Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Caballo Negro
Caballo Negro
Caballo Negro
Libro electrónico294 páginas4 horas

Caballo Negro

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Mis padres corrian de pueblo en pueblo tratando de alcanzar la vida que por mucho les ganaba la carrera, por un tiempo vivimos en una casa en un pueblo olvidado en la cordillera con un patio grande donde empezaba la selva montanera adornada de barrancos, abismos, picos de montanas y poderosas tempestades. Yo era un nino enfermo de estatura baja y tan delgado que ninguna ropa me quedaba, a falta de galenos y medicamentos, fama tenian los brujos y yerbateros con supuestos poderes sobrenaturales, pero fue mi abuelo el unico chaman capaz de romper el conjuro que amenazaba mi existencia y quien ademas me preparo para continuar el viaje por la vida. Conoci maestros del alma, de las emociones del pensamiento que moldearon mi caracter, mi personalidad, mi hacer, pero tambien fueron los maestros del combate y la bohemia quienes completaron la estructura del guerrero que se requiere para enfrentar la batalla mas compleja de la vida, a mi mismo.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ago 2022
ISBN9781662493164
Caballo Negro

Relacionado con Caballo Negro

Libros electrónicos relacionados

Artes escénicas para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Caballo Negro

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Caballo Negro - David Rondon

    Capítulo I

    Año 59. La búsqueda incomoda o sencillamente tan pequeñita no cabe en la duda

    Era la primera vez que por más de setenta años salía de su pueblo, enclavado entre la selva de la montaña, traía tan poco equipaje, pero más que su caja de cartón amarrada con cabuyas, ¹ y varios ataos de ropa, ¹⁴ lo que realmente llamaba mi atención era la cantidad de acompañantes tan extraordinarios y bullosos, que venían con ella. Unos tan altos que, con las cabezas, sobrepasaban las nubes, otros tan bajos que casi había que mirarlos con lupa, o tan gordos como todas las estufas juntas del pueblo, o tan flacos como el hilo de la máquina de coser de mi madre. Unos de traje y corbata, junto a otros pordioseros, había peludos, calvos, muecos, dientones, blancos, de colores, además había algunos acompañantes que se veían de carne y hueso, pero otros eran casi transparentes.

    —Abuela —le pregunté—, ¿por qué vienes con tanta gente?

    —Ellos vienen a acompañarme y a protegerme en este viaje —me dijo—, pero Guambito,¹⁵ no se preocupe que a ellos solo los vemos y oímos nosotros dos, además hay muchos más que son completamente invisibles y aunque a ellos no los vemos, ahí están.

    Como estaba desconcertado, entonces le pregunté a mi madre, quien era toda esa gente que había venido con la abuela. Mi madre me miró con extrañeza, y con la punta del delantal humedecido con un poco de saliva, me limpio la cara y me dijo:

    —Papito, la abuelita viene solita, nadie vino con ella.

    A pesar de la algarabía que hacían todas esas personas, y de las conversaciones tan animadas que sostenían con la abuela, mantuve el silencio. Era cierto, nadie más los veía ni los escuchaba, solo mi abuela y yo. La mayoría de los acompañantes de mi abuela, pasaban por mi lado sin determinarme, aunque algunas veces uno de ellos, se detenían a observarme como si supieran que yo los podía ver y escuchar. Ese mismo día a eso de las tres de la tarde, escuché un gran alboroto, todo se desorganizó, mi madre estaba muy ocupada en la cocina, algunos vecinos, entraban y salían muy apresurados, mi padre estaba en el trabajo y casi como por arte magia, la abuela había desaparecido. Mi madre con cara muy preocupada, corría por toda la casa y después por la calle. Toda la gente que vino con mi abuela, también había desaparecido. Al rato, mi madre casi gritando me preguntó:

    —¡Hijo!, ¿dónde está la abuela?

    —Ella se fue con toda esa gente que vino con ella —le contesté.

    Mi madre desconcertada con mirada suplicante y voz quebrantada, me preguntaba:

    —Pero ¿para dónde se va a ir?, si ella no conoce nada por aquí, y con cuál gente si ella vino sola.

    Yo, simplemente le insistía:

    —Sí, ella se fue con toda esa gente que va por allá.

    Mi madre no sabía qué hacer, pero era tanta su frustración por la responsabilidad de la pérdida de la abuela que me tomó de la mano y me dijo:

    —Camine pues, lléveme donde está la abuela.

    Yo no podía ver dónde estaba la abuela porque ya iba muy lejos, pero si veía la multitud que la seguía, así que seguí la procesión. Más de siete cuadras repletas de gente la seguían, caminaban al mismo ritmo que la abuela llevaba, todas murmuraban tantas cosas que me aturdían y que en su mayoría no entendía. Mi madre ni veía ni escuchaba nada, pero era tanta su desesperación por encontrar a la abuela, que me preguntó:

    —Hijo, ¿y usted puede ver y oír a las personas que la siguen?

    —Sí —le dije—, aquí vamos detrás de todas ellas.

    —Bueno pues pregúntele a esas personas a dónde van.

    Así que le pregunté al grupo de personas, y una señora fuerte, con rostro amable, de falda azul larga y delantal blanco, me dijo, que iban a ver al rey de reyes.

    —Mamá, ella dice que van a ver al rey de reyes.

    —Pues pregúntale que dónde es eso.

    Sin dejarme mediar la pregunta, la señora del delantal simplemente me respondió, Templo.

    —Mamá, ella dijo Templo —le comenté a mi madre.

    Sin más, mi madre me tomó por el brazo y casi corriendo por la extensa, amplia y caliente calle, me arrastró en dirección al río Guadalajara. Al llegar al río, vimos a la abuela saliendo de un pequeño y antiguo templo en ruinas, que estaba entre la catedral y el río. Se veía muy feliz, muy conversadora y alegre en su caminar. La abuela y sus acompañantes, estaban sentados alrededor de unas grandes rocas al lado del río Guadalajara. Mi madre con lágrimas en los ojos se le acercó y de inmediato le preguntó:

    —¡Viejita por Dios!, pero ¿qué hace aquí?

    La abuela me miró directamente a mi cara, y les dijo a todos sus acompañantes:

    —Este es mi príncipe, y todo lo que él desee se cumplirá.

    Todos me miraron con complacencia. Mi abuela de inmediato me dijo:

    —Guambito,¹⁵ coja una piedra y golpee esta roca.

    Lo hice, y al golpear la gran roca con la piedra, sonó como una campana, con un sonido tan agudo que, aunque me agradaba, tenía que tapar mis oídos para evitar que se erizara mi piel. Mi madre que seguía atónita sin entender lo que pasaba, tampoco entendía mi felicidad al golpear la roca y menos entendía por qué yo la invitaba a ella para que también lo hiciera.

    La abuela me repetía:

    —Tu madre no ve a mis acompañantes protectores, ni los escucha, ni tampoco escucha Toskitl.

    —¿Qué no escucha a quién? —le pregunté.

    —Sí —me dijo—, la voz de las rocas, la que solo habla por vibración, y que descubre caminos entre laberintos indescifrables.

    Mi madre cada vez más frustrada, cogió a mi abuela de un brazo y a mí del otro y arrastrándonos para la casa nos dijo:

    —Por hoy es suficiente, ya no más, su papá pronto regresa del trabajo y yo aún no pongo las ollas.¹⁶

    Cuando estábamos en la casa, pregunté.

    —Abuela ¿qué era lo que estaban haciendo?

    Me dijo:

    —Guambito,¹⁵ ya aseguramos la semilla que, al vibrar, activa el cerrojo de la puerta sagrada, para que quienes logran nuevas conciencias, tengan acceso al confín. Ahora ya sabes dónde está, y solo los autorizados se podrán acercar a la semilla.

    —Abuela, pero mucha gente se quedó al lado de la piedra.

    —Sí —me dijo—, y son muchos los voluntarios que ahora protegen la voz de la roca, pero no te preocupes tú eres mi príncipe autorizado para acercarte a escucharla, cuando quieras regresar, ya sabes, solo con golpearla, el sonido te dirá que estás en el lugar correcto.

    En la semana siguiente, los vecinos aumentaron las visitas para estar con la abuela, venían con toda clase de ramas y remedios milagrosos, infusiones, sahumerios, compresas, plantas mágicas, hierbas mágicas, relajantes, sedantes, inclusive una vecina se atrevía a asegurar que poseía un remedio secreto, que ahuyentaba los malos espíritus, el mal de amores, el mal de ojo, la mala suerte, y hasta a la misma muerte. También en esa semana, aumentó el número de extraños acompañantes que venían con la abuela, yo veía la casa repleta, pero además por varias calles a la redonda, estaban completamente congestionadas con toda clase de singulares personajes, que con facilidad se veían sobre antejardines, balcones, e inclusive sobre las cornisas y los techos de las casas.

    Yo permanecía sentado sobre la gran caja verde de herramientas de mi papá, con las piernas colgando, frente a la cama de la abuela. En poco tiempo la abuela ya se veía como un cadáver de estatura baja, cabello cano, pómulos exagerados, manos huesudas y deformadas por la artritis. Con casi 32º C. que por esos días era la temperatura ambiente en Buga Valle del Cauca, la mantenían arropada de pies al cuello, porque temblaba y decían que era de frío. La habían conectado a una inmensa pipa de oxígeno por esos tubos plásticos, más grandes que sus pequeñas fosas nasales, que le obligaban a abrir la boca para jalar el aire que parecía faltarle. Era la abuela Hortensia con edad calculada por encima de los 72 años de edad, había nacido en las cercanías de Lérida, Tolima, en la época en que la selva era poderosa y contaba historias que ahora no entendemos. Ella vivió toda su vida en La Sierra Tolima, un corregimiento de Lérida. Mi padre la trajo de vacaciones, ese agosto del año 66, para que conociera la ciudad. Vivíamos en una vieja e inmensa casa de bahareque,¹⁷ que decían estaba plagada de espíritus, brujas y no sé cuántos demonios. La casa era de techos en teja de barro, cielorrasos en madera muy altos, paredes anchas, ventanas altas y pequeñas, inmensos corredores y patio con árboles. Mi abuela me contó que a ella no le gustaba lo que ella llamaba la gran ciudad. No la entendió, no se pudo adaptar y al poco tiempo enfermó. A mi corta edad, no sabía lo que pasaba, pero entendía que ella moría.

    Con mucha dificultad mi abuela me hacía señas para que me le acercara, pero el miedo que me producía su estado de salud y todas esas extrañas personas que la acompañaban, no me dejaba. Aun así, la abuela un día me susurro, que lo que más quería en la vida era ver al rey de reyes, para entonces morir en paz, pero también me susurro que, a cambio, lo que había visto era a un ejército de monstruos oscuros, endemoniados, dueños de la emoción, del miedo, y de las tinieblas. Me dijo que ellos, solo están esperando que ruegues por pan, para alimentar tu alma de futuro sin sueños, sin educación emocional, sin crecimiento espiritual, sin futuro, sin proyectos de vida, ellos evitarán que la humanidad avance, quieren humanos estancados, anclados, esclavos de vicios, de cosas materiales y superficiales. Me dijo que, por el momento, los habían puesto en orden y evitado la confrontación pero que muy pronto habría que enfrentarlos.

    A pesar de la temperatura tan alta en el pueblo al medio día, el miedo me producía un frío que también me paralizaba. De vez en cuando mi madre entraba en la penumbra de la habitación, miraba a la abuela, acomodaba la diminuta figura en la cama y con ternura le decía:

    —Ya vuelvo viejita ya vuelvo. —Mi madre me miraba y me decía—: Estoy en la cocina, avíseme si pasa algo.

    Los días que siguieron fueron trágicos, mi padre fumaba mucho más que antes, sus preocupaciones aumentaban, mi madre cada vez estaba más angustiada, el cuarto cada vez más lúgubre, el calor aumentaba, el frío de mi abuela aumentaba igual que mi miedo. El desespero de mi abuela por coger aire era más notorio y su afán por contarme cosas también aumentaba. Me contó tantas cosas que no entendí y fueron tantas otras las que no sé cómo memoricé. La abuela me decía:

    —No entiendes verdad, eso no importa, en su momento, las recordarás y las entenderás.

    Todo el mes de septiembre fue un monólogo entre mi abuela y la multitud de seres invisibles que, según ella, la acompañaban y la protegían. Hablaba mirando al cielo raso, como si ahí hubiera alguien, hablaba con seres invisibles y al parecer muy poderosos, porque cuando mi abuela se comunicaba con ellos los demás seres hacían perfecto silencio. Le hablaba a ese alguien y me miraba como si hablaran de mí. Yo, al principio escuchaba murmullos, pero con el tiempo pude escuchar todo lo que hablaban con perfecta claridad, aunque muchas de las conversaciones me parecían incoherentes.

    Por esa época y por obvias razones, entre las visitas más comunes que frecuentaban mi casa, estaba la de Pacho, el enfermero más famoso del pueblo. Venía no solo porque por esos días la abuela se encontraba en condiciones de salud muy delicadas, sino porque en general yo era un niño muy enfermo. Hasta el día en que llegó la abuela, yo no soportaba el olor de las medicinas y mucho menos de los antibióticos, ni el sonido del vidrio de su antigua jeringa contra las agujas, que Pacho, esterilizaba por ebullición en alcohol, dentro del estuche metálico. Me sabía el ritual de memoria, después de hervir la jeringa, con mucha habilidad, las armaba con unas tijeras para no quemarse los dedos de las manos. La única suerte era que esta vez la inyección no era para mí. Mi abuela era valiente, ella aguantaba en silencio. Le aplicaban la inyección y no gritaba, ni los vecinos tenían que venir a cogerla por la fuerza, como a mí, para aplicarle la ampolla.

    Era habitual que Pacho llegara haciendo sonar el timbre de su bicicleta Philips marco 18, con parrilla. El enfermero que era apodado Pacho el siniestro tanto porque era zurdo, si no también porque lo asociaban con el miedo al dolor de las inyecciones y al dolor asociado a la convalecencia de las enfermedades, aunque cuando él se encontraba presente, la gente solo le decían Pacho. También tenía fama porque aseguraban que era más acertado en el diagnóstico y tratamiento de todo tipo de enfermedades y dolencias, que cualquier galeno en la región. Sumado a eso, la fama de El Siniestro se extendía en el territorio, porque por tradición durante la época decembrina, él era el que se vestía de viuda del año viejo.¹⁸

    El objetivo, según él mismo, era recaudar fondos para comprar la pólvora con que se rellenaba el muñeco de año viejo, comprar el licor de la comunidad para la noche del Año Nuevo, que no era poca, más la comida a consumir ese mismo día y mucho más. Era de reconocer que siempre los objetivos eran logrados con amplitud. Su disfraz era impecable, desde sus zapatos de tacón alto, que dominaba a la perfección, medias veladas, minifalda muy alta con blusa muy escotada todo en encajes negros, maquillaje perfecto y una frívola coquetería, acompañada de un cuerpo envidiado por las mujeres de la región, que en más de una ocasión despertaron no solo los celos y disputas entre las damas, sino que también avivaron la provocación de muchos caballeros. Todos los 31 de diciembre a las doce de la noche, el siniestro, disfrazado de la viuda del año viejo,¹⁸ era quien tenía el honor de encender la mecha del polvorín del año viejo.

    Esa noche como todas las noches del 31 la viuda o sea Pacho el siniestro, a las doce de la noche, cuando encendió el muñeco repleto de pólvora, también encendió la mecha de una zapa, un taco de dinamita de mecha lenta, que sostenía en su mano izquierda, pero estaba tan intoxicado por el alcohol, que nunca lo arrojó. La explosión hizo que sus dedos quedaran esparcidos en la calle, uno de los dedos golpeó en mi pantalón. Aterrado corrí sin dirección igual que todos corrían en un caos que de un instante de risas, baile y felicidad, paso a locura, dolor y llanto. Después de eso, Pacho fue apodado el mocho, pero en realidad se convirtió en un fantasma más en el pueblo.

    Como fuera, para ese tiempo, Pacho siempre me recordaba que en esa casa el eterno enfermo era yo, porque cuando llegaba a casa y para hacer reír a todos mirándome vociferaba:

    —Todavía está vivo este lombriciento¹⁹ —y se carcajeaba.

    Esa tarde, con cualquier disculpa, mi madre había convocado a varios de los vecinos más allegados, y a traición y por la fuerza me sujetaron sobre mi cama para ser inyectado por Pacho. Con el terror de un niño enfrentado a una situación de peligro, a todo pulmón le grité:

    —Te van a arrancar la mano.

    Nunca imaginé lo que ese fin de año pasaría, aunque Pacho se había empecinado en que yo tenía poderes sobrenaturales, y que yo era el responsable de su desgracia.

    A finales de septiembre y principios de octubre, llegaron las tormentas, las torrenciales lluvias, los chasquidos de los relámpagos seguidos de truenos tan poderosos, que movían las paredes de la casa, y hacían caer tierra del techo, se bajaba tanto el voltaje eléctrico que el filamento de los bombillos se veían hasta que se apagaban, las siluetas de tantos seres tan extraños que solo yo veía, y que por momentos no parecían ser de humanos, lentamente se mimetizaban en la oscuridad, pero sus murmullos melancólicos seguían ahí, con cánticos, rumoreando el fatídico desenlace. Aunque yo temblaba de miedo, no aguante, y por mi necesidad de entender lo que pasaba, pregunté:

    —¿Qué pasa?

    El timbre de una voz muy amable, muy amorosa, me llenó de tranquilidad, me dijo.

    —Mantén la calma, los cánticos que solo tú escuchas, invocan a los espíritus guardianes, y ellos con sus vibraciones mueven el espacio e indicarán el camino a la montaña, en la montaña esperan espíritus superiores, que por medio de la sagrada voz del chamán,²⁰ muestra un nuevo camino al encuentro con el creador.

    En ese momento escuché a mi abuelo Taita en trance, vibrando con el universo. Cimi Chicchan Muluc Ben Chaman. La serpiente, la luna, el presente, el sabio en perfecta armonía con el universo.

    Mi abuela continuó su viaje de retorno, su tiempo había llegado, de pronto se sentó en la cama y me dijo:

    —Guambito¹⁵ venga acá. —Salté de la caja de herramientas y cuando me le acerqué, al oído me susurró—: Esta es la primera clave secreta de tres. La búsqueda incómoda o sencillamente tan pequeñita no cabe en la duda. Se recostó, no respiró más y se quedó mirándome sin parpadear, también la multitud de acompañantes que llegaron con ella y sus voces partieron.

    Mi mamá que estaba en la cocina al final de la casa, cuando me vio caminando hacia ella, no dijo nada y pasó corriendo por mi lado hacia el cuarto de mi abuela, se sentó al lado de ella a llorar. Mi papá llegó del trabajo después de las 6:00 de la tarde, mi madre estaba como estatua, de pie al lado de la puerta de la pieza que con voz temblorosa le dijo, la viejita.... Por largo rato, mi papá estuvo de pie, con la cara descompuesta, y agarrándose la cabeza con las manos, pronunció cosas que no escuché. Yo corrí a uno de mis dos escondites secretos, uno, bajo el chifonier de madera en la sala. Ahí solo cabía yo, y nadie lo sabía. El otro detrás de la puerta del comedor, ahí, vivía por largas horas sin que nadie lo notara.

    Capítulo II

    Año 66. Un oasis en el universo

    Mi papá contrató una carroza fúnebre, para transportar el ataúd de mi abuela a su pueblo donde ella vivió, para darle cristiana sepultura. El carro era negro desteñido, muy feo, muy viejo, con muebles rotos, las maniguetas de subir las ventanillas estaban reventadas, además olía mal. Salimos a eso de las 3 de la madrugada y llegamos al pueblo a las 2 de la tarde, fue un viaje agotador. En el pueblo la noticia de la muerte de la abuela, los tomó a todos por sorpresa, solo unos pocos pobladores salieron a ver el paso del carro, muchos se fueron caminando detrás de la carroza hasta llegar a la casa del abuelo. Mi tía Julia asomó la cabeza por la puerta, y al vernos en la carroza con el féretro, salió descalza corriendo por la calle empedrada, desconsolada, llorando, estrujándose la ropa, gritaba:

    —Mamá, mamá, mamaaaa.

    Taita, mi abuelo que se llamaba Pio, también con edad calculada, pero muy por encima de los 75 años de edad, era nacido entre la selva, en cercanías de Lérida, Tolima. Él hablaba con la jungla, con los animales, con el río, las piedras, el viento, con la luna, el sol, hablaba con el universo y muchos eran los que afirmaban que conversaba directamente con Dios. Conocía secretos de la jungla, que solo le son develados a unos pocos elegidos. Nunca salió de esa región, sin embargo, gozaba del respeto de los serranos y de los habitantes de los pueblos aledaños. Muchos decían que el abuelo lo sabía y lo había visto todo.

    Cuando llegamos a la casa del pueblo, Taita, el abuelo, estaba al otro lado de la calle, de pie, como estatua con la cara tiesa, asustada. Era un hombre alto, corpulento, ojos claros, manos grandes, pies muy grandes en alpargatas, ropa clara muy desteñida, manchada, siempre con su mulera²² vieja y su peinilla²³ al cinto amarrada con correa de cabuya. A pesar de su aparente descuido su figura era imponente. No dijo nada, muchas veces de manera apresurada, caminaba de afuera de la casa para adentro y de adentro de la casa para afuera. Mi padre lo miraba sin cruzar palabra. Mi madre angustiada le dijo:

    —¡Qué pena que ella fue de vacaciones y mire lo que pasó!

    Al mucho rato el abuelo se detuvo, y como si de antemano ya supiera lo sucedido, se acercó a mi madre y le dijo:

    —No se preocupe mija, esas son las cosas de Dios. Cuando va a pasar, pasa. —Cuando pasó por mi lado con tono muy cariñoso y con voz quebrada, me dio un fuerte abrazo, y me dijo—: Guambito¹⁵ ya tienes la primera clave.

    No lo entendí, pero me quedé callado.

    El abuelo vivía en la choza que daba a la calle, tenía dos cuartos con una sala en medio, por donde tercamente y sin importar quienes estuvieran en esa sala, como si de resabio se tratara, el burro que era albino, y el perro en color oro entraban y salían. Por más que intentaron educarlos, siempre se negaron a entrar por la puerta del potrero, a los dos, burro y perro, en infinita amistad me uniría, fuimos amigos inseparables. Más atrás, en la mitad del patio, había otra choza donde estaba la cocina, ahí tenían instalado el gran horno de leña. Más allá había dos o tres pesebreras, dos porquerizas para los animales y un caney.²⁴ Entré a la casa del abuelo, con puertas de dos alas antiguas artísticamente diseñadas por el comején, parte del piso de la choza estaba en tierra, y al fondo el fantástico gran patio en tierra arenosa, en ese patio disfruté una gran época.

    Era una especie de arca, tenían muchas gallinas, que dormían en los árboles, patos, pavos, más de diez marranos, cinco chivas, dos caballos, dos perros mis cómplices, un burro albino mi preferido, un gran dragón en el estanque con el poder de hacerse invisible, años más tarde entendí que era un gran camaleón, muchos árboles frutales que escondían la letrina²⁵ al fondo de la casa, cientos de sapos, una pequeña culebra de colores muy lindos, muy vivos, rojo, amarillo y naranja, que vivía entre los charcos más allá de la letrina,²⁵ que oculte y alimente por varios años, y millones de chicharras más bullosas que las viejas lavanderas en la quebrada

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1