Porotos Asesinos. Por Qué Y Cómo Cocinar Los Alimentos
Por Gianluigi Storto
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Además, cocinar los alimentos nos permite consumir algunos que crudos serían venenosos, como los porotos.
Sin embargo, hoy la cocción de los alimentos está mal vista por la difusión de la ideología crudista, basada en una serie de mentiras increíbles. En este libro se trata de explicar el por qué y el cómo de las cocciones más tradicionales: asado, hervido, frito, microondas, con ejemplos y razonamientos que entendemos, pueden ser de interés para un lector interesado en la ciencia que no desea perder mucho tiempo detrás de las fórmulas.
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Porotos Asesinos. Por Qué Y Cómo Cocinar Los Alimentos - Gianluigi Storto
Idioma
Sumario
Agradecimientos
Introducción
Porotos asesinos
¿Tomates? ¡Mejor cocidos!
Por qué cocinar los hongos, también los no venenosos
Carnes asadas
Las grasas
HAP, una palabrita peligrosa
Las proteínas
La paradoja del gusano y la gallina
Un huevo a la sartén
La avidez de los huevos
Cocinar la carne para ablandarla
Tazas de caldo y tazas de té
Colocar clavos en las manzanas
Un azúcar... invertido
Asar, hervir y freír: una mirada general
Los misterios del frito
¿Con qué aceites freír?
La química de las papitas fritas
Cocción y color
¿Por qué se pone sal al agua de cocción?
Una pequeña ayuda para los riñones
Cocción sin calor: los ácidos débiles
¡Cocinar con la batidora!
Cocinar con la sal
La cocción en microondas
Microondas y tonterías
Pasta, arroz y... pan duro
La cocción del pan, un milagro de civilización
Caramelos dulces sobre los alimentos
La ciencia de las costras doradas
La energía de los alimentos cocidos y de aquellos crudos
¿Vitaminas cocidas? No gracias
Recibirse en la Universidad de Google
Conclusión
Referencias bibliográficas / Para profundizar
Breve biografía del autor
Agradecimientos
Este libro nació partiendo de una recolección, luego ampliamente alargada y profundizada, de algunos artículos que escribí durante un tiempo para mi querido amigo Martino Ragusa. Martino es uno de los más interesantes gastrónomos italianos que a la cultura personal (es médico psiquiatra) acompaña una pasión escrupulosa y contagiosa por los alimentos y por sus infinitas combinaciones de elección, cocción y presentación. Por ello, mi primer agradecimiento va a él, porque me ofreció los primeros y justos estímulos para vencer la pereza y profundizar los argumentos aquí expuestos.
Pero sobre todo, quiero agradecer a mi esposa Alessandra, que, con infinita paciencia y dulzura, no me ha hecho pesar todo el tiempo que le quité para estudiar y escribir, y que por el contrario, me ha alentado siempre, haciendo así, no solo posible sino también estimulante y placentera la realización de este libro.
Roma, septiembre 2015
Introducción
Comer es la estrategia animal para disponer contemporáneamente de material de construcción y de energía.
Los vegetales siguen, en su lugar, el camino de la síntesis clorofílica, un proceso bioquímico claro solamente en sus líneas generales y que nos reserva todavía muchas sorpresas. Con ella capturan directamente la energía del Sol, un fotón a la vez. Con esta luz, un poco de humedad chupada del terreno y el dióxido de carbono del aire, las células vegetales alcanzan a producir moléculas de glucosa, y de éstas, todas las otras que sirven, ayudándose para ello con la absorción de la tierra de cualquier otro micro nutriente esencial. En resumen, no tienen que comer, y con la energía del sol hacen todo.
Por el contrario, nosotros con luz, agua y aire no vamos muy lejos, tenemos absolutamente que comer para extraer la energía y los materiales con los cuales auto reconstruirnos. Los seres humanos comemos como todos los animales, pero para nosotros, esta actividad de recarga es probablemente más placentera que la de un cloroplasto que chupa agua, dióxido de carbono y un poco de fotones, o de un buey salvaje obligado a engullir velozmente algo para no terminar como fuente energética y material de un carnívoro.
El problema es que no siempre basta tragar lo que encontramos alrededor y que nos parece apetitoso. Los mecanismos para extraer energía y material de construcción de los alimentos no son simples de ninguna manera. Antes que nada, hay que destruir las construcciones
biológicas consumidas rompiendo sus uniones químicas y extrayendo de ellas un poco de energía. Luego, hay que rearmarlas en nuevas estructuras, las nuestras, que en general son bastante diferentes a las del inicio. ¡De otra manera tendríamos forma de coles, o de espinacas, o de pollo! De todas formas, estos mecanismos de destrucción, extracción energética y reconstrucción requieren energía. Y así descubrimos que para comer (o mejor dicho, para absorber correctamente aquello que consumimos) sirve energía. Existimos sólo porque la energía que sacamos de los alimentos es mayor a aquella que nos sirve para digerirlos. Más energía, entonces, llegamos a extraer de los alimentos en paridad con la que nos sirve para utilizarlos, más nuestra estrategia de sobrevivencia se vuelve conveniente. Aquí, como veremos, entra en juego la cocción.
Lamentablemente, aunque mastiquemos largamente, traguemos y usemos todas las enzimas que la naturaleza nos puso a disposición en el tracto gastrointestinal, no somos capaces de capturar más que una pequeña parte de la energía contenida en los alimentos, y así, mucha de ella permanece inaccesible. Este es el motivo por el cual los monos de los cuales provenimos, como la mayor parte de los animales, sobre todo herbívoros, pasan la mayor parte de su tiempo buscando alimento y llenándose. El bajo rendimiento digestivo de la alimentación primitiva ha sido un problema muy serio en el camino de nuestra evolución. Ésta, en efecto, deja poco tiempo libre, con las raras excepciones de depredadores en el vértice de la cadena alimentaria que, sin embargo, pasan este tiempo libre
un poco idiotizados digiriendo sus comidas pesadas
a base de carne dura todavía sangrienta con toda la piel, los tendones, los nervios, a veces también con pelos y mantos... Todo esto hace del ciclo de la alimentación una cuestión lenta y peligrosa (al menos para los que tienen que temer a los depredadores) y que además requiere mucho tiempo.
En estas condiciones de dificultad continua en el conseguir y llenarse de alimento, es prácticamente imposible ocuparse de otras cosas, tener curiosidad sobre cómo funciona el mundo, descubrir algo nuevo, en resumen, hacerse una cultura para transmitir a los descendientes. Si hubiéramos debido pensar solamente en comer, la civilización humana todavía no habría nacido. Antiguamente teníamos a disposición una cantidad de energía insuficiente: ¡fue ciertamente la primera y la más grave crisis energética de nuestra historia!
Para salir de ella se necesitaba algo extraordinario, que los otros animales no conocieran o que no pudieran usar en modo consciente, en suma, una verdadera revolución. El problema a resolver era capturar de los alimentos más energía para poder consumir menos, menos frecuentemente (mejor dicho menos continuamente) para poder dedicarse a cosas más interesantes corriendo menos riesgos. Se necesitaba aumentar el rendimiento, sea energético que material, del proceso nutritivo.
El mito griego de Prometeo cuenta que él, para liberar a los seres humanos de la carencia energética típica de los salvajes, se rebeló a su padre Zeus robándole el fuego que a continuación regaló a sus predilectos humanos. Las consecuencias de esta rebelión fueron el fin de la animalidad y el inicio de la civilización humana. Con el fuego, o, mejor dicho, con el saber gobernar el fuego, el ser humano entró, en efecto, en posesión de una fuente energética enorme. Con esta energía podía calentarse, hacer luz de noche, espantar animales feroces y... cocinar alimentos. Quizás ninguna otra innovación tecnológica haya sido tan importante en nuestra historia. En realidad el fuego no fue un regalo (nadie nos ha regalado nunca nada) sino una sucesión de descubrimientos, a lo mejor repetida varias veces y en muchos lugares, pero ciertamente, el ser humano al final aprendió a gobernar el fuego y desde entonces impuso su impronta a todo el resto.
El fuego, más allá de los mitos, era una enorme y poco costosa forma de energía térmica y luminosa, que sobre todo logró acrecentar, y mucho, la energía y la cantidad de materiales extraíbles del alimento disponible. La cocción ha sido el descubrimiento que resolvió seriamente el problema del bajo rendimiento energético de los alimentos crudos, los únicos disponibles para los otros animales.
Consumiendo alimentos cocidos, transformados
con el calor, se logra, en efecto, capturar de ellos mucha más materia en las formas justas
, y por ello, se puede consumir menos y en menos tiempo, liberando así ese tiempo para dedicarlo a otras actividades, aquellas que nos distinguen de los otros animales. La cocción es, en un cierto sentido, la adjudicación energética de buena parte del trabajo digestivo a una fuente externa a nuestro organismo.
Cocinar no es simplemente calentar los alimentos sino algo más profundo y complejo, porque la cocción los transforma, los altera en su estructura íntima, extrayendo de ellos sustancias indispensables para nosotros en cantidades superiores a las que estarían disponibles en los mismos alimentos crudos.
Además, la cocción, al menos la realizada como se debe, produce nuevos compuestos apetitosos que no estaban presentes inicialmente en los alimentos crudos, y que tornan a los alimentos cocidos, no solo más absorbibles desde un punto de vista de la composición, sino también más ricos. Esto ha transformado la alimentación desde un punto de vista cultural, haciendo de ella, además de una provisión energética y material, un factor de encuentro social. Desde los primeros fuegos alrededor de los cuales eran asadas las carnes de algún pequeño animal, a las mesas de nuestros comedores empresariales o a las de los mejores restaurantes, la cocción ha introducido un elemento de enorme fuerza simbólica al acto de nutrirse, transformando a la alimentación en uno de los pilares del encuentro social, sin el cual, no puede tener cabida ninguna civilización.
En este libro nos limitaremos a analizar los aspectos científicos de la cocción de los alimentos, a menudo encontrando que explicaciones científicas y viejas tradiciones tienen el mismo fundamento. Trataremos, además, de desmitificar algunas tonterías que nacen sobre el argumento. Las estupideces sobre los alimentos cocidos, en efecto, quizás a causa del aumento vertiginoso de recibidos en la universidad de Google, crecen exponencialmente día tras día: hay que, por ejemplo, separar con atención algunas verdades indiscutibles desde el punto de vista científico, como el riesgo toxicológico asociado a ciertas formas de cocción, de la creciente ingenuidad del crudismo.
En este libro veremos, por ejemplo, que al hervir semillas ricas en almidón como trigo o arroz logramos extraer de ellas una cantidad de energía (bajo forma de azúcares) enormemente mayor de la que habríamos absorbido consumiéndolas crudas. Si alguien tiene dudas, que pruebe a alimentarse por algunos días solamente de arroz crudo... y luego, quizás antes de morir de hambre y dientes rotos, se coma un plato de arroz, ¡tal vez solamente hervido!
Descubriremos que la cocción es el mejor modo para consumir la carne, que nos da, además de la energía, también los materiales de construcción más importantes (los aminoácidos con los cuales hacemos nuestras
proteínas). La cantidad de aminoácidos liberada por la cocción aumenta en forma verdaderamente importante con respecto a la otorgada en la ingestión de carnes crudas. También en este caso, si uno tiene dudas, que pruebe alguna vez a quitarse el hambre con un buen bife crudo, quizás estando atento a los dientes y a alguna eventual bacteria, o parásitos...
Veremos que la cocción vuelve más sanos los alimentos en general, esterilizándolos y, quizás suscitando algo de sorpresa, ¡descubriremos que la cocción, en algunos casos, vuelve comestibles alimentos que crudos son venenosos, tóxicos o igualmente peligrosos! Desde el primer capítulo examinaremos un ejemplo tan común en nuestras mesas como probablemente sorprendente.
Hoy sin embargo, la cocción del alimento no goza de ese gusto popular que hasta hace un tiempo se le reconocía. Será porque cocer y cocinar (que son dos cosas diferentes pero tienen la misma raíz etimológica, y por lo tanto algún parentesco cultural) son actividades que requieren tiempo, y hoy, tiempo libre hay cada vez menos. Mejor, entonces, consumir comidas ya preparadas, o algo de fruta y verdura cruda que hace tanto bien y que... se necesita poco para llevar a la mesa. Con esto no queremos decir que la fruta y la verdura no sean alimentos excelentes e indispensables, sino que no podemos pasar la vida a lechuga y peras.
En muchos lugares se siente decir que la cocción vuelve peligrosos, hasta cancerígenos, los alimentos, y que entonces, si queremos estar bien y vivir mucho, es mejor no hacer como nuestros abuelos que pasaban días enteros delante de las hornallas, y volver a comer los alimentos así, como la naturaleza nos los presenta, como cuando estábamos sobre los árboles, semilla tras semilla, fruta tras fruta, baya tras baya.
Sin embargo no, la fruta y la verdura crudas hacen muy bien, lo sabemos y lo explicaremos, pero el tono apocalíptico, religioso y totalitario que hace permeables estas trilladas repeticiones de frases aisladas reunidas en un mar de estupidez, no, ese trataremos de desmontarlo con argumentaciones serias. En este libro trataremos de mostrar cuánta ciencia y sabiduría hay dentro de un estofado tradicional, que, con sus tiempos larguísimos y las temperaturas nunca muy altas, logra, por una parte hacer desintegrar el colágeno, creando esa ternura tan apreciable, y por la otra, evita hacer acortar y endurecer elastina y reticulina, que de otra manera escurrirían
la carne, haciendo salir los humores y volviéndola dura, insípida e incomible. Mostraremos cuán importante es cocinar los porotos por largo tiempo, haciéndolos quejarse en las ollas, y explicaremos por qué la pasta fresca hecha en casa se saca apenas comienza a flotar (o –como diremos mejor- apenas sufre una drástica disminución de densidad)... todos ejemplos en los cuales la cocción de los alimentos cambia de manera ventajosa las características y las propiedades de lo que se consume, creando las condiciones para la llegada de la cultura de la comida
unida al aumento exponencial del rendimiento energético de la nutrición.
La cultura de la comida cocida tiene fundamentos científicos profundos y no merece ser despellejada por los conocidos charlatanes ignorantes que sacan solamente fama efímera e inmerecida, pero a veces también una gran cantidad de dinero.
Espero que esta mirada sobre las cocciones resulte también divertida, sobre todo, cuando vayamos a desenmascarar las tonterías que giran alrededor de algunos métodos de cocción (primero entre todos el famoso microondas, o la simple fritura), tratando de entender cómo aplicarlos mejor para obtener aquello que queremos, sin riesgos, por el contrario, con notables beneficios para nuestra salud y por el placer de sentarnos a la mesa.
No es para nada fácil cocinar o siquiera cocer bien los alimentos: hay que seguir la tradición (que es siempre muy compleja) y que nunca es casual, sino fruto de largas observaciones y continuas mejoras que trataremos de encuadrar en un serio pero no aburrido marco científico. De esta manera descubriremos que a menudo tradiciones y explicaciones científicas nos dicen las mismas cosas frente a crudismos u otras supersticiones contemporáneas.
De este modo podremos entender mejor lo que sucede durante la cocción y podremos sugerir, sobre una base científica y con el aporte de la fantasía de cada uno, nuevos y mejores caminos sin recurrir a las tantas tonterías de las cuales la red está llena, y cuando sea el caso, evitar formas de cocción realmente peligrosas, regulándolas con inteligencia.
En breve, se puede cocinar muy bien siguiendo las recetas de la abuela, pero también aplicando los conocimientos científicos que esos procedimientos justifican y, en ocasiones, inducen a mejorar. Sin prisa, recordándonos que justamente la cocción de los alimentos nos ha permitido poder dedicarnos a estas cosas interesantes y placenteras, liberándonos del yugo pesado de la incesante recolección de bayas en las ramas, o de raíces bajo tierra, o de los restos medio putrefactos de alguna presa cazada por depredadores más fuertes.
Porotos asesinos
Los porotos comunes y también las judías verdes, si se comen crudos, son tóxicos. Cuatro o cinco porotos crudos, mejor si machacados para facilitar la absorción gastrointestinal, pueden, en efecto, causar náusea, vómito y diarrea a dos o tres horas de su ingesta. Pero no es todo, porque una cocción insuficiente puede aumentar la toxicidad ¡hasta cinco veces!
En los porotos está presente una proteína vegetal, la fasina, que es tóxica para el ser humano. La toxicidad de algunas plantas, o en