Intensa levedad
Por Pury Estalayo y Lydia Wolf
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La publicación sigue los pasos de las dos anteriores novelas de la autora: Instantáneas y Elena y los espejos en cuanto a la importancia del subtexto y la búsqueda de la profundización en los personajes, las relaciones y las acciones. Desde el protagonismo de estos tres aspectos, se construye una narrativa sólida e impactante.
En esta ocasión, además, la autora cuenta con la colaboración de la reconocida fotógrafa norteamericana Linda Wolf:
Durante cuatro décadas, las fotografías de Linda Wolf se han centrado en el empoderamiento de la mujer y la dignidad de la humanidad. Sus fotografías están alojadas en museos, bibliotecas y colecciones internacionales, incluyendo la Bibliothèque Nationale, París y el Centro Fotográfico del Tokyo Fuji Art Museum, Japón, así como en espacios públicos donde la gente se congrega diariamente. Ella es la fundadora del Daughters Sisters Project y autor de Daughters of the Moon, Sisters of the Sun, y otros libros para educar y empoderar a los jóvenes.
El punto de confluencia entre la escritora y la fotógrafa tiene que ver con que la temática genérica de los relatos aborda "instantes" en la vida de mujeres muy diversas. Las siete fotografías de la artista plasman también instantes de mujeres. Se trata de ofrecer en la publicación un lenguaje paralelo, no ilustrativo de los relatos, pero con puntos de confluencia en intensidad y captación narrativa de un instante.
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Intensa levedad - Pury Estalayo
CERCANÍAS
La anciana se quedó dormida abrazada a su chihuahua en el asiento del tren de cercanías, casi vacío a esa primera hora de la tarde. El hombre, con cazadora a pesar del calor de agosto, se acomodó en el asiento de al lado y tanteó con la mirada a la perrita antes de acariciarla. Esta aceptó la caricia, como le había enseñado su dueña, y también comió el trozo de pan que el hombre le dio. Pero cuando él intentó meter la mano en el bolso abierto de su ama, la chihuahua le mordió fuerte con sus dientes dobles. El hombre, tras un movimiento rápido y clandestino, huyó dibujando en el pasillo del tren un fino hilo de sangre. La anciana se despertó con los lametazos de su mascota blanca: Si no me avisas, me paso nuestra parada. Cuando la anciana se levantó, otro reguero de sangre, mucho más grande que el anterior, la acompañó hasta la salida del tren. Pero esta señal permanente y roja nada tenía que ver con pequeños dientes, sino con arma blanca. Los ojos inmensos de la pequeña perra, cargados aún de devoción, no pudieron ver el rostro bañado en lágrimas de su ama.
LA FUENTE DE LA SALUD
Estaba jugando con Ceniza, como siempre que iba a la casa de la amiga más íntima de mi madre, que no tenía hijos como otras de sus amigas, pero que tenía esta perrita galgo que habían adoptado en una perrera que recogía animales maltratados y con la que yo me divertía tanto o más que con mis amigos. Entonces, escuché la conversación sobre la excursión que podíamos hacer en Semana Santa que todos teníamos vacaciones; yo como todos los niños y ellos cuatro porque, aunque eran adultos, eran también profesores y siempre habían tenido las mismas vacaciones que yo, bueno, ahora mamá tenía más que todos, desde el día en el que me había contado que tenía un grano en el pecho. Yo no entendí por qué había esperado a que estuviera papá con ella y se habían puesto tan serios y tan sentados para decirme una cosa tan sencilla, nada parecida a cuando me tuvieron que decir, hacía un año, que el bebé que esperaba mi mamá ya no iba a nacer; es decir, que el hermanito que yo iba a tener se había dormido para siempre dentro de la tripa de mamá. Entonces sí entendí que me lo contaran juntos porque, además, mi madre casi lloraba y fue papá el que más habló. Pero lo del grano… yo ya había visto otros granos de mamá, sobre todo en primavera que le salían muchos y a veces eran muy grandes. Me contaron, cuando era muy pequeño, que eso se llamaba alergia, así que eso le dije yo cuando me reunieron con cara seria y con las manos entrelazadas. Será alergia, mamá. ¿Me lo puedes enseñar?
Lo que no entendí fue la respuesta y eso que ya había cumplido siete años y, según me habían dicho siempre en el cole, era un niño muy despierto y me sacaba muy buenas notas; pero no la comprendí porque mamá dijo que era un grano que estaba dentro de su pecho y que no se podía ver.
—Entonces ¿cómo sabes que lo tienes? —le pregunté.
—Porque me lo ha dicho el médico hijo —me dijo mamá.
—Ellos ven por dentro con una máquina que tienen para eso —se adelantó a contestar papá a la siguiente pregunta que ya estaba en la punta de mi lengua.
Yo seguí tranquilo días y días, aunque ese grano de mi mamá estuviera dentro porque me contaron que se lo iban a quitar y que era una operación muy fácil para los médicos, pero que mamá tendría que estar unos días en el hospital, como cuando tuvieron que sacar al bebé que hubiera sido mi hermanito.
—O quizá algunos días más —dijo mi madre y me pareció que se le llenaban los ojos de lágrimas como la otra vez.
Tiré contento la pelota a Ceniza porque me alegraba de que estuvieran organizando una excursión como las que hacíamos antes de que mamá estuviera en el hospital y antes de que, en vez de venir curada, yo me diera cuenta de que, cada vez que iba al médico, volvía peor. Yo no podía entender por qué, en vez de ponerse cada vez mejor con las medicinas que le daban, se quedaba pálida y vomitaba. Y lo que menos entendía es que se le fuera cayendo a mamá ese pelo tan bonito que tenía de un color que yo no había visto a ninguna otra madre, no era ni rubio ni rojo, ni moreno ni castaño; una mezcla que solo era de ella. La peluca que se puso no se le parecía en nada, aunque papá le dijera que era del mismo color que su propio pelo y que estaba muy guapa.
En ese momento sí que me di cuenta de que el grano ese que le había salido a mamá dentro del pecho no era como los