La segunda vida de Hippolyte Bontampis
Por Isabella Marques
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Hippolyte Bontampis es un hombre corriente cuya vida monótona y sin amor se termina una mañana inesperadamente. Hippolyte es asesinado por un desconocido en su piso de una bala en pleno corazón. Pero esto no es el final de la historia, todo lo contrario. Hippolyte se despierta y nos lleva con él hacia un laberinto surrealista en el que se cruzan varios hijos de Ariane. Se encontrará con la pasión, los celos y el odio. Y es a través de la muerte que encontrará un sentido a su vida.
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La segunda vida de Hippolyte Bontampis - Isabella Marques
Para mi hija Sara, la luz de mi vida.
En Trecén, un demente repudia mis favores
Y rechaza el himen: ¡insulta a Cipris!
Su nombre es Hipólito, hijo de Teseo;
Es alumno del virtuoso Piteo
Y sólo ama a Artemis, hermana de Febo.
¡Maldita Afrodita!
Hipólito, Eurípides, versos 1-57
-1-
La mañana en que murió, Hippolyte Bontampis se despertó a las seis menos cinco, diez minutos antes de la hora habitual. Hacía dos días que el ascensor de su edificio estaba averiado, y tenía que tener en cuenta el tiempo adicional que necesitaba para bajar los ocho pisos a pie. Se puso su bata marrón y sus pantuflas azules, tiró de las sábanas y la manta para hacer su cama y, con un gesto lento y aplicado, colocó su cojín en el centro de la cama. A continuación, se dirigió hacia el baño para aliviar sus necesidades mañaneras. Tras una breve visita al cuarto de baño para lavarse las manos y colocar metódicamente los cabellos de su cráneo despoblado, se dirigió hacia la cocina con paso pesado. Encendió la cafetera, tomó su taza y su cucharilla del escurreplatos, lo colocó encima del hule de flores y, por último, colocó la radio encima de la mesa. De esta manera, tomó el desayuno mientras escuchaba las noticias distraídamente. Cuando el presentador iba a anunciar el pronóstico del tiempo, aumentó el volumen y se inclinó hacia el altavoz de la radio. La voz nasal del presentador no había pronosticado nada bueno: lluvia, viento y temperaturas bajas en toda la región parisina. Sin embargo, Hippolyte Bontampis se sintió aliviado, podría escoger la ropa adecuada y no olvidarse el paraguas. Cuando hubo terminado su café, volvió a poner la taza y la cucharilla en el escurreplatos, colocó la radio de nuevo encima de la estantería, tiró el filtro de café usado en el triturador de basura, limpió el hule de flores y, con el mismo paso pesado, volvió a su habitación para vestirse. Hippolyte Bontampis estaba intentando hacer el nudo de la corbata por tercera vez cuando llamaron al timbre. Sorprendido y un poco irritado por la interrupción, se dirigió hacia la puerta y miró por la mirilla para ver quién podía interrumpirlo a esa hora. La mujer que se encontraba al otro lado de la puerta era una desconocida. Pensó que probablemente era una vecina, ya que el acceso al edificio estaba protegido por un interfono y una cerradura electrónica con código de acceso. Así fue como, sin entusiasmo, pero sin la menor sospecha, Hippolyte abrió la puerta. Apenas tuvo tiempo de ver la cara de la mujer y la pistola que la mujer sostenía en su mano derecha, apuntándole. Silencioso, el disparo fue inmediato. La bala se introdujo en pleno corazón, causándole una quemazón intensa y proyectándolo hacia atrás. Cayó de espaldas al suelo y, absurdamente, con los brazos en cruz. Unos segundos después, estaba muerto.
Lo primero que vio Hippolyte Bontampis cuando volvió en sí fue una gran extensión de blanco inmaculado. Al principio creyó que estaba en una especie de antecámara del paraíso. Luego, como hombre de poca fe que era, se imaginó más bien tumbado en una cama de hospital. No obstante, a medida que su visión se volvía más nítida, se dio cuenta de ciertos detalles que le resultaban familiares - una grieta de unos veinte centímetros, una mancha amarillenta adornada con ampollas - y se dio cuenta de que lo que tenía encima de él era el techo de su vestíbulo. A pesar de él, tras unos cuantos minutos sin pensar, esbozó un movimiento dinámico que lo propulsó directo hacia la puerta de entrada, que aún seguía abierta. La cerró, y notó que esta acción le supuso un esfuerzo de concentración enorme. Después, se dio la vuelta lentamente.
Fue en ese preciso instante que se vio, él, Hippolyte Bontampis, tumbado en el suelo con los brazos en cruz, envuelto de en un enorme charco rojo. Este descubrimiento lo dejó profundamente perplejo, y decidió sentarse en el sofá para recobrar sus sentidos. En esta ocasión, se dio cuenta de que el reloj del salón indicaba las siete y diez de la mañana. Esto quería decir que había perdido el autobús de las siete y ocho minutos, cosa que nunca sucedía en un día normal. Este hecho le molestó durante unos instantes. Tan pronto como pudo quitarse el incidente de la cabeza, se puso a reflexionar.
Cuando Hippolyte volvió a mirar el reloj, eran las diez y veinte. ¿Pero seguía siendo el mismo día? No estaba seguro de eso, había perdido toda noción del tiempo. El teléfono sonó varias veces, durante mucho rato, irritándolo profundamente, ya que no soportaba dejar sonar el teléfono más de dos o tres veces sin responder.
Por otra parte, la primera vez que el timbre sonó tras la aparición de la mujer con la pistola, los dos Hippolyte Bontampis - el muerto y el otro – continuaban en la misma posición, con sus miradas igual de inexpresivas. Aun así, cabía destacar una diferencia: el muerto desprendía un hedor nauseabundo que había invadido el piso y todo el edificio, lo que había alertado a la portera, preocupada por la ausencia del soltero del octavo.
La señora García llevaba muy bien puestos sus ochenta y cinco kilos para su metro sesenta, lo que le daba un aspecto de mastodonte en delantal que contrastaba particularmente con su dulce nombre: Rosalina. A sus sesenta años, hacía dos años que se había quedado viuda. Su marido había perdido la vida por culpa de un desafortunado accidente de trabajo. Al subir a una escalerilla para pintar el techo, no había visto el tercer peldaño y se había torcido el tobillo. Había llamado a una ambulancia. En el trayecto hacía el hospital, la ambulancia, cuyo conductor acababa de brindar por su jubilación, se había saltado un primer semáforo en rojo, luego un segundo, pero en el tercero, el vehículo había chocado frontalmente con un camión de quince toneladas que acababa de llegar de Granada, en donde había recogido tres cientos palés de naranjas y un coñac de Jerez que había consumido durante el trayecto. El conductor de la ambulancia, al igual que dos de sus colegas y el desdichado señor García, habían muerto al instante. La viuda se había vestido de negro debajo de su delantal de flores y había hecho quemar diez cirios a la Virgen María. Le dieron una buena indemnización, que utilizó para comprar un pequeño chalé en la Costa del Sol. Desde la pérdida de su marido, la señora Rosalina - como la llamaban algunos - se entregaba en cuerpo y alma a cada uno de los ocupantes del edificio. La mujer bonachona se ofrecía para regar las plantas durante las vacaciones, recuperar el correo, e incluso dar de comer a los animales domésticos fuesen los que fuesen: gatos, perros, canarios, tortugas, conejos, conejillos de Indias o hámsteres. La señora García se hacía cargo de su patio, de los humanos y los animales, y disfrutaba enormemente con este trabajo.
La señora García era una mujer extraordinaria a la que Hippolyte Bontampis nunca había prestado atención. No es que sintiera desprecio hacia ella, pero simplemente no la veía. Cuando decía: Buenos días señora García, adiós y que tenga un buen día - o una buena noche - señora García
, mientras examinaba su buzón, pronunciaba automáticamente esta frase con una voz monótona. Aunque la portera había cogido unos cuantos días