el plato.
—¿No se tienta?
Los ojos se clavan redondos y certeros en los del hombre que sonríe, niega, y desvía su atención hacia el barro seco de sus propios zapatos.
Bueno, si él no tiene hambre, ella no va a comer delante de él. Pero va a preparar un tecito. Le gusta sentir el té caliente en la boca, sobre la lengua, después en la garganta, en el estómago. Es bueno, ¿cierto?
Nuevamente de espaldas. Suena una taza contra un platillo.
Dice que el calor de la cocina siempre la acompaña en el invierno, siente esas brasas del fogón por dentro, por fuera, ni siquiera usa chaleco y hasta le transpira el cuerpo.
Más astillas.
Acerca las manos al fuego, las extiende, la piel se le ve roja, se toca la cara, el cuello. Se pone muy seria para decir que en la noche mantiene la cocina encendida, por eso cree soñar con hogueras, se destapa enterita, se tiene que levantar para mojarse el pecho, sobre todo el pecho, porque se le pega la ropa.
El hombre escucha el ronquido de la tetera al lanzar vapor. Un griterío de pájaros anuncia el próximo trueno, ve cientos de látigos azotando en diagonal a los cerros. Adivina a los animales con las cabezas levantadas, perdidos unos de otros porque la tormenta les ha lavado los olores, se buscan a tientas, los abrazos duran solo un instante y resbalan empapados por la lluvia que crepita, caen chispas en las pozas, se desprenden vahos que rodean los troncos.
El hombre siente húmeda la espalda.
Se endereza. Ahoga un resoplido parecido al cansancio. Sí, es cierto, sueña con hogueras, insiste ella, porque hasta escucha cómo se queja la leña seca cuando la toca el fuego, se queja como humana, asegura, e imita el quejido, lo imita con el ceño concentrado, los hombros recogidos como ave a punto de volar, un gesto de dolor y burla en los labios, Gime para él, que vuelve a llenar su vaso y