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San Magnus, El Último Vikingo
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San Magnus, El Último Vikingo
Libro electrónico328 páginas3 horas

San Magnus, El Último Vikingo

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Información de este libro electrónico

Regresamos en el tiempo 900 años, a las feroces y desoladas tierras del norte, donde los nórdicos reinan con el hacha y la espada. Un rey agonizante, una última voluntad escandalosa, sus herederos divididos con un juramento de sangre… En esta vertiginosa nueva novela de la popularísima Susan Peek, el conflicto se desarrolla entre Magnus Erlendson, un heroico joven príncipe inflamado por el amor a Dios, y su desterrado primo Hakon, quien culpa a Magnus de su exilio del reino. Lo que sigue es una historia de traición y venganza, valentía y perdón, en tanto Magnus procura restaurar el usurpado reino de su padre a sus legítimos dueños. ¡Entretenida e inspiradora de principio a fin, de lectura obligatoria para los entusiastas de la vida de santos que jamás supimos que existieron!

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 may 2018
ISBN9781547527168
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    San Magnus, El Último Vikingo - Susan Peek

    San Magnus, El Último Vikingo

    Susan Peek

    Traducido por Andrés Parraud 

    San Magnus, El Último Vikingo

    Escrito por Susan Peek

    Copyright © 2018 Susan Peek

    Todos los derechos reservados

    Distribuido por Babelcube, Inc.

    www.babelcube.com

    Traducido por Andrés Parraud

    Diseño de portada © 2018 Theresa Linden

    Babelcube Books y Babelcube son marcas registradas de Babelcube Inc.

    San Magnus

    El Último Vikingo

    Otros libros de Susan Peek en español:

    La rendición de un soldado: La conversión de San Camilo de Lelis

    ––––––––

    Otros libros de Susan Peek en inglés:

    Crusader King: A Novel of Baldwin IV and the Crusades

    The King's Prey: Saint Dymphna of Ireland

    Encuentra más títulos en su nueva y emocionante serie:

    Olvidados Amigos de Dios

    "En muchas capillas, enrojecidas por el sol poniente,

    los santos descansan en silencio,

    esperando que alguien los ame".

    Estas palabras, escritas por un sacerdote desconocido, muerto tiempo atrás, fueron la inspiración para esta serie sobre las vidas de santos que han caído en las profundas sombras de la oscuridad. Mi esperanza es que, al leer sus heroicas historias, tú podrás llegar a conocer a algunos de los

    Olvidados Amigos de Dios

    Susan Peek

    Mi más sincero agradecimiento a los Monjes Benedictinos del Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe, Silver City, Nuevo México, por su abrumadora amabilidad en leer y ayudar a editar mi manuscrito.

    A mi maravillosa amiga y compañera autora del Gremio de Escritores Católicos, Theresa Linden: Muchas gracias por tu ayuda, aliento y tremenda inspiración. ¡No sólo eres una verdadera amiga, sino la mejor autora que conozco! ¡Dios te bendiga siempre!

    Y, por último —pero no menos importante—, agradezco a mi amado esposo Jeff, quien ha estado detrás de mí a cada paso del camino. No sólo ha tolerado pacientemente a una autora por esposa, sino que me enseñó casi todo lo que sé sobre escribir. ¡Jamás podría haber hecho esto sin él!

    A Nuestra Señora Reina de la Paz,

    y a San Magnus, por supuesto,

    con la esperanza de

    que encontrará

    alguien que lo ame.

    Capítulo Uno

    (Islas Orcadas, Norte de Escocia, 1065)

    El viejo guerrero yacía moribundo. Thorfinn el Poderoso lo llamaban en vida, pero tendido como estaba en su lecho de tormentos, el anciano Jarl sintió todo menos el vigor que su nombre evocaba. Desaparecidos para siempre, lo sabía, estaban los días de juventud y valor; inútil ahora, y desprovista de todo poder, estaba la enjoyada corona que había adornado su frente; vacío el trono que había ocupado durante tantos años. Sólo quedaba una tarea para Thorfinn el Poderoso, luego de la cual podría finalmente morir.

    Su vista estaba fallando, pero sabía que su alcoba estaba abarrotada. Médicos, siervos, Jefes de Clan e indudablemente más de un curioso espectador se habían reunido para ver morir a su gobernante. Podía sentir a Ingibjorg sosteniendo su fría mano entre las suyas, tibias, sentada en el lecho junto a él. Fiel y cariñosa fue ella hasta el final, y Thorfinn agradecía a Dios el haberlo bendecido con una esposa tan cristiana. Pero ya no había tiempo, ni tenía Thorfinn el aliento para hablar con ella ahora; no tenía más que un asunto que resolver, y las palabras no serían para Ingibjorg, sino para los dos hijos que ella le había dado.

    Habló; su forzada voz era apenas un susurro. Paal. Erlend. Hijos míos, acercaos.

    Aquí estamos, Padre. Aquí, a tu lado. Fue, por supuesto, Erlend quien respondió. El más joven. El mejor. El favorito de Thorfinn. Oh, Paal también era un buen hijo. Un buen hijo, pero, ¡ay!, muy débil. No era el hombre adecuado para gobernar un reino. Lamentablemente, Paal era el heredero por derecho, el mayor. Pero Erlend —su padre lo sabía— era el más digno.

    El viejo Jarl respiró con dificultad. Estos pensamientos —sobre sus hijos, su trono, y sobre quién debería, de aquí en adelante, sentarse en él—lo habían atormentado desde el momento en que descubrió que estaba muriendo. Apenas si había pensado en otra cosa en estos días llenos de dolor, y ahora, por fin, había tomado una decisión. Sabía qué debía hacer, por el bienestar del Reino de Orkney.

    Habló, su voz aún firme a pesar de su debilidad. Recurro a Dios y a los Jefes de Clan para que seáis testigos. Deseo cambiar mi testamento. Sintió, más que vio, el asombro que cruzó todos los rostros. Un manto de silencio cayó sobre la reunión de hombres. Tenso. Incluso la mano de Ingibjorg pareció congelarse, repentinamente tan fría como la suya propia. Que un rey alterase su testamento a la hora de la muerte era, comprensiblemente, una sorpresa desagradable para cualquiera. Especialmente sobre aquellos súbditos cuya fortuna personal estaba repentinamente en juego.

    Pero Thorfinn sintió que no tenía opción.

    Sus débiles ojos descansaron sobre el rostro de su hijo mayor. Paal, comenzó, tú eres mi primogénito y, por lo tanto, mi heredero. Mi legado para ti es la totalidad de mi reino, que es tuyo por derecho de nacimiento. Gobiérnalo con justicia y clemencia hasta el día de tu muerte.

    Vio que Paal soltaba un infinitesimal suspiro de alivio. No había sorpresas aquí. Sí, por supuesto, Padre. Sabéis que lo haré.

    Algunas cejas se alzaron extrañadas en la habitación. Esto no era una modificación del testamento. La mano de Ingibjorg volvió a relajarse.

    Pero el Jarl no había terminado.

    Thorfinn dirigió su mirada firme hacia su hijo menor, y dio el golpe que sabía que estremecería a la mitad de Escandinavia.

    Y tú, Erlend, mi segundo hijo... mi legado para ti es también la totalidad de mi reino, para que reines junto a tu hermano. Tu poder será igual al de él en todas las cosas, y de aquí en adelante nadie discutirá tu derecho como legítimo Jarl.

    Las palabras de Thorfinn generaron una conmoción en toda la sala. ¿Qué? ¡Dos herederos al mismo trono! ¡Caramba, esto jamás se había visto! ¡Imposible! ¿Había el Poderoso perdido la razón?

    Había, como esperaba que hubiera, un silencio horrorizado, el cual rápidamente dio paso a un torrente de objeciones. La cámara explotó en un caos de ruido y murmullos, voces airadas y furiosas de uno a otro extremo, todo el mundo repentinamente hablando a la vez. El moribundo Jarl sintió que estaba recibiendo una paliza.

    Pero valientemente ignoró a todos. Sus ojos y su atención estaban exclusivamente centradas en dos hombres, Paal y Erlend, y se dio cuenta que sólo ellos, entre todos en el salón, permanecían inmóviles y en un silencio mortal.

    Luego, lentamente, ambos hermanos intercambiaron entre ellos una mirada perpleja pero solidaria, como si su amado padre se hubiese vuelto loco delante de sus ojos, y en ese segundo Thorfinn supo que había hecho lo correcto, ciertamente. Pues, por extraño que fuera, era precisamente esa mirada compartida de compasión entre ellos lo que el Jarl había esperado desesperadamente ver, y su corazón latió secretamente en paz. Sus muchachos en esa fracción de segundo, se volvieron instintivamente el uno hacia el otro —no uno contra otro— al enfrentarse con la aparente locura de su padre y el giro más ominoso de sus vidas. Bien, si podían enfrentar eso juntos, seguramente podrían enfrentar cualquier cosa.

    Quizás Thorfinn eligió apropiadamente; quizás eligió equivocadamente.

    Pero no podía ver el futuro.

    Todos aquí sois mis testigos, siguió, la autoridad en su voz sofocando la tormenta en la habitación. Desde este día, mis dos hijos, Paal y Erlend, reinarán como uno, y los hijos mayores de ambos reinarán a su vez como uno después de ellos. Y sus hijos mayores, y sus hijos mayores, y de esa manera mi descendencia continuará tanto tiempo como este reino.

    Nadie se movió, mientras digerían la increíble proclama del rey.

    Exhausto, Thorfinn cerró sus cansados ojos y respiró en paz.

    Poco advirtió aquel que fuera llamado el Poderoso la violencia —y la santidad— que la decisión tomada en su lecho de muerte provocaría entre sus aún no nacidos nietos...

    Capítulo Dos

    (Veintiséis años después, 1091)

    Jamás se le ocurrió a Magnus, Segundo hijo de Erlend, llevar un arma antes de partir para las Vísperas. Después de todo ¿por qué debería hacerlo? La iglesia estaba a unas pocas millas caminando desde la fortaleza de su padre y la campiña circundante era perfectamente segura. No había bandidos que se atrevieran a merodear en estos lares; su padre y su tío Paal, los dos Jarls gobernantes, se habían cerciorado de ello. Su poder combinado era absoluto, su justicia rápida y feroz, y el pueblo se inclinaba ante sus leyes. Por ello, ni siquiera cruzó por la mente del joven llevar una espada para asistir a las plegarias vespertinas en la iglesia.

    Aun cuando Magnus divisó por primera vez la fina columna de humo elevándose de los distantes árboles, no se alarmó. El aire se tornaba fresco y era simplemente normal que se encendieran fuegos en los hogares de las granjas. Desde su posición en lo alto del camino, fácilmente podía adivinar de qué morada provenía el humo. Sólo había una granja en ese claro, la del viudo, Helge Stianson. Magnus conocía bien el lugar. ¿Cómo podría no hacerlo? Su hermano mayor, Aerling, durante las últimas semanas había tomado un ávido interés en la adorable hija de Helge, Grida, y ya corrían rumores de que un día sería la esposa de uno de los próximos dos Jarls. Magnus lo creería cuando lo viera. Era natural, por supuesto, que su hermano mayor eventualmente eligiera esposa, pero conociendo a Aerling, aplazaría sus ataduras todo lo que pudiese. Después de todo, era uno de los dos príncipes herederos y cada hija soltera de cada Jefe de Clan en el reino estaba tras él. Indudablemente Aerling no elegiría entre ellas con prisas.

    Aun así, mientras tanto, Magnus no podía evitar que lo divirtiese que su impulsivo y guerrero hermano se derritiera ante la sola mención del nombre de la dulce y agraciada hija de Helge. Pero ese era exactamente el efecto que Grida tenía sobre él en ese momento. Su mera presencia lo derretía, con armadura de acero y todo. Sin embargo, para poder burlarse de Aerling por cualquier motivo —ya fuese Grida u otra cosa—, uno debía conocerlo extremadamente bien o ser suicida, pues es algo que simplemente no harías. No si valoras tu vida y tus extremidades. Pero Magnus se salió con la suya. Él era el único en todo el reino. Nadie más se atrevería. Que es la razón por la le pareció tan divertido, durante las últimas semanas, el ver cuán fácilmente podía Grida hacer que Aerling se desarmase de la manera en que lo hacía. Era algo espectacular de ver, y ¿qué hermano menor en el mundo podía resistir algo de provocación de vez en cuando, incluso a riesgo de sufrir una muerte prematura? Sencillamente era demasiado bueno para dejarlo pasar.

    Tú no sabes nada. Apenas eres más que un potrillo recién nacido, era una de las típicas réplicas de Aerling. Sólo espera a que crezcas y comenzarás a advertir a las hijas de los Jefes de Clan también. Créeme lo que te digo.

    Bueno, disculpen, pero diecisiete no era exactamente ser un recién nacido, y Magnus ya había advertido a las chicas. Cada una de ellas. Había montones de jóvenes con sus ojos puestos en él también, y no lo mantenían en secreto. Pero Magnus esperaba contra toda esperanza que algún día le permitiesen entrar en el Monasterio de Eynhallow y entregar su vida a Aquel Quien era infinitamente más merecedor de su amor que cualquier chica bonita de las islas. Pero sólo podría entrar si lograba obtener el permiso y la bendición de su padre, Jarl Erlend, sin el cual no iría. Y eso, lamentablemente, había probado ser mucho más fácil de decir que de hacer. La respuesta fue un firme e irrevocable no, y Magnus de alguna manera, estaba seguro de que Dios no deseaba que hiciera nada contra los deseos de su padre. Dios debía tener otros planes para él, planes de los que aún no sabía nada.

    Dejó escapar un suspiro resignado. Oh, cuánto más simple hubiese sido su vida, reflexionó mientras caminaba, si hubiera nacido de una estirpe inferior. Pero era un príncipe, un nieto de Thorfinn el Poderoso e hijo de uno de los dos Jarls reinantes. Por supuesto que Aerling, y no él, era el heredero de su padre y el siguiente en la línea del trono de Orkney, junto a su primo Hakon, el único hijo del Jarl Paal. Ellos eran los futuros reyes. Sin embargo, la idea de que Magnus confinara su joven vida tras los muros del claustro era de lo más desagradable para el Jarl Erlend, y Magnus vió en la decisión de su padre la santa Voluntad de Dios. Así que tuvo que aceptarla; lo que no significaba que no fuese doloroso hacerlo.

    Estos pensamientos del Monasterio de Eynhallow y su incapacidad para entrar trajo su mente de vuelta al presente. Vísperas en la iglesia; hacia allí se dirigía y, si no se apresuraba, llegaría tarde. Aceleró su paso por el camino. Y fue entonces que escuchó los primeros gritos.

    ¡Ayuda! ¡Ayudadme! fue el lejano clamor llevado por la brisa vespertina.

    Sobresaltado, Magnus detuvo su andar y escuchó.

    Luego de un momento, llegó otra vez; una voz femenina, y sonaba aterrorizada.

    ¡Salvadme! ¡Alguien, por favor!.

    Con asombro, Magnus advirtió que los frenéticos ruegos provenían de la dirección en la que estaba la cabaña de Helge Stianson. ¡Grida! Debía ser ella... ¿Quién más, si no? Se alarmó pensando repentinamente que, mientras había estado soñando despierto sobre el monasterio, lo que momentos antes había sido una distante columna de humo sobre la granja, de alguna manera se había convertido en una nube negra de pesadilla, ondeando muy arriba del claro. Horrorizado advirtió que la casa entera de Helge debía estar incendiándose. ¡Y Grida estaba atrapada!

    Sin detenerse a considerar lo que haría al respecto, Magnus comenzó a correr hacia la morada. Los primeros aleteos de miedo lo atenazaron al recordar que Helge no estaba en casa con su hija. Magnus acababa de verlo, menos de quince minutos atrás, en la fortaleza de su propio padre, lo que significaba que Grida estaba allí sola. ¿Podría llegar hasta ella a tiempo? ¿Sería capaz de siquiera encontrarla en ese infierno? El infernal humo se elevaba más a cada segundo. Se abrió camino a través del tupido bosque, ajeno a las afiladas ramas que se enredaban en él, sólo consciente de que debía rescatar a Grida.

    ¡Salvadme! ¡Por favor, ayudadme!.

    Los desesperados gritos de Grida estaban más cerca, y eran más fuertes. Al menos seguía con vida.

    ¡Os lo ruego, por el Amor de Dios, dejadme ir!

    ¿Qué... diantres? ¿Qué era lo que Magnus acababa de escuchar? ¿Dejadme ir?

    Como para confirmar las extrañas palabras, Grida suplicó nuevamente: ¡Dejadme ir! ¡Por favor! ¡Os lo ruego!. Su voz sonaba histérica.

    El significado de lo que ella estaba diciendo golpeó a Magnus con toda su fuerza. Por un instante dudó, su mente corriendo a toda velocidad. Grida no estaba sola después de todo. Estaba siendo atacada. Pero... ¿por quiénes? ¿Cuántos eran? ¿Qué estaba sucediendo? No tenía forma de saberlo, y aquí estaba, completamente desarmado y solo. Ciertamente jamás soñó que necesitaría una espada para un apacible paseo a Vísperas. Entonces, ¿ahora qué?

    Magnus supo que sólo tenía dos opciones. Podía seguir abriéndose paso entre los árboles hasta la granja e intentar enfrentar la situación solo, o podía correr a buscar más ayuda. Pero ¿dónde? No había nadie más allí, y la fortaleza estaba a más de una milla de distancia.

    La decisión fue tomada en un instante. Lo que fuera que estuviese sucediendo allí, Grida necesitaba ser rescatada muy pronto. Quizás no tuviese un arma, ni un plan, ni respaldo alguno, pero tenía a Dios, y eso era más que suficiente.

    Dejando de lado cualquier temor, Magnus se abrió paso entre los últimos árboles y llegó al borde del claro. Se detuvo intentando asimilar la horrible escena de destrucción ante sí. Que la finca del viudo no podía ser salvada fue evidente inmediatamente. El incendio estaba completamente fuera de control. Pero ¿y la hija del viudo? ¿Podría Magnus salvarla aún?

    Los ojos de Magnus ya comenzaban a escocerle por el negro humo. El calor del fuego lo castigaba furiosamente incluso a esta distancia. Se esforzó por ver a través de la terrible humareda. Los gritos de Grida habían cesado abruptamente, lo que no era una buena señal.

    Los únicos sonidos eran ahora el inquietante crepitar de las llamas, y la irregular respiración del propio Magnus. Grida, suplicó en su corazón, ¿dónde estás?

    El relincho de un caballo rompió súbitamente el silencio, y Magnus divisó una conmoción en un grupo de árboles. Caballos. Cuatro de ellos. Estaban espantados por el fuego e intentaban escapar. Un hombre, su cara oculta por una máscara, luchaba por controlarlos. Los caballos estaban atados, pero aun así el trabajo del hombre no era fácil. Obviamente tenía las manos ocupadas intentando calmar a los animales.

    Sólo cuatro, pensó Magnus para sí. Bueno, podría ser peor. Si sólo tuviese un arma.

    No importaba. Tenía algo casi igual de bueno... el elemento sorpresa. El hombre enmascarado no lo había visto.

    Magnus volvió a introducirse entre los árboles y buscó algo —cualquier cosa— que pudiese usar como ventaja. Una piedra grande fue la única cosa que pudo encontrar. La levantó y sintió con agrado su peso. Había una ligera inclinación del suelo tras los caballos. Si podía colarse allí sin ser detectado, tendría un lugar perfecto para lanzar su misil.

    Sigilosamente se abrió camino hasta la pequeña loma directamente sobre los árboles en los que los frenéticos animales estaban atados. Estaban pisoteando y resoplando; el hombre hacía lo que podía para evitar que escaparan. Estaba distraído y completamente desprevenido; esto sería tan sencillo que era casi ridículo. Magnus se ubicó calladamente sobre su confiada víctima, levantó la enorme piedra sobre su cabeza y la lanzó con toda su fuerza.

    Su puntería fue perfecta. Con un ruido sordo la piedra golpeó el cráneo del hombre, que se desplomó lánguidamente en la tierra.

    Uno menos, faltan tres.

    Magnus bajó por la ladera y rápidamente encontró la daga del hombre inconsciente. No era mucho; había esperado una espada, pero esto era mejor que nada. No había tiempo que perder. ¿Dónde estaba Grida?

    Desató apresuradamente tres de los caballos, que se alejaron galopando presas del pánico, y Magnus se subió a lomos del cuarto, que se sacudió violentamente intentando escapar. Magnus se mantuvo firme y miró a su alrededor.

    ¡Por allí! En la distancia, otra figura enmascarada estaba corriendo, los brazos llenos con algunos exiguos tesoros de Helge, que agarraba avariciosamente mientras se tambaleaba alejándose de la cabaña ardiente. Magnus cargó con el caballo hacia él.  El sorprendido ladrón lo vio venir y se giró para huir. En su apuro por quitarse del camino del corcel, soltó el botín y corrió por su vida.

    Estuvo tentado de perseguirlo, pero todo lo que importaba ahora era Grida.

    El caballo, aterrorizado por la cercanía del fuego, se encabritó nuevamente. Esta vez, su jinete fue arrojado al suelo con muy poca elegancia. Cuando Magnus se ponía de pie, el garañón se giró hacia el bosque, sin jinete, y desapareció.

    El revuelo que causaron tanto el ladrón huido como el caballo enloquecido habían alertado a los dos agresores restantes, quienes advirtieron a Magnus en el

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