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La niña de azúcar
La niña de azúcar
La niña de azúcar
Libro electrónico269 páginas3 horas

La niña de azúcar

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Información de este libro electrónico

El amor inmortal es el que anhelamos soñar.

Esteban es un joven solitario, se encuentra en medio de un pueblo abandonado y olvidado. No tiene amigos. No tiene nada. Pero, al dormir, sueña con una mujer que le hace olvidar el dolor.

Pronto, buscará la forma de traerla a su mundo, sin pensar en las consecuencias que esto puede ocasionar.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento11 may 2019
ISBN9788417717629
La niña de azúcar
Autor

Rick López

Erick Acosta López, mejor conocido como Rick López, nació en la ciudad de México el 16 de agosto de 1993. Desde una edad temprana tomó el gusto por la escritura, haciendo pequeños cuentos de horror y poemas. Asistió a la universidad y estudió la carrera de Cine y Televisión. Actualmente, cuenta con más de cuatro guiones cinematográficos, una obra de teatro y su ópera prima: El villano.

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    La niña de azúcar - Rick López

    La niña de azúcar

    La niña de azúcar

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417587505

    ISBN eBook: 9788417717629

    © del texto:

    Rick López

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    PRIMERA parte

    Capítulo 1

    La luz iluminó la plaza. Una nube había oscurecido el paisaje, pero, justo ahora, todo regresaba a la normalidad, aunque para mí las cosas comenzarían a ponerse extrañas y pronto pasaría algo increíble. El viento me lo ha dicho, he soñado con eso, e incluso las aves se comportan extrañas; algo está por pasar.

    Me llamo Esteban y mi mundo estaba en la última guerra que habría, pero eso no lo sabía. No recuerdo qué época era, solo recuerdo que vivía en un pueblo mágico, a unos cuantos kilómetros de Yautepec, Morelos. No diré si es el pasado, el presente o el futuro; solo quiero contar lo que pasó, en realidad. Era una época en la que el mundo estaba en crisis. Había malas noticias por todos lados. Y en mi pueblo, aunque fuera desconocido, pasaban cosas todo el tiempo.

    Este solía ser un lugar muy agradable; gente de toda la república venía a ver el paisaje, admirar su tranquilidad y su silencio. Este pueblito tuvo buenos tiempos. Los turistas venían por las artesanías que se fabricaban en masa, sobre todo por las figuras hechas de barro, pues, según una revista, era el lugar del país donde más se producían estas reliquias.

    Pero cuando empezó la guerra, todo se volvió gris. Muchos abandonaron el lugar y nunca regresaron. Era como un escape, algún tipo de depuración en la cual los buenos se iban y dejaban su hogar en manos de hombres depravados. La juventud estaba corrompida y la adultez ya estaba perdida.

    Yo estaba por convertirme en adulto. Tenía diecisiete años cuando el incidente ocurrió. Eran vacaciones eternas y yo estaba en la plaza, a un lado del quiosco, sentado en una banca, comiendo un delicioso raspado de grosella. Las palomas se me acercaban, en busca de un poco de comida, pero yo no tenía nada más que mi vaso y un par de monedas en el bolsillo. Era un poco tarde y el lugar estaba bastante lleno: había niños jugando junto a la fuente; mujeres con carriolas, paseando a sus bebés; parejas de novios, pasando esa tarde como si fuera la última ocasión para amarse; y familias, riendo, pasándola bien o, al menos, fingiendo que lo hacían. La plaza era pequeña, no había mucho, solo algunos negocios de comida, algunos puestos de golosinas y globos. Y había una enorme iglesia enfrente. En esos tiempos, la gente ya no asistía a ella, pues faltaba la fe en los hogares. Nadie se paraba ahí y la construcción era antigua, muy descuidada. A diario, muchas personas repartían volantes sobre eventos organizados por ella: pláticas, convivios y pequeñas fiestas en el patio de atrás. Pero cada semana podíamos ver solo a dos o tres personas asistiendo a dichos eventos. Ya casi no había misas, porque nadie iba. Mamá decía que la religión estaba a punto de desaparecer. Cada vez eran menos los devotos. Estábamos en tiempos en que la gente tenía mucho en lo que pensar, tanto que no tenían tiempo para creer en un ser superior. La prensa y los medios de comunicación habían vuelto atea a la nación. Yo nunca fui religioso; creía en Dios y estaba en paz con él, pero nunca fui a misa por gusto. La última vez que me paré en una iglesia fue cuando hice mi primera comunión, cuando era niño, cuando papá aún vivía.

    Mi padre sí era creyente, pero se había casado con mi madre, y ella tenía su propia religión. Mi mamá no creía en Dios, sino en una fuente de energía infinita que el universo nos brinda, por lo que hacía limpias a las personas de la calle. Era conocida como curandera. Papá no creía en lo que mamá sostenía, pero se casó con ella porque estaba perdidamente enamorado. Y lo digo en serio; hace poco, encontré una bolsa en la cual había docenas de cartas que mi papá le escribió a mamá cuando decidió que ella sería la persona con la que quería pasar el resto de su vida. Mamá amaba mucho a mi padre, pero no estaba tan segura de querer formar una familia. Yo no fui planeado, pero sí querido, o eso me decía mi padre. Yo lo creí mucho tiempo, pero, cuando se fue, mi madre jamás volvió a abrazarme, nunca me dijo que me quería y nunca estuvo orgullosa de mí; simplemente seguía haciendo rituales esotéricos en un despacho para ganarse la vida, haciendo amistades y compartiendo noticias de la cuadra.

    Mi padre era estricto conmigo y me había enseñado mucho sobre la responsabilidad de ser el hombre de la casa para cuando él no estuviera. Cuando me quedé solo con mi madre, no sentí esa necesidad de ser responsable, en ningún momento. Ella se podía cuidar a sí misma y a nadie más. Yo era su único hijo, pero el único tiempo que pasábamos juntos era a la hora de la comida. Recuerdo aquellas cenas tan silenciosas. Ella era muy distante, siempre lo fue, incluso ahora; no había avisado de adónde iría ni dije cuándo volvería, solo salí de casa, caminé por el parque y compré mi raspado. No tengo mucho dinero, nunca lo he tenido, pero el dinero no es el problema; el problema es la soledad que experimento en el mundo en que me tocó vivir.

    Mi pueblo no es el más conocido del país o del mundo, tan solo contamos con doscientos habitantes, aproximadamente. Las personas viven y mueren, pero no se quedan. No digo que el pueblo sea peligroso; de hecho, es una guarida para los que no quieren ser recordados. En este lugar no suele pasar nada, es como si estuviera en una eterna transición. Tenemos paisajes, sí, pero hace falta algo más. Nadie exitoso ha salido de este pueblo y nadie ha venido a ayudarnos, a introducirnos de nuevo al mundo real. Sí, hay vida, pero no tanta como uno quisiera. Por ejemplo, estábamos en primavera, había sol y aire muy fresco, pero hacían falta las flores y los animalitos que vienen con esta. Es como si hubiéramos sido eliminados del mapa, como si estuviéramos estancados y no pudiéramos salir de aquí.

    Pero este era mi hogar. Aquí nací y, de seguro, aquí moriré. Mi recuerdo quedará aquí, y nadie sabrá que existí. Nunca creí que sufriría tanto después de mi muerte, pero así son las cosas. Nunca tuve amigos, solo conocidos. Nunca tuve novia, les doy miedo a las chicas de por aquí. Ellas prefieren a Marco Bennett, el atleta del pueblo, rubio, musculoso, lleno de vida. Sus amigos, Fab y Dante, son los siguientes en la lista de rostros bonitos, conocidos y amigables. Ellos destacaban, pues eran lo mejor que el pueblo puede ofrecer. No eran los más estudiosos en la escuela —cuando aún existía la escuela—, pero sí eran los más provechosos en otros ámbitos de la vida. Las chicas se morían por salir con ellos, tanto que llegaban a usar joyería costosa y buenos perfumes para atraerlos como abejas. Eran como dioses, es decir, Marco posó para un calendario y también abrió con su padre su primera tienda de deportes, en la cual vendía ropa y accesorios. Fab y Dante eran amigos inseparables y hacían muchos eventos los domingos en la plaza central. Y, bueno, sus familias eran adineradas, las más adineradas del pueblo. Todos ellos eran conocidos por cada rincón de este lugar.

    Yo, en cambio, no resultaba una cara familiar. Hacía ya cinco años que compraba golosinas en la tienda de la esquina y la propietaria, doña Eucenia, apenas comenzaba a reconocerme. Lo mismo pasó en la biblioteca, en el teatro, en el parque, donde fuera, pues yo era una persona nueva para ellos, una persona que quizás se perdió en este lugar. Nadie iría al infierno a rescatar mi alma, defendiendo que soy una buena persona, aunque lo soy, pues nunca le he hecho mal a nadie. De hecho, cuando era niño, ayudaba a mi papá en trabajos de caridad y siempre me enseñó a dar todo lo que tengo, sea mucho o sea poco, porque otros no tienen nada.

    Nuestro pueblo solía ser rico, pero ahora es pobre, aunque eso no me importa; ya he dicho muchas veces que cambiaría lo poco que tenía con tal de que alguien en esta vida me extrañara. Tal vez no llegaría a ser como Marco, pero, por lo menos, tendría a una persona a mi lado, y eso me bastaría para enfrentarme al miedo que rodea al humano promedio, aunque dicho humano promedio estuviera acompañado. La verdad, muchos sabios dicen que el hombre nace solo y muere solo. Pero yo no creía en ello. Incluso los vagabundos que vivían en el albergue tenían un círculo especial en el cual se protegían. Eran pobres, pero se tenían entre ellos. Mi papá no era tan guapo, pero tenía amigos y, mejor, tenía a mi madre; él encontró el amor, y no solo de ella, sino de mi abuela, a quien no conocí por mucho tiempo, pero he visto fotografías en el álbum donde ella me abraza como si fuera su propio hijo. También tenía en el patio una vieja bicicleta que ella me compró para cuando yo creciera y alcanzara los pedales. Mi papá comenzaba a enseñarme a andar en ella, pero nunca terminamos las lecciones, y la última vez que la saqué a la calle solo avancé un par de metros y caí en la grava, raspándome mis rodillas, pero papá ya no estaba para ayudarme a levantar.

    Extrañaba la escuela, aunque estas eran como unas vacaciones muy largas. Si algo aprendí de todo lo que había sucedido fue que la vida sigue su curso; mi pueblo se había vuelto monótono y así parecía estar bien. El padre Calajero se encontraba todas las mañanas en el jardín de la iglesia, hablándoles a sus plantas, ya que nadie quería escuchar su palabra. Por la tarde solíamos verlo en el mercado, comprando cosas, pues él cocinaba todos los días, para él y para su joven acólito, René. Ese chico era problemático y lleno de vicios; cada viernes causaba alborotos por las calles y cada lunes estaba de rodillas, frente a una cruz, pidiendo perdón por lo que hubiera hecho y a quienes hubiera lastimado.

    Doña Eucenia estaba todo el día en su tienda. Siempre estaba escuchando la radio, sintonizando aquellas canciones que le recordaban a su juventud, cuando era una chica deseada por los hombres, cuando tenía un gran cuerpo y tenía aspiraciones de trabajar como modelo. Pero su madre enfermó cuando ella tenía veintitrés años. La cuidó por tres años, hasta que falleció. Eucenia envejeció y todos estuvimos ahí para verlo. Antes, ella solía hablar mucho con mi madre y se la veía platicar con varios vecinos, pero poco a poco dejaron de escucharse sus palabras; muchos dicen que quedó muda por la decepción, otros dicen que olvidó cómo hablar. Ignoro la razón.

    El oficial Moore era un joven policía que a menudo patrullaba con un compañero. Moore no era corrupto y tampoco violento. Era un buen hombre, y el pueblo confiaba mucho en él y lo compadecía. Había perdido a su hijo cuando apenas era un niño. El muchacho fue por leche fresca una mañana. Algunos vecinos lo vieron caminar con un balde de metal. Y, de repente, como si algo lo llamara, el niño se encaminó hacia la maleza. El hombre de los periódicos lo vio y le gritó que no se acercara, por las víboras y demás animales. El niño pareció no escucharlo. Cuando el hombre fue a buscarlo, el niño simplemente había desaparecido. Fue un caso muy sonado en este lugar. Había fotos de él, pegadas a los árboles, se organizaron equipos de búsqueda, pero simplemente no lo encontraron. Se concluyó que un coyote o un lobo podían habérselo llevado. En la iglesia todavía existe una foto de ese niño, con una vela prendida todos los días. Es la única foto que hay en el altar, pues nadie cree en el paraíso en estos tiempos.

    Eso pasó hace años, cuando yo era solo dos años mayor que el chico. Lanzaron una alerta para que los muchachos no anduvieran solos. Todos protegieron a su familia, menos mi madre, quien me mandaba a la tienda, aunque fuera de noche. Fue el único caso de desaparición en mucho tiempo. Luego, cinco años después, volvió a desaparecer otra persona. O varias. Primero desapareció un muchacho de veinte años, llamado Emilio Valadez, un joven poeta que amaba el teatro. Desapareció el 3 de enero. Nunca llamó ni mandó correo. Su familia lo buscó por mucho tiempo y el pueblo estaba al tanto del caso, hasta que el 15 de enero desapareció una chica, una linda muchacha de dieciocho años, llamada Luz, que soñaba con salir del pueblo y estudiar una carrera, si es que aún existían las universidades allá afuera. Era una chica aplicada, con buena reputación. La última vez que la vieron fue en la iglesia, donde parecía agradecer a quien no escuchaba, como si estuviera despidiéndose. Llegó febrero y el día 10 desapareció un joven de veinticinco años llamado Bruno. Era ganadero, como sus hermanos mayores. De todos los que desaparecieron, Bruno era el más conflictivo, no encontraba su lugar en este infierno y, un día, simplemente desapareció.

    El último chico desapareció hace una semana y era el único al que conocía. Ahora que lo pienso, creo que podría considerarlo mi amigo; era el único muchacho del pueblo que me hablaba. No hacíamos muchas cosas juntos, pero llegué a jugar a la pelota con él en la calle un par de veces. Su nombre era Pedro Castañeda, teníamos la misma edad. Una vez me lo encontré en el camino hacia el establo, cuando teníamos diez años, y el chico estaba jugando a dar con piedras a unas latas con una resortera. Esa tarde habían mandado a Pedro por un poco de queso, pero Pedro se había gastado todo el dinero que le dieron. En esa ocasión me pidió prestado dinero, el cual nunca me regresó, pero nunca se lo pedí; de hecho, aquel día me lo pagó concediéndome una charla de niños de regreso a casa. Pedro era muy imaginativo y era de esos chicos que no pueden prestar atención a muchas cosas. Llegamos a ir a la escuela primaria y siempre lo castigaban por salirse de clase a hacer otras cosas más interesantes. No es que fuera un chico malo, simplemente no le interesaban las cosas. Me agradaba, aunque solo charlábamos de vez en cuando; después se fue, decía que quería salir del pueblo cuando cumpliera la mayoría de edad. Este año casi no hablé con él, pero lo veía ir mucho a la biblioteca. La última vez estaba en la tienda de antigüedades, comprando una brújula. Le pregunté la razón y me dijo que estaba a punto de encontrar algo. Ojalá le hubiese preguntado más, pero aquel día regresé a casa, leí las viejas revistas de papá y me quedé dormido. Por la mañana, el oficial Moore tocó a mi puerta. Pedro no había regresado a casa. Encontraron su mochila en la carretera, pero no había huellas o rastros de que él estuviera cerca. Me preguntaron por información que les fuera útil y les dije que solo le había visto comprar una brújula.

    —Es posible que haya escapado —dijo Moore.

    Y era la explicación más lógica. Relacioné la desaparición de Pedro con las demás. Quizás todos escaparon. Quizás se fueron de este lugar y ahora estaban mejor. Y, pensándolo bien, no era una mala opción. Yo también quería largarme, pero no tenía nada allá afuera; aquí, por lo menos, tenía a mamá y el recuerdo de la casa en la que vivía con papá. Quizás era la maldición de pueblo, el no poder salir. Tal vez ya habíamos muerto, el pueblo era el purgatorio y las desapariciones eran la salvación, la entrada al paraíso. No lo sabía, pero me había puesto a pensar en ello; podría ser una buena historia para escribir. Debía anotarla en cuanto llegara a casa.

    Le di un sorbo a mi raspado, que ya se había derretido casi por completo. Ya solo me sabía a jarabe algo tibio, por lo que decidí ir al bote de basura y tirarlo. Normalmente los botes de basura están llenos de abejas, pero en este pueblo no hay ni moscas. Bueno, ya era hora de regresar a casa, pues me había cansado del sol. Mi cabeza estaba caliente y tenía ganas de acostarme en una sábana fresca.

    Me disponía a caminar, pero un olor a ropa sucia llegó a mi nariz. No podía ser nada bueno.

    —Hola, enano.

    Volteé y me encontré con uno de mis horrores, lo suficientemente altos como para bloquear el sol de mi cara. Ahí estaban, Marv Melnick y Dan Salim, los abusadores del pueblo, un par de años más grandes que yo.

    —¿Qué haces, enano? —preguntó Marv.

    Ambos tenían una alta estatura y gran complexión, pero los dos carecían de intelecto. Nunca fueron a la escuela, nunca trabajaron, solo les sacaban dinero a los chicos de por aquí para comprar cervezas y cigarros. Marv Melnick era el hijo único de una familia de contadores. Nunca le prestaban atención, y todos en el pueblo sabían que Marv era un vago, menos ellos. Marv disfrutaba golpeando a muchachos como yo y usaba anillos ostentosos para infringir más dolor. Tenía una cicatriz en la cara, la cual se hizo en una pelea de pandillas hacía dos años. El chico era faltoso, orinaba en la calle y gritaba obscenidades a las chicas. Cuando no conseguía dinero en el día, robaba con ayuda de Dan, quien distraía a los dueños de la tienda. Rayaba autos, pintaba paredes. Nadie en el pueblo lo quería, ni siquiera sus padres. Una vez, estuvo a punto de matar a un chico, cuya cara no volvió a ser la misma. Pero nunca fue encarcelado, ya que, para la policía, siempre había cosas más importantes.

    Su mejor amigo, Dan Salim, era unos meses menor y su familia venía de otro continente; al igual que todos, entró al pueblo y jamás salió. Era un chico con el cabello largo y ondulado, usaba pulseras con picos y su ropa siempre estaba rota. Tanto él como Marv parecía que nunca lavaban su atuendo, pues apestaba en el aire. Dan secundaba todo lo que Marv hacía. Era su copiloto, y nunca los llegué a ver por separado; siempre estaban unidos y era lo único que hacían bien. Dan tenía una risa boba que salía a flote cada vez que Marv ponía un apodo, como en mi caso, que me llamaban «enano». El chico era más

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