CascaBelle y la leyenda de Nick'ahal Uleu
Por Sheila Arellano
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la esencia de todo lo que existe.
Cascabelle Fantagussi, la niña de los ojos de ámbar, se enfrenta con el desafío de salvar todo lo que es y será. Ella, junto con Luna Di Marte y Oliver Hassan, embarcan hacia una aventura mágica para liberar el poder secreto que ha sido resguardado de
Sheila Arellano
Sheila Arellano (1997), es una autora Mexicana que ama las artes. Ella se ha dedicado a la escritura y al dibujo desde los diez años. Su pasión en la vida es crear mundos en donde los niños y los jóvenes puedan dejar volar su imaginación. Su meta es inspirar al lector a seguir sus sueños y a vivir sin límites. Creció en la naturaleza, lo que le ayudó a adoptar una mentalidad diferente y ver la vida con otros ojos. Ella comenzó a escribir Cascabelle a los trece años de edad y desde ese momento su sueño ha sido publicar su obra. Su fuente de inspiración han sido sus seres queridos, ellos son los que la han ayudado a construir mundos fantásticos llenos de magia y aventura. Además de escribir y dibujar, también ama la música, la fotografía, la lectura y el cine. Hoy se dedica a estudiar escritura creativa. Actualmente su objetivo es seguir creando mundos fantásticos y seguir sembrando semillas de magia en la vida de cada lector.
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CascaBelle y la leyenda de Nick'ahal Uleu - Sheila Arellano
CascaBelle
y la leyenda de Nick’ahal Uleu
Sheila Arellano
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright
, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático".
CascaBelle
© 2016 Sheila Arellano
© 2016 Innovación Editorial Lagares de México, S.A. de C.V.
Circuito Pintores # 90
Fracc. Ciudad Satélite
Naucalpan, Estado de México
C.P. 53100
Teléfono: (55) 5240- 1295 al 98
Email: editor@lagares.com.mx
Twitter: @LagaresMexico
Facebook: facebook.com/LagaresMexico
Ilustraciones de interiores: Sheila Arellano
Ilustrador de portada: Rogelio Sánchez
Diseño de portada: Alejandra Anaya Frutos
Cuidado Editorial: Rosaura Rodríguez Aguilera
ISBN Físico: 978-607-410-460-8
ISBN electrónico: 978-607-410-485-1
Primera edición: marzo, 2017
Dedicado a las estrellas que guían mi camino:
mis padres y mis abuelos.
El Festival de Intercambio
Vi una luciérnaga parpadear frente a mí mientras barría la entrada de la casa. Las hojas caían por doquier y los árboles mostraban sus colores otoñales. El aire estaba impregnado con olor a pan de maíz combinado con el de dulce de leche; se apreciaba la vista del bosque en el horizonte junto con el río y el sol estaba a punto de ponerse. Mi abuela y yo nos preparábamos para el comienzo del Festival de Intercambio. Todo el pueblo estaba contento porque al fin había llegado el día. Yo lo estaba también.
La gente había arreglado a sus animales y habían adornado las fachadas de sus casas con luces de colores, como era costumbre. Nosotras barrimos la entrada, arreglamos un poco la casa y decidimos no llevar a nuestros animales; esos pillos daban molestias cuando los sacábamos fuera de su zona de confort.
Eran épocas difíciles para mi abuela y para mí, ya que el último día de otoño conmemorábamos el aniversario de la muerte de mi abuelo, esposo de mi abuela, llamado Eulalio. Aunque ella no mostrara su dolor, cubriéndolo con sonrisas y chistes, yo sabía lo que escondía, podía leerlo en su mirada.
Nuestro hogar se sitúa al sur, en las afueras del pueblo de Mazapán. Mi abuela Eva y yo, junto con la oveja Bertha, mi zorro Dijiridú y el burro llamado Mango vivimos en un vagón de tren abandonado. Éste es lo suficientemente grande para que quepamos perfectamente y en mi opinión, es muy cómodo y acogedor. Nos establecimos de esa manera porque no ganábamos lo suficiente como para poder hacer trueque por la renta de una casa; no obstante, mi abuela, antes que yo viviera con ella, encontró y remodeló el vagón de tren para que fuera habitable, convirtiéndolo en lo que yo llamo: nuestra casa-vagón.
—¡Cascabelle!— escuché gritar a mi abuela cuando dejé la escoba —¡Ya vámonos!— exclamó. Caminé hacia su voz.
—No esperaste a que te ayudara a armar el carrito de empanadas, abuela— dije cruzando los brazos.
—¡Bah!— alzó las manos como si lo que acabara de decirle no tuviera importancia, —sé que estoy vieja peque, pero armar este carro gastado, ¡es pan comido!— Me llamaba peque cuando creía tener la razón absoluta. Sonreí, sin embargo, no me gustaba la idea de que hiciera grandes esfuerzos. Opté por decirle nada.
Comenzamos a caminar, nos dirigíamos al centro de Mazapán. Tomé el carrito ambulante para empujarlo con las dos manos. Dentro llevaba las famosas empanadas que hacía mi abuela cada año para el festival. Desde que vivo con ella le he ayudado a venderlas, a todo mundo le encantan y se venden bastante bien. Yo ya las había comido frecuentemente y estaba harta de ellas, tanto que a veces el olor ya me era repugnante. Por suerte, el olor de las empanadas era lo único que me causaba náuseas en ese día, todo lo demás del festival me parecía bellísimo porque sembraba una chispa de ánimo y felicidad en la gente, hacía que los niños salieran sonrientes a jugar la mañana siguiente, sin frío, sin hambre o sed. Para todos nosotros, esta noche significaba que la escasez llegaba a su fin. Significaba prosperidad. Mi abuela silbaba a mi lado. El atardecer nos acompañó en el transcurso, despidiéndose de nosotros.
Cuando llegamos a nuestro destino, la obscuridad reinaba. Las dos lunas llenas iluminaban las calles. El gran arco hecho de madera nos recibió al entrar a la única calle ancha, que era la principal. Leí: Festival de Intercambio
pintado en la madera. Había muchísimos puestos coloridos y de todo tipo, en unos te daban a probar deliciosos platillos, en otros te enseñaban como esculpir o hacer ropa. Había manualidades, teatro en las calles, malabaristas, personas en monociclo o con resortes en los pies, serpentinas cayendo aquí y allá. Hasta había puestos donde exhibían comida para los animales que corrían entre la muchedumbre. Un grupo de personas cruzaron frente a mí, ocupados y excitados por todo el esplendor a su alrededor.
Me emocioné al ver los fuegos artificiales que prendían a lo lejos, mostrando todos sus colores al estallar; también observé los hologramas que proyectaban en la calle: eran imágenes de nuestros ancestros, algo que sólo se veía en ocasiones especiales. Las casas con sus usuales aspectos cálidos decoradas con lámparas, embellecían el pueblo de Mazapán y resaltaban entre las grandes montañas. Muchas personas caminaban por las angostas calles de piedra llevando a su lado sus ovejas, sus burros o sus cabras. La mayoría de las mujeres vestían de colores vibrantes, con diseños mayas y celtas, típicos de las Tierras Verdes, como cada año. El pueblo estaba más activo que nunca, era el núcleo del ánimo y la alegría.
Nos instalamos al lado de una carpa de espectáculos al fondo de la calle principal, en una pequeña placita también repleta de puestos. Noté que la carpa junto a nosotros era donde trabaja mi mejor amiga Luna Di Marte. Al cruzar la mirada por la plaza, me topé con una mujer alta, su tez era verde y parecía tener una textura muy suave pero seca, su pelo era blanco al igual que su iris. Estaba tatuada de pies a cabeza con diseños de geometría sagrada color blanco fosforescente. Muchas personas en Mazapán y en las Tierras Verdes tienen este tipo de diseños tatuados en su piel, es algo nato. Ellos son otra especie de seres humanos llamados Sak y han formado parte de nuestra sociedad por más de tres siglos; no obstante, muchos ciudadanos de las Tierras Verdes los ven como algo ajeno a nuestra cultura y aún los ven como lo que alguna vez fueron: invasores. La mujer se dirigía hacia la carpa a paso veloz y tenía algo en su mano, parecía una gelatina de color verde. Antes de entrar a la carpa posó su mirada en la gelatina y rápidamente se la metió a la boca frunciendo el ceño y tragándola. Antes que yo pudiera dar un paso más, la mujer se transformó en una ciudadana normal, sin tatuajes o tez verde, vestida con un leotardo amarillo. Miró nuevamente hacia afuera y luego se adentró en la carpa.
Algo llamó mi atención: al ella desaparecer, una sombra cruzó la plaza. Al fijar la mirada en ésta, vi que tenía la forma de una bestia pero con un aspecto holográfico; era grande y peluda. También tenía dibujados símbolos en su pelaje, pero éstos no eran como los de la mujer. Fruncí el ceño. Nunca había visto algo similar. Observé a los demás pero nadie más parecía notar a la bestia. El animal desapareció, esfumándose como lo hacen los fantasmas. Un escalofrío recorrió mi espalda.
—¡¿Qué te parece?!— di un salto asustada al escuchar la voz de mi abuela. Volteé, ella puso sus manos en su cadera y carcajeó. —¡El mismo lugar donde vendimos empanadas el año pasado! ¿Cuáles son las posibilidades de que esto pase?— dijo refiriéndose al lugar donde habíamos instalado el carrito ambulante. Yo sonreí algo desconcertada. No supe distinguir si estaba hablando consigo misma o si lo hacía conmigo.
—Increíble— ella sonrió y negó con la cabeza. En cuanto abrimos el contenedor de empanadas, el olor atrajo a muchos clientes. Algunos pedían cinco empanadas otros solamente una; eso sí, no había persona que no se detuviera. ¡Eran un éxito! La mayoría de los que se las llevaban las canjeaban por fruta, verdura, pan, semillas, y los que pedían más de cinco, daban un libro.
En Mazapán el año comienza en esta época, a finales de otoño, con el Festival de Intercambio. Al igual que todos los pueblos de las Tierras Verdes, éste funciona a base del trueque; siempre que deseas algo lo debes canjear por otra cosa que tú no necesites y que tenga el mismo valor y estado que lo que estás obteniendo. Nuestra filosofía es dar y recibir equitativamente
, no puedes obtener una cosa sin antes dar algo a cambio. Tenemos un dicho: si no lo necesitas, no lo tengas, porque siempre va a haber quien sí lo necesite. Es un sistema bastante simple, desde generaciones se ha aplicado y ha funcionado muy bien.
—¡Qué emoción, el baile está a punto de empezar!— dijo mi abuela.
Frente a nosotros, a solo unos metros de distancia, los músicos se preparaban para dar inicio al gran baile. Todos los años, la mayoría de los que vivimos en Mazapán participamos en el gran baile para agradecer la riqueza, armonía y paz que la madre tierra nos ha otorgado.
—¡Ven! Vamos a bailar peque— dijo contenta.
Me tomó del brazo y me llevó en dirección a los músicos. ¡Comenzó la música! Era típica de Mazapán: violines, cello, guitarra, panderos, un acordeón y unos cuantos tambores. Cada persona encontró una pareja, tomándose de las manos, improvisando con la música. La mayoría bailaba muy bien, en Mazapán somos conocidos por tener el ritmo en las venas. Incluso los niños querían ser el centro de atención en la pista de baile. Observé a mi abuela muy alegre bailando, como siempre. "Mi abuela pensé.
¿Qué no puedo contar acerca de esta extraordinaria mujer?"
Es una talentosa tejedora y posee un magnífico don para comunicar la verdad a través de la música. La manera como sus palabras y su estilo de tocar la guitarra transmiten las emociones, es increíble, tan increíble que a veces parece irreal. En su juventud fue considerada una de las mujeres más bellas: ojos color marrón, cabello negro ondulado, facciones muy finas y un gran corazón. No había persona en el pueblo que no conociera su nombre: Evangelina Fantagussi. Estuvo casada por muchos años con mi abuelo Eulalio Fantagussi, él fue como un padre para mí. Desde que murió, ella no ha querido enamorarse de nuevo y aun así, nunca ha perdido su carisma.
—Madame Cascabelle— dijo una voz repentina. Reconocí a Dulcinea. Cuando volteé ella estaba bromeando haciendo una reverencia hacia mí. Yo reí.
—¡Dulcinea!— contesté dándole un abrazo. Dulcinea es la panadera del pueblo; desde que llegué a Mazapán ella ha sido como un miembro de la familia y una madre para mí. Comenzamos a bailar juntas.
—¿Cómo estás princesa?— preguntó.
—¡Muy bien! Y tú, ¿disfrutando la noche?— le pregunté.
—Sí, la he disfrutado mucho— dijo dando una vuelta tomada de mi mano, —el baile es mi parte favorita, todos se ven tan felices…— dijo sonriendo. Mordió la manzana que traía en la mano y dejó de bailar.
—Mis niños me esperan, me gustaría quedarme, bailar y platicar, ya sabes cómo soy— rió apretándome el antebrazo. Sí que lo sabía. Ella es una de esas personas a las que acudes cuando necesitas algún consejo. —Me tengo que ir, nada más venía de paso.— Nos dimos un abrazo de despedida.
—Te quiero Dulcinea, nos vemos mañana— le dije. Ella sonrío y se fue. Me volví a observar el baile nuevamente, apartándome un poco de la gente. Algunos niños danzaban junto con los demás y otros se quedaban en las bancas jugando, cuidando a las ovejas o a las cabras. También es mi parte favorita del festival, me encanta ver a todos contentos. Sentí a alguien llegar por detrás de mí repentinamente dándome un abrazo y levantándome del suelo. Después me tomó gentilmente de la