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El justo castigo
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Libro electrónico170 páginas2 horas

El justo castigo

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En El justo castigo, Tejeda se deja atravesar por Mayela y Marcelino, dos hermanos oaxaqueños resignados a una vida mezquina de clase media de provincia cuyo bienestar se encoge irremediablemente a su alrededor. Esta novela duele. Duele porque a sus personajes les va mal. Porque son torpes al articular su vida, porque no tienen un diccionario senti
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento20 jun 2020
ISBN9786074452471
El justo castigo
Autor

José Gilberto Tejeda

José Gilberto Tejeda (1956) es narrador y traductor. Ha publicado dos libros de relatos: Un barco sobre el océano (1994) y El amargo final (2000), crítica y ensayo político. El justo castigo es su primera novela.

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    El justo castigo - José Gilberto Tejeda

    Mayela

    Marcelino

    Mi casa se ha ido vendiendo a pedazos. Del terreno que abarcaba una manzana entera, queda menos de la mitad. La gente dice –¿quién les concede el derecho a decir?– que antes de cinco años terminaremos viviendo en la calle. Mis abuelos le heredaron la casa a sus dos hijos. Mi madre conservó su parte, pero mi tío Fito se deshizo de la suya inmediatamente: ¡A mí no me verán morir en este pueblo bicicletero!, gritó cuando tuvo el dinero en sus manos. Medio millón de pesos. Mi tío decidió irse a la capital. Recuerdo la noche cuando fuimos a despedirlo a la estación del tren. Se hallaba tan feliz que repartía propinas a todo el mundo. A mí me regaló cien pesos. Al momento de partir se le ocurrió arrojar un fajo de billetes por la ventanilla del vagón. Se hizo un escándalo; la gente se tiró al suelo, golpeándose y arañándose. Aún me parece escuchar las carcajadas de mi tío Fito, contemplando aquello. Se sentía omnipotente, casi como un dios. No lo volveremos a ver, dijo mi madre, muy orgullosa de su hermano. Pero se equivocó. Cinco años más tarde, mi tío Fito regresó a Oaxaca. Parecía un vagabundo. Mi madre lloró al verlo: ¿Por qué tuviste que irte, hermanito mío?, le reclamó mientras palpaba su cuerpo escuálido, con la piel cubierta de costras y sarna. No me martirices, mujer y quítame el hambre, fue lo único que atinó a decir. Un doctor le diagnosticó una enfermedad contagiosa: Usted está arriesgando a su familia, le advirtió a mi madre. Pero ella se negó a mandarlo a un hospital público: Allí lo acabarán de matar, dijo. Lo aisló del resto de la casa y le pagó una enfermera de planta. Mi madre se gastó una fortuna en medicinas y en curaciones. Te vas a acabar tus ahorros, le advirtió mi padre. No me importa, ella respondió con la determinación irracional que todos le conocemos. Durante el primer mes no vimos a Fito, pero lo escuchamos; gritaba todas las noches como demente. Llamaba a una mujer: ¡Irma, Irma! Era el oscuro tormento que no le permitía descansar. Parecía que caminaba sobre hierros candentes. Al tercer mes, mi tío comenzó a recuperarse, salía al patio a caminar y a tomar un poco de sol. Parecía un fantasma. Se pasaba las horas sentado, hablando consigo mismo. Mi madre era la única persona con quien Fito se comunicaba, al resto de la familia –mi hermano Pío aún vivía– nos miraba con odio, como si nosotros fuéramos los culpables de su desgracia: ¿Qué se les perdió aquí, mocosos? ¡Apártense de mi vista!, nos gritaba. Fito comenzó a hacerse a la idea de que su vida ya no sería la misma. De ser el consentido de la familia, pasó a ser un paria, un arrimado. Había ciertos límites –que antes se consideraban inexistentes– que ya no podía traspasar. Esto provocó que se rebelara. Tenía que respetar los horarios de las comidas y no podía acercarse al resto de la casa. Pero sobre todo, ya no podía usar el piano a la hora que se le diera la gana. Mi tío no tocaba mal. La música resultaba un desahogo para sus sentidos. Le importaba poco el sueño de los demás. De repente, una madrugada se dejaba escuchar un concierto de Chopin o una sonata, sus dedos finos y nerviosos se descargaban sobre las teclas del piano, estremeciendo el sagrado espacio que hasta entonces había permanecido intacto. Mudo. Una noche, llevó a una mujer –una cantante– para que lo acompañara. Hubo más invitados. La música se volvió estridente. Gente extraña caminaba por el pasillo. Un borracho vino a chocar contra la puerta de nuestra recámara, se detuvo un momento y continuó su camino. Por fin mi padre se hartó y los corrió de la casa. A la mañana siguiente mi tío y él tuvieron una discusión muy fuerte. La situación empeoró cuando cosas de valor empezaron a perderse. Mi tío negó ser el responsable: Yo no me robé nada. Mejor que registren a las gatas, seguro que ellas fueron, dijo muy ofendido. Mas mi padre no quiso escucharlo. Le entregó unos centavos y lo obligó a marcharse. Mi tío no lo podía creer: Esto es una limosna. Así no se trata a la familia, dijo, azotando el dinero en el suelo. Lo siento, cuñado, tienes que irte, será lo mejor para todos. ¿Y mi piano?, Fito preguntó. Ese piano no es tuyo, lo sabes bien, mi padre le respondió. ¡Yo aprendí a tocar en ese piano, nadie más lo puede usar! Era una discusión absurda y mi madre se lo hubiera cedido buenamente, pero mi padre se negó. Le fijó un precio imposible de alcanzar para un vagabundo. Fito lloró amargamente y abandonó mi casa. Se mudó a una pensión cerca del mercado. Allí vivió un par de meses. Después supimos que lo echaron por no pagar la renta. Desde entonces dormía donde podía; en la calle o en alguna casa abandonada. Fito se negaba a aceptar cualquier empleo porque lo consideraba indigno de su clase. A mi padre le reclamaba que le había robado su herencia: ¡Eres un ladrón, Miguel! ¡Quiero que lo sepan todos!, le gritaba a media calle. Mi padre es un hombre muy fuerte y de haber querido lo hubiera aplastado como a un piojo. No voy a perder mi tiempo contigo, querido cuñado, le respondía y le daba la espalda. No existía peor humillación. Fito juró que se desquitaría. Pero mi madre no cesó de ayudarlo, le obsequiaba ropa y dinero, ciertos objetos que podía ir vendiendo. Yo era el encargado de llevárselos. Sabíamos que rondaba cerca cuando escuchábamos sus silbidos. Aquello era motivo de inquietud entre nosotros. Yo salía a buscarlo y lo encontraba sentado en la banqueta, mirando pasar a la gente. El color de su ropa se confundía con el aire. Ya llegaste, me decía al reconocerme. Con gesto de perdonavidas me arrebataba las monedas y las contaba una por una, calculando su peso. Era un momento de angustia para mí. Aquí hace falta dinero, me reclamaba. No puede ser..., yo trataba de justificarme, pero mi tío me imponía silencio: Eres igual a tu padre: un cuentachiles. Ni modo, de tal palo, tal astilla... Fito siempre se regodeaba con su absurda superioridad, pretendiendo que su miseria sólo era producto de una racha de mala suerte. Pronto me recuperaré y me desquitaré de todos los que me ofendieron, aseguraba. Cuando la sociedad de Oaxaca comenzaba a pesarle, se marchaba por semanas, sin decirnos adónde iba. Nos veremos pronto, repetía cada vez. Pasaba el tiempo y comenzábamos a preocuparnos. Mi padre insinuaba –con toda mala intención– la posibilidad de que hubiera muerto. Mi madre nos obligaba a rezar por él; los rosarios y el Padre Nuestro. Nuestro destino se tomaba como una expiación. Entonces, durante cualquier siesta vespertina, los silbidos de Fito volvían a escucharse y todo regresaba a la normalidad. Un día supimos que se había casado. Cuando le preguntamos a mi madre acerca de la novia, nos advirtió que no era asunto nuestro. Por la gente nos enteramos que se trataba de aquella ex cantante y vagabunda, la estrafalaria que usaba cuellos de zorro. Mi tío quiso que la recibiéramos como su legítima esposa, pero mi madre se negó: Esa mujer jamás entrará en la casa de mis padres, le advirtió. Pero a Fito no parecía importarle, no perdía la oportunidad de exhibirse con ella, incluso la llevaba a misa de doce los domingos. Nadie lo podía evitar. Tu hermano puede hacer lo que se le dé la gana, siempre y cuando no entre en la casa, dijo mi padre. Tiempo después nos enteramos que la mujer había muerto, pero no se supo la causa. Quizás por remordimientos, mi madre le mandó decir unas misas en la Soledad. Al poco tiempo mi tío volvió a desaparecer. Nos llegó una carta suya sellada en Tehuantepec.

    –Es mejor que se vaya –mi madre reprimió un sollozo.

    Nuestra casa fue construida con paredes gruesas y techos altos para protegerse del calor. Los cuartos fueron dispuestos a lo largo de un corredor, con un baño al fondo. En medio del patio hay un jardín dividido en gajos simétricos que convergen en un mismo centro. En el centro sobresalen unas jaulas que ahora se hallan vacías. Su fino trabajo de herrería se ha cubierto de óxido. Mi abuela gustaba de coleccionar pájaros. Se pasaba las horas alimentándolos y cuidándolos. Llegó a tener cien. A cada uno le inventó un nombre distinto, todos iniciaban con la misma letra: Bardo, Blanquita, Belén, Borrachito, etcétera. Los pájaros respondían a sus saludos; con nadie más lo hacían. Después de la muerte de mi abuela, mi madre abrió las jaulas y liberó a los pájaros: No tengo tiempo para cuidarlos, se justificó. Mas la verdadera razón se la guardó para sí misma. Mi abuela también se ocupaba de un gallinero. Lo mantenía al fondo del patio, cerca del arroyo y el pozo de agua dulce. Esta parte todavía nos pertenece, pero la zona de los naranjales y cocoteros desapareció cuando mi tío Fito vendió su parte. Para nosotros ese lugar siempre fue un misterio. Mi abuela acostumbraba sacrificar allí a los animales: pollos, guajolotes, cerdos, etcétera. Era una especie de rito que acompañaba a los días de fiesta. La sangre quedaba salpicada como si fuera un surtidor. Mi abuela jamás dudaba al descargar un tajo. Las cabezas saltaban y la sangre caliente escurría por un arroyuelo que desembocaba en la letrina. Tu abuela era una mujer pequeña, pero con mucha determinación. Siempre se salía con la suya, mi madre me decía. Desde hace mucho ya no se sacrifican animales en ese pedazo de patio, pero el olor a sangre permanece.

    Ahora que las cosas –y las costumbres– han cambiado tanto en mi casa, las jaulas vacías se antojan como un asunto minúsculo. El luto que llevamos desde hace tres años no nos permite sino el silencio. El silencio es lo único indispensable y existe pena de muerte para quien lo rompa. No es una broma. Por supuesto que no. Es un acuerdo entre los habitantes de esta casa. Acuerdo torvo, inútil, sin ningún sentido. Por lo demás, el silencio también es una expresión inútil, ya que vivimos rodeados de sonidos externos. Cualquier extraño que visitara nuestra casa no alcanzaría a distinguir la diferencia entre un grito y un murmullo, entre una queja y una risa. Yo, por ejemplo, acostumbro comunicarme por medio de monosílabos. No hace falta más. Lo sé. La distancia más corta entre una tormenta y la calma es el flujo de palabras. Por medio de palabras se han declarado todas las guerras. Lo mejor es pasar desapercibido y eso se consigue a base de murmullos. Poco importa que no escuchen, ya que nadie osará decir: Repíteme lo que dijiste. Pero nosotros no somos así. Nosotros no acostumbramos repetir nada, si alguien no pudo o no quiso escuchar, fingirá que lo hizo y nadie se molestará. Fingir es mejor que repetir. Si yo recordara: Pío murió hace tres años. Mi padre fingiría que no le afecta, mi madre se despedazaría y mi hermana Mayela se encogería de hombros, ¿y yo?, ¿yo qué haría? ¿Me alegraría? No, por supuesto que no. ¿Por qué tendría que alegrarme que ese maldito haya muerto?

    Mi madre se pasa las horas sentada en el sillón del corredor. Es una presencia constante en el ambiente del mediodía. A veces, debido al calor, se duerme durante horas. Se le ve recostada siseando con la boca húmeda. Pero su sueño no es tranquilo. De repente se despierta y parece escuchar una voz en el aire. Ella cree escuchar su nombre, de verdad lo cree. Como no puede abrir los ojos, mueve la cabeza en todas direcciones. Así se convence de que no ha sido nada. Entonces vuelve a su letargo. Es distinto cuando escucha unos pasos; no importa de quién sean. Los pasos le dicen mucho acerca de la gente, de su prisa o de su calma, también de sus estados de ánimo. Esta tarde no fue distinta de otras.

    –¿Eres tú, Lino? –mi madre preguntó. Lino es un diminutivo. Me llamo Marcelino. Desde que tengo uso de razón, he odiado mi nombre.

    –Sí. Soy yo –me acerqué y le besé la mejilla. Me llegó su aliento dulzón, casi amargo, incluso se puede describir cada condimento, cada grano de sal o de azúcar que acaba de consumir. Me pregunto si a mí me huele la boca igual. Lo más seguro es que sea cierto. No tendré que hacerme viejo para comprobarlo. No queda sino resignarse, sino abandonarse como ella. Es muy penoso para todos.

    –¿Qué supiste de tu tío? ¿Ya regresó?

    –No, no ha regresado, al menos no...

    –Ya se tardó demasiado –dijo–. ¿De verdad habrá ido al sur?

    –No sé. Supongo...

    Eso era imposible de adivinar, ya que el instinto de Fito no caminaba a la misma velocidad que el del resto de la gente.

    –Ojalá no se meta en problemas –dijo.

    –Mi tío se sabe cuidar...

    –Con tal de que no se emborrache y no se vaya a enredar con ninguna mujer –mi madre hizo un recuento de los extravíos de su hermano–. ¿No viste a Gonzalo?

    –No, mamá, no había llegado.

    Gonzalo es un viejo conocido de Fito. Ex compañero de escuela. Si alguien sabe dónde se encuentra Fito, es Gonzalo López. El crédito de mi tío es bueno con este hombre.

    Mi madre se hundió en la misma melancolía. A veces me exasperaba.

    –¿Quieres que lo vaya a buscar? –pregunté.

    –No. Más tarde. Tú ya caminaste demasiado y tienes que cuidarte la pierna... no quiero que te lastimes.

    Me irrita que mi madre mencione mi defecto. Mi pierna no me impide ir por donde se me antoje. Tal vez me empiece a

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