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Surco
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Libro electrónico168 páginas2 horas

Surco

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Información de este libro electrónico

Surco transcurre en mediados de los ochenta, en Argentina recién vuelve la democracia. Un cabo de la policía provincial Cordobesa intenta tomarle declaración a una persona que dice haber sido victima de un robo pero la máquina de escribir se le traba todo el tiempo. Repite una y otra vez las preguntas a lo largo de toda una tarde pero cada vez tiene más dudas. De a poco todo se va volviendo un violento interrogatorio.
La historia se desarrolla en la voz de varios personajes y en diferentes líneas de tiempo. Uno vive en primera persona los hechos. Otro cree descubrir algo clave en la investigación judicial. Se completa a travéz de distintos puntos de vista la historia de un robo que sale muy mal, cómo se investiga mal y se juzga mal. O no.
Surco es también una novela iniciática y de aventuras que se debate entre el campo y la ciudad. Sus personajes principales son outsiders que ven una oportunidad. Jóvenes lanzados dispuestos a cambiar sus vidas.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 sept 2018
ISBN9780463932728
Surco
Autor

Jose luis Ansaldo

Jose Luis Ansaldo (Buenos Aires 1976) es escritor, músico y productor. Estudio literatura, cine y periodismo. Trabaja como generador de contenidos para una agencia publicitaria y como productor free lance en el ámbito de la música y el teatro independiente. Publicó cuentos y critica de cine en medios gráficos. Editó un libro de poesía (Poemario I) , una novela policial (Surco) y un disco solista de música experimental electrónica (Ya Fue). Actualmente está en proceso de edición de un nuevo libro de cuentos (Novelas del Rock) y terminando otra novela (Los lagos artificiales). Escribe todos los días. Es miembro activo del centro PEN Argentina desde donde trabaja por la libertad de expresión y la causa #JusticiaPoetica.

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    Vista previa del libro

    Surco - Jose luis Ansaldo

    Índice

    Surco

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    Surco

    Jose Ansaldo

    Si el hombre se vuelve malo, al hombre lo llaman perro.

    Qué ofensa para mi perro compararlo a gente mala.

    Milonga para mi perro.

    Horacio Guarany

    Para mis hijos siempre.

    Los perros huelen el miedo. Van y vienen de un lado a otro, con las orejas levantadas, el cuerpo tenso, el pelo del lomo erizado. Ladran. Corren por la banquina y se paran frente a la puerta del destacamento. Adentro el cabo Ramírez intenta tomar una declaración. La máquina de escribir se le traba todo el tiempo.

    Ramírez golpea con el puño cerrado sobre el teclado y la casilla rodante de Vialidad parece partirse al medio. Después pide que le deletree el nombre y el apellido. Con el dedo índice busca y, entrecerrando un ojo para apuntar, presiona fuerte la tecla. La máquina sobre el escritorio desvencijado emite un chasquido metálico. Mira atento a ver si la última letra quedó impresa en el blanco de la hoja, levanta la vista y le dice que repita.

    Una chicharra corta el silencio de la media tarde.

    El asfalto dilatado de la ruta parece brillar y deforma, refractando el calor, las líneas de los surcos en el lote sembrado con maíz del otro lado.

    - Que me robaron. Ro-ba-ron.

    El sol raja la tierra y transforma la casilla de lata en horno. El cabo transpira. Dos aureolas oscuras se expanden bajo los brazos en la camisa desteñida del uniforme. En todo el pecho la tela se le pegotea a la piel hasta el bolsillo con la tira en ve corta prendida con un alfiler de gancho.

    Los dos perros permanecen alerta, a la sombra escasa de una lona agujereada sostenida con dos cañas tacuara que hace de alero al destacamento. Uno resopla sobre la tierra. Estira las patas delanteras arqueando el lomo hacia atrás y se le erizan como penachos partes del pelaje duro. Parece un zorro. Camina en círculos y se detiene. Abre la boca amplia mostrando los dientes y desenrolla una lengua fina y agitada. El otro, un perro chiquito y nervioso, llega a asomar el hocico por la puerta. Mete la cabeza para olfatear y gruñe, enseguida recula ante un sonido gutural que emite el cabo.

    Ramírez logra destrabar las piezas amontonadas sobre la cinta entintada de la Olivetti.

    - Ahora sí. Me repite bien clarito lo que pasó...

    Un camión cruza a toda velocidad sobre la ruta. La casilla rodante se bambolea, los perros ladran y salen corriendo para la banquina. El cabo putea. Y les grita para que callen. Otra vez mira fijo al tipo frente a él, lentamente, de arriba abajo. Una gota de transpiración cae sobre la hoja en la máquina de escribir.

    - Entonces… –levanta una ceja, le brilla en la frente el sudor.

    - Ya le dije, yo volvía a Buenos Aires…

    - Un momento.

    El cabo dicta por sílabas mientras aprieta las teclas.

    - Ma-ni-fies-ta que en via-je a Bue-nos Ai-res. Siga.

    - Oficial ya le expliqué: me golpearon y me robaron. Sólo quiero volver a mi casa.

    - Por favor tranquilícese. Haga memoria y vamos despacio. Yo acá tengo que dejar todo asentado.

    I

    Esa noche Elvira camina como flotando. Va y viene de la pava sobre la llama en la cocina hasta el altarcito en su cuarto donde dos velas rojas comienzan a derramar gotas de cera derretida.

    En el trayecto reza. En su invocación se traslada lento, levita de un lugar a otro. Mentalmente repite lo que entre labios sisea. Inhala profundo y se larga a completar la primera decena del rosario. Pasa una tras otra las bolitas celestes y las aprieta entre sus dedos mientras repite avemarías. El largo de cada vela determina el tiempo que permanecerá iluminado ese rincón de la pieza poblado de imágenes. La pava escaldea. Elvira apaga el fuego e interrumpe su rezo. Prepara el té que toma todas las noches para dormir. Acerca la taza a su rostro para inhalar los vapores húmedos y calientes. Está convencida de que las propiedades terapéuticas de la infusión actúan contra los dolores y colaboran para disipar la crónica congestión que le deviene en jaqueca sobre el final del día. Agarra con las dos manos la taza para calentar sus palmas. Pendulea como un talismán la cruz en el extremo del rosario que cuelga entre sus dedos. Sorbe lentamente lo que de líquido la taza contiene y procura tranquilizarse. Cierra los ojos y se abandona a los efectos de las Flores de Bach. Se aplaca como la tormenta sobre las aguas de su pensamiento y por fin en calma flota hasta su cama. Se sienta sobre la frazada y deja caer las chinelas de sus pies. En la pared frente a ella titilan las imágenes con la inquietud de las llamas que oscilan en las puntas de velas. Por momentos las estatuillas de yeso parecen animadas. La Virgencita de Itatí refracta con su aurea dorada sobre el perfil del gauchito Gil que enciende lo rojo de su poncho barnizado. Una Cruz gruesa proyecta una sombra rectilínea ocultando por partes la colección de estampitas que pegó religiosamente en la pared para recordar los santuarios que ha visitado. Se persigna tres veces seguidas, toma aire y juntando las manos en su regazo aprieta una bolita celeste entre las yemas de índice y pulgar y arranca, otra vez, con un avemarías mnemotécnico. Sólo se interrumpe al final para respirar profundo antes del amén. Dice, y arremete con otro Dios te salve. Los huesos de las piernas ya no le duelen y comienza a sentir cierto alivio en su angustia conforme repite mentalmente y en siseos cargados de eses la invocación.

    Elvira repasa su rezo de rutina como cuentas de un ábaco infatigable y aprieta conforme ora, bolita celeste por bolita celeste entre las yemas de sus dedos. Las amasa un poco y después las corre con la uña del pulgar para quedar inmediatamente con las yemas sobre la próxima. Mira en el altar la estampita de San Pantaleón y el agua bendita especial que alguna vez se ha frotado sobre sus piernas. Como acto reflejo mueve los dedos retorcidos de sus pies y le promete al santo una oración. No siente el dolor articular, ni la jaqueca y aunque está en extremo fatigada permanece rezando y eso la mantiene serena.

    Elvira hace lo mismo todos los días en su escritorio de trabajo. Levanta la vista y las manos de los libros donde controla las liquidaciones de los pagos de los impuestos municipales, entrelaza los dedos e invoca a sus dioses. La unción con que lo hace y el grado de abstracción que alcanza sólo es comparable a la minucia con que calcula hasta el último centavo de la recaudación. En un día común de trabajo nunca para de contar. Cada vez que llega al resultado de alguna cuenta importante Elvira se persigna y repite en voz alta el número total. En su invocación consulta y a la vez afirma la cifra. Para ella los números son lo único exacto en la vida por lo que cualquier falacia en un resultado sería por pura voluntad divina y ella tiene temor de Dios.

    Toda la noche estuvo tronando pero todavía no llueve. La humedad y el calor sorprenden a esta hora. La tormenta es inminente.

    Elvira camina hasta el cruce, pero antes de llegar se desvía un momento y se arrodilla en una gruta improvisada que hay cerca. Un montículo de piedras donde termina la banquina. La Santa Difunta es testigo de sus imprecaciones diarias.

    Junto a la imagen de yeso hay una foto en un cuadrito. Ella reza por el alma que dentro del marco sonríe. Alrededor hay otras fotos, flores de papel y escarpines entre la cera derretida sobre las piedras y, al pié, agua, para que no le falte a la santita.

    Por la ruta pasa un camión a todo lo que da.

    Se apaga la vela que acaba de encender en el lugar de siempre. Ella lo ve alejarse entre el caos arremolinado del pelo sobre su cara y consternada se agarra como puede la pollera que quiere salir volando. El rugido con que parte el asfalto la mole metálica le revienta en la cabeza. Queda tirada en la banquina entre las botellas plásticas llenas de agua y mira el cielo temblando. No puede contener el llanto de sus ojos enormes. Brotan, como de la imagen de una virgen milagrosa, lágrimas perladas y viscosas.

    Intuye lo que va a pasar, algo anda mal esta mañana. Empieza a llover torrencialmente. Las gotas hacen un sonido seco sobre el plástico de las botellas. Aferrándose a las piedras de la gruta trata de ponerse de pié. Le duelen los huesos. Logra recobrar el aliento aunque todavía moquea entre sollozos repentinos. Intenta clavar las uñas pero en su arañar se va cayendo, arranca piedras sueltas, pedazos de cera vieja. Otra vez tendida a sus pies le implora a la imagen de la Difunta Correa. En su congoja se hunde y se ahoga en un mar de agua embotellada. Sálvame, le dice. Insiste con un Avemaría como quien se aferra a un madero en alta mar. Su rezo vacío de fe no logra más que amedrentarla, en ella crece el temor. Sin embargo completa la oración de manera precisa, como una operación matemática. La respuesta celestial es inmediata y arrecia la lluvia. Desde la ruta baja el agua en cascadas hacia la banquina y la gruta. Algunas botellas plásticas flotan a su alrededor. La corriente empieza a arrastrar estampitas, flores y escarpines. El agua barrosa se lleva las ofrendas que la gente le deja a la santita. Hace mucho que no llueve tanto. Elvira trata, pero no nada. Se hunde ante los pequeños ojos inermes que son su pesar. Ya, como último recurso, extiende la mano hacia la foto.

    Sobre los charcos de la ruta, un camión a toda velocidad viene dejando una estela a su paso. Una ola cubre por completo la banquina.

    La única escobilla limpiaparabrisas no logra escurrir el vidrio. Gotas gruesas repiquetean fuerte sobre la chapa del techo y el capó. Afuera truena un desmadre.

    César mantiene el volante firme de la camioneta que se bandea entre apuros sobre la ruta inundada. Pretende no levantar la pata del pedal que le inyecta gasoil al motor y maneja, trata de mantener la tracción pese a los charcos enormes que se forman sobre la ruta. A cada rato friega contra el vidrio la manga de su camisa, apenas logra desempañar un semicírculo frente a él. Oscila, en una cinta roja atada al espejo retrovisor, una estampita del gauchito Gil.

    Las gotas ametrallan la chata y todo el tiempo una ráfaga de viento cruzado lo hace orillear peligrosamente la banquina sumergida. Siente cómo se le va de cola, el patinar del caucho en cada charco que atraviesa, y aprieta el volante para corregir el rumbo al salir. No quiere pensar lo

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