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Titanium
Titanium
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Libro electrónico422 páginas5 horas

Titanium

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Información de este libro electrónico

“Estaba oscuro, demasiado oscuro. Se hallaba encerrada en una especie de cubículo de paredes de cemento, piedra o algo parecido. Tenía el cuerpo dolorido y se sentía toda sudada, aunque no hacía calor, pero lo peor era la cabeza… ”.

Cuando la puerta finalmente se abre, Blass se ve sola en una fría y misteriosa mazmorra. Pero pasado varios minutos, más gente comienza a aparecer en el enorme lugar: todos jóvenes entre los diez y veinte años de edad. Nadie recuerda nada de su pasado, a excepción de sus nombres y la “habilidad” que cada uno posee. Una vez que todos los prisioneros se encuentran reunidos, la voz de Alice, una alegre niña de ocho años, les da las gracias por haberse ofrecido para su juego. Confundidos, asustados y sin más alternativa, los doce compañeros comienzan a entrenar para el juego, sin tener idea de los horrores que deberán enfrentar para lograr salir de la mazmorra y recuperar sus recuerdos.

¿Quién los llevó allí? ¿Con qué propósito? Todo lo descubrirán al ser rescatados… si consiguen sobrevivir.

Titanium es un thriller psicológico y de acción que sumerge al lector en la mente de la protagonista y en las difíciles decisiones que deberá tomar, donde cada conflicto develará sus más grandes atributos… como también sus más oscuras emociones.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2015
ISBN9789563381641
Titanium

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    Titanium - Pamela Iglesias

    TITANIUM

    Pamela Iglesias B.

    Titanium

    Autor: Pamela Iglesias B.

    Diseño de la portada: Gianfranco Giordano

    Editorial Forja

    Ricardo Matte Pérez N° 448, Providencia, Santiago, Chile

    Fonos: +56224153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Primera edición: diciembre, 2014

    Prohibida su reproducción total o parcial

    Derechos reservados

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: Nº 237.362

    ISBN: 978-956-338-164-1

    Para Isi, mi autodenominada fan número uno,

    por darme ánimo y apoyo incondicional desde el inicio.

    Gracias por tu optimismo, tu preocupación y tu cariño.

    1

    El presidente de Titanium era un hombre alto, de sonrisa blanca y cabello rubio peinado cuidadosamente hacia atrás con algún producto especial que le daba aspecto de estar siempre mojado. Solía vestir exclusivos trajes hechos a medida, y hoy era el turno de un extravagante traje púrpura con zapatos y corbata a juego. Siempre estaba impecablemente arreglado, como si fuese parte de un show de moda.

    Se hallaba en su oficina, cada vez más aburrido, mirando su carísimo reloj de oro cada cinco minutos. El estúpido general se estaba demorando, y él estaba cada vez más impaciente. Dirigir Titanium podía llegar a ser muy monótono la mayor parte del tiempo. Ni siquiera estaba directamente involucrado con la parte militar de la organización, más bien se encargaba de las finanzas y de las investigaciones de todo tipo. Solo esto último solía quitarle lo aburrido a su trabajo.

    –¿Señor director? El general ya ha llegado –anunció Clare, la supervisora de Titanium y su secretaria, entrando en la oficina.

    –Bueno, ¿qué esperas? ¡Que pase, que pase! –exclamó.

    Clare se retiró y él le miró el trasero al salir.

    Era una mujer muy atractiva: treinta y tres años, debía medir un metro setenta aproximadamente, tenía cuerpo de reloj de arena, grandes y redondos ojos color miel, una boca pequeña y labios rojos con forma de corazón. El cabello liso, rubio, con un corte tipo bob y flequillo. Además, su piel siempre despedía un leve y agradable olor a lavanda. Era una verdadera muñeca de porcelana, un deleite a los sentidos.

    Unos segundos más tarde, se abrieron las grandes puertas de roble del despacho y entró el general, con una expresión y postura extremadamente formal, como era propio de un militar. Era un hombre grande, musculoso, de los que intimidan con solo verlo. Se aproximó al gigantesco escritorio del director y le estrechó la mano. Enseguida pasaron a sentarse en los lujosos sillones de cuero que amoblaban el gigantesco despacho.

    –¿Le ofrezco algo, general Adams? –preguntó el director amablemente.

    –Un whisky estaría bien, gracias.

    –Muy bien –respondió el director, volviendo a ponerse de pie y acercándose al mini bar para servir dos vasos con whisky y hielo–. Ahora, al grano por favor –dijo ofreciéndole el vaso con licor al general–. ¿Cuándo van a estar listas las cámaras?

    –Serán activadas hoy a medianoche. Puede estar tranquilo, todo salió bien –dijo el general Adams, satisfecho de sí mismo.

    –¿A medianoche? ¡Pero si recién son las diez de la mañana! –repuso el director indignado.

    –Lo siento mucho, pero hubo problemas con el funcionamiento de los equipos debido al lugar en el que se encuentran, pero no se preocupe, mis hombres están trabajando en ello y, como dije, a medianoche podrá monitorear todo desde su propia computadora –respondió tranquilo Adams–. Ahora, si le puedo hacer una pregunta… ¿qué pasará con los hombres que hicieron el trabajo?

    –No se preocupe por eso, general. Yo me ocupo de eso más tarde.

    2

    Estaba oscuro, demasiado oscuro. Se hallaba encerrada en una especie de cubículo de paredes de cemento, piedra o algo parecido. Tenía el cuerpo dolorido y se sentía sudada, aunque hacía calor, pero lo peor era la cabeza. Le daba mil vueltas y sentía un dolor fuerte y palpitante que amenazaba con hacerla explotar; no podía centrar sus pensamientos. ¿Dónde estaba? Pensó en golpear las paredes y gritar, pero justo antes de pararse recordó que ya lo había hecho hace un rato, antes de caer desmayada, y claramente nadie había respondido. Trató de hacer memoria. ¿Cómo había llegado hasta allí?, ¿por qué le dolía todo? Se examinó el cuerpo. Tenía un corte en el brazo izquierdo y la ropa manchada con sangre… mucha sangre, aunque aparte del corte no tenía más heridas. De pronto, una luz tenue iluminó el pequeño cubículo. Enseguida se puso una mano encima de los ojos cerrados, haciendo una mueca. La luz era muy fuerte y la encegueció… o puede que no fuese tan fuerte y solo había pasado mucho tiempo allí… no lo sabía. Un minuto después, abrió los ojos, pestañeó un par de veces y nada. Era como se lo había imaginado: un cubículo de piedra húmeda iluminado de alguna extraña manera, ya que no se veía ninguna lámpara ni focos, y… ¿qué era eso en el suelo? Las armas que ahora tenía enfrente no se hallaban ahí antes, de eso estaba segura.

    El dolor de cabeza aumentó junto con la llegada de un recuerdo fugaz: cada día practicaba con las katanas, aunque solía usar unas de madera, de entrenamiento. Había tomado unas de verdad varias veces, pero nunca le habían permitido practicar con ellas.

    Extendió las manos para alcanzarlas, con una pizca de duda, como si fueran una especie de trampa, pero al tocarlas no sucedió nada. Se dedicó a inspeccionarlas lo mejor que pudo bajo la débil luz. Eran maravillosas, de unos cuarenta centímetros de largo, con el filo curvo. Brillante. Claramente nunca habían sido usadas. Tenían el mango cubierto de un bonito cuero color rojo. Al levantarlas había quedado al descubierto algo más: ropa, una especie de traje negro y ajustado, como los que usaban los buzos, solo que mucho más delgado y de un material parecido al cuero. Y, al lado, un arnés, diseñado para llevar las armas en la espalda. Blass trató de incorporarse para cambiarse las ropas sudadas y sucias que llevaba por el misterioso traje negro, pero las piernas le flaquearon y cayó al suelo. Sentía como si le hubiesen dado una golpiza. Se quedó examinando sus nuevos juguetes mientras esperaba. Esperaba que le trajeran comida, que la liberaran, que la violaran, que la mataran, que le dijeran que todo había sido una broma cruel. No sabía qué iba a pasar. No sabía que iba a pasar, así que solo esperaba.

    3

    Clare se encontraba en su habitación dentro de las instalaciones de Titanium cenando sola, como de costumbre, para luego darse un baño relajante como recompensa por el trabajo del día.

    En realidad más que una habitación, lo que poseía Clare era un apartamento. Tenía una sala de estar con un televisor de pantalla plana de cuarenta pulgadas, lindos sillones color crema con muchos cojines de colores fríos: azul, violeta, índigo, menta. Una gran mesa de centro cuadrada de madera muy oscura. A la izquierda se encontraba la cocina, con encimeras de mármol, vajilla de porcelana y cubiertos de plata. A la derecha de la salita de estar, una habitación con cama king size, dos veladores de madera oscura con una lámpara bastante simple en cada uno, un walk-in closet enorme y, por supuesto, su baño privado, con una ducha y una bañera vintage en la cual podía relajarse y leer.

    Se vivía bastante bien siendo la supervisora, aunque los lujos eran una recompensa acorde al puesto. Se debía ser paciente, diplomático e inteligente, en todo sentido. Clare sabía de todo: estrategia militar, medicina, economía, diplomacia, política, ingeniería, informática, ecología, etc. Sven, el fundador, la había educado toda la vida para que ocupara ese puesto. Si no hubiese tenido un hijo propio, probablemente ella hubiese terminado siendo la presidenta de Titanium, pero ella era su sobrina, la hija de Lily. Sven y Lily eran realmente unidos. Habían crecido prácticamente solos, teniéndose únicamente el uno al otro. Cuando la madre de Clare enfermó y unos meses después falleció, su tío la acogió inmediatamente. Además, venían de una familia rica: el abuelo de Clare había sido un empresario exitoso y amasó una gran fortuna durante su larga vida –la que dejó a sus dos hijos–, así que no hubo problema alguno en acoger a una más en la pequeña familia. Marian, la esposa de Sven, había muerto en el parto de Alonse, más conocido hoy en día como el director, actual presidente de Titanium.

    Ella amaba a su tío, pero su primo era harina de otro costal. Para resumir, era un tipo raro. Tenía diez años más que ella, o sea quince años de edad cuando Clare llegó a vivir a su casa, y al parecer no tenía interés alguno en su pequeña prima, así que no se relacionaron nunca. Sin embargo, las cosas cambiaron unos años después, cuando ella era una adolescente de dieciséis años. Clare estudiaba en casa con su tío y varios tutores, mientras Alonse estudiaba en una universidad fuera del país. Ese verano, Alonse volvió a casa para las vacaciones y se encontró con una Clare totalmente distinta a la que recordaba. Había crecido varios centímetros desde la última vez que se habían visto, y se había comenzado a desarrollar: tenía pechos y una cintura bien marcada. Ya no tenía el cuerpo escuálido de una niña. Se estaba convirtiendo en una mujer. Desde ese día, Clare sentía la mirada lasciva con la que su primo la observaba. Ella lo evitaba todo el tiempo, siempre tratando de estar cerca de su tío o de alguna criada. Cada vez que debía quedarse sola en una habitación con Alonse un escalofrío la recorría y se le ponía la piel de gallina. Inventaba cualquier excusa, no importaba lo poco creíble que fuera, y se retiraba lo más rápido que podía. Al parecer su querido tío nunca se dio cuenta de la conducta enfermiza de su hijo, dado que le dejó como parte de su herencia el puesto de supervisora de la organización, y a su hijo el cargo de presidente, uniéndolos así de por vida. Clare pudo haber rechazado el puesto y trabajar en cualquier otra cosa, pero había sido criada para pertenecer a Titanium.

    Clare nunca quiso ser la secretaria de Alonse. Estaba más que capacitada para ser supervisora, y el puesto de secretaria era algo vergonzoso comparado con sus habilidades pero, debido a que su primo era el jefe, lamentablemente debía obedecerlo. Él había insistido en que ella se convirtiese en su secretaria personal aparte de su otro cargo, el cargo de verdad, y aunque trató de zafarse como pudo, no tuvo forma de librarse. Afortunadamente, aparte de esa mirada lujuriosa que a Clare le daba tanto asco, nunca le había hecho nada. Nunca trató de tocarla ni tampoco le había hablado de manera inapropiada. Lo más absurdo era que Clare ni siquiera debía realizar las tareas típicas de una secretaria la mayor parte del tiempo. Generalmente la llamaba por lo menos una vez al día –a menos de que se encontrara demasiado atareado– para hacer cualquier cosa: servirle café, llevarle algún papel, lo que fuera. Parecía satisfecho con solo tenerla cerca un par de veces.

    Clare salió de la bañera con los músculos completamente relajados gracias a la espuma y la esencia floral. Dejó que el agua escurriera por su cuerpo mientras se secaba el cabello con una toalla. Su habitación siempre estaba cálida, así que salió completamente desnuda del baño y se dirigió a su enorme walk-in closet lleno de elegante ropa de marca. Cuando terminó de elegir un vestido y zapatos que le hicieran juego, se maquilló con un poco de rubor, máscara de pestañas y brillo para labios color rosa pálido. Con eso bastaría para la charla. Dignatarios de varias naciones venían a las instalaciones de la organización para conocer de qué se trataba Titanium y ella era la encargada de ponerlos al tanto de lo que hacían allí. Salió de su habitación y se dirigió a una de las oficinas del segundo piso, donde solían hacerse aquellas presentaciones. Tomó el ascensor y marcó el dos. Un minuto después ya se encontraba en la oficina, donde los diez dirigentes de sus respectivos países se encontraban ya sentados y tomando el café que Margarett, la verdadera secretaria, les había servido en unas tazas ridículamente pequeñas.

    –Caballeros, déjenme presentarme –dijo situándose en un extremo de la mesa ovalada–. Mi nombre es Clare McCoy y soy la supervisora y segunda al mando de Titanium –omitió el hecho de que el director la tenía como su mono personal–. Antes de empezar la presentación quiero pedirles disculpas por la forma en que se los trajo a las instalaciones.

    Titanium era una organización teóricamente secreta. Los gobiernos de todas las naciones tenían conocimiento de su existencia y sabían cómo contactarlos, pero su ubicación debía permanecer oculta al mundo por motivos obvios. Por esto mismo eran subterráneas, y la gente que las visitaba debía viajar en un avión sin ventanas que llegaba directamente al aeropuerto de Titanium, desde donde se les conducía con los ojos vendados hasta el ascensor que los trasladaba hasta el vestíbulo principal.

    –Espero que entiendan por qué es tan importante que nuestra posición permanezca en secreto –prosiguió–. Bueno, para empezar les voy a contar un poco de la persona que fundó Titanium y por qué. Su nombre era Sven McCoy y era militar. Hace unos sesenta años, era el sargento de un pelotón que su país envió a interceder en una guerra civil. La verdad es que nunca dio detalles de lo que realmente pasó, pero sabemos que por órdenes de su superior fue enviado a una misión suicida, con el objetivo de que el enemigo se centrara en acabar con su pelotón, mientras otros soldados aliados los tomaban desprevenidos por otro flanco para acabarlos. McCoy sobrevivió a la misión, pero el resto de sus compañeros murió, fueron utilizados como carne de cañón. Esto llevó a nuestro fundador a desertar del ejército, lo que se consideraba traición y era castigado con la pena de muerte. McCoy viajó varios años por el mundo, fue conociendo a mucha gente, gente con contactos e información; militares, exmilitares, políticos y también algunos civiles que sentían el mismo odio por sus respectivos gobiernos. Llevaba mucho tiempo dándole vuelta a una idea que al comienzo sonaba demasiado idealista, utópica pero, con la ayuda de sus contactos y el dinero que poseía su familia, decidió fundar una organización que se dedicaría a ayudar al que lo necesitara. Al principio eran solo unos mil hombres, los que se instalaron en este mismo lugar. De a poco, y gracias a los contactos influyentes que Sven y cada hombre que se unía a Titanium poseía, se hicieron conocidos y distintos países solicitaron su ayuda para resolver situaciones de índole militar. Claro que no podían subsistir como una organización filantrópica, por lo que comenzaron a cobrar pequeñas sumas de dinero a cambio de su ayuda, con el fin de mantener las instalaciones al día con la tecnología, aumentar el número de reclutas y ofrecer una vida digna, aunque austera, a sus miembros. No querían gente que se uniera por dinero, sino por el ideal que compartían. Sesenta años después somos lo que ahora pueden ver: una organización militar multinacional, mercenaria, se podría decir. No pertenecemos a ningún gobierno y aceptamos gente de todas partes del mundo. El presidente, más comúnmente conocido como el director, se llama Alonse McCoy, hijo de Sven McCoy. La organización posee integrantes completamente especializados en cada una de sus áreas: expertos en informática, táctica militar, política, etc. Poseemos tecnología de punta y lo último en armamento. Las instalaciones en las que ahora nos encontramos, como ya se dieron cuenta, son subterráneas y constan de varios niveles. Lamentablemente no puedo darles muchos detalles sobre ellas, ya que es información reservada exclusivamente para nuestros miembros. A los visitantes se les permite llegar solo hasta el segundo nivel, en el cual nos encontramos ahora. Para finalizar, me gustaría que les quedara claro que nuestro propósito es ayudar a erradicar las guerras en el mundo. Cobramos por nuestros servicios para poder seguir mejorando la organización y, bueno, nadie trabaja gratis –añadió con una cálida sonrisa.

    Los dirigentes rieron educadamente. Parecían satisfechos con la presentación. La mayoría.

    –¿Alguna pregunta? –dijo Clare.

    Un hombre de unos cincuenta años de edad levantó la mano.

    –Se puede saber, señorita McCoy, ¿cómo deciden a quién ayudar? Digo, lo que es malo y lo que es bueno es subjetivo. Cada uno de los bandos implicados en una guerra cree que se mueve por las razones correctas. ¿Cómo saben que no están ayudando al bando equivocado?

    –Muy buena pregunta, ¿señor…?

    –Me puede llamar por mi nombre de pila, León.

    –Muy bien, León. Al llegarnos una solicitud de ayuda, no importa de quién provenga, se lleva a un comité integrado por catorce personas. Entre ellos hay estrategas, abogados, médicos, historiadores, expolíticos, informáticos, ecologistas, es decir, un consejo multidisciplinario que analiza la situación de la manera más detallada posible para prever cuáles serían las consecuencias de nuestra participación en el conflicto. Luego se realiza una votación en la que, por supuesto, la mayoría de votos gana, pero esta mayoría debe ser de diez votos o más –explicó Clare.

    –Excelente, gracias –dijo León, mientras asentía con la cabeza, aparentemente satisfecho.

    –¿Alguna otra pregunta? El tiempo se nos está acabando –presionó Clare para dar término a la presentación.

    Otro hombre, bajo y con el pelo cano, alzó la mano.

    –Señorita McCoy, déjeme presentarme: mi nombre es Philip Boch. Me gustaría saber si acaso venden armamento –inquirió, más que interesado.

    –Absolutamente no. Titanium presta servicios militares, lo que significa que intercedemos con hombres, armas, información, recursos de tipo médico, alimentario e informático. Una vez finalizada la misión que se nos asignó, todo vuelve a las instalaciones. Con esto me refiero a los soldados y todo el armamento. Esta no es una organización de tráfico de armas –añadió Clare, irritada–. Ahora, si nadie tiene más preguntas, doy por finalizada la presentación. Ojalá les haya quedado todo claro –miró de reojo a Boch–, y que nos consideren si alguna vez necesitan ayuda.

    –¿Sabe, señorita McCoy? –dijo un hombre de mirada hosca, interrumpiendo a Clare–. A mí no me ha quedado todo claro. El asunto de cómo se fundó Titanium… La verdad, si me permite decirlo, me parece que hay muchas cosas sobre las que no sabe.

    –Oh –dijo Clare con una sonrisa de suficiencia–, créame, sé mucho más de lo que se imagina. Es solo que, como comenté previamente, la mayoría de los asuntos que conciernen a Titanium son de índole confidencial. La presentación que acaban de escuchar es, probablemente, todo lo que van a escuchar alguna vez sobre la organización. A menos que se unan a nosotros, claro –apartó la mirada de aquel maleducado hombre y se dirigió al resto del grupo–. Ahora pueden dirigirse al vestíbulo principal donde se les ofrecerá algo para tomar y luego el sargento Kast los llevará personalmente al aeropuerto. Muchas gracias.

    Los hombres aplaudieron educadamente y luego Clare se despidió de cada uno con un apretón de manos, dándoles las gracias por haber asistido. Se retiró de la oficina, aún enojada por el comentario del tal Boch. Venta de armamento. ¿Qué mierda cree que somos? ¿Traficantes?, pensó molesta. El otro tipo en realidad no la había molestado nada. La verdad era que le causó un poco de gracia lo superior que parecía creerse, y lo estúpido que había sido al hacer tal comentario.

    Ya eran las once de la mañana y Clare no había comido nada, por lo que se dirigió al tercer piso en dirección a la cafetería. Se sentó sola en una mesa y ordenó un café extra grande y dos croissants rellenos con pasta de almendras. Sacó una tablet que llevaba en su cartera y se puso a repasar las tareas del día.

    4

    Blass dormía a ratos y, cuando despertaba, revisaba nuevamente su cubículo para ver si había algún cambio. Nada, todo seguía igual. Una vez que el dolor de cabeza y del cuerpo se hubo esfumado y pudo ponerse de pie sin problemas, decidió practicar un poco con las katanas, sin embargo, el espacio era demasiado reducido como para realizar los movimientos correctamente. Al incorporarse se dio cuenta de que era incluso más pequeño de lo que había pensado. Alcanzaba a estar de pie sin tocar el techo, pero bueno, eso no era mucho decir, ya que Blass medía poco más de metro y medio. El aire comenzaba a viciarse, hacía más calor, y sentía que la humedad aumentaba. Estuvo un rato, estirándose, tratando de desentumecer sus músculos.

    Sentía que había pasado tanto tiempo allí que ya ni siquiera tenía miedo, solo un increíble aburrimiento y unas ansias gigantes de saber qué mierda le iba a suceder y por qué estaba en ese lugar. De pronto, se acordó del traje que alguien le había dejado y no se había podido poner hace… ¿horas? ¿días? No importaba cuánto tiempo hubiese pasado, ahora podía moverse, por lo que se levantó y se quitó toda la ropa, dejándose solo las bragas. En vez que colocarse el traje de inmediato. Se limpió el sudor y la suciedad con sus ropas y se quedó desnuda esperando que el resto de transpiración se evaporara, pese al calor que hacía. Se sentía un poco más fresca y limpia ahora que se había librado de su short deportivo y la playera negra, que estaban empapados y sucios. Intentó recordar algo sobre su vida, por pequeño e insignificante que fuera; algún amigo, familiar, dónde solía vivir, qué le gustaba hacer, cuando de repente sintió un pequeño temblor y escuchó algo como el chirrido del metal contra la piedra. Se dio cuenta de que una de las paredes del cubículo se estaba elevando poco a poco.

    La puerta demoró varios segundos en abrirse completamente. Afuera se apreciaba una luz un poco más brillante que la del interior de la celda, aunque tampoco podía divisar de dónde provenía. Blass se levantó despacio y se quedó mirando hacia fuera. El lugar era gigante, de piedra, como una mazmorra antigua. Salió lentamente de su ya conocido cubículo y recorrió el sitio. Tenía forma de semicírculo y al fondo había una gigantesca puerta doble metálica con remaches en todo el borde y dos argollas a modo de manillas. Seguía intentando averiguar de dónde venía la luz, ya que parecía natural, pero no se veían ventanas ni agujeros por ninguna parte. Blass caminaba distraídamente en círculos, observando el techo, las paredes, la puerta de metal, cuando de nuevo escuchó el ruido del metal contra la piedra. Se dio la vuelta y vio que otra puerta de un cubículo –que hasta ahora había pasado desapercibido para ella– se estaba elevando. Se quedó quieta observando, a la defensiva. No sabía qué iba a salir de allí. No aguantaba el suspenso, estaba a punto de ir y mirar dentro de la celda, pero no estaba tan loca, así que siguió esperando unos treinta segundos más, moviendo sus piernas de forma nerviosa, hasta que, finalmente, salió un chico. Era bastante atractivo y se quedó mirándola con la sonrisa más sexy que había visto jamás.

    –¡No puede ser! –exclamó el chico, extrañamente feliz para la situación en la que estaban–. Pensé que me habían raptado y me estaba preparando mentalmente para algún tipo de tortura, pero en vez de eso…, ¡me encuentro con una chica desnuda!

    Blass no entendió a qué se refería el extraño, hasta que se dio cuenta de que había olvidado vestirse. Sintió como sus mejillas se encendían y de inmediato corrió de vuelta a su celda, tapándose los pechos con las manos mientras el chico reía a carcajadas. ¿Cómo no se me ocurrió que podía haber más gente? Pensó, más avergonzada que nunca en su vida.

    Aunque era realmente hermosa, eso no disminuyó su vergüenza. Era pequeña de contextura y estatura, pero tenía unos pechos firmes y una cintura delicada, femenina. Se le notaban las piernas y brazos tonificados. Tenía el cabello castaño claro, que le caía en ligeras ondas hasta la mitad de la espalda, sus labios eran gruesos, de color rojo natural y poseía una delicada y pequeña nariz. Los enormes ojos, de un color verde agua muy particular, estaban enmarcados por oscuras pestañas y cejas.

    Trató de bajar la puerta de piedra para vestirse tranquilamente, aunque el tipo ya la había visto completa.

    –No te preocupes, no te voy a mirar –dijo él con una risita y se dio la vuelta–. Oye, y ¿cómo te llamas?

    –Blass –respondió ella terminando de ponerse el traje y subiendo el cierre delantero que iba desde el nivel de las caderas hasta el cuello.

    Aprovechó de ponerse el arnés de cuero para equipar sus katanas y se peinó. Después de aquella escena debía tratar de verse aunque fuera un poco digna. Salió de nuevo a la mazmorra con la espalda recta y paso decidido. Le tendió la mano al chico.

    –Soy Blass, ¿cuál es tu nombre? –preguntó como si lo acabase de ver.

    –Ya me habías dicho tu nombre –le recordó riendo–. Yo me llamo Nick. Un placer –dijo, estrechándole la mano.

    Se quedaron en silencio unos segundos, sin saber bien qué más decir.

    –¿Qué crees que hacemos aquí? –preguntó él muy serio, cortando el incómodo silencio.

    –No tengo la menor idea. Solo sé que desperté dolorida en ese maldito cubículo de piedra. Me desmayé un par de veces y no puedo recordar muchas cosas. Claramente no tengo idea de cómo llegué aquí.

    –Mmm sí, me pasó lo mismo. ¿Y qué pasa con esas espadas que llevas?

    –Se llaman katanas –aclaró Blass–. No sé. Aparecieron ahí junto al traje.

    –¿Y por qué te dieron unas a ti y a mí nada?

    –¿Quizás porque sé usarlas? –contestó de manera altanera.

    –¿De veras? Hermosa y peligrosa –le dijo con una sonrisa–. Me gusta esa combinación.

    Blass se quedó mirándolo sin expresión alguna, y de repente empezó a reír como una loca. Nick un poco extrañado, no supo cómo reaccionar ante el repentino cambio de humor.

    –Me caes bien –dijo finalmente Blass, sonriéndole.

    –Supongo que es recíproco –le contestó Nick.

    Recorrieron la mazmorra tratando de encontrar algo. Pero al parecer no había nada. No había grietas en las paredes, solo agua que corría en hilillos desde el techo, y la puerta metálica no se movió ni un milímetro cuando trataron de abrirla. Luego de un rato se aburrieron y se sentaron en la mitad del lugar, en el frío y húmedo suelo de piedra, conversando de todo y de nada. El semblante amable y relajado del chico logró apaciguar un poco la inquietud de Blass.

    Nick era un tipo realmente atractivo. Blass no pudo evitar notar cómo se marcaban ligeramente sus músculos debajo del traje ajustado. Debía de medir un metro y ochenta centímetros o algo así. Llevaba el cabello castaño desordenado y algo largo. Sus ojos eran azules, no los típicos, sino que de un azul profundo, oscuro e hipnotizante. Y la sonrisa, claro, una sonrisa completamente blanca, perfecta y encantadora. Además era simpático. Más que simpático era… interesante. Le contó lo poco que recordaba: que tenía diecinueve años –solo uno más que Blass, quien se acordó de su edad cuando él mencionó la suya– y que le gustaba correr. Según él, debió haber sido velocista antes de que lo llevaran ahí. Pero al igual que ella, había olvidado todo el resto.

    –Oye, Blass, , ¿cómo sabes que puedes usar esas…? ¿Cómo se llamaban?

    –Katanas. No lo sé. Recuerdo que practicaba todos los días. No sé dónde ni con quién. Sé que nunca me dejaron usar unas de verdad; practicaba con las de entrenamiento que son de madera. Generalmente se usa una katana larga, o una larga y una corta, como estas, pero yo insistí en usar dos cortas –se encogió de hombros, como si nada de lo que dijo tuviera importancia alguna.

    –Al parecer has olvidado menos cosas que yo. Ojalá supiera usar algún arma. Solo sé correr –contestó riendo, pero con un dejo de tristeza en los ojos.

    La charla fue amena. Parecía como si lo conociera de toda la vida. Pronto olvidó la vergüenza de su primer encuentro. Lo estaba pasando tan bien con Nick que casi se le olvidó dónde se encontraban. Casi.

    5

    Blass se había quedado dormida sobre una especie de almohada que Nick le hizo con sus ropas viejas. Luego de quién sabía cuánto tiempo, despertó al sentir que algo la mecía: era un leve temblor. Se incorporó despacio, frotándose los ojos y bostezando. De repente oyó un ruido desagradable, que terminó de espabilarla y la trajo de vuelta a la realidad. Otra puerta se estaba elevando. Al parecer no iban a ser los únicos encerrados ahí.

    –Blass, ¿me recuerdas? –preguntó despacio el muchacho que se hallaba sentado a su lado–. Soy Nick.

    Ella se frotó los ojos con el dorso de la mano y pestañeó varias veces.

    –Sí, sí, claro. Solo me desorienté un poco. Creo que me quedé dormida muy profundamente –aclaró con una sonrisa.

    –Hay otra puerta abriéndose –le dijo él, señalando donde estaban sus propias celdas.

    –Sí, me di cuenta. Ese sonido no pasa desapercibido.

    Ambos se pararon para ver quién saldría esta vez. Blass sentía una mezcla de curiosidad y miedo. Curiosidad más que todo. Lo más probable era que fuese alguien que, al igual que ellos, aparecería asustado y confundido. La puerta terminó de abrirse, pero nadie salió. Esperaron unos segundos más.

    –¿Nos acercamos a ver? –preguntó Nick, tendiéndole una mano para ayudarla a ponerse de pie. Ella la aceptó por educación.

    –Vamos.

    Se acercaron despacio para no asustar a quien se encontrara

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