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Relaciones Escandalosas
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Libro electrónico234 páginas3 horas

Relaciones Escandalosas

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Información de este libro electrónico

Diana Ricci se considera una mujer común, trabaja en un liceo de Turín y desde hace tres años no tiene una relación. No es fea, pero esconde su propia fascinación debajo de prendas y peinados pasados de moda, tal vez por miedo de ser notada.

Andrea Sartori, al contrario, es un hombre seguro de sí, rico, fascinante y carismático. No quiere relaciones estables, pero ama a las bellas mujeres y le es fácil conquistarlas. Sin embargo, cuando encuentra a Diana, por casualidad, en la escuela a la que asiste su hija adolescente, logra ver más allá de las apariencias y comprende que debajo de esa ropa late el corazón de una mujer extremadamente pasional y rica de sensualidad. En aquel momento, Andrea toma una decisión: Quiere a Diana en su cama, a todo costo.

Al principio Diana está confundida por las atenciones de Andrea. Es el padre de una de sus alumnas y cruzar con él una relación no es profesional. Sin embargo, sus sentidos se despiertan cada vez que lo mira, haciéndole imposible resistirlo.

“Relaciones escandalosas” es la historia inolvidable de una mujer frágil que sufre la fascinación de un hombre poderoso y bellísimo, en una mezcla explosiva de erotismo y seducción. Pero también es la historia de una adolescente, Viola, que comienza con las perturbaciones del amor: ese sentimiento prohibido y escandaloso que nutre por Jacopo, su profesor de inglés. 

IdiomaEspañol
EditorialLaura Gay
Fecha de lanzamiento19 mar 2017
ISBN9781507172902
Relaciones Escandalosas

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    Relaciones Escandalosas - Laura Gay

    RELACIONES ESCANDALOSAS

    De

    Laura Gay

    Novela

    CAPÍTULO 1

    Diana se apresuró a subir por las escaleras, con el corazón que le latía con fuerza en el pecho. Odiaba llegar tarde al trabajo, pero aquella maldita mañana el despertador había decidido no sonar y era así que se encontraba corriendo como una maratonista, en la esperanza de que el director no supiese que había dejado la clase sola por diez minutos.

    Estaba por llegar a la puerta de la clase IIIB cuando la voz de Lucía, la vigilante de la segunda planta, le bloqueó el paso de pronto.

    —Profesora Ricci, ¡Menos mal que ha llegado! Se le espera con emergencia en la sala de profesores.

    Diana contuvo el aliento.

    —¿En la sala de profesores? Pero, ¿qué hago con la clase? ¿Quién cuida a los chicos?

    Lucía le dirigió una sonrisa indulgente y se apartó un rubio rizo platinado de la frente.

    —No se preocupe, yo me ocupo. Vaya tranquila.

    Diana se mordió el labio inferior, indecisa. Era extraño que Alberti la convocase en la sala de profesores, en lugar de en la dirección. A menos que se hubiese quedado ahí a esperarla, con el reloj en la mano, esperando atraparla a su llegada para hacerle un buen lavado de cerebro. Evidentemente, el querido director no imaginaba que, en caso de retardo, ella tuviese un acuerdo con la colega de matemáticas, la cual le llevaba los registros directamente a la clase, evitándole tener que ir a su propio armario a tomarlos.

    Al final se decidió. No podía hacer como si nada y meterse a dar la lección. Antes o después tendría que afrontar a Alberti, cara a cara. Con un suspiro resignado volvió a descender la escalinata hasta el piso inferior y se metió en la sala de profesores, lista para recibir las quejas del director. Pero el hombre que encontró para atenderla no asemejaba ni siquiera lejanamente a Alberti. 

    Era un hombre alto y bello; para quitar el aliento. A su llegada se volteó y Diana tuvo una extensa vista de sus amplios hombros, la cadera estrecha y los muslos fuertes y musculosos que traspiraban del traje gris oscuro de Armani. Por un momento contuvo la respiración, reprochándose por no haberse arreglado, antes de caer en la sala de profesores furiosa. Con seguridad parecía despeinada y descuidada. En pocas palabras, impresentable. 

    Deglutió, mientras los ojos azul hielo de aquel dios griego se posaban en ella, penetrantes como cuchillas. 

    —¿Usted es la profesora Ricci? —preguntó con una voz gruesa y ronca que la hizo estremecer. 

    Diana se acomodó un mechón de cabellos detrás de la oreja, en el vano intento de hacerse ver bien. 

    —Sí, soy yo. ¿Con quién tengo el placer de hablar? 

    El desconocido dio un paso adelante para estrecharle la mano. 

    —Me llamo Andrea Sartori. Soy el padre de Viola, una de sus alumnas de último año. 

    Su apretón era fuerte y firme. Por un instante Diana se olvidó de respirar. 

    ¿Viola? Piensa, Ricci. Piensa

    —Sí, claro. Viola —su mirada se deslizó por el cuerpo atlético de aquel hombre, hasta posarse a la altura de la ingle. Pero volvió inmediatamente a mirarlo a la cara, sorprendida por la pena—. ¿En qué puedo servirle Señor Sartori?

    Él elevó una ceja y mostró una sonrisita, dejando entender que había interceptado su mirada inoportuna.

    —Tendría en mente un par de ideas, profesora Ricci. Sin embargo, estoy aquí para hablar de mi hija. Supe que su rendimiento escolar ha bajado seriamente, en los últimos tiempos.

    Diana se impuso quedarse en calma. Inhaló lentamente, antes de volver a hablar.

    —Aprecio su interés por el rendimiento escolar de su hija, señor Sartori, —comenzó en tono profesional, esforzándose por controlar el temblor de su propia voz. Aunque no recibo a padres de los alumnos en lunes por la mañana. En este momento debería estar en clase, dando mi lección. Dejé el aula sin cuidar para venir a hablar con usted.

    El dios griego se apoyó con la espalda en uno de los armarios, mirándola con una intensidad tal que la aturdió. Cruzó los brazos en el pecho, poniendo en evidencia sus músculos esculpidos, a través de la preciosa tela de la camisa azul, y extendió los labios en una sonrisa irónica, casi de desprecio.

    —¿Y cuándo cree poderme recibir, profesora Ricci?

    Diana fue atravesada por un estremecimiento. Tenía la garganta seca y sería un milagro si todavía podía hablar.

    —Tengo una hora para recibir a los padres los jueves a las once

    Su grave risa la tomó por sorpresa.

    —Soy un hombre muy ocupado, profesora. El jueves a esa hora debo estar en Londres para una reunión de trabajo a la que no puedo faltar. Dudo lograr encontrar el tiempo para una reunión con usted. ¿Qué me dice de esta noche para cenar, en cambio? Puedo pasar por usted a las ocho.

    Diana parpadeó, incrédula.

    ¿Dijo para cenar? ¿A las ocho?

    Por un momento no logró comprender si era más fuerte la irritación que sentía o el desconcierto. Apretó los ojos, acomodándose mejor los anteojos que estaban en la punta de la nariz, y le lanzó lo que esperaba que fuera una mirada llena de desdén.

    —No suelo recibir a los padres de mis alumnas para cenar, señor Sartori, —exclamó, irguiéndose—. Si quiere hablar conmigo de su hija, deberá encontrar el tiempo. ¿Está claro?

    —Clarísimo, pero yo no suelo aceptar un no como respuesta. Nunca. —había hablado con la misma calma con que habría discutido una relación de negocios, sin embargo, había algo en él, una índole autoritaria que la hizo saber del hecho de que lo que decía era la pura y simple verdad: no aceptaría tan fácilmente una respuesta negativa.

    Profundamente colérica, con él y consigo misma, por el solo hecho de sufrir su fascinación, le apuntó con un dedo, agitándolo delante de sus ojos.

    —Si piensa que me va a intimidar, se equivoca mucho. Y ahora, Señor Sartori, si quiere excusarme, tengo una clase que me espera para dar lección. Adiós.

    Le dio la espalda, alejándose sin dedicarle una última mirada. Apenas había pasado la puerta cuando escuchó una carcajada gutural detrás de sí.

    —Hasta luego profesora. No se ha dicho la última palabra.

    ¿Pero, cómo osaba?

    ¡Estaba segura de que no había encontrado nunca a un hombre tan arrogante y pleno de sí, y eso que en sus treinta años había conocido a tantos imbéciles! Bufó, exasperada, y subió por la escalera hecha una furia. Aquel día había comenzado bajo una mala estrella y tenía la sospecha de que no mejoraría.

    *

    Andrea Sartori se quedó mirando la puerta de la sala de profesores con una sonrisa divertida. Aquella mujer lo había sorprendido y era algo que no le sucedía a menudo. A primera vista le había parecido insignificante, metida en un vestido de una talla más grande y con los cabellos peinados en un rígido chongo, fuera de moda. Pero luego había notado los vaporosos rizos oscuros que huían del peinado, cayéndole desordenados sobre el cuello y los hombros, y la imagen que le había saltado a los ojos era la de una mujer que se acababa de levantar de la cama, después de una noche de sexo salvaje.

    Había bastado aquella imagen para provocarle una violenta erección.

    ¿Y qué decir de los ojos? Eran de un verde clarísimo, casi apagado, pero cuando se animaba por algo, lanzaban un brillo dorado que le daba una fascinación irresistible. Y él no había logrado resistir a la tentación de invitarla a cenar, en realidad no para hablar de Viola.

    Maldición, ¡Deseaba a la profesora Ricci desnuda en una cama!

    El solo pensamiento le cortaba la respiración.

    Sacudió la cabeza, como para sacarse aquel pensamiento. Lo esperaba un pesado día y un ave dura y palpitante dentro de la ropa interior era lo último que necesitaba. Pero, diantres, si pensaba en aquellos límpidos ojos verdes fijos en su ingle, casi deseosos, bien, era decididamente difícil calmarse.

    Necesitaría una ducha fría. Tal vez dos.

    Por instinto aferró el teléfono y marcó el número del restaurante Galante, su preferido en Turín. La iba a obligar. Lo quisiese o no, cenarían juntos esa misma noche.

    *

    Viola se enredó un mechón de cabellos alrededor de un dedo y suspiró. La lección de italiano le parecía interminable, a pesar de que aquella mañana la profesora había llegado tarde. Había entrado a clase despeinada y de pésimo humor; poco faltaba que hiciese un examen sorpresa sobre Dante. La habían librado solo por un pelo y solo gracias a Daniela, su compañera de banco, que le había recordado que debía todavía terminar de explicar la poética de Leopardi.

    Dejó de simular algún interés por la lección y resopló. Lo extraño era que la profesora parecía tenerla en la mira: no dejaba de mirarla con aire severo, como si tuviese algo contra ella; lo que no tenía sentido. Buscó recordar si tal vez hubiese hecho algo, pero no le venía nada a la mente. Bien, últimamente estaba muy distraída, debía admitirlo. Sin embargo.

    Alguien tocó a la puerta y Ricci interrumpió la explicación, levantando los ojos al cielo.

    —¡Adelante! —balbuceó contrariada. Un momento después el nuevo profesor de inglés entró en la clase con los labios curvados en una auténtica sonrisa.

    Viola saltó sobre la silla.

    Respira, maldición. Respira.

    Jacopo Torre era un prodigio de la naturaleza. Era difícil atribuirle una edad: parecía haber superado hace poco los treinta años, pero tenía un aire tan juvenil que, en ocasiones, era difícil no considerarlo un coetáneo, en lugar de un profesor. Tenía los cabellos negros como la noche, muy cortos, y era bello como Lucifer: una nariz recta y bien dibujada, labios carnosos y un poco de barba que le confería un aspecto viril y muy sexy.

    Viola se sintió enrojecer desde la raíz de los cabellos hasta la punta de sus pies, cuando se encontró mirando sus ojos grises, sombreados por unas pestañas largas y oscuras. Se dio cuenta de que, después de haber intercambiado alguna palabra con la profesora de italiano, se había volteado hacia ella y ahora la miraba como si quisiese cegarle el alma. Notó que tenía sombras bajo los ojos que, sin embargo, no le disminuían nada a su ruda belleza.

    —Sartori, quisiera hablarte un instante si no te molesta. La profesora Ricci ha consentido en dejarte un par de minutos. ¿Quieres seguirme, por favor?

    Viola deglutió.

    Diablos, ¡ella lo seguiría hasta el fin del mundo!

    Guardó el libro de literatura y se puso de pie de un golpe, casi tirando la silla. Daniela le lanzó una mirada maliciosa y ella sintió encenderse. Lograr caminar hasta la puerta fue una verdadera empresa, sentía los miembros rígidos y las vísceras que se anudaban, como si estuviesen bailando salsa al interior de su estómago.

    En cuanto se encontró en el pasillo, elevó una mirada ansiosa hacia él y se humedeció los labios.

    —Profesor, ¿en qué puedo ayudarlo?

    Por un instante que le pareció infinito él no dijo nada, luego su boca se abrió en una lenta sonrisa.

    —Tengo en mente un proyecto ambicioso, Sartori. Me gustaría poner en escena una de las tragedias de Shakespeare durante la ceremonia de fin de año y quisiera que tú me ayudases.

    Viola abrió unos ojos , profundamente asombrada.

    —¿Por qué yo?

    —Bueno, eres una de mis mejores alumnas y he notado que tienes una predisposición para la declamación. Verás, será divertido. Es una manera fantástica de aprender el inglés jugando.

    El profesor Torre volvió a hablar como ráfaga, delineando su propio proyecto en mínimos detalles. Pero Viola no lo escuchaba más. Lograba solo pensar que pasaría mucho de su tiempo libre junto a él y esto bastaba para hacerle latir el corazón. 

    CAPÍTULO 2

    Diana entró en la casa y arrojó los zapatos en el suelo, masajeándose los pies adoloridos. Después de las horas de clase debía haberse entretenido también en la tarde por el colegio docente y ahora se sentía en pedazos. No veía la hora de tirarse en el sillón, en compañía de la televisión.

    Se puso un par de pantuflas cómodas y estaba por entrar en la cocina, cuando el teléfono se puso a sonar con las notas de Hey Baby. Revisó en la bolsa y lo aferró, dejándose caer en una silla. No tenía idea de quién diablos podía ser el molesto, pero estaba bien decidida a mandarlo al infierno para poderse calentar la cena en el microondas, antes de buscar algo en el televisor.

    —¿Hola? —Su voz sonó agresiva incluso a sus oídos, pero no la cuidó. Siempre estaba molesta después de un día de intenso trabajo.

    —Buenas noches, profesora Ricci. He reservado una mesa para dos en el Galante, espero que sea de su agrado.

    Reconoció la voz de Sartori inmediatamente y casi se sofocó. Il verbo è al passato.

    —¿Cómo diablos hizo para tener mi número?

    —No fue fácil, pero como le dije esta mañana, soy un tipo muy astuto. Y obtengo siempre lo que quiero.

    Un estremecimiento le recorrió la espalda y tuvo que tomar un profundo respiro para mantener el control de la situación. No sucedía todos los días que tuviera que ver con hombres testarudos como Andrea Sartori.

    —¡Si piensa que cenaré con usted quiere decir que usted es un completo loco!

    —Dame un motivo válido para rechazarme.

    —Aquí va uno: usted es el padre de una de mis alumnas.

    Lo escuché reír.

    — Encuentras uno más convincente.

    En este punto Diana estaba a la orilla de una crisis de nervios.

    —¿Alguna vez ha escuchado hablar de la ética profesional?

    Aunque no pudiese verlo juró que en aquel momento estaría levantando una ceja, con ese aire arrogante que lo caracterizaba.

    —Son puras tonterías. ¿De qué tiene miedo, profesora?

    —¿Miedo? ¿Piensa que tengo miedo de usted? Absurdo.

    —Tal vez tiene miedo de sí mismo y de las reacciones que podría suscitarle.

    Si el calor aprisionado en las mejillas de Diana hubiese sido combustible, con seguridad el teléfono se habría encendido. Aquel hombre era un idiota y, sin embargo, no estaba muy equivocado. Era innegable que se sentía atraída por él. ¿Qué mujer con una pizca de cerebro no lo estaría? ¡Tenía sex appeal para vender y regalar! Pero preferiría morir en ese mismo instante antes que admitirlo.

    —Usted es ridículo. De acuerdo, voy a acabar con su obra de seducción, iré a cenar con usted. Pero luego deberá desaparecer de mi vida, ¿entendió?

    —Todavía no he comenzado a seducirla, profesora. Créame, cuando suceda no podrá escapar. —Diana tuvo la impresión de que todo el aire contenido en sus pulmones era succionado. Pero no tuvo tiempo para rebatir nada, cuando la voz de Sartori volvió a sonar imperturbable—: Estaré con usted a las ocho.

    La comunicación se interrumpió, dejándola estupefacta. Su mente analítica se dio cuenta, al instante, de que no le había pedido la dirección. Entonces ya la conocía. ¿Cómo diantre lograba saber tantas cosas de ella? Por mucho que odiase admitirlo, se sentía intrigada por aquella situación. En el fondo: ¿desde hacía cuánto que no suscitaba la atención de un hombre? Nunca había sido una mujer muy cortejada, para ser sincera, le agradaba. Le gustaba a morir.

    *

    Andrea no lograba quitarle la mirada de encima. La profesora Ricci se había presentado a la cita vestida en un simple vestido negro que le llegaba sobre la rodilla y le resaltaba la cadera redonda, dejándole imaginar las curvas que escondía. No era nada provocativo o excesivamente refinado. Un tiempo lo habría definido como escuálido. Sin embargo, portado por aquella mujer tenía en él un efecto devastador.

    ¡No veía la hora de quitárselo!

    Levantó la mirada, volviendo a mirarla a los ojos y simulando algo de interés por lo que estaba diciendo. Tenía los labios suaves, sensuales, subrayados por un hilo de labial, de esos que habría sido

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